martes, 16 de agosto de 2011

Claustrofobia en el ascensor

En uno de los pisos de mi edificio, y en mi misma planta, se había instalado desde hacía varios meses un nuevo inquilino que me tenía bastante intrigado. Al parecer vivía solo y de vez en cuando coincidíamos en el ascensor. En una de esas ocasiones, me decidí a ir más allá del saludo convencional y me presenté como convecino. Se mostró cordial, aunque un tanto distante, y ahí quedó la cosa. Lo que verdaderamente me interesaba de él es que estaba muy bueno. De unos cuarenta y cinco años, bastante fornido y de rostro agraciado, vestía siempre de manera informal, con tejanos y camisas a cuadros. Estas características eran las que, en contra de mis hábitos, hacían que lo tuviera sometido a una discreta observación. Aunque sin resultado alguno, pues no logré ninguna pista significativa sobre sus usos y costumbres. Pero una accidentada circunstancia hizo que nuestro conocimiento mutuo se precipitara de una forma inesperada.

Estaba ya avanzado el mes de agosto y mi inmueble se había quedado casi vacío. A media mañana de un domingo bajé a comprar la prensa y, cuando volvía al portal, llegó también ni vecino, con sus consabidos tejanos y camisa a cuadros. Me dio cierto corte porque yo iba en camiseta y pantalón de deporte. Entramos juntos y abordamos el ascensor. De repente, éste quedó detenido entre dos plantas y se apagó la luz. Como mal menor, por un trozo del cristal  de la puerta inferior se filtraba una cierta claridad. Comentamos el incidente sin querer darle importancia, en la esperanza de que fuera momentáneo. Pulsamos el timbre de alarma, pero no sonó. Aguzamos el oído por si sentíamos algún movimiento y el silencio era total. La situación se prolongaba y el calor empezaba a notarse. Por la brevedad de mi salida, no había cogido el teléfono, pero tampoco el suyo estaba operativo, ya que comentó que, precisamente, hacía poco se había dado cuenta de que la batería la tenía agotada. Estaba resultando preocupante, aunque tratábamos de tranquilizarnos pronosticando que el apagón no habría de prolongarse y que en cualquier caso, siendo de día, algún vecino tendría que aparecer.


Para no verlo todo negro, me distraje con la idea de que, puestos a quedarse encerrados, mejor que hubiera sido con él. Pero noté que no se tomaba el tema con tanta calma, ya que empezó a dar síntomas de nerviosismo. No tardó en confesarme que sufría de claustrofobia y que aquello le estaba afectando. No pude dejar de sentir cierta ternura ante tan imprevista debilidad y me dispuse a improvisar como psicólogo de ocasión. Me pareció que el contacto físico era un buen comienzo, así que le eché un brazo por los hombros como muestra de comprensión. El caso es que el gesto fue bien recibido y se estrechó ligeramente contra mí. Le sugerí que se sentara en el suelo para estar más cerca de la luz que entraba desde abajo. Aceptó mi sugerencia y, con todo su volumen, se fue deslizando hacia abajo hasta quedar con las rodillas recogidas por la falta de espacio. El calor apretaba y los dos estábamos sudorosos. Opté por quitarme la camiseta y usarla para secarme la cara. Él me miró, aún con expresión angustiada. Ni corto ni perezoso me puse en cuclillas y empecé a desabrocharle la camisa. Con tímida sonrisa agradecía mis cuidados. Pero yo no podía dejar de admirar el robusto pecho que iba apareciendo. La verdad es que estar con él compensaba lo problemático de la situación. Le quité del todo la camisa y la doblé para que pudiera apoyar la espalda. Se dejaba hacer como si su fobia lo hubiera infantilizado. En parte por desvelo y en parte por otro más avieso interés, me fijé en que, por la postura en que estaba, el cinturón sobre los tejanos le tenía oprimida la barriga. Así que le aconsejé que se lo soltara para evitar la presión. Con sus manos temblorosas no atinaba y en un gesto elocuente me invitó a ayudarlo. Ahora las manos me temblaban a mí, pero por motivos bien distintos. Me afané con la hebilla y solté el botón superior. Hasta me atreví a bajarle un poco la cremallera. Ante su docilidad agradecida, le di unos cachetitos cariñosos en su rica barriga liberada. Entonces, para mi sorpresa, puso una mano sobre la mía y la retuvo, espetando: “Menos mal que estoy contigo”. Me recorrió una oleada de satisfacción al comprobar el resultado de mis afanes. Tal vez una intensificación de los toques contribuiría a su relajación. De manera que fui subiendo la mano hacia el pecho y él me dejó hacer. Rocé la duraza de un pezón y allí me quedé.

El repentino restablecimiento de la luz nos deslumbró. Pulsé el botón de nuestra planta y el ascensor se movió como si no hubiera pasado nada. Le ayudé a levantarse y, cuando al fin se abrió la puerta, pudimos respirar hondo. Evidentemente me ofrecí a acompañarlo a su casa para completar mi “tratamiento”. Yo con la camiseta en la mano y mi pantalón corto, y él sujetando la camisa empapada y los tejanos medio bajados, parecíamos salvados de un naufragio. Le recomendé que se diera enseguida una ducha y, con la mayor naturalidad, lo seguí al baño. Se acabó de desnudar como un autómata y una nueva emoción se me vino a sumar a las del día. ¡Vaya cuerpazo tenía delante! Bajo mi solícita mirada, se alivió bajo el agua e, incluso, pude observar un sospechoso chorrito amarillento que se mezclaba con los otros. “¡Uf, qué bien me ha venido!”, resopló al cerrar en grifo. Y mientras empezaba a secarse, me invitó: “Anda, que también te hace falta”.
 
El caso era que, al quitarme el pantalón, con la intimidad creada, mi polla estaba de todo menos discreta. Pero me dejé de disimulos. Total, igual ni se fijaba y, si ponía cara rara, siempre podía excusarme en la tensión vivida. Porque, pese a los mimitos en el ascensor y la actual camaradería, aún tenía mis dudas sobre las posibilidades de la rocambolesca situación. Pero vaya si se fijó, pues nada más caer las primeras gotas sobre mi descarado perfil, sonriente, soltó: “Te van las emociones fuertes, eh?”. No pude contenerme y repliqué: “No sólo es por el ascensor…”. No era conversación como para aflojarme y más al ver que él ralentizaba el secado y seguía exhibiéndose ostentosamente. Encima remachó: “Yo voy a necesitar liberarme de los nervios”. “Tendré que seguir cuidándote”, dije, cerrando la ducha y arrebatándole la toalla. Mientras me secaba, le sostuve la mirada, apreciando una mezcla de intriga y deseo. También me volví a regodear con la visión sin recato de su cuerpo tan apetecible. Él permanecía a la expectativa. Solté la toalla y, tomándolo por los hombros, lo arrinconé hacia la pared. Llevé directamente la boca al pezón cuya dureza ya había apreciado de forma fugaz en el ascensor. Fui resbalando una mano por el pecho y el vientre hasta llegar al sexo. Estaba flácido y apreté cogiendo también los testículos. Él emitió un leve quejido y, sin soltarlo, me agaché hasta tener la polla frente a mi cara. La descapullé con suavidad y pasé la lengua por la punta. Un nuevo gemido y noté que lo que ceñía mi mano iba adquiriendo volumen. La engullí poco a poco para ayudar a su crecimiento y, asombrosamente, lo que hasta hacía poco había estado inerte e insensible, alcanzó tal tamaño y consistencia que me desbordó la boca.

No sólo fue esa la muestra de su renacida energía, pues me cogió con fuerza e hizo que subiera. Me apretó entre sus brazos y se puso a besarme por toda la cara. Cuando llegó a mis labios, su lengua se abrió paso y se juntó con la mía que, a su vez, también porfiaba por entrar en su boca. Nuestras pollas entrechocaban y notaba los golpes de la suya contra mi vientre. Nos tomamos un respiro y, con el rostro chispeante de excitación, bromeó: “Si no llega a ser por el ascensor ahora no estaríamos así”.
 
Sin dejar de abrazarme, me condujo al dormitorio y me impulsó a que me  tendiera de través sobre la cama. Se pasó al lado donde yo tenía la cabeza y se volcó sobre mí. Me lamió con ansia los huevos antes de afanarse en chuparme la polla. El placer que me hacía sentir se acentuaba por la perspectiva que me ofrecía de su cuerpo. Ante mi cara de agitaba su rotundo y hermoso culo, discretamente peludo, y su polla y sus huevos que se topaban con mi pecho. Alargué la lengua para recorrerle la raja y le arranqué estremecimientos. Agité las piernas para avisarle de lo que podría pasar si persistía en su mamada y la interrumpió. “No quiero que te corras. Me estás poniendo el culo al rojo vivo”. Se irguió y así facilitó el acceso de mi boca. Le mordisqueaba los bordes de la raja y hurgaba con la lengua llenándola de saliva. Por fin se separó de mí y quedo boca abajo con las piernas entreabiertas. No pude resistir meter la mano y sobarle la polla y los huevos, pero me cortó: “Eso luego. Ahora fóllame, por favor”. Ante tan educada demanda, no pude menos que tomar posición y, primero, tanteé el agujero con un dedo. Comprobé que mi saliva había suavizado el acceso y que la lubricación de mi verga haría el resto. Se tensó algo cuando empecé a apretar y le di un cachete para corregirlo. “Poco a poco…”, suplicó. Y así lo hice hasta tenerla toda dentro. Me movía y él me arrullaba con sus gemidos. De pronto cogió la almohada y, doblada, se la puso bajo la barriga. En esta postura el bombeo se volvió más intenso, así como sus jadeos, que aumentaban mi excitación. Le avisé de que estaba a punto de correrme y que prefería hacerlo fuera. La contracción muscular sobre mi polla para expulsarla fue el último toque de placer, que provocó el derrame por encima de su grupa. Satisfecho y relajado tras la follada, se fue girando para quedar boca arriba. Tendió los brazos hacia mí y me rodeó con ellos. Nos besábamos dulcemente y yo le iba acariciando el pecho y el vientre. Cuando alcancé su polla, que había perdido vigor, la toqueteé con suavidad hasta lograr su recuperación. Entonces lo inmovilicé con un brazo mientras que, con la mano libre, lo masturbé. Sentía mi puño lleno por aquella pieza recia y caliente, y pronto percibí los latidos que anunciaban la eclosión. En varios espasmos, una leche espesa y abundante me corrió por los dedos, que fui aflojando poco a poco. Una expresión de beatitud se reflejaba en su rostro. Y no pude abstenerme de comentar: “Una buena forma de superar la claustrofobia, ¿no?”.

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