domingo, 26 de febrero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días X


(Continuación) Utilizar a mi esclavo como elemento de diversión en las situaciones más variadas, en las que, por otra parte, él disfrutaba como loco, me hizo surgir una idea bastante malévola. Se trataba, ni más ni menos, que organizar un simulacro de su venta, en connivencia con algunos amigos. Desde luego, no dejaba de producirme mala conciencia el impacto que el anuncio de tamaña decisión podía tener en su confiada entrega en cuerpo y alma a mi servicio. Pero fue más fuerte el morbo que el experimento me producía y, después de hacer los oportunos preparativos, me animé a plantearle la cuestión.

Lo llamé y le dije: “Tengo que hablar contigo muy seriamente”. Con toda inocencia se dispuso a escucharme. “Hasta ahora no me puedo quejar de lo lucrativo que me has resultado cada vez que te he alquilado para que atendieras a otras personas...”. “He tratado de hacerlo lo mejor que he podido, señor. Ya sabe que todo lo que le beneficie...”. “No me interrumpas, que no se trata de eso ahora... Tú quisiste que yo te tomara como esclavo, con todo lo que eso significa ¿no es así?”. “Sí, señor, es lo que soy”. “Pero sabes muy bien que a un esclavo se le compra y se le vende...”. “En mi caso, usted no me tuvo que comprar... Pero ¿qué me quiere decir, señor?”. “Que, si me conviene, podría venderte”. “Claro, señor...”. Su expresión de recelo se iba acentuando. “Pues, como me consta que hay varios interesados, quiero ver si me hacen una buena oferta”. El recelo se convirtió en pánico. “¿Tiene alguna queja de mí, señor? ¿Ya no le soy útil?”. “Al contrario. Precisamente porque me has dado un buen rendimiento he pensado que podría conseguir un precio elevado”. Le salió la vena historicista. “Pues no se me ocurre en qué mercado me iba usted a exponer...”. “Por supuesto que será en plan privado. Los que concurran podrán comprobar tus cualidades y luego pujarán. Si el resultado fuera interesante, podría entregarte al mejor postor”. “Qué quiere que le diga, señor”. “No tienes nada que decir. Tu condición la decidiste tú mismo... Y no te preocupes; si pagan una buena cantidad por ti, te tratarán bien”. Se me encogió el corazón al ver cómo se retiraba compungido, pero no me retraje de seguir con el juego.

Fiché a cinco amigos de confianza, que no indagaron demasiado acerca de las referencias que les di sobre él y que venían con la idea de participar en una pantomima erótica. El rasgo común a todos era el de ser unos salidos y aficionados al tipo de hombre que encarnaba mi esclavo. Así que avisé a éste del día señalado. “Vendrán cinco señores que querrán catar tus aptitudes. Deja además preparada la habitación de invitados por si alguno desea una inspección más a fondo”. Con la voz temblona que le había quedado desde que supo lo incierto de su suerte preguntó: “¿Cómo querrá el señor que me presente: vestido o desnudo?”. “Vestido correctamente, por supuesto; no es un circo. Ya se te irá ordenando lo que hayas de hacer”.

Le mandé que permaneciera oculto y recibí a los convocados como si se tratara de hombres de negocios. Me siguieron el juego, aunque a duras penas podían disimular sus ganas de pasar un buen rato, en todos los sentidos, a costa del pobre esclavo. Hice salir al interfecto, que quedó cabizbajo en un rincón, e inicié un parlamento: “Como todos sabéis, por circunstancias que no vienen al caso, he decidido sacar a la venta a este individuo que, desde hace tiempo, me ha venido prestando servicios inestimables. Puesto que habéis mostrado interés en él, podéis examinarlo libremente para iros haciendo una idea de su valía, así como, en su caso, calcular lo que estaríais dispuestos a ofrecer por él”. Dicho esto, insté al esclavo a colocarse en el centro de la sala y someterse al escrutinio. Yo mismo me admiré de la seria teatralidad con la que los presuntos compradores se comportaban, disimulando y retardando sus sin duda aviesas intenciones. De momento se limitaban a rodearlo y observarlo como si tasaran una obra de arte. Por fin, uno de ellos rompió el silencio: “Desde luego tiene muy buena pinta. Claro que tan vestido...”. Otro lo secundó: “No estaría mal un poco menos de ropa”. Así que ordené: “¡Ya has oído: la camisa fuera!”. Obedeció algo titubeante, y su torso desnudo no pudo menos que causar una buena impresión: “Rellenito y con buenas tetas”, “Brazos fornidos”, “Algo velludo, pero muy bien distribuido”... Un punto de complacencia pude notar en la mirada del aludido. Un paso más lo dio el que demandó: “Supongo que se podrá tocar la mercancía”. “A vuestro gusto, mientras no la deterioréis...”, repliqué con ironía. Ahora fueron ya más osados y los toqueteos, por no decir sobos, proliferaron. Quién comprobaba los músculos de los brazos, quién la curva del estómago, quién la turgencia de los pechos y la consistencia de los pezones... El que, por un falso descuido, llegó a rozarle la bragueta comentó: “Parece que reacciona...”. Ni en las más adversas circunstancias su cuerpo dejaba de responder. “También habremos de examinar las piernas ¿no?”, fue otro paso adelante. El esclavo me miró en petición de permiso y asentí. Con cierta parsimonia, como si quisiera ponerle emoción, se descalzó, soltó el cinturón y fue quitándose los pantalones. El escueto slip en que se quedó no podía ocultar ya la protuberancia que lo marcaba. La morbosa recreación que caracterizaba la actuación de los examinadores hizo que pasaran por alto de momento este detalle y se concentraran en la vista y el tacto de las piernas descubiertas: “Piernas fuertes y peludas”, “Recios muslos”..., iban disertando. “Pero no podemos dejar de lado lo más importante, por las utilidades que puede reportarnos”, avanzó uno. Pese a lo rebuscado del lenguaje, él mismo entendió fácilmente que se le demandaba quedarse ya en cueros. Sacó fuera el slip y, con tantas miradas y toques, la polla apareció con una soberbia erección. “¡Hum! parece que funciona a la perfección”, fue la apreciación provocada. “Bien descapullada que la tiene”, “Unos hermosos huevos”, Bonita pelambrera”...; todo ello acompañado de los correspondientes manoseos. Alguno ya se había pasado atrás y llamaba la atención sobre el culo: “Este trasero tiene muy buena pinta”. “¡A ver, a ver!”, reclamó el resto. Ante la expectativa creada, le di la orden de que se volcara de bruces sobre una mesa y con las piernas separadas. Ahora que él no podía verlos, los cruces de miradas socarronas se combinaban con una inspección de lo más detallada: “Sí que es un culo espléndido”, “Muy buen tacto esta pelusa tan suave”, “Una señora raja”, “Valdrá la pena abrírsela para ver el agujero”. Con una activa camaradería, se iban turnado en mantener separados los glúteos y en sondear el ojete; operaciones que el esclavo encajaba dócilmente. “Lo tiene muy elástico” –tras meter un dedo–, “Pues dos entran la mar de bien”, “Promete unas enculadas satisfactorias”, “Por delante sigue excitado”, concluyó el que había optado por meter mano entre los muslos y sobarle huevos y polla. Esta primera fase, soportada por el esclavo con humildad y cierta perplejidad, por la extraña mezcla de la asepsia del lenguaje y la contundencia de las catas, había de darse ya por agotada. De modo que, erguido de nuevo, había de seguir sometiéndose a las demandas que se le formularan.

Quedó pues disponible, y pude percibir algo de brillo en sus ojos, probablemente porque el gusto de los contactos sobre su cuerpo atemperaba la incertidumbre de su destino. Los concurrentes, por su parte, a duras penas podían ya disimular su excitación. Uno de ellos entonces tomó la iniciativa: “Creo que todos estaremos de acuerdo en que el hombre presenta muy buenas cualidades físicas. Pero a mí, en particular, me interesaría conocer otras habilidades. Por ejemplo: supongamos que requiero sus cuidados en desvestirme y darme placer”. Intervine con una oferta, aunque imaginaba que no sería necesaria: “Si quieres, puedes llevártelo a una habitación para mayor intimidad”. Pero replicó: “Por mi parte, no tengo inconveniente en que proceda aquí mismo. No quiero hacer esperar a los demás y, a ellos, también les puede interesar la experiencia. Luego yo espero compartir las suyas”. Así que le dije al esclavo: “Ya sabes, demuestra lo que vales”. El solicitante era un maduro fornido que, ciertamente, le había de resultar muy apetecible. Concentrado en su deber y exhibiendo la polla que no le había bajado ni un momento, se le colocó detrás y, rodeándolo con sus brazos, fue desabrochándole lentamente la camisa. Metía la mano para acariciarle el pecho y, cuando estuvo abierta del todo, tiró suavemente de la camisa para sacarla del pantalón. Pasó adelante, le lamió los pezones y fue bajando hasta caer de rodillas. Con cuidado, le soltó el cinturón y abrió la bragueta. El pantalón resbaló y quedó un slip bajo la prominente barriga peluda. La tela estaba ya tensa y mostraba un punto húmedo. El esclavo empezó a chupetear y, como no era frenado en su avance, bajó el slip y surgió una  magnífica polla –de las que a él le gustan, vamos–. La engulló y se notaba que hacía las delicias del interfecto. En éstas, otro de los presentes, ya ansioso, se la había sacado por sí mismo y reclamaba: “¡No abuses, que yo también quiero probarlo!”, “¡Y yo!”, “¡Y yo”, como si hubiese eco. El esclavo se encontró, pues, rodeado por cinco vergas de variadas características y dio lo mejor de sí mismo con sus mamadas. Seguro que pensaría que nunca habría imaginado que una venta diera lugar a tanta agitación, aunque en el fondo estuviera en su salsa. Y la cosa aún estaba lejos de acabar...

El desmadre imperaba y los antes circunspectos hombres de negocios lucían y manipulaban sus vergüenzas con la mayor desinhibición. Los que no se habían despelotado del todo se movían como zombis con los pantalones caídos. Alguno había que se sobaba el gordo culo como muestra de su ansia de que se lo alegrara el esclavo. Tuve que poner un poco de orden para que todos pudieran satisfacer sus deseos y, de paso, sacar del desconcierto en que se hallaba sumido el que era tan diversamente reclamado: “Señores, todos van a tener la oportunidad de una última prueba de las aptitudes del siervo, de acuerdo con las aficiones de cada cual”. El de la polla gorda, que ahora también tomó la iniciativa, pidió: “Si el culo le responde tan bien como la boca, me gustaría darle un tiento”. Dicho y hecho, llevó al esclavo de los hombros y lo hizo volcarse de nuevo sobre la mesa. El orondo y apetitoso culo fue inmediatamente ensartado por la potente verga. El así follado reprimió cualquier expresión de dolor o placer que pudiera desentonar con el papel que le correspondía. El sensual espectáculo que a su vez ofrecía la culata abundosa y peluda del follador, contrayéndose y expandiéndose en sus arremetidas, desbordó la capacidad de aguante de uno de los que esperaban su turno. Éste, regordete y bajito, con una sorprendente agilidad, se sentó a la oriental bajo la mesa y, en tan estratégica posición, se dedicó a chupar la polla del esclavo, a la vez que sobaba los dos pares de huevos que, bamboleantes, quedaban a su alcance. El que ejercía el dominio sobre el esclavo me preguntó: “¿Tengo permiso del amo para embutirlo de leche?”. Asentí riendo y, al poco, soltó un largo “¡¡Huahhh!!” como expresión inequívoca de su satisfacción. El que se había puesto las botas bajo la mesa resurgió disponible para el reemplazo. Empujó hacia abajo las caderas del esclavo para ajustarlo a su altura y su actuación fue menos espectacular, dada su inferior envergadura y que, con el trajín previo que había desplegado, el clímax le llegó pronto. Sin embargo, la serie de espasmos continuados, que daban la impresión de que su vaciado no iba a tener fin, pusieron su nota exótica. Cuando le tocó intervenir a un tercero, éste hubo de declinar la ocasión y, avergonzado, mostró la mano pringosa de su propia leche, lo que daba a entender que se había excedido en la estimulación previa. El cuarto, totalmente dispuesto, pidió autorización no obstante para cambiar de postura: “Es que a mí me gusta de frente y mirando la delantera”. Fue más complicado entonces pasar al esclavo de la mesa al sofá, donde quedó empotrado boca arriba. El innovador le subió las piernas en vertical y las sujetó por las pantorrillas. El agujero bien expuesto de esta guisa fue fácilmente ocupado por la polla larga y tiesa. A medida que ésta entraba y salía con vehemencia, se podía ver el rostro congestionado del esclavo y sus tetas temblando como flanes. Asimismo, su polla, que no languidecía, oscilaba cayendo sobre sus propios huevos, presionados por el vientre del actuante. Éste, llegado el momento, se salió sorpresivamente y roció la barriga del esclavo. El que se había reservado para el final manifestó, con cierta timidez, su diferente preferencia y trató de adornarla: “Como aún no se han probado sus dotes activas, me gustaría que lo hiciera conmigo”. Dadas las circunstancias, esta última demostración ponía en un aprieto al esclavo, que no sabía si sería correcto manifestar un excesivo entusiasmo en la tarea. Pero el solicitante se lo puso fácil al ocupar su puesto apoyado sobre la mesa. Solícito el esclavo se arrodilló detrás y, en primer lugar, le dio unas lamidas a fondo en la raja, dejándola bien ensalivada. Luego, sin demasiada ostentación, enfiló su polla por el relajado orificio, provocando un resoplido de placer. Se movía con una cadencia que atraía las miradas de los presentes y que se acompasaba a las reacciones del que lo estaba probando. Éste al fin exclamó: “¡Si me llenas de leche te compro!”, lo cual debió poner en un dilema al esclavo, porque puestos a escoger... Pero no era cuestión de dar marcha atrás, por lo que, llegado el momento, satisfizo con creces lo solicitado. Eso sí, disimulando por esta vez sus habituales expansiones vocales. Su buen hacer quedó patente cuando, para no dejar ningún cabo suelto, cayó al suelo y atrapó con la boca la excitada verga, que no soltó hasta extraerle todo el jugo.

Qué más pruebas cabían ya, una vez que los concurrentes habían experimentado al máximo las virtudes del que se les ofrecía. Así que envié al esclavo a su rincón y puse punto final: “Señores: han tenido ocasión de comprobar las utilidades de este esclavo que he puesto a la venta. Espero que hayan podido sacar sus conclusiones. De modo que les pido que escriban en un papel –que les repartí– lo que cada cual estaría dispuesto, en su caso, a pagar por él. Pueden marcharse tranquilos de que, en breve, me pondré en contacto con el mejor postor para formalizar la transacción. Muchas gracias”. Queriendo mantenerse dentro del juego hasta el final, pero sin disimular ya el gustazo que se habían dado, recompusieron su vestimenta y se despidieron cordialmente. Los comentarios y chanzas se aplazaban  para otro momento.

Cuando quedamos solos, el esclavo permaneció pensativo en su rincón. Debía estar sumido en una total confusión, ya que los excesos cometidos sobre su persona, y de los que, en otro contexto, habría disfrutado plenamente, no casaban demasiado con una operación comercial seria. Por otra parte, estaría ansioso de que le desvelara el resultado de la puja, del que pendía su futuro. Pero yo, que había experimentado un considerable calentamiento en la farsa vivida, tenía urgencias mayores. “Anda, hazme una mamada de las tuyas, que la necesito. Luego veremos lo que han puesto en los papeles”. Solícito como siempre, se afanó sobre mí con lamidas y chupadas que me hacían poner los ojos en blanco y la piel de gallina. Le di una descarga que sorbió con fruición, como si hubiera de ser la última leche mía que bebiera. Cuando me recuperé, hice que se sentara a mis pies y le dije que sería él quien fuera leyendo los papeles. Esto aún lo desconcertó más y tomó con mano temblorosa la caja que le tendí. Se iba poniendo lívido a medida que fijaba la vista en los contenidos y apenas le salía al voz. Estos eran los mensajes recibidos: “¡Qué polvazo tiene el tío! Gracias por el buen rato que he pasado”, “¡Qué polla más rica le he comido y qué culazo he trincado! Ha sido un completo maravilloso”, “¡Lástima que se me haya ido la mano! Me he quedado con la ganas de cepillármelo... ¿Habrá otra ocasión?”, “¡Qué tragaderas tiene el tipo! Hacía tiempo que no me corría tan a gusto”, “He visto el cielo con su follada ¡Vaya joya!”. Entre halagado y decepcionado comentó: “Mucho piropo pero no hacen ni una oferta ¿Tan poco valgo?”. Aquí tuve ya que quitarle la venda de los ojos: “¿Será posible que todavía no te des cuenta de que todo ha sido una tomadura de pelo?”. Y dejé que se desahogara: “¿Para eso he estado yo varios días que no me llegaba la camisa al cuerpo? Así que de venta nada; puro cachondeo a mi costa. ¡Ande, que también usted, señor...! Pero, perdón. Si le daba el gusto, yo chitón. Y mejor así, claro; que esta noche por fin dormiré tranquilo sabiendo que no estaba en su ánimo de verdad deshacerse de un servidor”. “A pesar de todo, no me negarás que te han dejado con el cuerpo bien entonado”. “Eso no lo puedo negar, ni que los señores estuvieran para mojar pan. Pero con el gusanillo por dentro y guardando la compostura, dentro de lo que cabía”. “Anda, aséate un poco y prepara la cena, que se me ha abierto el apetito. Ya pensaré con calma si busco compradores más serios...”. “¡Ay, señor, no me dará ni un respiro...!”, y desapareció como un alma en pena. (Continuará)

domingo, 19 de febrero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días IX


(Continuación) Que mi esclavo se fuera montando por su cuenta las juergas más inverosímiles a la menor ocasión, me hizo pensar en alguna forma de tenerlo más controlado y, por qué no, de aprovechar su descaro para divertirme yo también. Una buena oportunidad se presentó cuando, pasado algún tiempo, el amigo traumatólogo se puso en contacto conmigo para hacerme una invitación y una propuesta. Quería que yo asistiera a su fiesta de cumpleaños, solo para íntimos, y me preguntaba si sería posible contar también con “el que tú y yo sabemos”, según su expresión. Creí que se trataría de algo parecido a la orgía en que lo había presentado en sociedad en mi casa, aunque fuera con los ojos vendados. Pero mi amigo me explicó que sería algo distinto. Los que acudirían no eran precisamente unos marchosos, sino hombres maduros que, o bien provenían de un rompimiento sentimental, o bien formaban parejas de larga duración y no muy dados a nuevas emociones. Aunque le unía una gran amistad con ese grupo y se reunían con cierta frecuencia, los encuentros no dejaban de ser excesivamente convencionales. Por ello, pensando en la curiosa mezcla de ingenuidad y sexualidad desbocada que caracterizaba al que no hacía mucho había tenido la oportunidad de tratar –en sentido bastante amplio–, se le había ocurrido que podría darle una nota picante a la fiesta y animar a los amuermados asistentes. Me hizo gracia la idea y le dije que confiara en mí para prepararle una buena sorpresa.

Cuestión aparte era, sin embargo, mentalizar al esclavo de en qué había de consistir su intervención. Antes que nada le engañé con el señuelo, determinante para él, de que me embolsaría una buena cantidad de dinero si cumplía con lo que le íbamos a requerir. En este caso no se trataba simplemente de hacer lo que se le pidiera, como había ocurrido en su etapa de hombre de alquiler, sino que debía poner en juego su espontaneidad erótica y provocadora. De manera que, tras una puesta en escena en la que sería convenientemente asesorado, habría lanzarse a poner cachondo al personal. Se le iban abriendo los ojos como platos al hilo de mis explicaciones, hasta que soltó: “Vamos, como Rita Hayworth y la danza de los siete velos”. “Más o menos, pero en macho”, aclaré. Él no dejaba de subestimarse: “Es que usted sabe que yo, cuando se trataba de atender caprichos de los clientes, no me dolían prendas. Pero si ahora tengo que ponerme a conseguir que a los señores les den caprichos, no creo que tenga gracia para eso y lo voy a dejar en mal lugar”. Contraataqué: “También me consta que, en cuanto ves cualquier posibilidad de alboroto sexual, te pones como una moto y no hay quien te pare”. “Si lo dice usted..., pero sentiría que hiciera el ridículo por mi culpa”, contestó dubitativo. Vencí sus temores con una arenga: “Déjate llevar por tu instinto y verás como tú mismo te sorprendes,...y de paso nos sorprendes a todos”. Estuve plenamente convencido de que se saldría, incluso en exceso.

Hice que fuera bien arreglado y le exhorté a que, al llegar, se abstuviera de actitudes serviles y se comportara con naturalidad. Le entregué una bolsa de deportes, cuyo contenido él ignoraba, y en la que había puesto una serie de objetos necesarios para su actuación. El anfitrión, al que pedí que guardara la bolsa en un lugar discreto, lo presentó como un paciente al que había tratado recientemente, lo cual no dejó de provocar algunas sonrisas malévolas. A mi esclavo le tranquilizó la identidad de aquél y, aunque muy circunspecto, se atrevió a integrarse al pica-pica y hasta a hacerse con alguna bebida.

Todo transcurría con una contenida corrección, cuando le hice una discreta señal para que me siguiera a la habitación donde aguardaba la bolsa de deportes. Se sometió dócilmente a mis instrucciones y manipulaciones. Al cabo de un rato, y no sin tenerlo que conminar severamente, reapareció en una transformación espectacular. Llevaba anudado a la cintura un pareo muy transparente estampado de flores rojas, que permitía vislumbrar un mínimo tanga también rojo. El torso estaba parcialmente cubierto por una profusión de largos collares con bolas de distintos grosores y colores y, a juego, lucía algunas pulseras en brazos y muñecas. Remataba el atrezzo con un antifaz adornado con plumas. Por arte de magia, se había convertido en un magnífico ejemplar de los más tórridos desfiles californianos.

Ante su irrupción, todos quedaron paralizados y se hizo el silencio, lo cual volvió más audible la música de fondo que sonaba. Yo mismo tuve un instante de duda sobre lo que había desencadenado y llegué a temer que, sintiéndose ridículo, no se atreviera a ir más allá de poner posturitas. Pero pronto vi que su capacidad de histrionismo y seducción iba a desplegarse en toda su dimensión. Con un ritmo sicalíptico y cierta torpeza que, sin embargo, suplía con ingenua picardía, siguió la música y se fue moviendo por la sala. Los collares se desplazaban y descubrían sus tetas, cuyos pezones toqueteaba. Mientras evolucionaba desataba risas nerviosas y miradas de deseo. La sorpresa había estado fuera de lo imaginable por los correctos reunidos. Por fin se dirigió al anfitrión y le concedió el honor de soltar el nudo que sujetaba el pareo. Lo hizo con manos estremecidas y la prenda cayó al suelo. La pequeñez del tanga quedó de manifiesto, pues el minúsculo triángulo delantero, ya bien tensado, dejaba fuera el vello del pubis, y los huevos casi salían por los lados. La estrecha tira trasera se perdía dentro de la raja, dejando su orondo culo completamente al descubierto. De esta guisa, se dedicó a quitarse collares y pulseras que iba poniendo a cada uno de los concurrentes, a los que de paso besaba y repartía algunas caricias. Gustosos se dejaban hacer, aunque con una pasividad debida todavía al asombro.

Cuando ya su único atavío eran el antifaz y el tanga, cada vez más engullido por sus redondeces, con un falso pudor recuperó el pareo y se lo anudó por encima del pecho. Por su transparencia, sin embargo, quedaba muy poco velada su anatomía. Se desprendió del antifaz y, con un desenfado que me asombró, se integró de nuevo al picoteo e, incluso, a las libaciones del grupo, cuya única nota frívola la daban los collares que tan gentilmente había repartido.

En un momento determinado, a una disimulada indicación mía y según la instrucción que le había dado, exclamó: “Supongo que alguien se habrá acordado de la tarta. Me ofrezco para servirla”. Un gordito muy risueño, y que si bien era no precisamente la pareja pero sí un amigo muy íntimo del homenajeado, se ofreció para acompañarlo a la cocina. Como tardaron un rato, llegué a sospechar que se estuvieran metiendo mano. El personal empezó a batir palmas jocosamente y, por fin, llegó su reaparición. Seguido del gordito, que hacía sonar una campanilla, era el portador de la tarta con las velas numéricas prendidas. Y daba otra vuelta de tuerca a su descoco, pues llevaba un delantal rojo muy pequeño, casi infantil, cuyo peto dejaba fuera los pezones y que por abajo apenas rebasaba el nivel de los huevos. A todos les intrigaba morbosamente si había conservado el tanga, pues el lazo del delantal por detrás podría esconder, en su caso, su fina sujeción. Por lo demás, cuando avanzaba y se hacía visible su parte trasera, los cachetes del culo mostraban los dos números dibujados también en rojo.

Ahora lo inmediato era el ritual de apagar las velas. Así que depositó el pastel en la mesa ante el celebrante que, con la vista puesta en el equívoco delantal, bromeó: “Procuraré tener puntería, no vaya a ser que el soplido levante alguna cosa”. Pero se atenuó el resto de la iluminación y acertó a la primera. Aplausos, albricias y besos, olvidándonos por unos instantes de la pertinaz provocación. El gordito y él se hicieron cargo de las particiones y el reparto de platos. Como la tarta estaba abundantemente rodeada de nata, se cuidaba de que, por poco golosos que fueran algunos, todos quedaran provistos de una buena porción.

Su llamativo y sucinto atuendo no podía menos que contrastar con la indumentaria convencional del resto. Y el ambiente estaba suficientemente caldeado para que se liberara más de una inhibición. Cuando un pegote de nata fue a parar a uno de sus pezones y otro al otro, se desató la tormenta. Con toda frescura agarró a los dos lanzadores y los instó a reparar el agravio. Gentilmente, usaron sus lenguas para lamer la nata con cierto detenimiento. Pero el doble chupeteo contribuyó a su vez que el misterio se fuera desvelando. Por un efecto reflejo, el delantal que hasta el momento había cubierto lo justo se fue levantando, en una evidente demostración de que bajo él no había ninguna otra barrera de contención. El corto y fino tejido se retrajo entonces y dejó asomar la punta del capullo. Con un falso gesto de pudor se volvió de espaldas, pero su culo de cachetes numerados no ofrecía precisamente una visión menos provocadora. Antes bien, el que alguien soltara el lazo trasero de delantal, que se desprendió, pareció operar como la señal para que, entre varios, lo arrastraran sobre la mesa poniéndolo boca arriba. Le subieron los pies para que los apoyara y quedara con las rodillas levantadas. Las perspectivas que ofrecía desde cualquier ángulo no podían ser más lujuriosas, a pesar de su actitud mimosa de bebé gigante. Lo rodearon y pegotes de nata e, incluso de tarta, fueron cayendo sobre su cuerpo. Una guinda quedó encajada en su ombligo. Los lametones que iba recibiendo aumentaron su estado de excitación y la polla se le erguía bamboleándose entre los muslos. Aunque sin duda era el manjar más preciado, nadie se atrevía a poner el cascabel al gato. Pasar de fugaces lamidas a una mamada en público era algo que retenía hasta a los más lanzados.

Sorpresivamente, el anfitrión, reconfortado por el abundante cava y lo señalado del día, se decidió a compartir protagonismo con él. Con un gesto de “dejádmelo a mí”, se la cogió con delicadeza con dos dedos por unos instantes para, a continuación darle una chupada a la punta. Los aplausos y ovaciones superaron los del apagado de las velas, y el esclavo estaba encantado con las consecuencias de su provocación. Mas el celebrante, pese a la expectativa suscitada, no quiso sobrepasar ese acto algo más que simbólico y se limitó a darle un cariñoso cachetito en el culo. Sus invitados eran demasiado sosos para darles más carnaza. Aunque también tuve claro que la cosa no iba a acabar ahí.

Pero el esclavo seguía allí encima con las piernas encogidas, la polla tiesa, los huevos bien asentados e, incluso, el ojete casi a la vista por la tensión de los glúteos, por lo que pensé que ya lo más sensato era reconducir la situación. Así que le hice bajar de la mesa y lo llevé al baño para que se librara de los restos de nata. La ducha no sólo lo dejó limpio, sino que sirvió también para atenuarle la calentura. No dejaba de estar desconcertado por que todo hubiera quedado en algún que otro chupeteo, después de haber echado los restos con sus disfraces, que le habían dado tanta vergüenza. “Así que a ti solo te gusta el folleteo puro y duro”, le reconvine. “No señor, y usted perdone, que cuando hace falta le pongo fantasía”. “Si lo has hecho muy bien, pero ya has visto que los invitados no daban para más”. “Por respeto no digo lo que me han parecido”. “Eso, mejor te lo callas... Además, ¿crees que el doctor que te ha tratado siempre tan bien te va a dejar ir de rositas?”. “Bueno, si es así...”. Le alcancé una sutil bata japonesa que le llegaba a medio muslo y que, al contacto de la piel mojada, acentuaba la transparencia. “Venga, al ruedo. Y no desesperes”, concluí.

Con la ausencia del exhibicionista, los ánimos se habían ido calmando y pronto empezó el desfile de los que se marchaban. Todos se despedían agradeciéndole lo bien que se lo habían pasado, lo cual restauró su amor propio. Por supuesto, se ofreció para ayudar a recoger y acentuaba su amabilidad esperando recompensa. Así, finalmente quedamos solos con el anfitrión y el gordito. Y, como no podía ser menos, se desató la calentura acumulada. La bata del esclavo, que de por sí bien poco tapaba, saltó por los aires y, a medida que su polla volvía a pedir guerra, los otros tres ya nos estábamos desnudando apresuradamente.

Para empezar, el anfitrión, que lucía ya un pollón considerable, de cuyas virtudes el esclavo había disfrutado a fondo en las visitas médicas, se abalanzó sobre él. Como el hombre además era fornido y se había ido quemando con las continuas provocaciones, casi lo levanta en vilo en su deseo de desquitarse. El gordito y yo, más calmados, reservamos nuestras energías para más adelante. Nos acomodamos en un sofá y, mientras nos acariciábamos lánguidamente, nos dispusimos a no perdernos un espectáculo que prometía. Pareció que el médico quería hacer retroceder la moviola, pues impulsó a su presa a tenderse de nuevo sobre la mesa y, levantándole las piernas, le hizo una comida de polla, con lamida de huevos incluida, con un ansia liberada de testigos molestos –el gordito y yo éramos de confianza–. Cuando ya lo había hecho patalear de gusto, se pasó al extremo opuesto de la mesa, tiró de él para que la cabeza le quedara colgante y le plantó el paquetón sobre la cara. Le chupeteaba los huevos abriéndose paso hasta que la polla le entró en la boca. El doctor la movía como si estuviera follando y el esclavo engullía con avidez poniendo todo su empeño. Estiró los brazos sobre éste para alcanzarle los pezones. Se los retorcía de tal modo que le hacía dar saltos hasta levantar el culo. Era una gozada ver cómo la polla de esclavo, cada vez más tiesa de la excitación, oscilaba entre sus muslos. Al fin y al cabo era lo que había estado deseando durante toda la fiesta.

Con total docilidad obedeció cuando le ordenó bajar de la mesa y ponerse con la barriga apoyada en su superficie. Lo forzó a separar las piernas al máximo y allí quedó exhibido el culo con los números dibujados todavía. Se cebó con él a base de cachetadas y estrujones. Como si esa fuera la verdadera tarta que quisiera devorar, siguió con lamidas a la silueta de los números hasta llegar a hundir la cara en la raja. Luego los dedos entraban y salían, haciéndolo  estremecer. Se apartó un momento para coger un buen pegote de nata de los restos de la tarta. Se lo emplastó certeramente y lo extendió por fuera y por dentro. Ya sólo tuvo que ensartarlo con ese magnífico pollón que iba a hacer sus delicias. El follado casi sollozaba de placer y se removía ansioso por tenerlo todo dentro. Una vez el vientre hundido en la raja, el bombeo fue implacable. Las embestidas hacían palmear sobre la mesa al esclavo y los dos parecían insaciables. “Estoy montando bien la nata ¿eh?”. “¡Usted sí que sabe, doctor!”. “¡Este culo me pone malo! ¡Qué manguerazo te voy a soltar...”. “Está usted en su casa, doctor”. Este diálogo simbólico nos excitaba y divertía a partes iguales a los espectadores. Pero al fin al follador se le agotó la resistencia y, con un fuerte y sonoro espasmo, cesó en la arremetida. Quedó de pie recuperando el equilibrio y el otro se deslizó hasta quedar sentado en el suelo. Le cogió la polla y lamió los restos de leche y nata.

Sin que lo hubiera soltado aún la boca del esclavo, el anfitrión se dirigió a nosotros, viéndonos empalmados: “¿Qué, os habéis divertido?”. Y, mostrando un desparpajo que contrastaba con la circunspección mantenida en la fiesta, añadió: “Voy un momento a limpiarme un poco. A ver si me lo ponéis a punto porque también quiero que su polla me alegre el culo culo”. Así que, en cuanto salió, tiramos del que todavía se relamía y lo tendimos en el sofá. Se entregaba mimoso a nuestro magreo, feliz de que aún quedara juego por delante. Pero los que habíamos quedado en la reserva también estábamos lanzados ya. Así, mientras el gordito se inclinaba para chupársela, yo me echaba sobre éste y, abrazándolo desde la espalda, le sobaba las tetas y le restregaba la polla por el culo. Cuando lo suplí en la mamada, él se sentó en el suelo y me la chupó a su vez. Pero el anfitrión, en lugar de volver a la sala, nos estaba ya llamando y los tres diligentemente acudimos al dormitorio, donde estaba. No dejó de llamarnos la atención que, pese a lo que había anunciado, estuviera tumbado boca arriba en la cama con las rodillas dobladas en el borde, eso sí presentando de nuevo armas. Sin embargo, nos sacó pronto de dudas al pedirnos al gordito y a mí: “Ayudadme a mantener subidas las piernas. Así es como me gusta”. De modo que, con una mano de cada uno de nosotros en la pantorrilla y otra a mitad del muslo, quedó con el culo bien expuesto y disponible. El gordito, solícito, soltó por un momento una mano y cogió una porción de crema de un pote que había sobre la cama. La extendió por las partes sensibles y dejó el agujero bien lubricado. El esclavo entretanto se daba afanoso los últimos toques a la polla, presto a satisfacer lo que tan tentadoramente lo reclamaba. Cayó entre los muslos, con el pecho sobre la barriga del oferente. Con un golpe de pelvis, se clavó en él y, ante los gruñidos y la agitación de éste, tuvimos que reforzar la sujeción de las piernas. El esclavo subía y bajaba con ritmo acelerado y, cuando estaba más levantado, aún se podía ver la polla del follado recuperando la vertical. También se agarraba a las piernas para hacer más fuerza y jadeaba enardecido por la visión de los efectos de su actividad en el rostro del sometido, congestionado por la lujuria. Cuando éste casi suplicó “¡Córrete ya!”, se tensó al máximo, soltó al fin su descarga y, curiosamente, de forma simultánea, un chorro de leche brotó de la polla del médico, como si se tratara de vasos comunicantes.

Soltamos las piernas y los dejamos reponerse uno junto a otro. El doctor se había pegado por detrás al esclavo y lo abrazaba agarrado a sus tetas. Pero había llegado nuestro momento y, en la parte libre de la gran cama, me abalancé sobre el gordito y empecé a besarlo y mordisquearlo por todos lados. Él reía por las cosquillas y la excitación tratando de corresponderme. Acabamos con la polla de cada uno en la boca del otro en unas gratificantes mamadas. Pero el chico debía tener acumulado tal grado de calentura que pronto me llenó de leche. Como para castigarlo por su corrida sin previo aviso, lo forcé a  presentarme su redondito culo y le abrí la raja, sobre la que eché su propio jugo retenido en mi boca. También unté mi polla y se la clavé sin más preámbulo. No tardé en vaciarme animado por sus quejas y arrumacos.

A pesar del alboroto, el anfitrión se había quedado plácidamente dormido sin soltar a su presa, que no se atrevía a moverse para no perturbarlo. El gordito y yo nos desplazamos al salón para disfrutar de una copa en la tranquilidad de la noche. Por una vez, al ser testigo directo, pude ahorrarme la narración de mi esclavo, aunque tal vez él le habría puesto más prosopopeya.

Sin embargo, una vez estuvimos en casa, caí en la tentación de tirarle de la lengua. “Y tú eras el que decía que no ibas a tener arte para provocar al personal...”. “Una vez que usted me disfrazó de cosa rara no me iba a esconder detrás de una cortina y a aquellos señores se les veía muy necesitados de alegría”. “Alegría la que te diste tú con el dueño de la casa”. “Supongo que eso entraba también en la contrata, ¿no, señor?”. “Salme ahora con que solo fue para no dejarme en mal lugar...”. “Si un servidor no dice nada... Pero lo de usted y el amigo del doctor ¿también entraba en el programa?”. “¡No seas impertinente!”. (Continuará)

martes, 14 de febrero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días VIII


(Continuación) Sería reiterativo reproducir el relato de la revisión médica de mi esclavo, a la que acudió encantado. No me privó, por supuesto, de contármela con pelos y señales, pero podría resumirse en que doctor y paciente se masajearon, se mamaron y se follaron recíprocamente dentro de un concepto muy laxo de terapia. Ni que decir tiene que el sanado regresó con la pierna pimpante y un destello de lujuria en la mirada.

Pero utilizar la palabra “andanzas” al referirme a él se me iba quedando corto. Su capacidad para enredarse en los encuentros más rocambolescos seguía resultando ilimitada, y lo más curioso era que salía de ellos con el ingenuo convencimiento de ser cosas del destino. Tal es el caso de una tarde en que salió a primera hora para hacer unos recados. Me extrañó que se demorara tanto en regresar, pues no creía que lo que había de hacer requiriera demasiado tiempo. Sin embargo, mi extrañeza se fue convirtiendo en alarma a medida que pasaban las horas y avanzaba la noche. Era totalmente inusual en él que hubiera dejado pasar la hora de mi cena sin ninguna previsión al respecto. Se comprenderá que, dada la singularidad de nuestro vínculo, a la preocupación natural por que le hubiera ocurrido algo, se sumaban las complicaciones que podrían surgir.

Cuando por fin oí que se abría la puerta, respiré y me dispuse a que me diera cumplida cuenta de su tardanza. Apareció muy alterado y con la ropa desajustada y sucia. Antes de que me diera tiempo a hablar, ya empezó él atropellando las palabras por su sofoco: “¡Ay, señor, qué mal me sabe haberlo dejado abandonado! ¿Habrá podido apañarse con la cena o en un momento le preparo algo?”. Lo atajé cabreado: “¡Déjate de cenas ahora, y a ver si me explicas tu vuelta a estas horas y con esa pinta!”. Buena cosa le dije, porque ya fue un no parar:

“Es que el mundo es un pañuelo y yo siempre me doy encontronazos... ¿Se acuerda usted de aquel día en que volvíamos de las vacaciones y, después de la parada para comer, me vio bajar de un camión?”. “Sí, y limpiándote la boca de la mamada que le habías hecho al camionero”. “Pues lo que son las cosas... Estaba yo en un almacén de bricolaje buscando las cintas para las persianas que hay que cambiar, cuando me pusieron una mano en el hombro. Me volví y era un hombretón impresionante. “¿No te acuerdas de mí?”. Lo miré extrañado, porque era difícil que no recordara una pieza como aquella. Pero cuando se echó mano al paquete en plan descaro, enseguida me vino la luz: “¡Claro! Pasé un ratito en tu camión, ¿a que sí?”. “Y no veas el buen recuerdo que me dejaste”. También me vino la imagen del pollón que me comí aquel día y se me escapó una sonrisa pícara. “Pues el camión lo tengo ahí fuera...”, dijo insinuante. Me hice a la idea de que no iba a poder negarme a repetir la faena, después de la simpatía del hombre. La cosa, sin embargo, se puso más complicada. “Precisamente ahora he quedado con dos amigos que estarían encantados de conocerte”. “Conocerme ¿cómo?”, quise precisar. Ya ve que soy precavido... Me engatusó un poco: “Seguro que a ti también te gustan... ¡Déjame darles una sorpresa y presumir del ligue que les llevo!”. Tonto de mí, ya me empecé a interesar. Porque si eran tipos como él... “¿Y a dónde habría que ir?”, volví a preguntar. “Si está aquí al lado. Es un local que uno de ellos está acondicionando para poner un gimnasio. Ni siquiera hace falta que cojamos el camión,...aunque luego te puedo llevar a donde quieras”. Se le notaba tanto interés que cómo iba a negarme. Ya me conoce... Además sería un ratito y, si me traía en el camión, ganaba tiempo. Así que pagué las cintas que había cogido y salimos rumbo a lo desconocido... para mí, claro. Él no dejaba desde luego de animarme: “Verás que amigos más majos y abiertos tengo. Te van a acoger de coña”. Se me escapó: “¿Pero son como tú...?”. Soltó una risotada: “Así que te gusto... Pues ya verás a los otros dos””.

“Llegamos ante una puerta metálica bajada y con una más pequeña en medio. “Tengo una llave”, dijo. “Es que la entrada es lo más atrasado”. Pero por donde íbamos pasando no es que estuviera mucho mejor. Al pasar por delante de una puerta abierta sí que vi una habitación bastante grande con muchos trastos de gimnasia, aunque un poco apilados y que no parecían muy nuevos. El camionero empezó a llamar: “¡Eulogio! ¡Artemio! ¿Estáis ahí?”. Vaya nombrecitos, si ellos son igual..., pensé. Una potente voz contestó: “¡Aquí, nos estamos duchando!”. Al fondo había una especie de cuarto de baño y en un rincón, sobre un sumidero, un brazo de ducha soltaba un buen chorro. ¡Y qué barbaridad lo que había debajo! Dos tiarros descomunales en cueros y bien remojados, que el camionero quedaba pequeño a su lado... y ya es decir. Además debían haber estado dándose gusto, porque lucían unas vergas tiesas que quitaban el hipo. Mi acompañante, sin inmutarse, me señaló y les dijo: “Os traigo carne fresca”. ¡Vaya forma de presentar a uno!, pensé. Aunque luego siguió más elogioso: “Yo solo le he probado la boca, pero la mama que te cagas. Y todo lo demás promete...”. Me dio una palmada en el culo que casi tropiezo. “Pues que empiece por ahí ¿verdad?”, le dijo un coloso a al otro. Dicho y hecho. Chorreando agua y cimbreando los pollones se me abalanzaron. Empujándome de los hombros me hicieron caer de rodillas. Y mire que yo de alfeñique no tengo nada. Lo malo fue que se me empaparon los pantalones en el suelo mojado. Ya esa falta de cuidado me debió haber molestado lo suficiente como para levantarme y dejarlos plantados. Pero cuando tuve ante mis ojos aquellas dos maravillas pidiendo “cómeme” se me fue el oremus. Sé que me dirá que no tengo remedio y que me pierdo en cuanto veo una polla. Pero es que aquéllas eran las columnas de Hércules, oiga. Así que, con la sesera derretida, me amorré a una o a otra según el manejo que a cuatro manos le iban dando a mi cabeza. Oí que el camionero decía: “¡Eh, que yo quiero mi recordatorio!”. Y, con el manubrio asomando por la bragueta, se abrió paso entre los otros dos y se puso también a mi disposición. “¿Qué os decía? Es un mamón de cojones... Pero, como no lo paremos va a coger un empacho de leche”. Fui yo el que aflojó entonces, que uno, aunque no lo parezca, sabe controlarse”.

““Pues ahora hay que comprobar el resto del material”. Como si fuera un muñeco de trapo, los dos de la ducha me agarraron y, sin ningún miramiento, me fueron dejando a pelo. Encima iban tirando la ropa al suelo y aún se enguarraba más. Me distraje porque el camionero aprovechó para acabar de despelotarse también y me dio gusto ver lo que lucía. “¡Mirad cómo se le ha puesto con el chupeteo!”, dijo uno. ¡Y cómo no se me iba a poner, que uno no es de piedra! La verdad es que, vistas las cuatro en perspectiva, la mía no es que desmereciera. Pero ellos, con sus achuchones comentados: “¡Qué buen pajón tiene el tío!”, “¡Este culo debe ser un coladero!”, “¡Tiene unas tetas para comérselas a mordiscos!”. Parecía que se me fueran a repartir por cachos. Bueno, siempre sube la moral que te alaben las prendas aunque, con tanto furor a mí alrededor, no las tenía todas conmigo. Yo miraba al camionero, que era el que me resultaba de más confianza. A éste se le ocurrió: “¿Por qué no le enseñamos el gimnasio?”. Las risotadas que provocó me dejaron con la mosca detrás de la oreja. La habitación a la que me llevaron desde luego tenía poco de gimnasio en funcionamiento. Como le dije, había muchos aparatos amontonados en plan almacén. “Vamos a jugar contigo un poquito ¿A que te apetece?”, me persuadió el camionero. A ver, quién se iba a hacer el estrecho con esos tres monumentos. Había pegada a la pared una tira de barras horizontales de madera. Me pusieron de espaldas a ellas y el culo me quedó encajado entre dos. ¡Ay, qué susto cuando me subieron los brazos y me ataron las manos a una barra de arriba! “Tranquilo, que esto es para ordeñarte y calmarte los ardores de esa polla que se te ha puesto loca”. La verdad es que la tenía de lo más estirada y me latía como si estuviera allí el corazón. “¡Ahora sí que voy a comerle las tetas!”, dijo el que se había encaprichado con esa parte de mi anatomía. ¡Y vaya si comía, que creí que me iba a dejar sin pezones! Pero, con escalofríos y todo, me fui entonando. Como me tapaba con su cabeza, no pude ver cuando, por abajo, me estiraron de los huevos y engulleron mi polla como si tuvieran una ventosa. Todo y la sorpresa, me empezó a dar un gusto tremendo. Y no era uno sino dos los que se turnaban en la mamancia; lo notaba en el cambio de estilo. Cuando mis resoplidos se fueron acelerando –ya sabe que soy un poco escandaloso en este trance–, una mano enérgica me dio la puntilla. No sé cómo pude echar tanto; creía que no iba a parar. También ellos se admiraron, por el regocijo que mostraban. “¡Joder, qué semental!”, fue lo más suave que dijeron”.

“Pero claro, no se iban a conformar con mi espectáculo de surtidor. “Con toda la leche que has soltado, te habrás quedado seco. Te conviene repostar”. A buen entendedor... Me soltaron las muñecas de la barra y, mientras yo me desentumecía y sacudía las últimas gotas de leche, acercaron un potro, de esos que se usan para saltar; por cierto con bastante polvo. Viéndolos allí arrastrándolo y graduando la altura de las patas, con las buenas plantas que lucían y las pollas oscilando de un lado para otro, me entraron unas ganas enormes de que se aliviaran conmigo. Sentimental que es uno... No tuvieron que explicarme mucho para entender que me tocaba echarme barriga abajo sobre el potro, de modo que la cara, por un lado, y el culo, por el otro, me quedaban a la misma altura. La ronda que montaron parecía la danza del sable. Los pollones hacían un pase por mi boca, para que los pusiera contentos, y otro por mi culo. Y nada de cremas ni aceites; se apañaban con salivazos a la raja. Pues mire que la variación me llegó a gustar. Después de la primera arremetida, que me cortó el resuello –yo creo que empezó el que la tenía más gorda–, todo fue como una seda. Aunque un poco brutos, le ponían tanto entusiasmo que me lo contagiaban. Parecía que me pulieran por dentro y el calorcillo iba en aumento. Pese al impacto, yo tampoco desatendía las tareas de boca. Hasta el punto que uno de ellos, cuando le tocó el turno, me echó una descarga que por poco me atraganto. Los otros dos no; éstos me atizaron por detrás a conciencia. El primero en correrse me dio una embestida que casi salto el potro y me metió tanta salsa en varias convulsiones que pensé que ya no me iba a caber más. Pero el siguiente no se anduvo con chiquitas y se abrió paso por el agujero pringoso. Un último empellón y sí que me cupo, sí, aunque esta vez fue un chorro continuado, que bien que lo noté. Claro que el batido de leche se me escurría por los muslos”.

“Después de una cosa así se crea como una camaradería, no me diga usted que no ¡Uy, perdón! ...al menos es lo que yo siento. Además, no crea que me dejaran tirado después de usarme. Antes de que me hubiera dado tiempo a bajarme del potro, el camionero tuvo la pillería de asomarse por debajo. Como el borde me quedaba justo por encima del paquete, avisó a los otros: “¡Mirad qué bien le ha sentado al tío la follada!”. Era que, como soy de recuperación rápida, y más dadas las circunstancias, me había puesto burro total otra vez. Me dio corte incorporarme, pero tampoco era tan raro después de lo que había pasado ¿no? “Pues mira, me da el capricho de aprovecharte, ¿no te importa, verdad?”. No entendí de primeras a qué se refería pero, en cuanto se tumbó sobre el potro y me ofreció el culo, lo tuve claro. A pesar de las burlas de sus colegas, me dispuse a complacerlo. Porque me pareció todo un detalle por su parte; con razón era mi favorito, fuera de comparaciones, que los tres tenían su encanto. Como al fin y al cabo parte era suya, recogí un poco de leche aún fresca en mi entrepierna y se la estampé en la raja. Me dio mucho gusto entrarle y me animé con el mete y saca, sobre todo cuando exclamó: “¡Follas tan bien como mamas, cabrón!”. Tan entusiasmado estaba yo que acabó protestando: “¡A ver si te corres, que es para hoy y ya me quema el culo!”. Es que esta vez, claro, me costaba más. Pero hice un esfuerzo de concentración y al fin nos quedamos los dos apañados”.

“El disgusto me lo llevé cuando fui a recuperar mi ropa. Con tanto ajetreo ni había caído en recogerla. Y estaba allí en el suelo hecha un guiñapo y mojada. Pero, claro, no tuve más remedio que ponérmela tal cual. Encima, se me había ido el santo al cielo y no sabía ni qué hora sería. Miré al camionero, que también se estaba vistiendo, por si se acordaba de su promesa de acercarme a casa. Sí que cumplió el hombre, y así no tuve que ir por ahí con esta pinta. Incluso se disculpó por haber exagerado lo del gimnasio a punto de inaugurar. En realidad, de eso nada; no era más que un local abandonado que aprovechaban para montarse sus juergas y, como había algunos cacharos para dar el pego, se inventó el cuento. Todo para que fuera confiado. Qué considerado, ¿no?”.

Desde luego, su táctica de hablar sin parar conseguía calmarme por agotamiento. No niego que también me ponía cachondo con tanto detalle. Pero tenía que mantener el principio de autoridad. “No me importa que te dé por el culo media ciudad. Pero deberías ser más considerado y no quedarte por ahí sin avisar”. “No sabe cuanto lo siento, señor. Si creía que sería una mamadita de cinco minutos. Me dejé enredar y no pude negarme, aunque arrepentido lo estoy y mucho”. “¿Arrepentido tú de haberte comido tres pollas, que además te han dejado el culo como después de un bombardeo? Vamos, anda...”. “Le aseguro, señor, que no se repetirá”. Lo miré con todo el escepticismo del mundo, que resultó justificado en cuanto cambió de tercio. “¡Ay, ay, ay! ¡Qué cabeza la mía! Pues no me he dejado olvidadas en el local las cintas de las persianas... Voy a tener que volver un día de estos. Total, a ellos no les van a hacer ningún avío y sería una lástima perder lo que costaron. ¿No le parece, señor?”. “Ya, ya...”. (Continuará)

miércoles, 8 de febrero de 2012

La cena de empresa

Hube de asistir a una cena de empresa, que me daba cien patadas. Son de esas en que se considera obligado un ambiente de camaradería y buen rollo, en muchos casos bastante falso. Me prometí no caer en los excesos etílicos a los que sucumben bastantes de mis compañeros de trabajo y largarme en cuanto tuviera la ocasión. Todo transcurrió como imaginaba, aunque por el lugar en que me había correspondido sentarme me fue difícil escurrir el bulto y me tocó aguantar hasta el final. Me llamó la atención que uno, al que apenas había tratado, había cogido una importante cogorza. Era un gordito de mediana edad, bastante apetitoso por cierto. Lo único que sabía de él era que tenía un carácter muy extrovertido y jovial. Cuando fuimos saliendo del local, con el barullo habitual, me dispuse a buscar un taxi. Pero de pronto vi que el gordito, andando en zigzag, se afanaba en reconocer su coche. Me horrorizó pensar que, en ese estado, se le ocurriera ponerse al volante. Así que me dirigí a él y, después de una confusa descripción, lo ayudé a localizar en vehículo. Sin embargo, le hice ver el disparate de tratar de conducir. Ante su irreflexiva tozudez, me ofrecí a hacerlo yo y dejarlo en su casa. Desde allí ya cogería un taxi. Entre confuso y agradecido, me entregó las llaves y se dejó caer despatarrado en el asiento del copiloto. Ya me costó sacarle de forma coherente la dirección y, nada más arrancar, se quedó frito. Al llegar lo sacudí y entonces me pidió que entrara en el parking. Puse el coche en una plaza que estaba libre y entonces se presentó el siguiente problema, pues no recordaba el número de su piso. Casi a rastras lo llevé hasta el vestíbulo y busqué en los buzones de correo, pues sabía su nombre. Para sacarme el muerto de encima, sugerí llamar por el interfono a su familia y que se hiciera cargo de él. A esto replicó, de forma bastante inteligible, que su mujer y sus hijos estaban fuera el fin de semana. ¡Vaya canita al aire que había echado el hombre!, pensé. Pero, si lo metía en el ascensor, era capaz de quedarse ahí durmiendo la mona. No me quedó más opción que buscarle la llave en los bolsillos y subir con él. Abrí la puerta, pero no me libré del numerito del borracho agradecido. Me echó los brazos al cuello y me hizo entrar. “¡Eres muy bueno, tío! Quédate un ratito”. La verdad es que me sabía mal dejarlo solo en ese estado, frustrando la fase de euforia etílica en que parecía haber entrado. Sin embargo, a partir de ese momento empezó a comportarse de manera absolutamente imprevista.
 
De varios tirones se despojó de la chaqueta y la corbata. “Voy a mear, acompáñame”. Tuve que reconducirlo por el pasillo al que se dirigió dando tumbos. Ante el váter se bajó de golpe pantalones y calzoncillos, que le cayeron hasta los tobillos. Como no atinaba con el chorro, lo orienté cogiéndolo de los hombros. Pero estaba mojando un faldón delantero de la camisa, por lo que se la remangué a la cintura. A pesar de la situación, no pude evitar un destello de lujuria ante ese culo generoso y suavemente velludo.
 
Cuando se hubo sacudido, se volvió de repente hacia mí y, sin más, me espetó: “¿Te gusta mi polla?”. “No está mal”, respondí para seguirle la corriente. Lo que estaba era muy bien, me dije. “Anda, sácate la tuya y comparamos”, dijo sorprendiéndome aún más. “Déjate de juegos ahora...”, repliqué. Pero ya estaba hurgando en mi bragueta. “¡Pero si se te ha puesto dura...!”, exclamó alborozado. “Eso es que te gusto”, añadió Vaya tesitura  la mía. Claro que me gustaba, pero ¿a él le iba también el rollo o era un delirio de borracho del que no debía aprovecharme? Por lo pronto me aparté de él y dije: “Tú lo que necesitas es una ducha”. Enseguida me di cuenta de que, queriendo desviar el tema, se podía complicar aún más.
 
Se quitó la camisa con dificultad y pude apreciar lo bueno que estaba de conjunto: tetudo y barrigudo moderadamente, con una pilosidad muy bien distribuida. No obstante, consideré prudente dejar que se apañara solo e hice el gesto de salir del baño. Pero cayó sentado sobre la tapa del váter y trataba infructuosamente de deshacerse de zapatos y pantalones. “¿No ves que no puedo solo?”, avisó con tono implorante. Así que tuve que agacharme y bregar con los cordones de los zapatos y el amasijo de ropa que se le había enredado en los tobillos. El muy ladino no desaprovechó la coyuntura y volvió a la provocación. Se tocaba con descaro la polla, que me quedaba a poco más de un palmo de la cara. “Mira, se me pone tan dura como la tuya”. Ciertamente, aunque todavía morcillona, iba adquiriendo un volumen respetable. “Ya se te calmará con el agua”.
 
Cuanta más prisa quería darme más me liaba con lo que intentaba concluir. Él no perdía comba: “Nos podíamos hacer unas pajillas... Yo estoy dispuesto”. Alardeó de una completa erección ya. ¡Vaya pollón! ...y yo cada vez más negro. “Si quieres, te la haces en la ducha”, repliqué forzando el distanciamiento. Pero iba in crescendo: “O mejor nos las chupamos. ¿Tú lo has hecho? Me apetece mucho comerme una polla”. “Venga, que no sabes lo que dices”. Al fin había terminado y tiré de él para levantarlo. Completamente en pelotas como estaba se me abrazó y volvió a echarme mano al paquete. “¡Uy qué gorda! ...Te la saco”. En un instante de flaqueza, permití que me bajara la cremallera. Para esto tenía tino el cabrón. Inevitablemente la polla me salió disparada. Pero ya no le dejé que me la agarrara. Lo cogí de los brazos y lo empujé para hacerlo entrar en la bañera, mientras lloriqueaba infantil: “¡Yo quiero que juguemos con las pollas!”.
 
Me di cuenta de que la mía seguía fuera y me la guardé. Para mayor seguridad, metí una banqueta e hice que se sentara. Eludí sus intentos de seguir metiéndome mano, alcancé el mango de la ducha y abrí el grifo. Probé que el agua no estuviera demasiado fría, no fuera a provocarle un shock. Volví la ducha a su soporte y le di presión. Como si no se enterara del agua que le estaba cayendo encima, no paraba de incitarme: “¿Te gustan mis tetitas? Mira cómo me pongo duros los pezones”, y se los pellizcaba. Cogió una pastilla de jabón y empezó a frotarse la entrepierna. “Bien limpita,  para que te la comas a gusto”, exhibiendo la polla entre espuma. Por lo que veía, la ducha no estaba calmando precisamente sus ardores. Cuando bajé la guardia inclinándome para cerrar el grifo, me agarró con fuerza e intentó meterme en la bañera. No lo consiguió, pero mi ropa quedó empapada. “¡Ahora sí que tendrás que ponerte en pelotas como yo!”, rió triunfante.
 
Cabreado, pero  también excitado, me deshice de las prendas mojadas, y hasta de los calzoncillos. “¿No era esto lo que querías? ¡Tú te lo has buscado!”, me dije, “A ver ahora qué pasa”. Porque me estaba quedando claro que el alcohol había dejado de ofuscarle la conciencia, pero lo había desinhibido.  Encantado por mi cesión, se arrodilló dentro de la bañera y me cogió la polla. Mientras la miraba atentamente dijo: “Te la voy a chupar. Nunca lo he hecho, pero me apetece mucho. Ya me dirás si lo hago bien”. Me dejé llevar por fin y sacó la lengua para lamer el capullo en redondo. A continuación, fue succionado hasta tener casi toda la polla en la boca. Apretó los labios y cogió ritmo. Para ser principiante no iba nada mal y me estaba calentando a base de bien. Pero quiso meterla tan a fondo que tuvo arcadas y preferí apartarlo, no fuera a ser que le provocaran una inoportuna náusea. “Qué desastre ¿no?”, dijo compungido. “Si lo estabas haciendo muy bien..., pero debes tomarlo con más calma”, contesté queriendo tranquilizarlo. Y añadí: “Ahora vamos a secarnos para no enfriarnos”. “Pero yo quiero que también me la chupes...”. “Vale, cuando estemos más cómodos”.
 
Ya secos, pasamos en pelotas al salón y se dejó caer despatarrado en el sofá, sin cesar en su provocación. Sonreía socarronamente y parecía con plena conciencia de sus actos. No dejaba de mosquearme, sin embargo, que, sin apenas conocerme, se hubiera soltado tan descaradamente para tener su “primera vez”.
 
Pero ya no me iba a andar con más remilgos y aquello que se me ofrecía era un panal de rica miel. Encima me retó: “Me gusta ver cómo te excito... ¿No vas a cumplir lo prometido?”. Me lancé sobre él. “Déjate hacer, que vas a ver lo que es bueno”. Empecé lamiéndole con vehemencia las tetas peludas y mordisqueándole los salidos pezones. Se estremecía de placer y me cogió los brazos para bajarlos hacia su sexo. Mientras con la boca seguía ocupándome de pecho y barriga, le apretaba los huevos y manoseaba su gorda polla. Me arrodillé y pasé sus piernas sobre mis hombros. Sobándole los macizos muslos, atrapé la polla entre mis labios. Dio una fuerte sacudida y exclamó: “’¡Tú sí que sabes!”. Alterné manoseos y chupadas, con una abundante salivación. Por la posición en que estaba, bajo los huevos mostraba el agujero del culo. Le di varios lametones que le arrancaron murmullos de gozo y después fui metiendo un dedo. “¡Uy! ¿También eso?”, profirió con voz quebrada, pero sin resistirse. “Eso y más... Pero antes te voy a dejar vacío”, respondí dominando la situación. Sin sacar el dedo, que había entrado entero y removía de vez en cuando, me centré en una mamada ininterrumpida. Sus resoplidos iban en aumento a medida que progresaba la succión. “¡Estoy para correrme!”, avisó. Pero yo no alteré el ritmo y, efectivamente, no tardó en llenárseme la boca de leche copiosa. Cuando pudo articular palabras, exclamó: “¡Qué pasada! ¡Esto sí que ha sido una mamada y no la chapuza mía de antes!”. “Solo es cuestión de práctica”, respondí.
 
Como me había erguido y exhibía mi polla tiesa ante él, dijo: “Pues yo también quiero hacer que te corras ¿cómo te gustará?”. “Hay varias opciones, según el ánimo que te haya quedado”. “A ver, a ver, que sigo cachondo”. “Escoge entonces. O me haces una buena paja, o una mamada con lo que acabas de aprender o...”. Me miró con expresión intrigada. “¿Ese último o... es lo que me imagino?”. “Imaginas bien, pero hay a quienes les va mucho y otros que prefieren dar”. “No creas, que me gustaría probar... Lo del dedo no ha estado mal”. “Desde luego, tienes un culo precioso”, dije para alentarlo. Se levantó de un salto como tomando una decisión. “Pues podemos probar. Dime cómo me pongo”. “Antes trae algo aceitoso, para que te entre mejor la píldora”. Rápidamente fue al baño y volvió con un frasquito y expresión concentrada. Verlo ir y venir en su apetitosa desnudez me subió la calentura. Aún no me podía creer que traer a casa a un borracho estuviera llegando tan lejos. “Apoya los codos en la mesa y relájate”. Me ofreció así su trasera indefensa. ¡Cómo deseé esos muslos, ese culo, con los huevazos colgantes...!
 
“Te voy a hacer entrar en calor”. Me puse a sobarlo y darle cachetes, alisando en vello que se le había erizado. Le lamí y mordisqueé la raja, y gemía cuando mi lengua alcanzaba el agujero. Me eché abundante aceite en las manos. Con una masajeé mi polla y con otra lo lubriqué. Un dedo me entró casi sin apretar. “¡Uhhh, qué sensación!”, ululó. “Ésta ya la habías probado”. “Pero ahora me da más gusto”. “Es una buena señal, pero una polla es más grande”. “Ya he visto la tuya, ya”. “Pues a lo que íbamos...”. Apunté el capullo al ojete e hice fuerza para entrar un poco. “¡Despacio, despacio, que soy virgen”, suplicó. Un nuevo apretón y avancé más. Noté que se contraía y le di una palmada. “¡Relajado te he dicho!”. “Sí, sí, es muy fácil decirlo”. Pero se distendió. “Ya está toda dentro ¿Qué tal?”. “Bueno, duele un poco, pero se aguanta”. “Ahora viene la movida”. Y empecé a bombear graduando el ritmo. “¡Oh, oh, oh, qué cosa...! Parece que me quemo, pero va resultando agradable”. Eso me enardeció y me moví con más desenvoltura. “¡Así, así!”, iba diciendo. Vaya, que lo de tomar por el culo estaba siendo un hallazgo para él. Pero de pronto pidió: “Para un momento, que tengo una pregunta: ¿te has de correr dentro?”. “No es imprescindible. También me gusta salirme y darme el último toque fuera”. “No es que me importe, pero se me ha ocurrido darte una chupada final y probar la leche”. El tipo quería matar dos pájaros de un tiro. Continué la follada y se le notaba encantado. Hasta removía el culo para aprovecharla mejor. Cumpliendo su deseo avisé: “Me falta muy poco”. Inmediatamente se volvió sacándose la polla y, a toda velocidad, se arrodilló ante mí, al tiempo que la atrapaba con la boca. Mamó con fruición, sin atragantarse esta vez, y avivó mi excitación, por lo que no tardé en vaciarme como él quería. Tragó sin soltarme hasta rebañar la última gota y aún se relamió después. “¡Qué morbo, sacar así la leche!”, fue su veredicto.
 
“Cuántas experiencias nuevas...!”, musitó derrengado en la alfombra. “Espero que todas buenas”, comenté aún jadeante. Porque mis suspicacias por lo insólito de lo ocurrido no se habían diluido del todo. “¿Buenas dices...? ¡Si mira cómo estoy otra vez!”. Y señaló a su polla tiesa. Para ser su “primera vez” estaba cogiendo carrerilla... Aún me sorprendió: “No quiero abusar más de ti, pero, si no te importa, me la voy a pelar y tú me miras”. Se tumbó a medias en el sofá con el pollón en vertical. Empezó a meneárselo con una mano mientras con la otra se sobaba por todo el cuerpo. Vamos, todo un espectáculo de lascivia que, pese a estar yo ya agotado, me hacía reafirmar lo buenísimo que estaba el tío. Pese a la vehemencia del frote, le costaba alcanzar el clímax. Y no me extrañaba, con todo lo que llevaba vivido esa noche. Pero, persistente él, logró finalmente que le fueran brotando borbotones de semen.
 
“¡Qué a gusto voy a pillar la cama!”, concluyó. Y, para mi estupefacción, se apoyó sobre mí y pareció que se retrotraía  a su pasado estado de embriaguez. Balbució: “Un último favor: déjame en mi cama”. No tuve más remedio, pues, que llevarlo al dormitorio y depositarlo en el lecho conyugal, donde quedó frito al instante. Sin salir de mi asombro, confundido entre lo falso y lo real, cerré la puerta del piso y bajé en busca de un taxi.
 
El lunes siguiente, en el trabajo, lo vi por allí con su ajetreo habitual, pero no me prestó la menor atención. Solo más tarde me di cuenta de que había un post-it pegado junto a mi ordenador: “Muchas gracias por llevarme a casa la otra noche. No pasó nada más ¿verdad?”. Cosas...


lunes, 6 de febrero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días VII


(Continuación) La vuelta a la monotonía de la reclusión hogareña no dejó de descolocarlo, como me temí. Cumplía a la perfección sus quehaceres domésticos y, desde luego, se esmeraba al entregárseme siempre que lo requería... ¡y vaya si había progresado en las habilidades amatorias! De vez en cuando, incluso, se dejaba caer por casa el amigo que estaba en el secreto, quien siempre se marchaba con el culo bien trabajado. Pero la hipersexualidad que había desarrollado en los últimos tiempos no dejaba de quedarle demasiado reprimida. Desde luego, él no hacía la menor alusión, pero un día, al pasar ante la puerta de su baño, oí unos extraños sonidos guturales. Abrí temiendo que le ocurriera algo y lo sorprendí en cueros haciéndose una paja ante el lavabo. Paró en seco y, por el espejo, vi su expresión de susto, como si lo hubiera pillado en una fechoría. “Por mí no te prives. No será la primera vez que veo cómo te corres”. Aunque haberlo pillado meneándosela me resultaba excitante. Aún sujetándose la polla replicó: “Temí que usted lo considerara un desperdicio, esto de aliviarme por mi cuenta”. “Si ya sé que eres un semental... Venga, acaba lo que habías empezado... y luego me haces una mamada”. Retomó la operación con los huevos sobre el borde del lavabo y enérgicos repasos a la verga tiesa. Para dejarlo a su aire, me abstuve de tocarlo, pese a que la forma en que apretaba el culo para concentrar las fuerzas me ponía cachondo. Sus resoplidos fueron subiendo de volumen hasta que, del capullo enrojecido, le salió un chorro en aspersión que llegó a salpicar el espejo. Con la respiración entrecortada dijo enseguida: “Permítame limpiarme un poco antes de servirle”. Se enjuagó las manos y la polla goteante, y, tras secarse, se arrodilló ante mí, como si aún tuviera que hacerse perdonar. Con delicadeza, pero también con decisión, me desabrochó el pantalón y lo hizo bajar. Yo me había excitado ya bastante con su pajeo, así que le bastó acercar la boca a mi polla y engullirla de una sola succión. ¡Cómo sabía chupar y usar la lengua para causarme un placer inmenso! No cesó hasta que una corriente ardorosa hizo que me vaciara, llenando su boca de leche. Y aún mantuvo dentro mi polla para lamer y tragar hasta la última gota. “¿Lo he hecho bien, señor?”, preguntó cuando por fin pudo hablar. “¡Joder, eres insuperable! No me extraña que tuvieras tanto éxito haciendo el putón”. Buena cosa se me ocurrió recordar, porque inmediatamente percibí un brillo delator en su mirada. Él mismo hizo por neutralizarlo: “Me gustaba serle útil entregándome a los clientes que usted escogía, señor”.

Pero se produjo un incidente doméstico que alteró nuestra rutina. Al volver un día, me lo encontré cojeando sensiblemente. Al preguntarle qué le ocurría, me explicó que estaba subido a una escalera ordenando un altillo y, al hacer un mal gesto, había caído y aterrizado sobre una pierna. Enseguida trató de quitarle importancia insistiendo en que no era nada y ya se le pasaría. Sin embargo, no pudo ocultar la dificultad con la que se movía, e incluso se le escapaban expresiones de dolor. No tuve más remedio que decirle que sería conveniente que lo mirara un médico. El se resistía, haciéndome ver además la clandestinidad de su situación. Pero no me quedaba tranquilo y hube de ingeniar una solución, para la que lo convencí con un argumento decisivo para él: “¿No ves      que si te quedas cojo no me vas a poder servir como yo necesito y tendré que prescindir de ti?”.

Precisamente, uno de los amigos que habían asistido a la orgiástica fiesta de presentación en sociedad era traumatólogo y se me ocurrió acudir a él. Como el esclavo había sido usado y abusado con los ojos vendados, no podría reconocerlo. La cuestión era planteárselo al médico con discreción. Así que lo llamé: “¿Te acuerdas del individuo con el que jugamos a la gallinita ciega?”. “¡Cómo no me voy a acordar! Si aquel tío era un portento”. “Pues resulta que ha vuelto a mi casa y, en una de esas cosas raras que le gusta experimentar, se ha dado un tortazo y tiene una pierna fastidiada. ¿Te importaría que te lo mandara para que le eches una ojeada?”. “¡Una ojeada y lo que haga falta!”. “Bueno yo hablo en plan profesional. Lo que dé de sí la visita ya es cosa vuestra... Pero no hagas ver que lo conoces. Es un poco rarillo y le daría corte”.

Hice que el lesionado cogiera un taxi y se presentara en casa del galeno. Preferí no acompañarlo para no involucrarme en lo que pudiera pasar, conociendo a los dos sujetos. Evidentemente no iba a faltar un relato pormenorizado de lo acontecido: “Si ya le decía yo que no era nada grave. Pero eso sí, el doctor ha sido de lo más amable. Y mano de santo, que todo hay que decirlo... Bueno, mano y más cosas”. “Desde luego cojeas mucho menos... y se te nota muy contento. Así que desembucha”.

“No crea, que al principio estaba yo muy impresionado, con tanto aparato raro y tantos cuadros de huesos. Pero el doctor enseguida supo darme confianza, como si me conociera de toda la vida”. No pude menos que reírme para mis adentros: de toda la vida no, pero sí de la cabeza a los pies. “Además que estaba de muy buen ver; no me extraña que fuera amigo de usted. Con su bata blanca que no se había cerrado demasiado. Pensé que habría sido por las prisas. Pero que no llevaba nada debajo lo averigüé luego... Ante todo se ocupó de mi estado: “Así que has tenido una buena caída... Será mejor que te quites los pantalones para ver esa pierna”. Como yo me movía un poco tambaleante, hasta me ayudó ofreciéndome su brazo, ¡tan velludo y con qué buen tacto! “Ahora te vas a tumbar en la camilla y comprobaré si hay algo roto”. Allí me tiene usted con un toqueteo de la pierna que casi ni me enteraba de que me dolía. Dirá usted que no tengo remedio, pero lo que me pasó no lo pude evitar. Tanto roce y tanto estrujón, que casi llegaban a la ingle, me provocaron una erección, que ni los calzoncillos podían disimular. Y vaya si se dio cuenta el doctor, porque dijo: “Roto no hay nada, tienes unos huesos duros... y parece que no solo los huesos”. No sabe la vergüenza que me entró, porque yo estaba allí por una cosa sería y no para provocar. Menos mal que el doctor siguió muy profesional él: “Solo tienes una buena hinchazón... de la rodilla –la palabra ‘hinchazón’ y la pícara pausa que hizo me volvieron a sonrojar–. Te la voy a untar con una crema y ponerle una venda elástica... Hablo de la rodilla, claro” – ¡y dale!–. Pues sí, la crema me iba dando un calorcillo calmante que parecía milagrosa. Y del arte con que me la aplicaba el doctor ni le digo. Lo malo era que, con el gustito, la polla se me ponía cada vez más rebelde y parecía con vida propia, por los estirones que le daba a los calzoncillos. Encima no se me ocurrió otra cosa que pensar que igual la del doctor también estaba traviesa bajo la bata. Pero, si era así, lo estaba disimulando muy bien. Cuando por fin me tensó la venda, me dio un cachetito cariñoso en el muslo y dijo: “Solo falta una inyección de un calmante que te dejará como nuevo”. Y añadió con todo el recochineo: “Ponte boca abajo, pero ve con cuidado no se te vaya a partir otra cosa”. Desde luego no tuve más remedio que echarme mano al paquete y sujetarme el aparato para que quedara aplastado. No es que me cogiera por sorpresa que me bajara los calzoncillos por detrás; lo normal para poner una inyección. Pero quedarme con el culo al aire me puso aún más salido. Usted ya me conoce, señor. Para colmo el doctor se puso juguetón con el algodón empapado en alcohol, que casi se escurría por la raja. Y me daba palmaditas en un lado y en el otro, simulando el pinchazo, que ni lo noté cuando me lo dio de verdad. “Anda, ya te puedes sentar”. Y yo ahí con las piernas colgando de la camilla y los calzoncillos medio caídos, que solo los sujetaba la punta de mi polla. “¿Seguro que no te golpeaste en otras partes del cuerpo? Mejor que te quites la camisa por si hay algún hematoma”. Ya sí que me quedé con la mínima expresión de ropaje. Fue tan minucioso en el repaso de pecho y espalda que ya empecé a escamarme. Porque no iba a confundir los pezones con un moretón, y bien que me los estrujaba. Como casi se había metido entre mis muslos, ya noté algo duro que se me apretaba. ¿Y qué iba a hacer yo después de lo bien que me había tratado? Mentiría si dijera que no le tenía a estas alturas unas ganas tremendas, pero no me parecía apropiado tomar yo la iniciativa. Aquí fue cuando el doctor, muy finamente, estiró con un dedo la goma de mis calzoncillos y, claro, la polla me salió disparada. Me pareció suficiente iniciativa, de modo que desabroché los pocos botones que aún le cerraban la bata y me amorré a una teta para calmarme los nervios. Le debió gustar, porque estiró para abajo la especie de pantalón de pijama que llevaba y restregó aún con más fuerza la polla por mi muslo. Luego juntó la mía y la suya con una mano y les daba unos frotes que para qué. Yo dale que te pego chupándole las tetas, y bien que le gustaba. Sentado como estaba, tenía poca movilidad, pero el doctor ya sabía lo que hacer. Fue escurriéndose y de repente se metió entera mi polla en la boca, con tanta vehemencia que se me puso toda la piel de gallina. La mamada era de profesional, pero no precisamente en medicina. Yo estaba ya que me salía, pero el doctor, con las alturas muy bien calculadas, se dio la vuelta entonces y apuntó su raja a mi polla. Apretó un poco y ya la tuve bien adentro. Removía la popa con mucho arrebato y yo le puse más énfasis agarrándole las tetas. “¿Le parece que me corra, doctor?”, pregunte, porque no había que perder las formas. “¡Venga ya, que me está ardiendo el culo!”. Fue un alivio para la calentura que había ido acumulando el chorro que solté; hasta me dio apuro la cantidad de leche que le metía dentro. Pero el doctor, la mar de satisfecho, seguía pegado a mi entrepierna y meneándose: “¡Así, así, hasta que se afloje bien empapada en tu leche!”. Ya ve qué cosas... Y no crea, que como la tenía apretada y caliente, aún tardó un rato en ponérseme morcillona. Al fin, cuando el doctor notó que se me escurría, se separó de mí sacudiendo el culo. Enseguida me di cuenta de que le quedaban ganas de jarana, porque al volverse ya se le había puesto el cipote como un obús. Imaginé que ahora me iba a tocar otra inyección y la verdad es que me apetecía un gustazo por atrás con esa jeringuilla tan bien cargada. Tiró de mí para que bajara de la camilla. Eso sí, con cuidado de que no forzara la pierna vendada... Todo un detalle de buen médico, no me dirá que no. Quedé apoyado con los codos y ahí tenía ya mi culo a su disposición. Lo que no me esperaba fue que se pusiera a darme palmadas con mucho entusiasmo. Si lo que pretendía era estimular la circulación de la sangre, desde luego que lo estaba consiguiendo, porque las posaderas me empezaban a hervir. Lo que son las cosas, eso me aumentó las ganas de que el ardor me fuera para adentro con esa verga que prometía. No me defraudó, no, el doctor. En cuanto se le pasó el capricho de la zurra, me dio una embestida que casi se me saltan los ojos. ¡Qué potencia, oiga! Porque se movía perforando como un buldózer, o como se diga. Ni tiempo me daba a poner de mi parte algún meneo. Así que tenía el culo echando humo por dentro y por fuera. “¿Te gusta este ejercicio de rehabilitación?”, dijo encima; supongo que con recochineo. Ya puestos, me apunté: “Doctor, ya sabe que estoy en sus manos. Todo lo que usted haga será para bien”. Le debió hacer gracia, porque intensificó, si cabe, las arremetidas. No entendí por qué añadió: “Este culo me trae muy buenos recuerdos”. Desde luego, cliente no había sido, que tengo mucha memoria visual. El caso es que cada vez estaba más salido, no solo enculándome venga y dale, sino dándome estrujones y tortazos por todos los sitios que alcanzaba con las manos. Pegó un berrido que casi me deja sordo y se descargó a base de bien. Como un detalle se me ocurrió agacharme y, con la pierna vendada estirada, le lamí los restos que le goteaban de la polla. Y hay que ver el doctor, debe ser que abusa de las vitaminas. Porque estaba yo limpiándole a fondo el instrumental y éste empezó a hincharse otra vez dentro de mi boca. Y él como si fuera de lo más natural: “¡Qué bien la mamas, golfo! Sigue ahí un rato y verás como te llevas propina”. Bueno, pues tampoco había prisa, ¿no? Así que me esmeré con chupadas y lengüetazos, y aquello se notaba cada vez más duro. “¡Dale, dale, que tu boca casi me pone más caliente que tu culo!”, me animaba. Estuve un rato sin parar, que hasta me dolían las quijadas. Pero conseguí sacarle una lechada que no sería tan abundante como la que me había entrado por detrás, pero sí me hizo tragar varias veces. Yo, con tanto meneo, había cogido un empalme tremendo, lo que al doctor no se le escapó en cuanto me incorporé. Muy atento me dijo: “Anda, que necesitas descansar. Échate otra vez y te aplicaré un último tratamiento”. Panza arriba ahora y con el palo mayor empinado. Me escamó que me pusiera un paño sobre los ojos, pero aclaró: “Así te dará más morbo”. De todos modos, ya sabe usted que estoy hecho a todo. Lo primero que sentí fue que me iba rodeando los huevos y la polla con una especie de cordoncillo, aunque sin apretar demasiado... menos mal. El paquete me quedó más resaltado todavía. Cambió de zona y unos chorritos aceitosos me fueron cayendo sobre los pezones... ¡y qué gusto me dieron los pellizquitos que me iba dando! Siguió bajando con el goteo, que me entró en el ombligo y me hizo cosquillas. Pero lo más fue cuando me cayó sobre el capullo y se escurrió por toda la polla y los huevos. Luego empezó a darme un masaje que hizo que tensara hasta los dedos de los pies. Con una o las dos manos resbalosas me hacía unos pases que me llevaban al cielo. Y no quedaba ahí la cosa, porque de vez en cuando me daba una chupada por sorpresa que, con los labios escurridizos por el aceite, aún daba más gusto. Total, que me estaba poniendo burro del todo y ya me bajaba un calambre desde la coronilla. Cuando ya no podía más y grité ‘¡doctor, que me corro!’, ¿sabe lo que hizo el muy pillo? Apretó fuerte con la yema de un dedo el agujero del capullo y tuve una sensación rarísima. Porque la leche hacía presión para salir y no podía, lo que me daba como escalofríos. Por fin quitó el tapón y, al mismo tiempo, soltó de un tirón el cordoncillo. Y no vea qué alivio tuve al quedar la vía libre. El doctor mismo, muy pulcro él, enjugó la mezcla de leche y aceite de mis bajos con el paño que me había tapado los ojos. “Bueno, creo que ya va siendo hora de que te vistas”. Era su forma de acabar la visita, por lo que le pregunté: “¿Qué se debe, doctor?” –Porque, aparte del dinero para el taxi, también había calculado una reserva para la consulta–. Pero soltó una risotada: “Darnos por culo cuando vuelvas a la revisión, ¿te parece?”. Hay que ver, con lo fino que había empezado... “Lo que usted mande, doctor. Aquí me tendrá”. Me fui un poco azorado... pero con todo el cuerpo la mar de encajado. Y me alegro de que mi arreglo le haya salido gratis al señor”.

“Está visto que, vayas donde vayas, y aunque sea con la pata coja, acabas follando”, le dije riéndome. “Bueno, señor, usted ya debía saber a quién me mandaba... y con lo bien que se ha portado, no me iba a hacer el estrecho”. “¿El estrecho tú? Ni aunque te hubiera cortado la pierna... Anda, que ya estarás deseando que te haga una revisión”. “Es que estas lesiones hay que vigilarlas, no sea que me quede una malformación”. “¡La polla se te va a mal formar a ti!”. Y así he podido reseñar un nuevo episodio de nuestra convivencia. (Continuará)