miércoles, 28 de diciembre de 2011

Sueño navideño

Una noche, después de haber disfrutado de una típica cena navideña, me acosté cargado de cuerpo y de mente. No tardé en caer en un sueño pesado e inquieto. De pronto creí despertarme por un extraño ruido lejano. A la luz de la luna que se filtraba por una gran ventana, pude ver que estaba en una habitación desconocida con muebles muy antiguos. Yo mismo estaba muy arropado en una gran cama de hierro forjado. Aunque desnudo, me daba un calor muy agradable un abultado edredón de plumas. En lugar de sorprenderme por el ruido, pensé alborozado que sería el producido por Papá Noel al descender por la chimenea para dejar su regalo. Sin embargo, persistía y se volvía cada vez más apremiante. Incluso me pareció que se mezclaba con el sonido de una voz profunda. Ya me alarmé y salté de la cama. Como si fuera un gesto habitual, tanteé por la mesilla de noche, abrí una caja de mixtos  de madera y encendí la vela de una palmatoria. Sentí mucho frío y me puse una bata de terciopelo que había sobre una silla, así como unas pantuflas. Los rumores no cesaban y, al abrir la pesada puerta de madera con la vela en una mano, se hicieron más nítidos: golpes e imprecaciones que no comprendía. Avancé por un lúgubre pasillo hasta llegar a una ancha escalera de madera que descendía. Fui bajando por ella lentamente y me encontré en una gran sala de aspecto rústico. La presidía una enorme chimenea de piedra, de esas cuyo interior abarca casi una cocina. Las ascuas estaban completamente apagadas y de ahí el frío reinante. Los ruidos parecían provenir de allí y me acerqué con mucha precaución. Pude ver entonces que, por donde se abría el tiro de la chimenea,  dos gruesas botas pataleaban furiosas. Su poseedor, engullido en la oscuridad, farfullaba irritadas palabras ininteligibles para mí. Estaba claro que alguien estaba completamente atascado allí dentro. ¿Sería el esperado Papá Noel? ¿Quién podía ser si no? Pero un incidente de esa naturaleza resultaba del todo inverosímil en un personaje como aquel. En cualquier caso, debía ayudarlo. Con la mía, prendí algunas velas más y me coloqué debajo de las botas. Traté de agarrarlas y, al percibir el contacto, el pataleo se calmó, pero no la voz cavernosa. Tiré hacia abajo con todas mis fuerzas y descendió algo. Ahora veía unos fragmentos de grueso tejido rojo remetidos en las botas. Me abracé a ellos y tiré de nuevo. Pero, para mi sorpresa, los que bajaron fueron unos grandes pantalones que, por su propio peso, cayeron colgando del revés, sujetados sus extremos por la caña las botas. Unas robustas pantorrillas, cubiertas de vello rubio, quedaron al descubierto. Me planteé qué hacer, porque volvía a agitarlas y, de ese modo, los pantalones colgantes aventaban la gran cantidad de ceniza acumulada en el fondo, lo que dificultaba mis movimientos. Forcejeé entonces con las botas y logré sacarlas, arrastrando consigo los blancos calcetines. Se deslizaron ya del todo los pantalones, que recogí al vuelo para que no cayeran en las cenizas. Quedaron así desnudos también unos pies de estimable tamaño. El problema era ahora cómo continuar para que el cuerpo pudiera seguir descendiendo. Me decidí a meter las manos todo lo que permitiera el escaso espacio y seguir estirando hacia abajo. Conseguí que aparecieran unas macizas rodillas. Con el trasiego, la bata se me había abierto y el sofoco neutralizaba el frío. Abarqué con decisión las rodillas y tiré con fuerza. Surgieron unos gruesos muslos también generosamente velludos.
 
Por primera vez en mi agitación, me percaté de que, fuera quien fuera el atascado en la chimenea, los fragmentos que surgían tras mis esfuerzos iban formando un conjunto turbador. ¿Qué encontrarían mis manos cuando prosiguieran hurgando en el angosto tubo? Tanteé con cuidado porque la parte de la anatomía que lógicamente había de seguir sería muy delicada. En efecto, rocé  un conjunto abultado y densamente peludo. Me paralizó el recrudecimiento de las imprecaciones. Pero si me desplazaba a la zona opuesta el canto de mi mano quedaba enterrado en una mullida raja. Evidentemente, había de descartar cualquier estiramiento hacia abajo. Hice un esfuerzo para abrirme paso y por fin di con un reborde de tejido festoneado de lo que parecía piel animal. Estiré de él, pero no logré avance alguno. Conseguí subir un poco más y me pareció dar con lo podía ser, si no la única, sí una de las causas del atasco. Un ancho cinturón de cuero, cuya repujada hebilla estaba enganchada en un saliente del conducto. Antes de manipular para tratar de soltarla, tuve la precaución de colocar una banqueta bajo los pies colgantes para atenuar una posible caída brusca. Con mucho esfuerzo, la hebilla cedió, se soltó el cinturón y cayó a plomo. Simultáneamente, el cuerpo bajó hasta quedar los pies reposando sobre la banqueta. Quedó libre ahora de cintura para abajo y pude contemplarlo a placer. El reborde orlado de piel que debía pertenecer al chaquetón  había quedado enrollado en el interior de la chimenea. Una oronda barriga se había esponjado y el abundante vello rubio casi ocultaba un profundo ombligo. No eran menos sobresalientes los  grandes glúteos, no tan poblados pero que marcaban la raja con una línea rojiza. De un rojo vivo era asimismo la pelambre que poblaba el vientre, enmarcando unos huevos contundentes sobre los que reposaba una polla ancha y sonrosada. La voz había callado momentáneamente. De pronto me sobrevino una sugestiva idea. ¿No sería precisamente ese mi regalo de Navidad? Desde luego era más apetecible que cualquier otro, por muy rocambolesca que hubiera sido la forma de presentarse. Me atreví a contornear suavemente con un dedo los huevos y la polla. Los gruñidos recomenzaron, pero no irritados en exceso... o eso me parecía a mí. Fui algo más osado en mis caricias a la polla, que empezó a agrandarse ¡Y vaya tamaño que alcanzó! Pero inició una pataleta que a punto estuvo de volcar la banqueta. Para ver si se calmaba, cambié de tercio y me puse a acariciarle el culo. El tacto suave  y la profunda raja me excitaron. Pero cuando un dedo hurgó más de la cuenta, estuvo a punto de ocurrir una hecatombe. Dio tal respingo que finalmente la banqueta salió disparada y el cuerpo, de repente, bajó en una buena porción. El chaquetón rojo festoneado de piel blanca, abierto y desencajado, dejaba descubierto un pecho voluminoso con abundante vello dorado entreverado de canas; las generosas tetas se remataban con anchos pezones rosados. Extrañamente seguían permaneciendo ocultos la cabeza, que no paraba de bramar, y un brazo en alto.
 
La única explicación era que estuviese agarrado a algún objeto, que sería la causa principal del atasco. ¿Estaba atado a él o es que se obstinaba en no soltarlo? Decidí averiguarlo, de modo que volví a poner un banco bajo sus pies, más resistente y amplio que la banqueta anterior, y me subí yo también. El caso era que, para poder acceder al origen del embrollo, había de mantener mi cuerpo pegado al suyo y, como me había desembarazado de mi bata para evitar liarme con ella, el apretujón me puso de lo más cachondo. Mi polla erecta parecía batirse con la suya, que persistía contundente. Mi cara quedó enfrentada a un rostro enmarcado por una poblada barba blanca y, a pesar de la penumbra del reducto, sus ojos parecían chispear de arrebato. Levanté un brazo paralelo al suyo todo lo que pude y encontré su puño cerrado firmemente en torno a lo que parecía el remate fruncido de un saco. El tamaño, que intuía enorme, de éste y la obstinación de su portador por no dejarlo varado en la chimenea, eran pues los motivos de la extraña situación. Porfié con él, ya que no había forma de razonar inteligiblemente, y logré separar su mano. En un movimiento rápido, aflojé la cuerda que cerraba el saco. En previsión de lo que iba a ocurrir, abracé con firmeza al terco Papá Noel y nos apartamos, cayendo revueltos sobre el manto de cenizas, que amortiguó el golpe. Sin solución de continuidad, una avalancha se precipitó por el tiro de la chimenea. Una inmensa cantidad de paquetes de los más variados tamaños se fueron dispersando por toda la sala en una inacabable catarata.
 
¿Qué ocurriría en el rinconcito donde quedamos resguardados? ¿Cómo me recompensaría Papá Noel por su liberación? Lo malo de los sueños es que a veces te despiertas antes de que llegue lo bueno, o bien llega pero es lo primero que olvidas. Desde luego, cuando tomé conciencia de la realidad estaba aún con palpitaciones y completamente empalmado. Lo cual me permite imaginar que debió pasar lo mejor.
 

viernes, 23 de diciembre de 2011

El médico anti-hipocondría

Eres hipocondríaco y te inspiran un gran respeto los médicos, al extremo de que, cuando has de visitar a alguno, en lo que menos piensas es en su posible atractivo erótico. Conocía yo a un doctor muy simpático y animado, que sabía de ti por referencias. Un día en que me lo encontré hablamos sobre tu fobia y se nos ocurrió gastarte una broma. La ocasión se presentó cuando cogiste un catarro y, no sin cierta mala conciencia, exageré su mala pinta, hasta el punto de que optaste por meterte en la cama. Pero yo lo que trataba era de convencerte de que lo mejor sería que te examinara un médico y, para compensar tus prejuicios, me ofrecí a acompañarte a un conocido mío, muy profesional, que me inspiraba mucha confianza. Hice que te vistieras y aceptaste, creyéndote portador de infinidad de males... La insidiosa maniobra empezó a funcionar.

Nos presentamos en la consulta y el médico nos recibió cordial pero muy en su papel. La primera cuestión, que no dejó de desconcertarte, estaba relacionada con la verdadera especialidad del galeno: ginecología. Miraste sorprendido la parafernalia, propia de la misma, que abundaba en el despacho: grabados del órgano sexual femenino, así como de distintos tipos de pechos, e incluso la típica camilla de exploración con ganchos para levantar las piernas. Evidentemente había que deshacer la confusión y el médico pidió disculpas por tenernos que recibir en un lugar tan impropio, debido a que en su consulta se había producido una avería eléctrica. Para no tener que cancelar la cita, un colega le había cedido la que veíamos. La explicación, que me forzó a contener la risa, pareció tranquilizarte. A continuación ofrecí dejaros solos, pero el doctor dijo que no hacía falta, si a ti te parecía bien. Como mi compañía te reconfortaba, no pusiste ninguna objeción. Expusiste, con el corazón en un puño, tus padecimientos reales o imaginarios y el doctor respondió con calma: “Todo eso lo vamos a ver enseguida”. Y te dio un cariñoso apretón en el brazo. “Lo primero será auscultarte. Si dejas el torso desnudo...”. Te quitaste chaqueta y camisa, que me pasaste sin esperar a buscar un sitio donde dejarlas. La mirada seria, que yo sabía ocultaba un poso libidinoso, se fijó en tu barriga, que se desbordaba por encima del cinturón. Te pasó varias veces la palma de la mano. “Esto es señal de buenos alimentos”. Lo que no era más que un primer y descarado sobo, tú lo debiste entender como una amenaza de ponerte a dieta. “Siéntate en este taburete, que voy a escuchar lo que tengas ahí dentro. ...Pero espera, así respirarás mejor”. Y en una maniobra rápida te soltó el cinturón y el primer botón de pantalón, con lo que éste se bajó un poco. Ya sentado, te entregaste al rastreo del fonendo. “Lo notarás un poco frío al principio, pero ya se calentará”, y me lanzó un guiño que tú no viste. Empezó a aplicártelo por delante y, como en la postura en que estabas te sobresalían las tetas, aprovecho para otra andanada. “Tendré que subirte los pechos para oír mejor”. E iba cogiéndolos con una mano mientras con la otra manejaba el aparato. Aún más, algo que te pilló por sorpresa. “¿Las tetillas las tienes siempre así de sonrosadas o están un poco irritadas?”, preguntó pellizcándote suavemente los pezones. Esto, que te excita tanto, hizo que dieras un respingo. “No te preocupes, están muy bien... y lo oído hasta ahora también”, atajó cualquier reacción por tu parte. “Vamos a ver por la espalda”. Aunque no cabía duda de que la auscultación era real y profesional, él la iba adornando con una picardía que, si no fuera por lo obcecado que estabas, habrías captado enseguida, ...y te habrías prestado a ella muy a gusto. Pero todo se andaría...
 
Por detrás no faltaron los toqueteos añadidos y dio mucho juego la prueba de las toses. Cuando hubo escuchado tus distintos tonos de tos, todavía le puso el broche. “A ver, tose otra vez varias veces seguidas”. Al tiempo de decir esto, y mientras tú te concentrabas para obedecer, alargó una mano hacia delante y la dejó agarrada a una teta. Ibas tosiendo hasta que dijo, soltándote ya: “Solo un poco cargado”. Eso ya te tranquilizó y posibilitó que empezaras a caer de la higuera.
 
Cuando volviste a estar de pie, el médico dijo: “Ya que estás aquí, me gustaría comprobar otra cosa ¿Podrías bajarte los pantalones? O mejor te los quitas”. Dócilmente hiciste lo que te pidió y quedaste solo con el slip. “Voy a presionarte en las ingles y quiero que tosas”. El asunto se iba poniendo cada vez más escabroso. Pero la pose desinhibida que adoptaste me hizo intuir que, aparcando momentáneamente tus aprensiones, te habías olido que había gato encerrado y, cómo no, estabas dispuesto a seguir el juego.
 
Efectivamente el doctor metió los dedos a los lados de tu paquete al tiempo que tosías con exageración. Cuando preguntaste con velada sorna: “¿He de repetir?”, respondió: “No hace falta. Está todo perfecto”. Pero también me di cuenta de que ya se sentía pillado. No obstante, conociéndolo como lo conocía, no me extrañó que, más que arredrarse, se animara a proseguir con su revisión concienzuda. Os habíais juntado dos buenos provocadores, dispuestos a entregaros al morbo de la pantomima montada. Así que me dispuse a disfrutar del  numerito de cómo aguantabais el tipo de médico y paciente.


“Ahora vas a apoyar las manos en alto contra la pared. A veces hay algún lunar en la espalda que conviene examinar”. Lo que, en otras circunstancias, te habría asustado, en ese momento te lo tomaste como parte del juego. Desde luego los toques que te dio en la espalda tenían más de caricias que otra cosa. “La piel la tienes limpísima. Da gusto”. Por la forma en que te cimbraste, solo te faltó decir: “Por mí, siga tocando”.
 
Pero el otro rizó más el rizo. “¿Sueles tomar el sol desnudo?”. “Siempre que puedo”, respondiste. “Entonces veremos también esa zona en que la piel, al estar menos curtida, es más sensible”. Ni corto ni perezoso te bajó el slip. “Ves, por aquí te ha cogido menos el sol”. Tu culo se veía realmente algo menos coloreado que el resto y él iba siguiendo con los dedos las marcas del bañador. Con lo cachondo que te pone que te toquen el culo, no te abstuviste de comentar: “Sí que lo tengo sensible, sí”. “Y gordito como el resto”, apostrofó el galeno como si hiciera un diagnóstico.
 
Cuando al fin bajaste los brazos me di cuenta de que te llevabas una mano a la entrepierna, seguramente para comprobar los efectos del toqueteo. “Sigue así. Aún falta algo, ya que estamos”, te contuvo el doctor, mientras se encajaba un dedal de goma, lo untaba de crema y me hacía un gesto expresivo de lo bueno que te encontraba. “A ver, separa un poco las piernas”. Estiró descaradamente de los lados para abrirte la raja y dejar visible el agujero. “Espero que no te moleste lo que te voy a hacer..., no debe ser la primera vez”. Empujó el dedo y hurgó por tu interior, “Entra muy bien, eres ancho. No creo que te haya dolido”. “Más bien no”, fue tu ambigua respuesta. “Pues ya está”, dijo sacando el dedo. “Te limpiaré un poco”. Tomó una gasa y te la pasó varias veces por la raja. Te debía estar poniendo a cien.
 
Para colmo te preguntó: “¿Te han operado de algo?”. Tu respuesta fue inmediata: “De fimosis cuando era muy joven”. “Es la mejor época. Así se desarrolla mejor”, entreteniéndose en la limpieza. “¿Quiere verlo”. Mantenías el tono respetuoso, pero a la vez directamente provocador. “Venga”, y te dio un cachete en el culo como despedida...provisional. Te giraste con cierta parsimonia y, como era de prever, estabas empalmado. No se inmutó: “¡Vaya! Has reaccionado al tacto rectal”.
 
Se acercó para mirarte atentamente la polla: “Así se ve mejor el buen trabajo que te hicieron... ¿Puedo?”. Te la cogió con dos dedos y comprobó la elasticidad de la piel retraída. “Estupendo, y muy buen riego sanguíneo”. “Sí, suelo tener buena respuesta”, y tratabas de disimular lo cachondo que te estaba poniendo.  La cosa siguió in crescendo. “¿Te han analizado alguna vez la calidad del semen?”. “No, pero ya que estamos podría sacar una muestra”. Ahí sí que lo desbordaste, pues no debía contar con hacerte una paja por las buenas. Soltándote la polla, el doctor farfulló: “No creo que corra prisa”.
 
Fue entonces cuando quisiste poner las cosas claras. En absoluto irritado, porque la encerrona no dejaba de resultarte excitante, te plantaste retador en toda tu desnudez y, mirándonos a los dos, dijiste: “Vamos a ver. Está claro que me habéis enredado con la excusa de mi catarro y, tonto de mí, piqué al principio. Pero la cosa cambió con tanto toqueteo. Por cierto, que me ha encantado y ya habéis visto que me dejaba hacer”.
 
Yo me reía, pero el médico se sintió obligado a explicar: “Efectivamente soy ginecólogo, pero sé suficiente medicina para comprobar, al auscultarte, que tu catarro no tenía la menor importancia. Lo demás lo habíamos tramado para que, por una vez, estuvieras a gusto en la consulta de un médico”. Tanto aceptaste la explicación que, sacando tu vena teatral, alzaste los brazos en plan provocador y exclamaste: “Pues aquí tenéis a vuestro paciente engañado como un conejo, para que experimentéis”.
 
Cuando el doctor se te acercó conciliador, te tomaste la revancha. Le echaste mano al paquete y, manteniéndolo agarrado, dijiste: “También se podrá explorar ¿no?”. Ahora me puse de tu parte y, neutralizado como lo tenías, aproveché para quitarle la chaquetilla profesional. Ya lo soltaste y, ante lo irremisible de la situación, él mismo acabó de desnudarse. Yo hice otro tanto, dispuesto a sacar partido de la contienda que se avecinaba.
 
“¡Venga, ayúdame!”, me pediste. Entre los dos arrastramos al bromista médico, que se debatía, aunque complacido por pasar de verdugo a víctima. Prueba de ello era lo dura que se le había puesto la polla. Llegamos a tenderlo en la camilla de exploraciones, muy adecuada para lo que pretendías, y le levantamos las piernas hasta dejarlas separadas y sujetas por las rodillas a los ganchos laterales. “¡Ayayay, malditos!”, se lamentaba con risa nerviosa. “¿Qué te parece un tacto rectal para empezar?”, le dijiste con sorna. Y untándote un dedo en la misma crema que él había utilizando antes, se lo metiste por el culo. “Umm, esto no es lo primero que te entra ¿verdad? Vaya ojete escondías en esta raja peluda”, decías mientras girabas el dedo. Con la mano libre le sobabas los huevos y la polla, tanto unos como la otra de muy buen tamaño por cierto. Yo, que desde atrás lo controlaba, me calentaba por mi cuenta acariciándole las abundosas y velludas tetas.
 
“Pues ahora va a ser el momento de que pruebes la calidad de mi semen”. Tu aviso le arrancó un murmullo quejumbroso pero resignado. La posición en que se encontraba, unida a la crema untada, facilitó que le metieras la polla a la primera. “¡Aaaah, bruto vengativo!”, exclamó. “¿Te atreverás a decir que no te gusta?”, le desafiaste. “Bueno, sí, pero con cuidado”. “El mismo con el que me has estado examinando, tranquilo”. Te pusiste a bombear, primero despacio y luego a un ritmo más acelerado. “¡Qué culo más acogedor tienes!”. “¡Ohhh, lo estás haciendo muy bien!” te alabó, y a mí: “Pellízcame fuerte los pezones”. Su entusiasta adaptación a las circunstancias nos sirvió de acicate tanto a ti como a mí. “A ver qué te parece mi leche”, dijiste entre resoplidos en tu última embestida. “Por lo que noto, abundante... Ya me tomaré el desquite cuando me soltéis de aquí”. Pero tú estabas dispuesto a mantener la disciplina y me llamaste: “Ven aquí y aprovecha, que te lo he dejado calentito. Yo me ocuparé de la parte de arriba”. El doctor me protestó cómicamente: “¡Serás cabrón! Después de liarme en este embolado me vas a dar por el culo”. “¡Para que te hagas el inocente!”, y le di una buena embestida. Mi calentura aumentaba porque te veía, no solo pellizcándolo como hice yo, sino volcándote sobre él para morrearlo y morderle las tetas. Agarrado a los muslos iba tomando impulsos y, cuando te adelantaste más y le metiste en la boca una de tus tetas, me corrí sin remisión. “¡Vaya con la parejita, a cual más cafre! ¡Qué culo me habéis dejado!”, logró exclamar al fin.
 
Lo ayudamos a zafarse de la poco cómoda camilla y a desentumecerse. “Voy a limpiarme, que me corre vuestra leche por los muslos”. Pero tú, después de haber descargado, tenías ya ganas de que te metieran polla. Te apoyaste de codos en una mesa y, con voz de falsete, soltabas moviendo obscenamente el culo: “¡Doctor, tiene usted algo para aliviarme los picores!”. “¡Espérate, vicioso, que aún me quema el culo! Sigue meneándote mientras pongo a punto la sonda”.
 
Requirió mi colaboración: “Venga, hazme una mamadita y pónmela dura, que tu hombre se impacienta... Ya me acuerdo de lo bien que lo haces”. Muy a gusto me hice cargo de polla tan gorda y jugosa. Me llegó tu aviso: “Nene, no te pases, no sea que te quedes con todo y me dejes a dos velas”. “Tranquilo, que no te libras. Me la está poniendo a punto de ebullición”. Cariñosamente me hizo parar y se dirigió hacia ti. Te dio varios cachetes en el culo y te abrió la raja. Primero te metió un dedo. “Ese dedo ya me lo conozco”, protestaste. Luego te lanzó una embestida directa con la polla recién mamada. “¿Te sigue picando el ojete?”. “¡Wob!, lo que me echa es fuego, cacho polla!”. “No me vengas con remilgos, que no he hecho más que empezar”. “Menos presumir y más follar, para que se me quiten los males”. Cuando se puso a bombear en firme, fuiste tú quien sustituyó las palabras por gruñidos inconexos. “¿Sientes la sonda bien adentro?”. “Me encanta cómo me sondeas. Que no decaiga”. Yo contribuía a tu exaltación pellizcándote las tetas y veía tu cara transfigurada de puro vicio. “Ya falta poco para la irrigación”, avisó el doctor. “Que no se desperdicie ni una gota”, replicaste. “¡Voy, voy, voy...”. Y quedó claro lo que iba. Todavía remoloneando dentro de tu culo, preguntó: “¿Te ha gustado, enfermito?”. “No hay como ponerse en manos de un doctor”, y con una sacudida echaste fuera la polla. Aún te encaraste a nosotros en plan chuleta. “¿Qué, me puedo vestir ya o faltan más exploraciones?”.
 
Cuando finalmente nos despedimos, te advirtió: “Auque hayas visto que acudir al médico no es tan tremendo, no te vayas a creer que con todos harás lo mismo”.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Jugando contigo

Estaba claro que Ramón, mi amigo gordito, te había caído muy bien, y no solo por la follada que habíais escenificado, sino porque le veías madera para embarcarlo en alguno de los juegos eróticos con los que siempre fantaseabas. Así que la sorpresa con que lo había tentado después de su anterior, y para él de lo más excitante, visita pronto iba hacerse realidad.

Había algo que te ponía muy a tono y que algunas veces poníamos en práctica. Se me ocurrió que el refuerzo de Ramón sería muy adecuado. A él también le encantaría y seguro que le añadiría morbo al asunto. Para planificarlo todo, era conveniente que, en esta ocasión, viniera antes que tú. El que se perdiera tu exhibicionista recepción en slip quedaría compensado con creces. Tuve tiempo pues para ponerlo al tanto de lo que se trataba de hacer, a lo que se adhirió con entusiasmo, así como para los preparativos iniciales. Por supuesto, aunque tú sabías del interés del gordito en volver, no te concreté cuándo sería.

Precisamente ese día llegaste algo sofocado y ansioso por disfrutar de refugio. Pero, en cuanto avanzaste desde la entrada para buscarme, Ramón, arteramente ocultado, te cubrió la cabeza con una bolsa de tela negra. Tu desconcierto inicial pronto dio paso a la certeza complacida de que te esperaba diversión. Lo que se confirmó cuando percibiste que te desnudaban a cuatro manos. Remugabas mientras soportabas el despojo de la camisa y el ineludible estrujamiento de las tetas. Las resistencias del pantalón iban siendo vencidas y, cuando cayó, tu slip ya acusaba los efectos. Quien te lo bajaba poco a poco te sobaba el culo y, por delante, tu polla hacía acto de presencia. “Ya sé quienes sois, viciosos... ¡Qué manera de abusar de mí!”. Más que queja sonaba a incitación. Alargabas las manos para tratar de tocarnos. “¡Umm... un culo gordo! ¡Golfos, ya estáis despelotados...!”.

Antes de entregarte a nuestros juegos quisiste pasar por la ducha. Pero no ibas a ir solo... Entre achuchones te llevamos al baño y, una vez que el agua alcanzó la temperatura adecuada, te empujamos bajo la aspersión. “Con esto en la cabeza no veo para lavarme”, protestaste. “No te preocupes, para eso estamos”, contesté. Y nos metimos contigo. Resignado, apoyaste los brazos en alto contra la pared y tu cuerpo quedó a disposición de nuestras manos enjabonadas. Éstas se afanaban desde las axilas hacia el pecho y la barriga, arremolinando el vello de tus tetas y puliendo los pezones como si hubiera que sacarles brillo. Ramón se hizo cargo de tu culo restregándolo e introduciendo dedos jabonosos. “Te lo voy a dejar como los chorros del oro”. “¡Joder, si me lo estás calentando...!”, fue tu réplica. Los huevos y la polla, como no podía ser menos, fueron objeto de cuidadosas friegas. Como a estas alturas la tenías bien tiesa, las jabonosas frotaciones te hacían bramar. En el momento del enjuague, descolgada la ducha, era proyectada perversamente a las partes más sensibles. Te distendí el culo estirando de los lados y Ramón se ensañó aclarándote la raja. “¡Parece que me hayáis metido en un lavacoches!”, exclamaste. Pero se te notaba el gusto que estabas teniendo.
 
No podía faltar un secado a conciencia y bien sensual. Al fin te quitamos la bolsa mojada de la cabeza, pero dificultando tu visión con la toalla. Rápidamente fue sustituida por una banda de tela que volvió a sumirte en la oscuridad. “¡Qué estaréis tramando, so cochinos! ¿No os da vergüenza tratarme así?”. “Lo que te vamos a dar es otra cosa”, te contestó Ramón, que le estaba tomando afición al asunto. Sin dejar de dificultarte los movimientos, pasamos a una sujeción más contundente. Te fuimos colocando unas tobilleras y unas muñequeras de cuero, y ligamos éstas por detrás. Aún más, como Ramón sabía que teníamos un buen surtido de juguetes, quiso empezar a usarlos. Escogió un pollón de goma y lo untó de aceite. Te hicimos inclinar hacia delante y te lo clavó en el culo sin compasión. Diste un salto, pero te quedó retenido, asomando solo los huevos simulados.
 
Así anduviste desorientado balanceando la polla, a la que dedicábamos toques por sorpresa. Viéndote así, Ramón estaba excitadísimo y descubriendo entre los juguetes unas pinzas unidas por una cadenita, no tuvo empacho de ponértelas en los pezones. Gemiste asumiendo tu papel de víctima, pero tu verdugo te compensó con una mamada de consolación.
 
Pero cambiaste bruscamente de posición, pues te arrastramos hasta la cama y te dejamos caer de bruces sobre ella. Tú, muy golfo, como notaste que con la caída se te salía del culo la polla de goma, te la volviste a apretar aun con las manos atadas. “Mientras no me folléis me va dando gusto”.

Esta osadía tuya soliviantó a Ramón. “Como antes de follarte tenemos muchas cosas que hacer, te iremos poniendo el culo contento”. Ya le había echado el ojo a otros juguetes y decidió experimentar. Te sacó de sopetón lo que obstruía tu agujero, que hizo un ruido de descorche. “Vamos a probar esto”. Y empezó a meterte unas bolas chinas, de una en una, hasta que solo quedó fuera la argolla de remate. El frío del acero te hacía estremecer a cada entrada.

Para dar más marcha al juego, escogió un vibrador largo y estrecho de forma torneada. Te lo introdujo a tope y lo puso en acción. Variaba las velocidades y a su ruido se unía el entrechocar metálico de las bolas. Soportabas la combinación morbosamente y, cuando Ramón paró el artefacto, suspiraste aliviado.
 
Pero el plan seguía adelante y, aprovechando tu relajación momentánea, te dejamos con las bolas dentro y te hicimos poner boca arriba. Por las argollas de muñequeras y tobilleras pasamos unas cuerdas, para con ellas ligarte a las cuatro esquinas de la cama. Tu excitación no decrecía y la polla te lucía bien gorda.
 
Mientras yo sustituía por mis dedos las pinzas de tus pezones para pellizcarlos. Ramón te estrujaba los huevos y sacudía la polla. Cuando empezó a chuparla y a masturbarte, lo increpaste: “¡Qué manera de ordeñarme, cabrón... A tu culo tendría que ir mi leche!”. Pero el gordito ya estaba en ello. Sin soltarte, me pidió por gestos que le untara de aceite la raja y, dando un salto sobre la cama, se sentó sobre tu verga a punto de reventar. Te cogió por sorpresa y, al sentir cómo te entraba, lo enardeciste: “¡Salta con fuerza, traidor, que la tengo ardiendo!”. Y vaya si lo hizo, mezclando sus resoplidos a los tuyos. “¡Te va a salir por la boca... Me corroooo!”, fue tu último aviso.

Aprovechando tu relajamiento soltamos las ataduras, pero solo para darte la vuelta y sujetarte de nuevo. Ahora ya sabías lo que te esperaba: “Vaciado por delante, me vais a castigar el culo ¿no? Pero dejaros ya de juguetitos. Quiero pollas bien calientes”. Como castigo a tu insolencia, la primera medida fue dar un tirón de la argolla que te salía por la raja y sacar de golpe todas las bolas. Soltaste un bramido y quedaste exangüe. “Como no querías juguetes...”, fue mi cínica explicación.
 
Cuanto más ansioso estabas de que de diéramos por el culo por partida doble, más te hacíamos sufrir. Nos poníamos a los lados de la cama y arrimábamos las pollas a tus manos cautivas para que las tocaras. ”¿Están a tu gusto?”. Te echábamos aceite por la espalda y la raja del culo, chorreándote sobre los huevos. Ramón metió la mano y te agarró la polla. “¡No pretenderás ordeñarme otra vez! ¡Cumple como un hombre!”, lo increpaste.

Te íbamos rozando una y otra polla por los alrededores de la raja. Tú te removías exasperado. “¡Lástima que no podáis meterlas las dos a la vez!”. Reconociendo que la de Ramón era más gorda que la mía, decidí empezar yo, para no encontrar luego el agujero demasiado dilatado. Cuando por fin te la clavé de un solo golpe, exclamaste: “¡Este es mi chico! Dale fuerte como a mí me gusta, pero aguanta y que dure, con todo lo que me habéis hecho esperar”. Traté de cumplir controlando el placer que sentía al removerme en su ardiente interior. La sacaba y la volvía a meter incrementando el impacto en el culo que hacía un efecto de absorción. “¡Me gusta, me gusta! ¡Cómo lo estaba deseando!”, balbucías. Ramón entretanto se la meneaba ansioso por reemplazarme. Cuando no iba ya a poder resistir más, para no dejarle la vía pringosa al que venía detrás, me salí y, con un vigoroso pase de mano, me corrí sobre tu rabadilla.
 
“¡Venga esa polla, nene, que la tienes tan gorda como el culo!”, fue tu reclamación casi inmediata. Ramón, excitado a más no poder, te cayó encima con el impulso de un obús. Bien dentro de ti, se removía sin despegarse. “¡Joder, cómo me estás dilatando el agujero!”. Mientras tanto, yo te iba soltando las ligaduras, para que pudiera follarte con al grupa levantada. En cuanto tuviste libertad de movimientos, efectivamente, encogiste las rodillas y quedaste con el culo en pompa. La entrada en horizontal de la polla de Ramón te arrancó un alarido, pero a continuación: “¡Ni se te ocurra sacarla hasta que me llenes de leche!”. En un bombeo continuado, acompañado de fuertes palmadas laterales, Ramón se agitaba convulso. “¡Así te gusta, eh! Hasta te has quedado callado...”. El aguante que demostraba iba minando tu resistencia. “¡Qué polla más destrozona! ¡Córrete ya!”. No le hacía falta ninguna orden porque, pegándose estrechamente, tremoló varias veces con un “ufff” prolongado. Cuando se separó, echaste las manos atrás y te abriste la raja como para airearla. “¡Me he quedado en la gloria, chicos!”.
 
Ahora te arrancaste por tu cuenta la banda que había tapado tus ojos, y nos dirigiste una mirada de lascivia saciada. Quedaste un rato de lado como si tuvieras el culo escaldado y no te atrevieras a ponerte sobre él.
 
Al fin te echaste boca arriba, y te desentumecías de la sujeción que habías soportado. Pero no tardaste en abrir los brazos reclamando que nos colocáramos a ambos lados. Tan constreñido habías estado, que querías abrazarnos y sobarnos. Llegaste a buscar con la boca las pollas que, aún ablandadas, conservaban el calor de tu culo. Por contraste, la tuya se iba poniendo dura de nuevo.

No se nos escapó el detalle y los dos nos aplicamos con el tentador juguete. Lo pasábamos de las manos o la boca de uno a las del otro, y tú te ibas excitando con los cambios de ritmo. Intentaste abrirte paso con tu mano para acelerar el desenlace, pero te lo impedimos para prolongar nuestro juego. Porfiaste tanto, sin embargo, que hubimos de dejarte hacer. Y cuando la leche te empezó a brotar nuestras lenguas la fueron recogiendo con lamidas.

Definitivamente quedaste derrengado, libre de ataduras y vacío de leche.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Recordando en la sauna

Una tarde me propusiste que fuéramos a la sauna donde nos conocimos. Aunque ya estaba muy decrépita y a punto de cerrar, yo la había seguido frecuentando y me conocía el tipo de hombres, maduros casi todos, que constituía la clientela habitual, así como las formas en que suelen tener lugar los contactos. Por eso me hizo gracia que volviéramos a ir juntos y se me ocurrió pedirte que te dejaras guiar por mí, al menos al principio, para explotar mejor el morbo que el regreso te producía.

Nos desnudamos en el vestuario y me encantó ver cómo te ponías el paño por la cintura, con la observación de algún mirón que oteaba las novedades. Desde luego estás más rollizo que en aquellos tiempos ya lejanos y te sigo deseando tanto o más. Te seguí hacia las duchas y ocupamos una doble sin preocuparnos, sino todo lo contrario, de las miradas hacia nuestros tocamientos jabonosos. Yo ya me había hecho una idea del personal al que se le podía sacar partido.
 
Te conduje a la sauna seca, más iluminada y de momento vacía. Te recomendé que te sentaras en un banco superior y por tu cuenta te quitaste el paño, con una descarada exhibición del sexo. La polla ya empezaba a endurecérsete y yo me arrodille en el banco inferior y me puse a chupártela. Al poco se abrió la puerta y me aparté como queriendo disimular. Apareció, sin duda siguiendo el rastro, un tipo mayorcete y de un cuerpo muy sensual, que tenía de sobras conocido. Lo suyo era chupar pollas y no se perdía ninguna novedad. Además lo hacía con una maestría que más de una vez había podido comprobar. Cuando te vio presentando armas, no se lo dudó y se amorró con entusiasmo. Notaba por tu expresión el placentero efecto que te producían sus succiones y, sabiendo que eso excitaba al mamón, me puse a pellizcarle con fuerza los pezones para que se esmerara contigo. Agradecido por mis pellizcos, se sacó tu polla de la boca y la sustituyó por una mano. Se inclinó sobre mí y también me la chupó. En estas entró un desconocido con pinta de aburrido y se sentó apartado, ajeno a lo que sucedía. Se rompió el encanto y el que tan bien nos había trabajado se retiró. Son las fugacidades características de estos encuentros.
 
Como también estábamos acalorados, salimos para volver a la ducha. No te molestaste en cubrirte con el paño e hiciste el trayecto con la polla tiesa. Esta vez nos colocamos por separado y era para ver cómo te tocabas provocando a los que allí estaban. Al terminar, aunque tú eras partidario de cambiar de ambiente, te insté a volver a la sauna seca. El motivo fue que acababa de ver entrar en ella uno que me gustaba muchísimo. Era del tipo “me dejo hacer todo pero yo no hago nada” y, en más de una ocasión me había puesto las botas con él en el cuarto oscuro. Pero siempre empezaba su ofrecimiento en la sauna, en la misma actitud que tú habías tenido antes. Te pedí que te sentaras también en alto a su lado y, de momento, no te prestó atención, pues sé que lo que le va es que le trabajen desde abajo. Quise hacerte una demostración y empecé a sobar a tu vecino. Le acariciaba los muslos velludos y cosquilleaba en sus huevos mientras la polla le crecía. Cuando me la metí en la boca, estiré los brazos para estrujarle las tetas peludas. Tú te la meneabas excitado. Cosa rara, el hombre se decidió a cogértela y sopesaba su contundencia. Entonces te inclinaste para chuparle un pezón y fuiste bajando hasta sustituirme en la mamada. Cambié pues su polla por la tuya. Entraron dos individuos seguidos y se deshizo el conjunto.
 
Nueva ducha y ahora sabía que te apetecía que nos metiéramos en el vapor, donde te gusta dejarte tocar entre las brumas. Se percibía que había unos cuantos y, con el paño por el cuello, te plantaste en medio. Cuanto mayor es el volumen de recién llegado más manos atrae. Y en tu caso se cumplió, pues rápidamente te rodearon entre varios. Una vez hecha la vista a la tenue luz, pude observar cómo sus manos te recorrían desde las tetas a la polla y, por detrás, te sobaban el culo hurgando en la raja. Te dejabas hacer encantado y también echabas mano  a algunas presas. Dos se pusieron en cuclillas, uno chupándote la polla y otro lamiéndote el culo. Eso ya te puso a cien, pues te colocaste de espaldas apoyado en un banco. Sabía lo que querías y me dispuse a dártelo antes de que se me adelantara cualquier intruso. Así que te clavé la polla y te follé sin recato, al igual que tú expresabas sonoramente tu satisfacción. Esto animó el cotarro y hubo tal adhesión de magreadores que casi dificultaban la operación. Así que optamos por salir a refrescarnos.
 
Al entrar en las duchas nos cruzamos con un conocido mío. Más o menos de tu envergadura y con barba, es un tipo muy salido y hemos tenido buenos encuentros y charlas, incluso sobre nuestras respectivas parejas. Te comenté que lo conocía   y contestaste: “Pues es muy guapo ¿no?”. Pero tú ahora querías rememorar viejos tiempos y tumbarte un rato en una cabina, boca abajo, desnudo y con la puerta abierta. Así fue como te ligué por primera vez, atraído por tu culo. Te dejé tranquilo y volví a encontrar al conocido. “¿Ese es tu pareja? Pues está buenísimo”, me dijo enseguida. “Está en una cabina pidiendo guerra. ¿Te interesa?”, lo tenté. “Vamos allá, para que vea cuánto me alegro de conocerlo”, soltó riendo.
 
Con sigilo entró en la cabina y yo tras él. Estabas medio adormilado y no te enteraste. Se puso a cosquillearte subiendo desde las pantorrillas y, a lo largo de los muslos, hasta el culo. Soltaste un mimoso “umm”, creyendo que sería yo. Pero pronto te picó la curiosidad y al girar la cara lo que encontraste fueron una polla y unos huevos desconocidos. Miraste hacia arriba y viste al que te había enseñado antes. Éste ya te sobaba el culo más abiertamente mientras tú te apoyabas sobre los codos. Te giraste de costado y le cogiste la polla descapullándola. El otro rió: “Mucho gusto en conocerte”. A continuación te metió mano a la entrepierna: “A ver si tienes la polla tan buena como el culo”. Como con los sobeos ya se te había endurecido, se llevó muy buena impresión. Se puso en cuclillas y, yo de pie y tú al borde de la cama, empezó a chapárnoslas por turnos. Ya sabía yo que comer pollas era su mayor afición. “Como sigas así voy a tener que follarte”, soltaste. “Si te empeñas...”, consintió el otro. Así que hubo cambio se posiciones. Él se arrodilló en la cama con el culo hacia ti y tú de pie empezaste a tantearlo buscando la altura adecuada. Estabas encantado con que se te ofreciera un culo tan rotundo. Al tocar la raja notaste que estaba lubricada. “Así que ya vas preparado...”. “Nunca se sabe... Pero no creas que dejo entrar a cualquiera”. Con facilidad se la metiste de un solo impulso. “¡Jo, qué pollón!”. “¿Te gusta? Porque ahora empieza lo bueno”. A medida que bombeabas él iba quejándose pero aguantando. Me hizo un gesto y me acerqué. Quería chuparme la polla, como si eso le sirviera de alivio. “Ya te voy a llenar el culo”, avisaste. El otro con la boca ocupada emitió un gruñido de aceptación. “¡Ahí va!” exclamaste en una última arremetida. Yo, que me había excitado al máximo con el espectáculo y la experta mamada, también me corrí. El follado por partida doble soltó ya mi polla y cayó de bruces. “Y yo que solo venía a saludaros...”. “No me digas que no has disfrutado”, replicaste, y le acariciaste la raja pringosa. “Pues no lo pasaréis bien vosotros dos cuando yo no vengo...”, añadiste. Salimos los tres a remojarnos y ya el amigo se despidió.
 
Sabía que no te dabas por satisfecho y, después de haber dado por culo tan ricamente, el tuyo te pedía guerra. Querías sacar partido de los hombres que te miraban con deseo y entregarte a ellos. Esta vez optaste por el cuarto oscuro, pero con una estrategia bien calculada. Aunque se le llame de ese modo, el lugar, con sus recovecos, tiene rincones con tenue iluminación rojiza. A uno de ellos me condujiste para realizar tu plan preconcebido. Apoyados los brazos en la pared, resaltabas el culo con las piernas abiertas. Me pediste que te sobara y trasteara por la raja para que los que pasaran captasen tu disponibilidad. Así lo hice y añadiste murmullos sensuales. El reclamo funcionó y no tardaron en acercarse algunos individuos. De momento se limitaban a mirar y tocarse por encina del paño. Simulé que no podía follarte por tenerla poco dura. Entonces un tipo grande y fuertote destapó una polla considerable. Sujetándola con la mano se acercó y te la restregó. Ajustaste tu posición para facilitarle la penetración. Te dio una buena arremetida, para tu deleite, pero paró pronto y se retiró. Probablemente había llegado hacía poco a la sauna y no querría correrse ya de buenas a primeras. No tenías por qué sentirte frustrado, ya que enseguida surgió un tipo más bajo y regordete de polla ancha. Hizo que doblaras un poco las rodillas para ponerte a su altura y apretó para encajarse. La forzada dilatación te arrancó un quejido, pero él más que bombear se removía. Con esta actividad continuó hasta que, resoplando, te largó toda su carga. No parecías, sin embargo, darte por satisfecho porque, tras desentumecerte unos segundos, volviste a ofrecerte para que picara algún que otro paseante. Se acercó una pareja de osos de muy buen ver. Estaban muy compenetrados y parecía que solo pretendían compartir el espacio. Se metían mano y se besaban apasionadamente, y uno de ellos se agachó para chupársela al otro. Pero resultó que lo que querían era compartirte a ti. Entre los dos te cogieron y, haciendo que te doblaras por la cintura, uno se colocó frente a tu culo y otro te bajó la cabeza para que alcanzaras su polla. El de atrás se puso a follarte sin contemplaciones mientras se la mamabas al de delante. Después se intercambiaron y ya no tardaron en excitarse ambos, llenándote con su leche el culo y la boca. Por fin este doble ataque te dejó colmado y, tras recobrar el equilibrio, salimos del cuarto.
 
La ducha fue ya la definitiva y era para ver el deleite con que te enjabonabas, en especial la polla y el culo, que tan intensamente te habían trabajado. Desde luego quedaste encantado de la visita y con ganas de repetir en esta sauna o en otra. Me envidiabas que tuviera más tiempo libre que tú para acudir cada vez que me apeteciera.

martes, 6 de diciembre de 2011

Ser fiel hasta que…

Tengo un amigo gordito que me aprecia mucho, aunque nunca hemos hecho nada porque le van los tipos como tú, gruesos y velludos. Además está en una relación de pareja cerrada, que lleva a gala. Sin embargo, es tal la confianza entre nosotros que nos contamos todas nuestras intimidades. Solo te había visto en las muchas y descocadas fotos tuyas que le enseñaba. Desde luego no se abstenía de comentar lo bueno que estabas. Quise que te conociera, sin mayor pretensión libidinosa, pues sabía la firmeza de su fidelidad. Se lo propuse y aceptó con gusto pasar por casa a tomar café un día en que tú estuvieras.

Te puse al tanto de ello y te advertí de que no esperaras sexo de su parte. De todos modos, tampoco se trataba de exagerar la corrección y no me pareció inconveniente que lo recibieras en la más recatada de las indumentarias que sueles usar en casa, cuando usas alguna: camiseta y slip. El amigo tampoco se sorprendió de encontrarte así, pues estaba bien informado de tus costumbres, aparte de que en fotos te había visto con mucho menos. Os caísteis muy bien y él se sentía a gusto con tu actitud desenfadada.
 
Más que a gusto era evidente que no te quitaba ojo y tú lo regalabas con esa inevitable provocación que te caracteriza. Sin embargo, la cosa no pasó de ahí y todo transcurrió según lo previsto.
 
Cuando volví a hablar con mi amigo, no se abstuvo de dedicarte las mayores alabanzas, sin ocultar que de buena gana te habría metido mano, aunque aparentemente hablara en un plano teórico.

Al cabo de varias semanas fue él quien propuso hacerme una nueva visita y, por supuesto, era evidente que esperaba se dieran las mismas circunstancias de la vez anterior. En esta ocasión, al haber ya más confianza, no te tomaste la molestia de ponerte la camiseta, estimando suficiente el slip.
 
Esto ya puso más tenso a mi amigo y se notaba que el flujo de erotismo entre vosotros se acrecentaba. Evidentemente fuiste muy consciente de ello y esta vez estabas dispuesto a no perder la presa. Así que, aprovechando un momento en que llevé a mi amigo al despacho para enseñarle un nuevo artilugio informático, te despojaste del slip y, a nuestra vuelta, mostrabas descaradamente, pero como quien no quiere la cosa, una completa erección.
 
Mi amigo, de momento, no supo cómo reaccionar y volvió a sentarse frente a ti, pero con un cruce de miradas tan intenso que, instintivamente, se puso a acariciarse el paquete. Yo hacía de testigo mudo y disfrutaba con tu maniobra de seducción que, cómo no, también me estaba calentado. Te levantaste entonces y voluptuosamente te plantaste ante él.
 
Mi amigo me miró como si pidiera indulgencia por lo que estaba a punto de hacer y le sonreí para darle ánimos. Entonces, sin poder resistirse más, cogió con la boca tu polla que vibraba a poca distancia de su cara.
 
Una vez que lo tuviste atrapado, diste un paso más en tu provocación. Con suavidad hiciste que se levantara y empezaste a desabrocharle el pantalón. Pero cambiaste de estrategia y, dirigiéndome una mirada pícara, dijiste con voz susurrante: “Acabad de desnudaros, que os espero”. Tras lo cual te marchaste hacia el dormitorio. Seguimos tus instrucciones, no sin nerviosismo por parte de mi amigo, que se manifestó totalmente empalmado. No me costó nada ponerme a su altura.
 
Ya desnudos, lo conduje con un brazo por sus hombros para darle ánimos. Pero tu recepción no pudo resultar más turbadora. Yacías en la cama, de espalda a nosotros, y con una mano te estirabas un glúteo para que la raja del culo quedara más abierta. Era una explícita y procaz incitación.
 
Yo, experto en trabajarte el culo, cogí un frasco de aceite y te fregué toda la abertura, con gruñidos de placer por tu parte al meterte el dedo. Ya a punto de caramelo, invité a mi amigo a proceder, pero prefirió darme la primicia, lo que sin duda exaltaría su libido. Así que caí sobre ti y te follé en la forma que te gusta, con acelerones y alcanzándote los pezones para pellizcarlos. El otro tomaba nota y se la meneaba a nuestro lado en el colmo de la excitación, anhelando ya su turno.
 
Cuando te noté satisfecho de esta primera acometida, me salí de tu culo, pero rápidamente te pusiste a retorcerte lascivamente reclamando una nueva incursión.
 
Ya no lo dudó mi amigo y, agarrándote de las caderas, te clavó la polla. Al principio algo titubeante pero, al sentir que la ruta estaba bien expedita, se puso a descargar con fuerza toda la excitación acumulada. Diste señales de estar encantado con la variación de pollas –he de reconocer que ésta era más gorda que la mía– y lo animabas con imprecaciones –ya conocidas por mí por otra parte, aunque hoy las habías reservado para el nuevo–: “¡Fóllame, soy tuyo!, ¡No pares, no pares!, ¡Esto es un hombre!, ¡Como te salgas te mato! …”. Llegaste a levantar la grupa para que la penetración fuera más profunda y tus bramidos se intensificaron con las más incisivas embestidas.
 
Mi amigo, ya echados por tierra todos sus prejuicios, dudaba sin embargo si vaciarse a la brava. Pero tu exclamación “¡Córrete ya y deja que sienta dentro de mi culo tu leche caliente!” fue lo suficientemente imperiosa para que, tras un fuerte resoplido, acabara quedando inmóvil encajado en ti. Por tu parte, te distendiste sin dejar de expresar con arrumacos tu satisfacción.
 
El amigo no salía de su asombro por la voluptuosidad y vehemencia con que lo habías atrapado. Apenas le había dado tiempo a reponerse, no obstante, cuando, poniéndote boca arriba, exhibiste una excitante erección, que pedía guerra de nuevo.
 
Sin embargo, estabas ya tan caliente que no necesitaste ayuda y, en una frenética masturbación, acabaste corriéndote y lanzando un generoso chorro de leche. Por mi parte, como verte así me pone a cien, te acompañé meneándomela y derramándome sobre tu barriga.
 
Con la mayor naturalidad, y según tu costumbre tras quedar saciado, te acomodaste para tu siesta. Tu satisfacción, además de por la doble follada que habías disfrutado, era sobre todo por haber logrado seducir a nuestro invitado con tu descarda provocación.
 
En efecto mi amigo, ya más en confianza conmigo, confesó que tu particular erotismo y la trampa en que habías llegado a enredarlo le habían encantado. Resultó ser una excitante experiencia y no dejaba de estar sorprendido por algo que no se le había ocurrido que podría suceder. Me rogó asimismo que guardara la máxima discreción al respecto, aunque, al decirle que por nuestra parte no habría el menor inconveniente en que repitiera e incluso tentarle con la posibilidad de alguna sorpresa, dada tu desbordante inventiva en la materia, se le iluminaron los ojos.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Agitada noche de tren

Tenía necesidad de viajar a otra cuidad y el mejor medio de transporte era un tren nocturno. Sin embargo, no tuve la debida diligencia para reservar el billete y, cuando me decidí, solo quedaba plaza en una cabina doble compartida. Hube de resignarme y, al subir al tren, el revisor me informó de que el otro pasajero accedería en la próxima estación dentro de una hora. Como ya había cenado, esperé que dejaran preparadas las literas y, ya que era el primero, tomé posesión de la baja. La cabina era de las antiguas, bastante estrecha y con un pequeño lavabo. La calefacción, como suele suceder, estaba excesivamente alta y sin posibilidad de graduación, así que opte por quedarme desnudo de momento. Con tiempo por delante, me recosté en la cama y me puse a leer. El caso es que, con el balanceo, llegué a adormilarme y ni siquiera me percaté de que el tren había parado. Me espabilaron unos golpes en la puerta y sobresaltado me tapé precariamente con la sábana y contesté “¡adelante!”.

Entró un hombre de cerca de cincuenta años y bastante robusto, que me saludó excusándose por su irrupción intempestiva. Se le veía muy jovial y extrovertido. “Tendremos que compartir este espacio tan ajustado por unas horas y veo que me toca la litera de arriba. Igual me tienes que dar un empujoncito...”, dijo riendo. Ahora fue cuando se dio más cuenta de mi ligereza de ropa. “Desde luego hace aquí un calor espantoso. Habré de imitarte. Al fin y al cabo nadie nos verá...”. Desinhibidamente empezó a quitarse la ropa y me dieron palpitaciones al ir comprobando los bueno que estaba. Dada la estrechez del cubículo, lo tenía bien cerca y no perdía detalle. Primero le quedó desnudo el torso, espléndido con unas tetas generosas y velludas, y una barriga que le desbordaba el cinturón. Se quitó los zapatos, se desabrochó los pantalones y, para sacárselos, se apoyó en la litera, con exhibición de recias piernas peludas. El boxer le quedó algo desajustado y me preguntaba cuál sería el siguiente paso. Tal como yo estaba, semicubierto por la sábana, no podía saber si había conservado el calzoncillo. Pero siguió adelante, aunque se giró para quitarse lo última prenda. Ahora tenía a dos palmos de mi cara un tentador culo orondo, con la raja oscurecida por el vello. Y aún más, volvió a girarse hacia mí y con toda naturalidad, mientras subía cosas a su litera, se movía con el sexo sin tapujos: huevos gordos rebosando en la entrepierna y polla que, aunque en descanso, lucía contundente y se bamboleaba con los movimientos de su poseedor y el traqueteo del tren.
 
Sofocado, y para hacer constar que no era más recatado que él, me destapé del todo, aunque disimulando algo mi excitación. “¡Qué calefacción más exagerada!”, comenté. Miró hacia mí y dijo: “Bien hecho... Estamos entre hombres”. Enganchó la escalerilla para subir a su litera. “¡Uyuyuy!, a ver cómo me apaño con mi volumen”. Me pareció correcto ofrecerle el cambio de litera, pero me atajó: “De ninguna manera. Si hasta me hace gracia la aventura... Si acaso me ayudas”. Ahora sí que salí de mi litera y, cuando puso un pie en el primer peldaño y otro en el segundo, le planté bien a gusto las dos manos en el culo para complementar su impulso. “¡Vaya numerito...!”, se limitó a comentar. De repente, ya con una pierna en su cama, se quedó parado y dijo: “Lo siento, pero he de volver a bajar”. En ello fue más rápido y se explicó, con nuestras desnudeces casi pegadas por la estrechez: “Con las prisas no he caído en orinar antes. ¿Te importará que lo haga en el lavabo? Todo el mundo lo hace... Luego se enjuaga y en paz”. (Yo mismo lo había hecho un rato antes). “Adelante... Como para salir al pasillo estás tú”, bromeé. Abrió el grifo, se cogió la polla y la proyectó sobre el desagüe. Mientras lanzaba un fuerte y prolongado chorro bajaba y subía la piel sacando y metiendo el capullo “¡Qué alivio!”. El que no le quitara ojo no parecía afectarle. Embelesado como estaba yo, no caía en la cuenta de que me había empalmado ostentosamente. Cuando, después de darse varias enérgicas sacudidas, se secaba la punta con una toallita, cayó en el detalle. No se cortó: “¿Te han entrado también las ganas? Es lo que me pasa cuando me despierto y no he meado en toda la noche. Venga, aprovecha”. Su desparpajo tan natural me desconcertó ¿declaraba lisa y llanamente el motivo real o le dejaba estirar más la cuerda? Me decidí por esto último y planté mi polla tiesa en el borde del lavabo, pero no me salía nada. “¡Uy! A ver si va a haber que hacerte como a los niños... ps, ps”. Y como si nada me cosquilleó suavemente la punta con un dedo. Ya estallé: “Como sigas así lo que me va a salir es otra cosa”. No contestó pero, con una sonrisa picarona, aumentó la superficie del cosquilleo. Bajé una mano y con gran placer comprobé que su polla había engordado considerablemente. Su extroversión volvió a manifestarse: “Cuando me empujaste por el culo lo tuve del todo claro,...pero me gusta darle emoción”. Se quitó las gafas, que hasta entonces había conservado, y empezó a besarme con avidez, repasando con la lengua toda mi cavidad. Le correspondí no menos ansiosamente y, cuando de nuevo pudo hablar, sentenció: “¡Vaya noche más interesante!”.
 
Hice por fin lo que, durante su descarado despelote, deseé tanto. Me senté en mi litera y los atraje hacia mí. Sujetándolo por el culo le di lametones a la gorda polla y la hacía oscilar. Desvié la lengua hacia los huevos y los chupeteé de uno en uno. Impaciente impulsó la pelvis, deseoso de una mamada. Sorbí la polla y la descapullé con la lengua. Ayudaba  mi succión con sus meneos, hasta que de pronto me hizo parar. Me asió por los hombros con sus fuertes manos y me sacó de la litera. Casi en vilo me apoyó de espaldas contra la escalerilla y me hizo subir con los talones un par de escalones. Sujetándome así, tuvo al nivel de su cara mi polla tiesa. Se restregó por ella hasta centrarla con los labios. Con un electrizante efecto de absorción me envolvió su calidez húmeda. Se le notaba sediento de sexo por la ansiedad con que chupaba y lamía. Se la metía hasta atragantarse, recobraba el resuello y repetía una y otra vez. Llegó a exclamar: “¡Qué hambre de polla tenía!”.
 
Pensé que tal vez esa hambre no la saciaría sólo por la boca. Cogí su cabeza y lo aparté suavemente. Bajé los peldaños y ahora fui yo quien hizo que se subiera él, pero dándome la espalda. Tomé posesión de su culo, que sobé y estrujé. Tirando de los dos cachetes abrí la raja y la lamí. Esto le provocó contorsiones y gemidos de placer. Susurró jadeante: “¡Si me follas me harás un hombre feliz!”. Ya lo veía venir...
 
Pero el acomodo para hacerlo bien no era sencillo. Si se quedaba apoyado a la escalerilla, apenas habría espacio detrás de mí, y las literas tenían poca holgura. Iba con tantas ganas que lo resolvió reclinándose con los codos sobre el lavabo y afirmando las piernas. Cuando me aposté para proceder, me advirtió: “Poco a poco, que lo tengo desentrenado”. Lo tuve en cuenta y primero tanteé con la punta de la polla el agujero. Apreté un poco y fue entrando. “¿Así va bien?, pregunté. “Sí, sí, dale”, contestó con voz temblona. La fui metiendo entera y notaba como se relajaba. Empecé a moverme con la cadencia del tren. “¡Uy, qué gusto me estás dando! ¡Venga, con más fuerza!”. Intensifiqué el bombeo y la excitación me fue subiendo. “Ya me falta poco”, avisé. “Si no te importa, cuando estés a punto pásate a mi boca. Quiero la leche de tu polla calentada en mi culo ¡qué morbo!”. Aguanté un poco más y le di una significativa palmada. Forzó un rápido giro y cayó sentado en el suelo, a tiempo de cazar al vuelo con la boca mi polla a punto de estallar. El súbito cambio de recipiente me dio la puntilla y me vacié en varias sacudidas. Mientras tragaba y se relamía, me dirigió una mirada cargada de complacencia.

Como había quedado medio encajado, lo ayudé a levantarse. Se le había aflojado la polla, pero yo sabía, y deseaba, que la cosa no iba a quedar así. Tuvo un detalle de coquetería: “¿Así que te gusto?”. “Desde que entraste”, puntualicé. “Pues temí que te pasaras toda la noche liado en la sábana”. “Con todo lo que me ibas poniendo delante de las narices... Y te advierto que aún me queda mucho por comer”. Rió alagado: “Verás qué pronto vuelve a subir el suflé. Con lo contentos que me has dejado el culo y la boca, el pajarito también querrá piar”. Me hizo gracia su leguaje y lo abracé besándolo dulcemente. De ahí pase a las caricias de ese cuerpo tan apetitoso. Él me correspondía con ternura, pero anunció risueño: “Como sigamos así te vas a encontrar con un águila...”. “Eso ya se verá”, tonteé.
 
Sus achuchones se fueron haciendo más intensos, lo que revelaba el previsto recalentamiento. Prueba irrefutable fue que, al cogerle la polla, ésta fue engordando en mi mano. Busque con el dedo el capullo y un juguillo pastoso le brotaba de la punta. Era evidente que estaba pidiendo guerra y yo tenía también un hambre de polla atroz. Pero quería ocuparme de él con una cierta comodidad y tuve una idea. “Sube a tu litera, que ya te empujaré por el culo”. Ahora fue más diligente, aunque no desperdicié la ocasión de recrearme con su trasero y sus muslos. Quedó sentado en el borde a una altura ideal para mis pretensiones. Con las piernas abiertas, los huevos sobresalían y la polla mantenía su erección. Se la meneaba como si me la disputara, en un juego entre su mano y mi boca. Le apreté los huevos y entonces cedió. La polla se erguía hinchada y con el capullo reluciente. Lo lamí primero y luego engullí la verga hasta el fondo del paladar. Gimoteaba y se apoyaba tenso en las palmas de las manos. Yo chupaba acompasadamente haciendo que la piel subiera y bajara. Cuando el capullo quedaba fuera lo recorría en círculos con la lengua. “¡No sabes lo que te espera con lo lleno que llevo el depósito!”, exclamó. Preferí no contestar para no interrumpir el trabajo e intensifiqué las succiones. Él estaba tan excitado que no podía esperar que la mamada surtiera su efecto. “¡Dale a la mano!”, casi suplicó. Refroté con energía la polla impregnada de saliva y pareció distenderse. Con un “uyyy...” que parecía un globo al desinflarse, brotó el primer borbotón lechoso. Cerré mis labios sobre el capullo y la boca se me fue llenando con las continuadas descargas. Aún tuvo ánimo para bromear: “¡Joder! El culo escocido y la polla comida... ¡Vaya viajecito!”. Se inclinó para besarme y casi rodamos al suelo. “Ya que estás ahí aprovecha y túmbate... No cabemos los dos, lástima”. Y me deslicé a mi cama, pues me flojeaban las piernas de la emoción.
 
Si antes de subir al tren dudaba de la posibilidad de pegar ojo con el ruidoso traqueteo, pensaba que al menos iría descansado. Ahora yacía con el ánimo alterado y oyendo unos placidos ronquidos. Revivía mentalmente lo que había pasado y volvía a excitarme, deseando volver a tenerlo ante mí. Pero el cansancio me pudo y acabé dormido.
 
Empezaba a clarear por las rendijas de la cortinilla y mi primera visión fue su silueta orinando en el lavabo. Me levanté y lo abracé por la espalda agarrándole las tetas. Notó mi erección contra su culo. “Ni mear tranquilo puede uno... Venga, que te cedo el puesto”. Se la sacudió ostentosamente y limpió la punta. Ahora sí que me alivié con ganas y él rió: “Ya era hora. Tienes más aguante que yo”. Cuando terminé me retuvo y puso una mano bajo el grifo abierto. Me lavó la polla cuidadosamente. “¿Quién se va a comer esta cosa tan fresquita?”. Se puso en cuclillas y me la chupó con delectación. Sonaron unos golpes en la puerta y oímos la voz del revisor: “En veinte minutos fin de trayecto”. Se nos echaba el tiempo encima, pero él no cejó. Para aprovecharlo se llevó una mano a su polla y se la meneaba mientras seguía mamándomela. Nos corrimos a la vez y, al limpiarse en el lavabo, exclamó con tono risueño: “¡Qué buen desayuno”. Nos apresuramos a vestirnos y recoger nuestras cosas, tropezándonos en aquella estrechez. Que nos sirvió sin embargo para achucharnos juguetonamente. Cuando el tren dio la última frenada, con la mano suya en el pomo de la puerta, nos besamos con cariño. Abrió y enfilamos el pasillo en direcciones opuestas.