lunes, 16 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días VI


(Continuación) Como el mundo es un pañuelo, y más en éste del sexo homo en que nos movemos, sin querer puse a mi pobre esclavo en un compromiso, del que supo sin embargo salir airoso: “Me mandó usted a casa de un señor que, nada más verme, y sobre todo cuando me desnudé para que comprobara la mercancía, me dijo: “Ya me parecía a mí... ¿Tú no eres el que, en una fiesta en casa de un amigo, éste te presentó para que jugáramos... y vaya si lo hicimos”. Me quedé sin saber qué decir, pues no quería que me relacionaran con usted, pero mi silencio me delató. Así que el señor prosiguió: “Sin embargo él nos explicó que eras un conocido suyo que se entregaba a esas experiencias con los ojos vendados”. Traté de buscar una salida: “¿Ah, sí? Le daría vergüenza decir que me había contratado, pero sus buenos cuartos le costé a ese señor. Lo de los ojos vendados fue cosa suya”. ¿Verdad que hice bien, señor? “Pues tengo muy buenos recuerdos... Te importa que avise a otro amigo que vive en esta misma finca. Estuvo también en aquella fiesta y se alegrará mucho”. “Es que yo he venido para servirle solo a usted”, repliqué pensando en la tarifa. “Por eso no te preocupes. Con el juego que das, serás recompensado con creces... y lo pasaremos muy bien”. Serán ustedes, me dije para mis adentros, pero consentí: “Si es así...”. Me dejó solo en cueros y supongo que fue a llamar por teléfono. Como aquel día no veía nada, no podía recordar qué uso hicieron de mí estos señores. Por la pinta del de la casa, maduro regordete, supuse que no serían de los más brutos. No tardó en volver y me dijo; “Mientras sube mi amigo, voy a adornarte un poco. Esta vez no te taparé los ojos, solo algún detallito para que estés más sexy”. A ver de lo que me va a disfrazar ahora, pensé, pero bueno... Trajo una especie de chal rojo, de gasa muy transparente, que se veía todo lo de detrás. Se esmeró en anudármelo a la cintura con muchos cálculos, como si estuviera vistiendo a una novia. Eso sí, no perdía ocasión de tocarme el culo y palparme la entrepierna. Como al menor roce ya me empalmo, se puso muy contento. “Sigues siendo una fiera”. Luego me pasó por el cuello varios collares con bolas de distintos tamaños y colores. Añadió unas pulseras con cascabelitos en las muñecas y los tobillos. Como remate me pellizcó fuerte los pezones, para endurecerlos, y los cogió con unas pinzas de las que colgaban unas borlitas. Eso me dolió un poco, pero me acostumbré. Total, que parecía yo el monigote ese de la baraja de cartas que tiene usted. Llegó el otro señor, más o menos como el anfitrión pero más alto, y al verme soltó una carcajada. “¡Lo has dejado monísimo!”. Eso mismo pensaba yo... Pero fue más al grano y me cogió la polla por encima de la gasa. “De ésta sí que me acuerdo”. El señor de la casa puso una música marchosa y los dos se bajaron los pantalones. Ya podían haber requerido mi colaboración, que le habría echado más gracia... Los dos se sentaron en sendas butacas tipo relax y con la mano se alegraban las pollas. “Anda, báilanos un poquito para ponernos cachondos”. ¡Ay madre! Con lo negado que he sido yo siempre para el baile. Así que traté de disimular mi patosería danzante con meneos y gestos cochinotes. Agitaba las tetas haciendo voltear las borlas de las pinzas y aguantando los tirones que me daban. Movía las caderas y hacía que la polla subiera la gasa. Me giraba, destapaba el culo y me abría la raja... La cosa debía funcionar porque las pollas se les iban poniendo tiesas. Las había visto mejores, pero tenían un pase. Me arrimé entre ellos para que, con la mano libre, me fueran tocando a su gusto. Uno quiso que le aplastara la polla con el pie, lo que el otro aprovechó para meterme el dedo en el culo. Les ofrecí mi polla por si les apetecía chupar, y vaya si se apuntaron. Me daban tales chupetones apretándome los huevos que se me ponía la piel de gallina. Claro que lo que querían era dejarme bien a punto para sus apetencias. Me sorprendió que el anfitrión se levantara de la butaca y me cediera el puesto. Con los pantalones por los tobillos y la camisa arremangada sobre la barriga –lo que encontré un poco cutre–, orientó el culo sobre mi polla. Yo, que me había enrollado el chal para más comodidad, me sujeté la polla para que atinara en el agujero que se me venía encima. Entré con precisión y el señor se removió para un mejor encaje. Luego subía y bajaba dándose gusto. Mi postura algo forzada y los golpetazos sobre el vientre no propiciaban un restriegue suficiente para que me fuera a vaciar. Pero él, que entretanto se la iba meneando, se quedó sentado bien clavado y se corrió salpicándome las rodillas. Al menos yo había quedado intacto para trabajarme al otro señor. Éste no se anduvo con chiquitas y ya tenía el culo al aire reclamándome. De modo que, casi sin transición pasé de un agujero a otro. Pero aquí ya me podía mover a mi gusto y vaya si lo agradecía el receptor. Modestamente, he de reconocer que he cogido un estilo bastante elaborado. Con la voz quebrada me dijo: “Cuando vayas a correrte avísame, que quiero notarlo”. “¿Le va que aguante un poco más?”. “Claro que sí, rey, encantado”. Agradecido por el piropo, hice un esfuerzo de concentración para apaciguarme, sin disminuir por ello la energía  de mis arremetidas. Hasta que no tuve más remedio que decir: “¡Ya voy!”, y pasó lo que tenía que pasar. En realidad me alegré que de viniera el invitado, porque con él me lo pasé mejor, aparte de que la visita le cundiría a usted más. Pero aún no había acabado, ya que el mismo señor no tenía bastante. “Con lo caliente que me has puesto, me vendría de perlas una mamadita”. Y ahí estaba yo chupa que te chupa, y dispuesto a tragarme lo que fuera. En la despedida todo fueron alabanzas: “Eres único follando”. Y también algún recochineo: “Tan educado que ni dando por el culo apeas el usted”. Pero a esto repliqué: “Así cada uno está en su lugar”. Por cierto, que mi mentira inicial debió colar, porque no me dieron recuerdos para usted”. Desde luego mis amigos se mostraron generosos, pues en el sobre iba bastante más de lo tarifado.

Cada vez se le notaba más hombre de negocios, a su manera. Y yo contento de que así estuviera ocupado. Dedicarse solo a servirme en casa y luego recluirse en su habitación habría acabado resultando desquiciante. Y organizar visitas de amigos era arriesgado, por la difícil explicación de su presencia. No me fallaba cada vez que requería de él un revolcón, pero con el sexo mercenario se sentía muy a gusto y se redimía con su creencia en el lucro que me aportaba. Aparte de que sus informes parecían sumergirme en ‘Las mil y una noches’...

Pero no todo es perfecto y un día regresó antes de lo previsto, muy sulfurado y avergonzado por no traerme el dinero esperado. Incluso percibí un cierto tono de reproche, inusual en él. “Yo no sé qué vería usted en el correo electrónico, pero me ha mandado a una visita que se las traía... Nada más llegar al piso me dio mala espina, por lo sucio y desordenado que estaba todo. Y el sujeto que me recibió –yo no lo llamaría señor–, todo el ya en cueros –buen cuerpo, eso sí– hasta olía mal. Me ordenó bastante bruscamente que me desnudara también, y lo hice, aunque con pocas ganas. Pero ya su pretensión fue el colmo. Quería que me tumbara en una colchoneta muy poco limpia para él meárseme e, incluso, cagárseme encima. Ya sé que hay gente a la que le van esas prácticas y, si son a gusto de todos, es cosa suya y lo respeto. Pero contratar a alguien para desahogarse en él por las buenas me pareció un abuso. Aún si hubiera sido al revés, tapándome la nariz, lo habría abonado. Más que nada por no dar la tarde por perdida y no volver de vacío, pero sin ningún gusto, entiéndame. Así que cogí mi ropa y salí corriendo. Me fui vistiendo en el ascensor. Menos mal que no me tropecé con nadie. Y aquí me tiene sin haber rascado bola. Gajes del oficio...”.

“Este último encargo ha sido muy bonito y casi me he emocionado. Resulta que era un matrimonio, de hombre y mujer, se entiende, de edad mediana y de muy buen ver. Ella, una señora guapetona y él, que tenía un aire a mí. Sería por eso que me escogerían por Internet, lo que entenderá cuando siga explicándome. Pues, pese a quererse mucho y estar muy unidos, el señor, por el motivo que sea –no iba a ponerme yo a preguntar en plan indiscreto–, se había quedado completamente impotente, o sea, que dejaba a la señora a dos velas. Para arreglar el problema dentro de casa, habían decidido buscar un suplente que de vez en cuando hiciera la faena que el pobre no podía. De ahí el interés por el parecido, para que la señora no lo notara tan raro. Además, al estar el marido presente, no parecería tanto que le ponía cuernos. Lo organizaron con mucha elegancia. Ellos dos se metieron en el dormitorio y me dijeron que, cuando estuviera desnudo entrara. Me imaginé que el señor, sentado en una butaca, se limitaría a mirar cómo yo le hacía a su señora un apaño. Estaba tan concienciado de cumplir todo lo bien que pudiera que, cuando llamé a la puerta ya estaba empalmado. Pero lo que me encontré fue algo distinto a lo que había imaginado, porque estaban los dos desnudos sobre la cama medio abrazados. ¿A ver si es que el marido quiere también aprovechar el alquiler en sus partes sanas?, pensé. Me equivoqué igualmente porque, como verá usted, el hombre solo iba a colaborar dentro de sus posibilidades. La señora tomó la iniciativa y pidió que me arrimara a su lado de la cama. Con mucha delicadeza me cogió la polla y se puso a chupármela con un bien hacer tremendo. ¡Hay que ver lo que se perdía el pobre marido! Éste, sin embargo, participó a  su manera y se puso a acariciar el coño de la esposa. Cuando ella cesó en la mamada –muy prudentemente por cierto porque, de haber seguido, no me habría podido controlar–, él me dejó libre el terreno. Con toda la finura de que fui capaz se la fui metiendo. Estaba calentito y húmedo, y me movía con comodidad. Ahora el marido se había puesto boca abajo para besarla con mucho cariño y magrearle las tetas. Por lo visto, yo únicamente servía para la jodienda. Solo se apartó cuando ella empezó a dar unos gritos que, la verdad, no me esperaba de una señora tan fina. Pero he de reconocer que me animaban y, encima, ver el apetitoso culo del señor era un gozo añadido. Por prudencia no me atreví a tocárselo, y eso que lo tenía al alcance de la mano. El caso es que todo contribuyó a que, en cuanto la esposa pareció algo más calmada, le largara un corrida de las buenas mías. Se quedó la mar de a gusto... con el hambre que debía pasar. ¿Y ahora qué?, me dije, porque el trabajo me había parecido sencillito. Cuando la señora, para que descansara, me hizo un hueco en su lado libre de la cama y me dio un beso afectuoso, yo estaba dispuesto, en cuanto me recuperara, a que siguieran disfrutando de la contrata. Igual a ella le gustaría la novedad –o no, vaya usted a saber– de que también le entrara por detrás. Y al marido, por muy pocho que estuviera de los bajos, ¿no le iría bien que le alegrara el culo, ni que fuera con una buena lamida? Pero ya que ellos se habían quedado solo en plan relax, no me atreví a proponerles nada, no fuera que me salieran con que por quiénes los tomaba. Así que me limité a decir: “Si no quieren nada más...”. Como me quedó muy fino, sonrieron y el señor contestó: “Por hoy no, muchas gracias”. Me asaltó la duda de si con eso quería decir que volverían a contar conmigo o que otro día podría haber más jarana. Las dos cosas me hacían ilusión y, si fueran juntas, mejor que mejor. De todos modos me gustó haber contribuido a la armonía conyugal. A saber, sin mí, cómo habría acabado todo”.

No siempre lo solicitaban para actividades directamente sexuales, al menos en principio. Como un pintor para el que posó en una serie de dibujos, aunque acabara dándole por el culo en los descansos, para inspirarse mejor, según le decía. No faltó una clásica aparición desde dentro de una gran tarta de cumpleaños trucada, a partir de la cual su desnudez, que no tardó en rebozarse en nata, crema y chocolate, fue lamida con avidez por los concelebrantes. Lo del peculiar árbol de Navidad erótico fue muy curioso: “Vaya caprichos más raros se les ocurren a la gente con posibles. Una fiesta en un chalet muy lujoso de una pareja gay, como ahora se dice. Por lo visto ellos, y los invitados que luego fueron llegando, eran aficionados a las redondeces y pilosidades. Y como yo de eso estoy bien provisto, iba a resultar muy decorativo. Tuve que ir con tiempo para los preparativos. Anda que no habrá debido sacarles usted pasta gansa. Yo, lo primero, despelotarme ante los anfitriones, como suele ser de rigor. Y no escatimaron los toqueteos, con la cosa de hacerse una idea de cómo quedaría mejor. Me hicieron subir a una tarima redonda, forrada de tela roja con estrellitas. Aquello parecía un poco inestable, pero me explicaron que era giratoria y me enseñaron un conmutador oculto por la alfombra para que, al pisarla, la plataforma girara lentamente. A mí, lo único textil que me pusieron fue un gorro de Papá Noel. Aunque me colgaron algunas guirnaldas y tiras de lucecitas. No muchas, para que no me taparan demasiado. Bolas no había; ya estaban las mías. A mis lados había unos bastones, con rayas imitando los de caramelo, en los que apoyarme para que no se me durmieran los brazos haciendo la postura del abeto. Para desentumecerme, de vez en cuando también podía levantarlos juntando los dedos rectos por encima de la cabeza. Y allí me tiene usted, esperando a los invitados, tan tieso como un árbol y temiendo quedarme electrocutado por culpa de las bombillitas. Fueron llegando unos diez señores, todos con traje negro y pajarita, e incluso algunas señoras con vestidos de fiesta. La gracia por mi parte estaba que, cuando pisaban la alfombra, la tarima daba una vuelta en redondo y sonaba una musiquita. A la primera casi me caigo, pero luego me fui acostumbrando. Todos debían ser muy liberales, o algo más, porque se mostraron encantados con mi encarnación de la Navidad. Y que alabaran mi buen ver pues, la verdad, me gustó. Tanto mirar y tanto piropo provocó que, sin querer, me fuera empalmando. Sobre ese punto no me habían instruido los anfitriones, pero ya debían suponer que uno no es de piedra, ni siquiera de madera. De todos modos, me tranquilizaron los comentarios jocosos, pero también laudatorios, sobre el incidente. La cosa se calmó cuando se dispersaron a la búsqueda de las copas y los canapés. Aproveché para moverme un poco y, de paso, colocarme bien la polla, que se había enredado en una guirnalda. Y vaya uso más original que le iban a dar los anfitriones con su sentido artístico –y también bastante pluma, que todo hay que decirlo, y más cuando usted ya ha cobrado–. Porque, en el momento de los regalos, aparecía uno de ellos con un paquete más o menos grande que depositaba a mis pies. Pero la picardía estaba en que cada paquete llevaba un cordelito largo con el que, el muy ladino, hacía un lacito en la base de mi polla, no muy fuerte por suerte. El otro iba nombrando al afortunado quien, para hacerse con el regalo, tenía que librarlo del lacito. No vea el señor el trajín que se llevaron con mi polla que, además, con el toqueteo se ponía cada vez más flamenca. Algunos actuaban con una torpeza deliberada –que uno no es tonto–, dándome unos buenos viajes, que hasta se les enganchaba el cordel en mis huevos. Hubo una señora más remilgada que intentó desatar directamente el paquete, pero los abucheos la obligaron a hacer lo que todos. Parecía que ahí se acababa mi cometido. ¡Vaya cosa mas tonta!, me dije, pues me quedaba un poco frustrado, sexualmente hablando. Sin embargo, al irse dispersando los invitados, uno de ellos –que por cierto no estaba nada mal– se hizo el remolón. Vi que cuchicheaba con los anfitriones y, muy dispuesto, vino a ayudarme a librarme de los aderezos. Y no tenía las manos cortas precisamente, sobre todo en lo referente a mi culo. A lo tonto a lo tonto, me fue llevando hacía un baño de respeto que había en la planta. Cerró la puerta e hizo que me sentara en la encimera del lavabo. Sin lacitos de por medio, me hizo una mamada que, la verdad, necesitaba como agua de mayo, con tanto trajín como había tenido mi polla. Se tragó todo lo que me salió, y eso que había acumulado bastante. Lleno de gratitud, yo mismo le bajé los pantalones y, como estaba ya bien armado, sin más le ofrecí el culo. Me folló bien follado, sin parar hasta correrse. Se recompuso la ropa y me hizo esperar para salir él primero. Cuando fui a recoger mis cosas, no sé si estaría incluido ese polvo último en el sobre que le traigo. Pero le aseguro que me hacía falta después del numerito vegetal”.

Para atender una nueva solicitud, le dije que tendría que llevar puestos, bajo la ropa de calle, los arneses que hacía tiempo le había comprado, a los que añadí un calzón de cuero con trampillas por delante y por detrás. “Ay, que esto va a ser más complicado para mí ¿Será como en alguna de esas películas que tiene usted?”. “Bueno, en las películas siempre se exagera... y pagan muy bien”. “Será por los extras que me van a caer encima”.”Si no te atreves, te dedicaré solo a consolar damas insatisfechas”. “No, señor, si yo... Usted ya sabe que mi cuerpo es suyo... y de los que pagan por él. Pero no vaya a ser que, con tanto riesgo, se acabe usted quedando sin la gallina de los huevos de oro”. “Menuda gallina estás tú hecho”. Y se acabaron las objeciones. De todos modos, quedé algo inquieto esperando su regreso y el relato subsiguiente.

“Cómo voy a poder resumirle todo lo que me ha pasado. Y gracias que estoy aquí para contarlo...”. Como su capacidad para la concisión era más que dudosa, me puse cómodo para escucharle. “Llamé a la puerta y se abrió sin que viera a nadie. Había un recibidor corrientito y, para ganar tiempo, me quité la ropa de calle, ya que debajo llevaba el equipo que usted hizo que me pusiera. Pero, cuando me estaba ajustando las correas y el calzón para que no me dieran pellizcos, salió un brazo por otra puerta, me agarró y de un tirón me metió para dentro de un cuarto con una luz roja. Ni de saludar me dio ocasión el señor que, de forma tan brusca, había entrado en contacto conmigo. Porque, sin soltarme, tiraba de mí y yo iba dando trompicones, ya que me costaba hacer la vista a aquella iluminación. Antes de darme cuenta, había enganchado una de estas dichosas muñequeras a una argolla que parecía colgar del techo y rápidamente hizo lo mismo con la otra. Así quedé como un cristo, con los brazos en cruz. Ahora pude fijarme en el caballero. Llevaba un atuendo parecido al mío, aunque la parte baja era más descarada, no solo porque ya le dejaba directamente el culo al aire, sino que, por delante, le colgaba un pollón pendulante que no pude saber entonces si era natural o postizo. Para colmo, llevaba un capuchón que solo le dejaba fuera la nariz y la boca. No resultaba muy amistoso, no. Se me pasó atrás y tuve que aguantar que, separándome las piernas, también sujetara las tobilleras a unas argollas en el suelo. Me arriesgué a decir: “Mire que yo...”. Pero me dio una palmada en el culo con ganas. “¡Tú a callar!”. Así que yo ahí, hecho una X, para lo que el señor gustara. Cogió una especie de látigo con tiras de cuero, pero lo llevaba plegado. Cuando se me acercó, me fijé en que, en el extremo, lo que parecía el mango, tenía forma de cipote. Por lo visto era multiusos. “¡Ojalá sea solo para asustar!”, me dije. Se puso a hacerme círculos en las tetas con el capullo –del látigo, se entiende– en plan amenazante. Luego la tomó con los pezones, dándome unos pellizcos que vaya... No me queje, no fuera a provocarlo. Pero bueno, eso ya lo sabía aguantar. Cuando dijo: “Vamos a ver lo que escondes”, se agachó y abrió la parte delantera del calzón. Pero, por la incertidumbre, no estaba precisamente presentable. “¿Esto es de lo que presumes tanto?”. Ahí me piqué: “Ande que he tenido mucho cariño desde que he llegado...”. “Ahora te voy a dar cariño”. Trajo un tubo de cristal y metió mi polla dentro. “A ver si me la corta y la guarda en formol”, pensé con pánico. Sin embargo, unió el tubo a una goma que iba a parar aun aparato desconocido para mí. Lo puso en marcha y el tubo hizo un efecto de vacío que me lo encajó clavado a las ingles. Y mientras aquello chupaba, la polla se me ponía cada vez más gorda. Además, vibraba de una manera que me iba dando un gusto tremendo. Tanto que llegue a avisar: “Mire que me voy a correr y dejarle perdido el tubo”. “No te prives... Para que digas que no te doy cariño”. Y le dio más potencia al trasto. ¡Joder –con perdón–, cómo me puso de cachondo! Eché una corrida que el tubo parecía el vaso de una batidora. Porque estaba yo sujeto de aquella manera, que si no se me habrían doblado las piernas. Pues va el señor, me saca el tubo y se lo bebe como si fuera yogur líquido. Después de todo, no hay mucha diferencia entre beber del vaso o a morro, ¿no? Por primera vez me sentí a gusto, a pesar de la postura tan incómoda. Cuando pasó a mi espalda y dejé de verlo, me volvió la suspicacia. Y encima llevaba otra vez el látigo-consolador. “Ahora me cae”, pensé, y me cayó, en forma de varios zurriagazos a la espalda. No muy fuertes, pero picaban. Y eso que uno tiene la piel dura. Menos mal que de pronto se acordó: “Pero si aún tienes el culo con la tapadera...”. Lo destapó. “Pues habrá que abrirlo bien para que pueda entrar la fiera que tengo entre las piernas”. “No, si lo tengo muy elástico...”. “Tú a callar”, otra vez. Por lo visto se le había pasado el cariño. Empezó a deslizarme por la raja lo que, por lo frío y duro, no podía ser más que la punta del multiusos. Menos mal que había visto que la parte consolador tenía un tope a una altura prudencial, y así desterré el temor de que me entrara por el culo y me saliera por la boca. Sí que me lo metió, sí, como una taladradora. Inmovilizado como estaba, solo pude hacer que respirar hondo. Digan lo que digan de estos cacharos y por muy bien que lo manejen, donde se ponga el factor humano... Usted ya me entiende. Pues el señor debió divertirse mucho con el juguetito porque, cuando, dejándomelo metido, pasó delante de mí, tuve claro que lo que tenía entre las piernas no tenía nada de postizo. Se le había puesto la verga que ni un caballo en celo. Arrastró entonces una mesa ante mí y me descolgó los brazos. Con los pies aún sujetos y las piernas separadas no tenía equilibrio, así que me desplomé de bruces sobre la mesa, atenuando la caída con los codos. En la posición tan elegante en que me dejó, cambió lo artificial por lo natural, o sea, que me sacó el bastón y me clavó su polla. Eso ya era otra cosa... aunque tela marinera. Todavía me dilató más y daba unas arremetidas que el borde de la mesa se me iba incrustando en el vientre. “Esto te gusta, eh, golfo”. Pues sí, para qué negarlo, pero un poco menos de vehemencia se habría agradecido. Me quedé aliviado cuando se corrió. Al sacarla, aún me chorreó leche del agujero tan abierto, que cayó en el calzón. Total, para tirarlo, que ese material no se lava. Por fin me liberó los pies y pude ponerme derecho. “No has estado mal, pero me habría gustado que te acojonaras más”. Será que la procesión la llevaba demasiado por dentro. Ya me quité los correajes antes de vestirme para que no me dejaran escocido, y aquí están en una bolsa de plástico que me llevé en el bolsillo. El calzón también fue fuera, claro, aunque tuviera que volver sin calzoncillos, y lo eché al primer contenedor que encontré”.

“Pues no veo que fuera para tanto”, repliqué. “Solo un poco más movido que en otras ocasiones”. “¿Movido dice? Si me veía yo descuartizado y a trocitos en la nevera. Lo sentía sobre todo por usted... porque a uno ya lo que le echen”. “Bueno, creo que será mejor que descansemos por una temporada. Lo anunciaré en la Web y ya habrá tiempo de recuperar la clientela”. Lo dije porque veía que cada vez se tomaba más a pecho sus incursiones y. también, porque me agotaban sus continuos informes. Aunque reconocía que sabía adornarlos con un lenguaje cada vez más descarado. “Lo que usted mande, señor”. Y se le notó un deje de nostalgia. (Continuará)

viernes, 13 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días V


(Continuación) Llegó al fin el día de regreso y emprendimos el viaje de vuelta, ya convenientemente vestidos. Paramos en un bar de carretera en torno al cual había muchos camiones aparcados, cayendo en el tópico de que era señal de buena comida. Al terminar me pidió permiso para ir a los lavabos. Le dije que, mientras, me entretendría curioseando en una tienda de objetos típicos que había al lado. Me extrañó que tardara más de la cuenta y, cuando salí a buscarlo, vi que bajaba de la cabina de un camión, limpiándose la boca con una servilleta de papel. “¿Se puede saber dónde coño te has metido ahora?”. “Perdóneme, señor, pero es que le pasa a uno cada cosa... Como sabe, le pedí permiso para ir al lavabo y allí había un hombre muy corpulento orinando. Sin querer lo miré y me llamó la atención el tamaño de su aparato. Se dio cuenta y me sonrió, sacudiéndoselo ostentosamente. Me dio mucho corte y disimulé, hasta que él se marchó. Cuando salí para encontrarme con usted, lo vi en la cabina de un camión enorme y agitaba un mapa de carreteras para que me acercara. Pensé que querría consultarme algo pero, al abrir la portezuela, tenía la chorra fuera, y bien tiesa. Ya se imaginará lo que tuve que hacer...”. “Tuviste, tuviste... Es que no paras”. “Soy así, señor. Doy lo único que tengo”.

Aproveché el resto del viaje para tratar de aleccionarlo, aunque al final resultaba que acababa aleccionándome él a mí. “Estos días en que has estado más suelto te has comportado muy irresponsablemente. No has parado de meterte en líos”. “Pero usted bien que me mandaba al pinar de la playa para buscar rollos”. Algo de razón no le faltaba. “Bueno, pero te tenía controlado y allí todos van a lo mismo. Me refiero a los que te montas por tu cuenta, con lo primero que se presenta. Te expones a llevarte un buen disgusto. Fíjate en lo que te podía haber pasado la noche en la playa”. “Pero tuve suerte. Además, usted necesitaba el apartamento”. Lo cierto es que al final siempre aparecía yo como responsable último. “Es que además, ahora, en cuanto ves una polla te vuelves loco”, proseguí con los temas candentes. “A usted también le gustan ¿no?”. “No seas insolente... En todo caso me lo tomo con más moderación”. Hubo silencio durante un rato y volví a hablar, más para mí mismo que para él. “Quién te ha visto y quién te ve. Cuando te conocí, parecía que tú de sexo más bien poco; con tu mujer y lo justito. Ahora en cambio eres multifunción: igual carne que pescado; por delante y por detrás, por arriba y por abajo...”. “Cuando usted me acogió debía estar disponible para cualquier cosa y no me correspondía a mí distinguir. Por eso fui aprendiendo de todas las oportunidades que usted generosamente me ha brindado”. “Pues has aprendido tanto que hasta te quieren pagar...”. “Eso me da mucha vergüenza. Además sería traicionarme a mí mismo, que no quiero recibir nada de usted, sacar beneficio de algo que no me cuesta hacer”. “Sí, puta pero por gusto”, dije para chincharle. “¡Ay señor, cómo me confunde! Pero está usted en su derecho”. “Ya sabes que a veces bromeo con que parezco tu chulo”. “Por supuesto, si tuviera que aceptar algo sería para usted”. “Igual me animo para montar un negocio. Total, tu sirves para cualquier clientela”. Si usted lo considerara oportuno... ¿Pero realmente cree que yo, con mis años y mi pinta, iba ser muy rentable?”. “Ya has tenido pruebas ¿no? Y más de lo que tú te crees. Muchos hombres y mujeres preferirían alquilar los servicios de un tipo recio como tú que los de jóvenes musculados al uso. Encima tú no le harías ascos a nada de lo que se les encaprichara”. “Si usted lo dice...”. “Te voy a poner un ejemplo. ¿Recuerdas aquella reunión de amigos a la que te entregué?”. “Cómo no, aunque no vi a ninguno, aprendí mucho”. “¿Pues no crees que algunos de ellos, por no decir casi todos, en muy buena posición por cierto, no te contratarían muy a gusto para un uso privado? Más cómodo para ellos que salir a ligar”. “Ah, no me diga”. “Lo que pasa es que se funciona de forma discreta, por agencias especializadas o por Internet... En nuestro caso, esto último ya bastaría”. Yo insistía en fantasear – ¿o no?–, sabiendo que lo estaba espantando. “Imagina unas buenas fotos tuyas, desnudo y de cuerpo entero. Si acaso con un antifaz, por precaución y, de paso, dar más morbo. Te mostrarías por delante y por detrás, con la polla tiesa y en actitudes obscenas... Unos textos donde quede clara tu disponibilidad para hombres y mujeres, en servicios individuales o de grupo, y por supuesto, para cualquier deseo o capricho, completarían el gancho. Habría que calcular bien las tarifas...”. “¡Ay, eso es muy fuerte! ¿Habla usted en serio?”. “Será cuestión de estudiarlo, ¿no dices que mi voluntad es la tuya?”. “Desde luego, señor, aunque temo no estar a la altura y estropearle el negocio”. “Tampoco sería a plena dedicación. No prescindiría de tus servicios habituales”. “Eso sí que no querría desatender, señor”. Lo dejé con sus cavilaciones; él ya se había acostumbrado a sus “obras de caridad” sin intermediarios. Por mi parte, casi me olvidé del tema, ocupada mi mente con las tareas que me aguardaban una vez terminadas las vacaciones.

El primer domingo después del regreso no olvidó la mamada matutina. Recordé que, en todo el tiempo fuera, los dos habíamos estado tan ocupados que no había reclamado sus servicios sexuales caseros. No le dejé acabar y le dije que se desnudara completamente. El tono tostado que había adquirido su piel lo favorecía mucho. Me abalancé sobre él y lo estrujé y mordí a placer. Dócilmente se puso boca abajo y terminé en su culo lo que había empezado entre sus labios.

Al cabo de un tiempo le dije: “¿Te acuerdas de lo que te comenté sobre hacer negocio contigo?”. “Cómo no me voy a acordar si durante días no me lo quité de la cabeza”. “Pues voy a hacerte la fotos y ponerlo en marcha”. “Si es de su gusto... ¿Pero entonces qué tendré que hacer?”. “Yo me encargaré de los contactos y te mandaré a donde hayas de presentarte. Allí haces lo que te pidan... Eso no te viene de nuevo”. “¿Y habré de cobrarles yo?”. “Antes de empezar deberán pagarte lo acordado. Igual al final añaden una propina”. “No veré el momento de traérselo todo a usted”. Le preocupaba más la contraprestación económica que lo que tuviera que hacer. En cuanto a mí, no me guiaba un afán lucrativo a su costa, sino una manera de tenerlo distraído y, de paso, divertirme con el relato, sin duda pormenorizado, de sus andanzas.

Con un antifaz que le daba cierto aire de fiereza, le saqué unas cuantas fotos en las actitudes lascivas que yo le iba indicando. Posaba con tanta determinación que me fui poniendo cachondo durante la sesión. Las primeras eran de lucimiento estático de frente y de espalda, pero también le dije que se la meneara para aparecer en erección. Añadí unos primeros planos de polla y huevos, así como del culo, cerrado y con la raja abierta con las manos. La selección final quedó de lo más lujuriosa. Pronto tuve acabada la página Web con la amplia oferta y una dirección de correo electrónico exclusiva.

Su estreno fue en un hotel y esto lo que me contó de su primera experiencia como prostituto: “Era un hotel muy moderno y lujoso. Dije que me esperaban en la habitación cuyo número me había apuntado usted y subí no sé cuantos pisos. Llamé a la puerta y oí una voz lejana: “Pasa, está abierta”. La habitación era muy grande, pero no vi a nadie. La voz añadió: “Saca por fuera el cartel de ‘no molestar’ y cierra bien”. Lo hice y continuó: “Estoy aquí”. Una puerta abierta daba a un baño y en una bañera redonda muy grande había un señor bastante grueso y peludo. “Desnúdate y entra”. Pero como usted dice que se paga antes, pregunté: “¿No tiene nada para mí?”. Se rió: “¡Qué prisas, hombre! En el escritorio hay un sobre, pero no te meterás en el agua con él”. Eso me tranquilizó y más cuando, al desnudarme, comentó: “Las fotos no engañaban”. Me metí en la bañera y enseguida me agarró. Quería que le mordiera las tetas y daba gemidos. Luego me bajó la cabeza dentro del agua para que se la chupara. Traté de esmerarme aguantando la respiración, pero la tenía muy pequeña. Hizo que me pusiera de pie y girándome me comía la polla y el culo. Alargaba la lengua para lamer bien. “Esta polla me va a hacer feliz”, exclamó exaltado. Se puso también de pie y se reclinó sobre el borde de la bañera, resaltando un culo enorme y peludo. “Dame fuerte con la mano y después me lo comes”. Los tortazos que le di le debían gustar porque me pedía más. A pesar del pelo se le enrojeció. Cuando ya me dolía la mano me ocupé de la gran raja, honda y también muy poblada. Casi meto la cara entera para llegar con la lengua al agujero. Se puso medio a lloriquear de gusto. “¡Fóllame ahora!”, casi gritó. Como ya sabía la altura por la que debía entrar, atiné con la polla  a la primera. Aún tuve que separar con las manos los gordos glúteos para meterla a tope. “Gloria bendita... Quédate un poco quieto y luego al ataque”. En cuanto pensé que había cumplido con lo primero, pasé a lo segundo. Él iba diciendo “sí, sí, sí” y yo dale que te pego. Me pareció de cortesía preguntar: “¿Me corro ya?”, “Cuando quieras, vida. Lléname”. Era un poco difícil llenar todo aquello, pero hice lo que pude. Al sacarla pregunté: “¿Bien?”. “De maravilla”, contestó. Pero enseguida se revolvió y, con todo su volumen, se sentó en el borde. Ahora quería que se la chupara. Aunque con la frente le aguantaba la barriga, me costó porque no se le ponía dura. Sin embargo, no tardó en echar un chorrito de leche, mientras emitía un “aaahhh”. Lo ayudé a salir de la bañera y secarse. Se puso un albornoz que casi no le cruzaba en la barriga. “La próxima vez que vuelva cuento contigo”. Me miraba mientras me vestía. “No descuides tu sobre”. Por lo visto no pensaba añadir propina. Salí de hotel y aquí tiene esto. No he visto lo que hay dentro. La verdad es que ha sido todo muy fácil”. Con el primer dinero, que se correspondía a lo estipulado, abrí una cuenta específica para él, aunque no pudo se a su nombre. Por supuesto, no le dije nada de ello.

El correo electrónico no estaba ocioso. Hube de descartar algunos mensajes que me parecían poco serios o que solo pretendían que se conectara a la Webcam. Para que se fuera desfogando con toda clase de clientes, atendí la solicitud de una mujer. Quedó citado en un apartamento y aquí el negocio le resultó mucho más sorprendente, y así lo relató: “El piso era un poco rarillo, con cantidad de objetos exóticos, que parecía que la señora había dado varias veces la vuelta al mundo. Pero la propietaria hacía juego: con un moño muy historiado y una bata con adornos chinos. Por el escote y, encajado en el canalillo de las tetas, salía un rollito de dinero con una goma. “Esto es para ti, chato. Ponlo a buen recaudo no sea que te atraque”. Casi no me dio tiempo a guardármelo en un bolsillo, porque se puso a desnudarme con tanta vehemencia que más bien me arrancaba la ropa. Me extrañó mucho lo que decía: “¡Yo soy tu macho y tú mi puta!”. Cuando estuve en cueros, la sorpresa fue mayúscula. Se despojó de la bata y, aparte de las grandes tetas, que ya había intuido por el escote, en las bragas llevaba acoplado un cipotón negro y tieso que muchos lo quisieran para sí. Me empujó por los hombros para hacer que me arrodillara. “¡Come, cariño!”, y me sujetaba la cabeza mientras chupaba. Tenía un sabor afrutado, pero apenas me cabía en la boca y me daban arcadas cuando me llegaba al fondo de la boca. Menos mal que no duró mucho. Claro, qué iba a salir de ahí. Me levantó y me fue haciendo recular hasta que caí sobre un diván. Se puso a lamerme y morderme por todas partes, pero montándose su propia película. “¡Qué tetas más divinas!”, y me ponía los pezones amoratados. “¡Qué coño más extraordinario, con esta vulva peluda y esta pipa tan dura!”. Por lo que iba manoseando y estrujando se debía referir a mis huevos y a mi polla, que sí se había puesto ya dura. Cuando se decidió a chupármela, eso sí que lo hacía bien. Hasta el punto de que temí correrme y dejar así incompleto el servicio. Pero de pronto cambio de honda y me ordenó: “¡Dame el culo!”. Me puse a cuatro patas y me dio a lametones un repaso completo de la raja. “¡Voy a poseerte!”, y guiando con la mano el pollón postizo me lo clavó sin contemplaciones. Mire que yo no me ando con remilgos en esta cuestión, pero donde se pone una polla auténtica... Además aquello era tan grande que me hacía más daño que otra cosa y cuando la señora trataba de moverse se quedaba como atascado. Al fin lo sacó de un estirón, y ella a lo suyo: “Te he puesto mi semilla”. Pues vale, si acaso el culo escocido. Ella se tumbó y miró hacia mi polla que, con el ajetreo trasero no es que estuviera muy presentable. Se puso maternal: “Pobrecito, ven aquí”. E hizo que la metiera entre sus tetas. Se las juntaba para mantenérmela apretada y el calorcito me la revitalizó. “Ahora quiero que me poseas tú a mí”. Se colocó en la misma posición en que yo había estado antes. Tenía mis dudas sobre por dónde debía metérsela, pero ella me las aclaró: “Por el culo, así no me dejarás preñada”. No parecía, sin embargo, que estuviera en una edad muy fértil. Entré con mucha facilidad y ni se inmutó. “Muévete y mastúrbame a la vez”. Tonto de mí eché mano al cipote artificial que seguía adherido a su vientre. “¡Ahí no, idiota! Al coño”. Me lo merecía, aunque me tenía liado, y rectifiqué. Así fui combinando la enculada y los frotes en el chocho. “Córrete que también me correré yo”. No tardé en vaciarme y también la mano me quedó pringosa. “Me has gustado y vales lo que cobras. Tal vez un poco torpón, pero es que soy muy caprichosa”, fue su veredicto final. Al despedirme me regaló esto”. Me entregó un objeto envuelto en papel de seda. Era uno de esos gatos chinos que mueven una pata continuamente. “Pues vaya...”, comentó decepcionado.

Nunca le ponía pegas a mis gestiones ni se interesaba demasiado por los detalles de la misión encomendada. Adonde hubiera que ir, iba y punto. Todavía impresionado por la excentricidad  de la dama, lo envié para un trabajo que, para él, debería ser pan comido. Una pareja de osos que vivían juntos tenían el problema de ser los dos activos, por lo que recurrían a un tercero para desfogarse y estaban encantados con las fotos. No obstante, la sesión tuvo sus peculiaridades, que no dejó de reseñar: “Los señores eran del tipo que a usted le gusta. Vamos, un estilo a mí, si me disculpa la inmodestia. Sin más preámbulo propusieron que nos desnudáramos los tres. Quedé boquiabierto al ver las trancas de las que estaban dotados. Así no me extrañó que no se atrevieran a aliviarse entre ellos. Aunque nada más verlos me empalmé, me entró un complejo de inferioridad tremendo. Y eso que lo mío tampoco es para quejarse, ¿verdad, señor? Pero no era precisamente el tamaño de mi polla lo que les interesaba. Enseguida me hicieron girar y sobándome el culo a cuatro manos hicieron comentarios muy favorables. Cuando volví a verlos de frente ya zarandeaban los misiles cargados, que no llegaban a alcanzar la horizontal abrumados por su propio peso. No iban con prisas y se tumbaron juntos en la cama. Les entré por los pies imaginando que querrían un precalentamiento. Cuando me fui metiendo en la boca una y otra polla percibí aún mejor su volumen. Como con el postizo de la señora, no me cabían enteras, pero vas a comparar... Estas se notaban vivas y jugosas, y mi lengua se afanaba con los capullos. Ellos, mientras, se acariciaban muy cariñosos. Abrieron un hueco y me pidieron que me metiera entre ambos en dirección contraria y levantara el culo. Volvieron a sobármelo, pero ahora con más contundencia. Uno de ellos fue vaciando por mi raja un tubo de crema y luego metía un dedo para que me entrara bien adentro. Yo creo que metió más de uno. No me extraña, porque necesitaban un agujero a su medida. Al otro, entretanto, le dio por jugar con mi polla metiendo la mano por debajo de mi barriga. Me daba tanto gusto que tuve que avisar: “Así me voy a correr”. Pero me contestó: “Mejor, así luego estarás más relajado”. Si esa era su teoría, no pude evitar ponerle la mano perdida de leche. A ver ahora cómo se lo iban a montar para follarme, que era el objetivo principal. Pues nada de los dos a la vez pasándose mi culo de uno a otro, como alguna vez me ha pasado, sino de una forma más ordenada. El primero lo hizo más a lo clásico, yo tumbado y con el culo levantado. Me daba cierto miedo lo que me iba a entrar, pero si usted le sacaba rendimiento... Con todo lo que me había untado, la cosa no empezó del todo mal, aunque aquello nunca terminaba de estar dentro al completo. Pero ya, cuando encontró encaje, empecé a sentirme a gusto. Hay que ver cómo se adapta uno a las circunstancias. Aunque ya sé que el que debía tener gusto era él, que para eso pagaba. A lo que iba... Me pegaba cada estocada que creía que me saldría por la boca. Yo aguantando y esperando que se desahogara, aunque ya puestos tampoco es que corriera prisa. Pero todo llega, y los ardores que sentía por dentro se mezclaron con la sensación de que algo se escurría por el poco espacio libre. Los resoplidos finales que dio el señor me aventaron el cogote. Cuando la sacó goteando, me cogió la cabeza para que lamiera los restos. Así se ahorraba la toalla. Mientras, le decía a su colega, que no había parado de meneársela observando el espectáculo: “Verás qué culo más acogedor”. Menos mal que el segundo se lo tomó con clama y me dio tiempo a distender los músculos. Pero cuando se puso en marcha decidió cambiar de postura. Me colocó panza arriba y me levantó las piernas en ángulo recto. Así mi agujero quedó al revés que antes y yo veía entre mis tetas mi polla volcada sobre mi barriga. Se cogió fuertemente a mis pantorrillas e inició la acometida. Aunque ya no me venía de nuevo, no dejaba de notar algo distinto por el cambio de orientación. La expresión de su cara, que se iba enrojeciendo, me daba pistas del progreso de la follada, más pausada que la del otro pero con muy buena cadencia. Me pilló por sorpresa que de pronto sacara del todo la polla, produciéndome una sensación de vacío. Todo seguido la revoloteó y la hizo caer sobre mis huevos, al tiempo que soltaba un chorro que me dio en la barbilla. Él mismo me extendió la leche por el pecho y la barriga. Se explicó espontáneamente: “Follándote así me excitaba al mirarte”. Y yo que lo celebro. Esta vez se me había olvidado pedir el pago por adelantado. De todos modos creo que, como todos van cumpliendo, me podría evitar ese detalle que me da tanto corte. Esto es lo que me dieron al marcharme. Supongo que les avisaría usted de que tenían que pagar por dos. Igual hasta pusieron algún billete de más, por lo aliviados que se quedaron. Y mira que se notaba que se querían mucho”. (Continuará)

martes, 10 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días IV


(Continuación) Me surgió un problema cuando quise invitar a un amigo italiano, que había conocido por Internet, a pasar unos días en casa. Porque una cosa era traerme un ligue que solo estaría unas horas, en las que el esclavo se mantenía recluido. Incluso las vistas del amigo que estaba en el ajo, que bien se aprovechaba. Pero tener a alguien viviendo aquí por un tiempo, por corto que fuera, requería elaborar una explicación sobre la existencia de un tercero pululando por la casa. Para que no le cogiera por sorpresa tuve que inventarme una historia. Le conté que, habiendo sufrido una intervención quirúrgica hacia poco tiempo, requerí de una ONG una persona que me atendiera en mi convalecencia. Aunque ya estaba totalmente recuperado, esa persona se había portado tan bien, que no tuve inconveniente en que siguiera viviendo conmigo en tanto le surgía un nuevo trabajo. Para redondearlo añadí que era un hombre muy discreto y servicial que, aparte de ayudarme en la casa, llevaba su vida independiente y respetaba totalmente mi intimidad. Por otra parte, hube de aleccionar al chico para todo. Se había de limitar a servicios mínimos. Podía dejar preparado el desayuno, pero las comidas las haríamos fuera. Nada de actitudes obsequiosas, pues ya nos apañaríamos nosotros. Cuanto menos se le viera mejor. Añadí burlón: “Si te aburres, puedes pasarte por la mercería”. Cosa que le ruborizó.

La visita transcurrió a la perfección. El italiano era muy simpático y ardoroso. Pasábamos el tiempo recorriendo la ciudad y los locales de ambiente. Por la noche dormíamos juntos, con muy satisfactorios revolcones. El esclavo cumplió el mandato de discreción y apenas se le vio el pelo. Desde luego, se lo presenté al principio y no me pudo extrañar que lo encontrara muy atractivo. Pero, como no le di ninguna pista acerca de su disponibilidad, quedó asumido el distanciamiento. En apariencia, sin embargo, porque una vez se marchó, muy satisfecho de mi hospitalidad y con promesas de nuevos encuentros, no me ahorré el relato-confesión del compulsivamente sincero servidor.

“¿Recuerda usted la tarde en que tuvo que hacer una gestión y su invitado se quedó en casa descansando? Pues ocurrió algo a lo que no me supe negar”. “Vale, desembucha, que ya me estoy imaginando de qué va”. “Resultó que, como usted me había ordenado, permanecí recluido en mi habitación donde, al no poder realizar ninguna actividad de la casa, descansaba en la cama solo con un slip. De pronto llamaron a la puerta y me levanté de un salto. No me pareció propio de un esclavo decir “un momento” y hacer esperar mientras me vestía más adecuadamente. Así que abrí enseguida y su invitado, tras disculparse –cosa innecesaria en mi caso–, aunque no lo entendía muy bien, parecía interesado en saber si, cuando por la mañana había arreglado el dormitorio, había encontrado un objeto que temía haber perdido. Tal vez, creyendo que le pertenecía a usted, lo había guardado. Nada me había llamado la atención, pero me ofrecí a ayudar a buscarlo. Sabía de lo inapropiado de mi indumentaria, aunque tampoco me atreví a retrasar la búsqueda. Me fui agachando para mirar debajo de la cama y de los muebles. En mi celo, no presté atención a que el slip se me iba bajando por detrás. Nada más lejos de mi intención que provocar a su invitado. Pero éste pudo entenderlo así. Se agachó también a mi lado y sentí que su mano bajaba aún más el slip y me acariciaba la raja. ¡Qué iba a hacer yo, señor, sino consentir! El caso es que, al hacer que me incorporara, ya sabe usted lo sensible que soy, de manera que la delantera del slip acusaba un descarado estiramiento. Tomándolo como ofrecimiento, su invitado lo bajó y me tendió sobre la alfombra. Allí se cebó con lamidas y mordidas por todo mi cuerpo. Mientras me chupaba el pene con lo que me pareció gran delectación, se sacó el suyo. Entonces se giró y, sin desprender su boca, se introdujo en la mía. Así los dos succionamos un rato. Dio por acabada esta actividad y volvió a ponerme boca abajo, pero elevado sobre las rodillas. Se echó sobre mí y me penetró. Solo dijo: “¡Qué bien entra! ¡Qué abierto estás!”. Al tiempo que bombeaba con energía, pasando un brazo hacia delante, me masturbaba. Cuando noté que mi interior se empapaba, me corrí también. Creo que quedó muy satisfecho, porque yo rápidamente me llevé la alfombra para limpiar la azarosa mancha. Sentí no haber podido encontrar el objeto que buscaba”.

Quedó a la espera de mi veredicto. Aunque yo me había follado varias veces al italiano, llegué a tener un punto de celos. Pero qué se le iba a hacer, si el culo del esclavo parecía un panal de rica miel. “Bueno, así se ha ido al completo. Yo lo he trabajado por detrás y a ti te ha tocado recibir”. “Es usted muy comprensivo, señor”.

Al fin llegaron las vacaciones de verano, en las que yo solía alquilar un apartamento en una urbanización nudista. De nuevo se me planteaba un problema. Podría dejarlo en casa y marcharme tan campante. Pero ya me había acostumbrado a no tener que ocuparme de la intendencia doméstica y me costaba volver a asumirlas precisamente en vacaciones. Al fin y al cabo la población de la urbanización era muy cambiante y no pasaba nada si nos tomaban por una pareja. Así que le anuncié el desplazamiento, preparó cuidadosamente el equipaje y, como también me hacía de chofer ocasional, nos lanzamos a la carretera. No le dije nada sobre las características del lugar. Ya se enteraría de que teníamos que ir en pelotas. Más compleja iba a ser la organización interna, al disponer de un único dormitorio. Por cuestión de principios, no procedía compartir cama de forma estable. Él mismo anticipó la solución: con una colchoneta de playa dormiría en la cocina o en la terraza. En cuanto al único baño, me garantizó que no notaría su paso por él. Incluso me tranquilizó para el caso de que requiriera mayor intimidad, dispuesto como estaba a quedarse en la playa el tiempo necesario, fuera de día o de noche. Siempre se las apañaba para dejar a salvo su status inferior.

Con lo que no había contado yo era lo bien que encajaba en su filosofía vital, de desprendimiento total de bienes materiales, la obligada desnudez permanente. Su desinhibida exhibición allá donde fuera no iba a dejar indiferentes a los muchos hombres y mujeres que, más allá de lo reconocido, se sentían atraídos por el tipo robusto que él encarnaba a la perfección. Yo, por supuesto, me encontraba entre ellos pero, al tenerlo constantemente a mi disposición, ya no valoraba esa atracción ajena. Pero ahora, la facilidad con que acababa metido en cualquier embrollo sexual, y su incapacidad para eludirlo, podían tener consecuencias. No es que sintiera el deber de protegerlo. Al fin y al cabo ya era mayorcito y, como luego me contaba todo con pelos y señales, me servía de diversión. Solo que, si se desmadraba en aquel ambiente en el que se le relacionaba conmigo, al final iba a parecer yo su chulo. ¿Y no habría ya algo de eso, aunque fuera gratis?

Morbosamente, sin embargo, me incliné por canalizar esa faceta sui generis. Lo llevaba conmigo a la playa, cargando él con los bártulos por descontado. Luego lo enviaba como cebo a adentrarse en la pineda, en la cual había siempre una gran actividad. Sin el menor recato, bien en parejas bien en grupos, tanto homo, hetero o mixtos, se daban escenas para todos los gustos, con un gran sentido participativo. Suelto por allí el cándido esclavo, podía pasar de todo. Y de todo fue pasando en sucesivos días. Poco después seguía sus pasos y, como el primer día se llevó un gran susto cuando lo sorprendí junto a dos individuos haciendo una mamada al tiempo que era enculado, tuve que advertirle de que no se tenía que sentir intimidado por mi presencia, pues, si me interesaba ya me incorporaría a la actividad, y si no, me la buscaría por mi cuenta. Lo primero ocurrió al día siguiente. Un gordito de muy buen ver se la estaba chupando en cuclillas. Al aparecer yo ambos me hicieron señas de que me acercara. Inmediatamente fui también objeto de la mamada, en la que el gordito se iba alternando. Cuando las dos pollas quedaron a su gusto, se apoyó en un tronco ofreciéndonos el culo. Como no podía ser de otra manera, mi enviado me cedió la primicia. Me follé al gordito, aumentando mi excitación al ver cómo el que esperaba turno se la iba meneando concienzudamente, y dando palmadas a culo tan redondo y suculento, me corrí bien a gusto. Cedí el puesto a mi acompañante, que estaba ya tan cachondo que se vació al poco de meterla. El doble follado siguió su camino la mar de contento. Me apeteció volver a la playa y darme un baño. Antes le dije al esclavo que se podía quedar por allí un rato más, cosa que se tomó como una orden. Reapareció pasado un tiempo, apurado por si se había retrasado demasiado. Se ofreció a servirme algo del refrigerio que había traído. No me privé de preguntarle si había aprovechado la tardanza. “Bueno, me encontré con dos hombres que quisieron hacerme lo mismo que antes hicimos usted y yo”.

Como el ritual de la playa se había hecho habitual, otro día lo sorprendí en una situación muy distinta, que no quise perturbar y me limité a espiar. En todo caso, si había detalles que reseñar ya me los daría. Lo que vi fue al esclavo arrodillado junto a una mujer bastante madura y de gruesas tetas, la cual, tendida de costado sobre una toalla se la chupaba. Él tenía una doble ocupación. Con una mano le tocaba el coño a ella y con otra sujetaba el culo de un hombre de pie, de apariencia similar al de la mujer, cuya polla chupaba a su vez. Los dejé en paz y no tardé mucho en entretenerme con un tipo algo mayor y con aspecto de recio lugareño que, vestido, era el típico mirón vergonzante. Me dio mucho morbo el deseo con que  escudriñaba mi desnudez. Me encaré con él provocador y se abocó ávido a mi entrepierna. Primero me toqueteó los huevos y la polla, pareciendo encantado del efecto endurecedor que me provocaba. Luego la besaba, dudando en metérsela en la boca. Yo había alargado una mano y bajé la cremallera de su pantalón. Profundicé en la bragueta y agarré una verga fibrosa y tiesa. Esto pareció animarlo a lamer y después chupar entera mi polla. Lo hacía sin embargo con torpeza, por lo que empleé mis dos manos para dirigirle la cabeza. “¿Quieres mi leche?”. Asintió con la cabeza. “Pues sácamela”. Entonces combinó la boca con la mano, lo que mejoró el trabajo. “¡Así, así!”, lo animaba. “¡Me viene!”, avisé. Apretó los labios en torno al capullo y tragó lo que iba soltando. Cuando volví a meter la mano en su bragueta, encontré todo pringoso. “Anda, a cambiarte los pantalones”, lo despedí.

Cuando volví a la playa, me estaba ya esperando. “Esta vez has ido más rápido”, le dije. “Y no te pienses que no te he visto. Estabas muy ocupado...”, añadí. “¿Con el matrimonio?”. “¿Es que has tenido hoy más juergas?”. Ni afirmó ni negó, centrándose en explicarme lo que yo le dije que había espiado: “Me los encontré despatarrados, ella meneándosela a él y el sobándole el coño a ella. Pero se notaba que esperaban que alguien se ocupara de ellos, porque al verme se pusieron muy contentos. En cuanto me acerqué se agarraron a mis muslos y acabamos como usted nos vio. Lo malo es que, en cuanto el hombre se corrió en mi boca, enseguida quiso que le diera por el culo. Pero la mujer estaba tan aferrada a mi polla que no me soltó hasta que me vacié. Entonces ya no pude esperar a recuperarme, por temor a retrasarme demasiado y que usted se molestara. No crea que no me supo mal dejarlos a medias”.

Hubo más incursiones playeras, compartidas o de cada uno por su cuenta. Aunque nos dejaban bastante calmados, en la urbanización también surgía alguna tentación. Yo encontraba algunos amigos y él lo que llamaba tropiezos no buscados. En cuanto a lo primero, más de una vez tuve que mandarlo fuera de casa. Por lo que a él respectaba, no dejaban de “pasarle cosas”, de las que me informaba puntualmente. Una de ellas fue un incidente menor al salir del supermercado: “Una señora que iba muy cargada tropezó y se le rompió la bolsa, dispersándose la compra por el suelo. La ayudé a recoger y, como la veía muy ofuscada, me ofrecí a acompañarla a su casa aligerándole la carga. Llegamos a su chalet y me invitó a entrar para dejar las cosas en la cocina. Agradecida me dio un cariñoso abrazo, pero se apretó tanto estando los dos desnudos que mi polla empezó a crecer al roce de la pelambre en su vientre. Entonces fue retrocediendo sin soltarme y se sentó en la encimera con las piernas abiertas. Me cogió la polla y la dirigió a su coño. No podía hacer otra cosa más que entrarle para darle gusto y, ya puestos, me moví estimulado por el calorcillo húmedo. Ella gritaba: “¡Sí, sí, sí!”, y yo contento de que disfrutara. La avisé de que me iba a correr y me sorprendió que contestara: “¡Como no lo hagas te mato!”. Claro, lo hice y debió quedar tan satisfecha que, al despedirme quiso darme una propina. Tuve que insistir para rechazarla... Aunque quizá se la debía haber traído a usted”. “Si aún me convertirás en tu chulo”, repliqué suspirando.

Otra aventura mucho más rocambolesca le sobrevino precisamente una noche en que necesité el piso despejado y, como el ambiente era muy caluroso, decidió dormir en la playa. Cuando a la mañana siguiente llegó a casa muy sofocado arrastrando la colchoneta y me dijo con la voz temblona: “He tenido problemas con la ley”, me eché yo también a temblar, dada la irregularidad de su situación. Pero si había venido por su propio pie y estaba tal como se había marchado, antes de alarmarse, preferí que aclarara lo que significaban exactamente sus palabras. “Verá usted. Había dejado la colchoneta en un escondrijo entre las rocas y, para hacer tiempo, estuve dando vueltas por el paseo marítimo. Me adentré en una pequeña rotonda para contemplar la puesta de sol y solo había en ella un señor apoyado en la baranda; desnudo, claro, como todo el mundo. Me puse algo apartado, pero no pude evitar ver que se estaba tocando la polla. Al darse cuenta de que le miraba, intensificó los tocamientos y se le puso bien gorda. Entonces hizo el gesto de llevarse la mano a la boca y chuparse un dedo. Entendí lo que pretendía y, como había perturbado su intimidad al entrar en un lugar donde tal vez hubiese preferido estar solo con sus pensamientos, no pude negarme. Así que me agaché y le hice una mamada completa. Casi no me cabía en la boca de lo grande que era y tuve que tragar muchísima leche. Pero cuando buscó en el monedero que llevaba y quiso entregarme un billete, salí corriendo. Usted sabe bien que yo estas cosas las hago para ser atento con la gente y no quiero nada a cambio... Pero esto no tuvo nada que ver con lo que me sucedió después”. Estaba acostumbrado a sus divagaciones relatoras, pero ahora me crispé: “Haz el puñetero favor de ir al grano. Tus historias en que te comportas como una puta aunque luego no quieras cobrar me las tengo archisabidas”. “Perdóneme el señor, es que creo que debo contarle todo lo que hago. “Muy bien, pero desembucha ya”, y traté de calmarme.

“Pues ya oscurecido recuperé la colchoneta y busque un sitio discreto donde acostarme. La brisa era agradable y pronto me quedé dormido. De repente me despertó una sensación extraña en la polla. Como estaba boca arriba tenía una erección. Al abrir los ojos vi la silueta de dos hombretones, uno de los cuales era quien me la movía con un palito. “Mira éste, qué cochinadas estará soñando”, dijo. Agucé más la vista y llevaban uniforme policial. “¿No sabes que está prohibido dormir en la playa?”. Ante mi perplejidad, prosiguió: “A ver la documentación”. Hube de responder: “Lo único que tengo es la colchoneta”. Intervino el otro: “Si ya se ve, no hace falta registrarlo. Al menos ponte de pie”. “Pues tal como está no lo vamos a meter en el coche y llevarlo a Comisaría para la identificación. Menudo pitorreo se armaría”. “Y con la fama que ya tenemos...”. Este diálogo me tenía descompuesto y naturalmente la polla se me había encogido. De pronto la cosa cambió. “Pues sabes lo que te digo”, reflexionó el del palito. “Con lo tranquila y agradable que está la noche, ¿por qué no nos ponemos cómodos, nos damos un bañito y le hacemos compañía al hombre, que parece buen persona?”. Al otro no le costó nada asentir, de modo que en un plis plas se quedaron tan en cueros como yo. ¡Y vaya cuerpazos que lucían...! Perdone el señor el comentario, pero eran de los que le gustan a usted. Como decía, tenían ganas de bañarse y me pidieron: “Quédate aquí con nuestras cosas. Y no se te ocurra hacer tonterías, que entonces sí que la habrás cagado”. Fíjese qué confianza me demostraron, pues yo creo que hasta tenían armas, pero por supuesto no me atreví a mirar nada. De pronto uno le dijo al otro: “Espera. En el coche hay toallas. Voy a cogerlas en un momento. Si no, nos vamos a poner perdidos de arena”. Así que se marchó, y su compañero se puso a corretear por la orilla, disfrutando de la libertad del lugar y del momento. Yo me quedé sentado junto a sus pertenencias y nada más de verlo se me volvía a poner contenta la polla. No tardó apenas el de las toallas, que arrojó a mi lado, y se fue corriendo también hacia la orilla. Entraron juntos en el agua y se les veía nadar y juguetear muy compenetrados. Cuando salieron la mar de contentos extendieron las toallas junto a mi colchoneta. Se tumbaron relajados. “¡Qué bien se está aquí!”, dijo uno. “No me extraña que a éste se le pusiera tiesa”. Entonces empezaron a tocarse sus pollas, primero cada uno la suya, pero luego uno al otro. Yo, claro está, hice lo mismo con la mía. “Anda, ponte aquí en medio que te veamos”. De pie ante ellos seguí meneándomela, feliz por la forma en que hablaban de mí. “Tiene una buena tranca”. “Y está bastante bueno”. “Ha sido un hallazgo”... “¿Te gustaría chupárnoslas?”. Me arrodillé entre los dos y les daba gusto alternando la boca y las manos. Uno me tocaba la polla por debajo de mi barriga y otro me acariciaba el culo y le daba palmadas. “¿Y si te hacemos trabajar?”. “Lo que ustedes gusten”. Les hizo gracia mi respuesta. Pero resultó que a uno le gustaba dar y al otro tomar, así que lo dejaron claro. “Que te folle primero a ti y luego yo me lo cepillo”. El que deseaba que le diera por el culo, quiso hacer preparativos. “Ven que te la chupe para que la tengas en forma”. Me dio mucho gusto y ya estaba deseando darle satisfacción. Aún añadió: “A falta de otra cosa, lámeme la raja y déjala ensalivada”. Todo a punto ya, se arrodilló y, apoyado en los codos, puso el culo en pompa. “A ver cómo te portas”. Como la autoridad me impresiona mucho, hice una entrada suave, pero enseguida me animó: “¡Venga, que se note ese pollón!”. De manera que me clavé más hondo y me puse a moverme. “¡Así me gusta, cabrón! ¡Tú sí que sabes!”. Lo notaba tan satisfecho que procuré esmerarme sin dejarme ir demasiado pronto. Mientras, el otro se la meneaba mirándonos. “¡Córrete ya, que estoy ardiendo!”. Obedecí y me vacié bien pegado al culo. “¡Buena lechada! Me he quedado en la gloria”. Su compañero parecía tener prisa. “Ahora me toca a mí. Quédate tendido”. Cayó sobre mí con todo su peso. Tanteó con la polla mi agujero y la metió apretando. Como la tenía muy gorda y lo hizo por las buenas, me dolió un poco. Sin embargo, él dijo: “Ni saliva ha hecho falta, se nota que estás muy usado”. Eludí su comentario y forcé movimientos de contracción de mi conducto. “Parece que tenga una ventosa el muy puta”. Con el esmero que puse y sus embestidas, se notaba lo bien que se lo estaba pasando. “¡Qué culo más caliente! ¡Me pone a cien!”. Ese entusiasmo no tardó en desembocar en varios chorros que percutían en mi interior. “¡Puaff, vaya follada, tío! Eres una joya”. Ya sabe el señor que me desvelo para que nadie tenga queja de mí, y me puse contento. Cuando me incorporé, me encontré con la polla del primero, que se le había puesto dura, y bien gorda por cierto, mientras su compañero me penetraba. No dudé de que necesitaría alivio, así que me la metí en la boca y, estimulado por las alabanzas, traté de bordar la mamada. El hombre resoplaba y me sujetaba la cabeza para que no lo soltara. “¡Joder, cómo la chupas..., la práctica que debes tener!”. Con la boca tan ocupada no podía decirle que había tenido un buen maestro. Pero ya ve usted que siempre lo tengo presente. El caso es que se quedó patidifuso unos segundos y los borbotones de leche me dejaron atragantado. “¡Vaya sorpresa de nochecita!”, exclamó uno. “Pues vamos a darnos un chapuzón y largarnos antes de que claree”, replicó el otro. Lo hicieron rápido y se secaron, encantado yo con la contemplación por última vez de cuerpos tan hermosos a la luz de la luna. Cuando estuvieron vestidos les pregunté: “¿Entonces no me vais a detener?”. “De buena gana te llevábamos, pero no detenido sino para nuestro uso y disfrute”. Convertirme en el esclavo de dos policías no me convencía. Y además, creo que usted no me habría querido traspasar, ¿verdad, señor?”. Intervine ya impaciente: “¿Y al final qué?”. “Pues se interesaron por lo que sería de mí, pero les dije que no se preocuparan. Vivía cerca, pero esa noche le había cedido el apartamento a un amigo para un rollete y por eso me había venido a dormir a la playa. Bueno, dormir, tal como habían estado las cosas, es un decir... Mentí para no comprometerle a usted”.

Aun agotado por su verborrea insistí: “¿Eso es todo?”. “¿Hay algo que debería explicarle mejor?”. Ya estallé: “Es para darte de bofetadas. Apareces sofocado y diciendo que habías tenido problemas con la ley, y lo que resulta es que te has pasado la noche jodiendo con unos policías”. “Pero ha sido un riesgo de todos modos”. “Pues sabes lo que te digo. Igual habría sido mejor que te detuvieran...”. Se le nubló la mirada, a punto de echarse a llorar. (Continuará)

sábado, 7 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días III


(Continuación) Aunque, si me traía alguna pareja a casa, tenía garantizada su discreción absoluta, me irritaban las precauciones y los avisos previos. La experiencia con el amigo de confianza había resultado muy bien a fin de cuentas. Así que se me ocurrió hacer algo de mayor alcance. Con la complicidad de dicha amigo, que se prestó encantado, organizamos una reunión con unos cuantos conocidos cuyos rasgos comunes eran el ánimo lúdico y el gusto por un tipo de hombre que mi esclavo representaba a la perfección. Los incitamos con el señuelo de que les aguardaba una interesante sorpresa, así que vinieron dispuestos a dejarse sorprender.

A mi siervo me limité a encargarle que dejara dispuesta una buena provisión de bebidas y cosas para picar. También le avisé de que se mantuviera a la expectativa porque su presencia iba a ser requerida.

Los convidados llegaron muy interesados y, cuando estuvieron bien animados comiendo y bebiendo, me ausenté para preparar la sorpresa humana. Le ordené que se desnudara completamente y luego se pusiera un sucinto taparrabos cuyas dos partes se enlazaban en las caderas. Otro detalle era un antifaz que le privaba totalmente de visión.

De esta guisa lo conduje a la sala donde esperaban expectantes los congregados. Lo presenté como un conocido aficionado a entregarse a experiencias extremas, por lo que lo tenían a su merced para cuanto les apeteciera. Desde luego quedaron impactados al verlo allí en medio desorientado, y no menos excitados por su disponibilidad para el uso y el abuso. Su cuerpo sensual de generosas formas se ofrecía a la libidinosa vista de todos y el minúsculo taparrabos, que apenas contenía las partes más sensibles, aún acentuaba la promesa de una ardorosa sexualidad. Loa amigos se conocían entre ellos en todos los sentidos y compartían la desinhibición para disfrutar de cualquier situación. Así que ninguno de ellos se iba a abstener de aprovechar lo que se les ofrecía.

Los que se decidieron primero a ir más allá de las miradas lo cercaron y comenzaron a tocarlo. Fue para él, que no sabía entre cuántas personas se hallaba, una  extraña sensación, que asumió mansamente, solo emitiendo murmullos de sobresalto casi inaudibles. Iban palpando y acariciando, cuando no estrujando, casi en rotación. Ora las tetas, cuyos pezones se ponían duros, ora los brazos, que levantaban para acceder a las axilas, ora espalda y rabadilla, ora muslos y, cómo no, culo aún velado pero insinuante, al igual que el sexo precariamente contenido. Como lo oculto es lo que más atrae, alguien ya fue bajando con morbosidad la tela trasera y descubrió parte de la raja oscurecida por el vello. Otro, por delante, pasaba con suavidad los dedos por las turgencias que se marcaban y observaba con deleite cómo su endurecimiento tensaba el tejido. Desde luego, por sentido del deber o por gusto, parecía ya dispuesto a ofrecer lo que se esperaba de él.

Retardaban el momento, ineludible, de deshacer los lazos de las caderas y provocar la caída del taparrabos. Ya habría tiempo para gozar de su desnudez completa. Antes se regodeaban haciendo salir por los lados los huevos y la polla en erección y extendiendo con un dedo las gotitas que destilaba la punta. Al fin uno deshizo el lazo de uno de los lados y el taparrabos se torció enganchado en la tiesa verga. Otro desligó el lado contrario y ya la prenda cayó al suelo. Quedó pues listo para lo que hubiera de venir.

Mientras los que se habían adelantado se estaban entreteniendo con esas primicias, los rezagados no perdían el tiempo. Desde luego no le quitaban ojo a las maniobras de sus compañeros, pero se habían abierto las braguetas y sacado las pollas o bajado los pantalones directamente. El objeto de su deseo fue empujado hacia este grupo e hicieron que se arrodillara. Le iban rozando las vergas por los labios y a su contacto había de lamerlas o chuparlas. Alguno incluso dirigió su cabeza hacia sus huevos para que se los trabajara. Era curiosa la competencia que se había establecido entre dos bandos, pues los pioneros, que habían aprovechado para despelotarse, lo rescataron haciéndolo levantar. En su calentura parecía que lo fueran a devorar. Y algo de ello hubo porque, repartiéndose su anatomía, uno le comía las tetas y otro, agachado, le chupaba huevos y polla. Un tercero, por detrás, le mordisqueaba el culo y lamía la raja. Parecía vibrar por el cúmulo de sensaciones de las que en absoluto se retraía.

Ahora sí que hubo acuerdo entre los dos grupos. Cogiéndolo de brazos y piernas quedó colgado y le hacían balancear como a un fardo. Su polla inhiesta oscilaba para regocijo de los que así jugaban con él. Uno, más acelerado y ya con poco aguante, meneándosela, hizo puntería sobre su cara y la regó con su leche. Relamía lo que alcanzaba su lengua y alguien tuvo el detalle de limpiarle los restos. Otro se aventuró a masturbarlo, pero no tardaron en frenarlo  a fin de reservarlo para mejores usos.

Éstos llegaron cuando le hicieron sentar en un taburete sin dejar de sujetarlo por los hombros y los brazos. Quedó en la posición adecuada para que dos o tres se sentaran sobre su polla y fueran quedando enculados. La dificultad para que él bombeara la suplían con sus obscenos meneos de sube y baja. No tardaron en ser suplidos por quien morbosamente quiso saborear la polla recién salida de esos culos.

Los que habían disfrutado así relevaron a los que le sujetaban. Hicieron que se volcara de bruces sobre una mesa y presentara el trasero. Varios se la estaban ya meneando para que su turno les cogiera a punto. Fue un desfile de variadas folladas. Unos tardaron más o menos en correrse dentro de su culo. Otros prefirieron salirse en el último momento y rociarlo con su leche. Para satisfacer el capricho de los que quedaban incólumes, hubo que darle la vuelta y ponerlo boca arriba sobre la mesa, con la cabeza colgando hacia atrás. Le metían las pollas en la boca y él mamabas aplicadamente. Se repitió un ceremonial similar al de culo: los que no la sacaban hasta que hubiera tragado toda su leche y los que se vaciaban sobre su cara.

Sin levantarlo de la mesa, lo colocaron en una posición más confortable. Mientras dos le pellizcaban y mordían los pezones, lo cual le provocaba estremecimientos, se inició una ronda masturbatoria. Las manos que iban pasando por su polla imprimían distintos ritmos de frotación, e incluso alguno añadía una mamada o un estrujamiento de huevos. Su cuerpo se enervaba por el trasiego y la polla se tensaba cada vez más, pero los continuos cambios retardaban la explosión. El que había sabido esperar para ser el último tuvo el premio de provocar el paroxismo final, que se manifestó en espasmos y borbotones. No faltó quien se apresuró a lamer su vientre rociado.

Habían tenido un verdadero festín de lujuria, saciados todos a costa de mi hallazgo. Cuando éste volvió a quedar de pie, los amigos quisieron confraternizar, empezando ya por descubrirle les ojos. Pero objeté, en base a unas confusas explicaciones cuya coherencia el ánimo alterado de los concurrentes no les llevaría a analizar, que precisamente el morbo que impulsaba al sujeto a entregarse de la forma en que lo había hecho tenía como complemento indispensable desaparecer sin llegar a conocer quiénes, ni en qué número, habían usado su cuerpo. Así que, con cierta teatralidad, le eché una toalla por los hombros y me lo llevé. Solo al llegar a su zona le quité la venda de los ojos. Me miró aturdido sin atreverse a pedir mi veredicto. “Lo has hecho todo muy bien y los invitados han quedado muy contentos. Ahora date una ducha para limpiarte el sudor y la leche que te ha caído encima. Luego te recluyes en tu habitación y que nadie note que no te has marchado”.

Regresé a la sala, donde reinaba un ambiente de desmadrada orgía. Todos en cueros, comentaban y se ufanaban de las proezas que habían llegado a realizar. Algunos se reengancharon a meterse mano entre ellos, con una total desinhibición. Me uní a estos últimos ya que, como para mí la novedad había sido menor, estuve más atento al buen desarrollo del evento. Pero ahora necesitaba desfogarme.

Una vez terminó todo y marchados los amigos a altas horas de la madrugada, casi me había olvidado de que no estaba solo en la casa. Cuando recobré el sentido de la realidad, fui a buscar al esclavo, que no daba señales de vida, y lo encontré sentado en su cama ya vestido. Rápidamente se puso de pie. “¿Querrá el señor que me ocupe de limpiar y poner orden?”. “¿A estas horas? ¿Cómo no has aprovechado para descansar después del tute que has tenido?”. “Esperaba instrucciones del señor y estaba disponible por si sus invitados volvían a requerir mis servicios”. “¿A ver si te has vuelto un vicioso redomado? Anda, descansa y mañana será otro día”.

Me había quedado cierta mala conciencia por la forma en que lo había lanzado a las fieras, sin avisarlo previamente ni pedir su consentimiento. Aunque esto último estaba de más, dada su concepción de la vida. Por ello y porque me picaba la curiosidad, me decidí a interrogarle sobre cómo se había sentido el día anterior. Su respuesta me dejó perplejo una vez más. “La verdad, señor, es que yo apenas tuve que hacer nada. Me dejaba llevar por sus invitados”. “Pues te hicieron de todo. Y menuda corrida te pegaste...”. “Era lo que se esperaba de mí, ¿no, señor?”. No había forma de sacarlo de ahí.

Una tarde, al volver a casa, me lo encontré muy apesadumbrado. Al inquirir por la causa, me dijo casi con lágrimas en los ojos: “Señor, merecería un severo correctivo”. Intrigado le apremié a que se explicara. Entonces me contó: “Esta mañana he ido a una mercería para buscar una cremallera que había que cambiar a esa cazadora que a usted le gusta tanto –el mirlo blanco también tenía dotes para arreglar prendas–. La mercera, una mujer madura, entró en la trastienda para buscar una caja. Oí un ruido y me asomé por si se había caído. Pero estaba subida en una escalera y lo que había caído era una de las cajas. Me ofrecí para ayudarla y cambié su puesto en la escalera. Cuando me volví llevando en alto la caja que me había indicado, por sorpresa me bajó la cremallera del pantalón. Hurgó en mi bragueta y llegó a sacarme el pene. Se puso a chupármelo y logró endurecérmelo. Como yo no tenía dónde soltar la caja, tuve que dejarla hacer hasta que me vacié en su boca. Al fin encontró la cremallera que se ajustaba a la medida... y, al menos, no me cobró nada por ella”. “¿Eso es lo que te tiene tal alterado?”, repliqué. “He sido usado sin su permiso y malgastado mis energías”. “¡Vaya dramas que te montas! Con tal de que no te aficiones a ir a la mercería... Pues para compensar, ahora mismo me vas a hacer una mamada”.

Su actitud íntima con respecto al sexo seguía siendo un misterio para mí. Había experimentado con él, y visto realizar con otros, tanto mamadas como dar y tomar por el culo, además de toda clase de sobeos. Siempre con la mayor desinhibición y entrega. Y ahora me salía con lo de la mercera. Así que me fue entrando el morbo de ponerlo a follar con una mujer, por supuesto en mi presencia. Para colmar mi capricho, hube de indagar en un mercado de profesionales que no solía frecuentar precisamente. Me las apañé para citar a una que atendía a domicilio y acordé con ella que seríamos dos hombres, pero que a uno solo le interesaba mirar. Avisé de la novedad al afectado, no para pedirle su opinión, cosa que daba por inútil, sino para que estuviera vestido con normalidad.

La elegida se presentó, pues, en casa. Era una mujer bastante guapa, superada la treintena y algo entrada en carnes. Daba toda la impresión de tener una gran experiencia.  Parecía querer ir al grano pues, tras coger el sobre con lo pactado, pidió pasar al baño y que, entretanto, nos desnudáramos, cosa que fuimos haciendo. Yo, para no desentonar y él, con la disciplina que lo caracterizaba.

Ella salió con un conjunto de tanga y breve sujetador, de color chillón. Al verme en un plano rezagado, se encaró directamente con él. Le cogió las manos y las llevó a sus tetas, incitándolo a sobar y meter los dedos por el borde del sostén. Cuando le pidió que se lo soltara por atrás, quedó abrazado a ella. Entonces le agarró la polla que empezó a endurecerse. Yo no les quitaba ojo aparentando un cierto distanciamiento, aunque la situación no dejaba de ponerme cachondo.

Mientras jugueteaba con su polla y sus huevos, le hacía retroceder hasta que cayó de espaldas sobre la cama. Entonces se agachó entre sus piernas y se puso a hacerle una mamada. De vez en cuando alargaba los brazos para tocarle el pecho y endurecerle los pezones. Me senté en una butaca y me tocaba sin ningún recato, interesado en el espectáculo.

Ella pasó a otra fase y fue subiendo, al tiempo que restregaba las tetas sobre su cuerpo, hasta que se irguió a bocajarro sobre el vientre. Me encantó ver la polla reposada sobre la raja del culo que el tanga no cubría. Tras sobarle de nuevo el pecho y pellizcarle los pezones, en una hábil maniobra, se movió para sacarse la braga y, en el giro, quedó la polla por delante. Dirigió la verga hacia su coño, discretamente peludo, y se la fue metiendo. Iba subiendo y bajando, y al fin el hombre resoplaba agarrado a sus caderas.

Para propiciar un cambio de postura, la puta paró y se apartó hacia un lado, tendiéndose con las piernas entreabiertas. Él asumió la variación y se volcó sobre ella, volviendo a metérsela. Ahora era él quien se movía afanosamente, y me encantaba ver cómo el culo se le tensaba y distendía con los embates. La profesional no descuidaba, por su parte, los grititos alentadores.

Puesto en faena, se agitaba cada vez con mayor intensidad y bufaba por el esfuerzo. Lo que había de llegar llegó y el orgasmo se manifestó entre temblores. Fue seguido de un aflojamiento de los brazos hasta caer sobre ella. Lo apartó con delicadeza y ayudó a que se pusiera boca arriba. Tuvo el detalle de acariciarle levemente el miembro que se deshinchaba.

El hombre no tardó en bajarse de la cama y quedar de pie en actitud expectante. Entonces ella me dirigió una mirada interrogadora, ya que yo seguía con una evidente excitación y, al fin y al cabo, había cobrado por dos. Denegué con una sonrisa y, con un mohín de “por mí no ha quedado”, volvió a entrar en el baño.

Aunque la mujer tardó un poco, eludí cualquier comentario, que sin duda habría dado pie a la consabida proclama servil. Le puta salió al fin y, con un convencional “ya sabéis cómo encontrarme”, se marchó tan discreta como había llegado.

Ahora bien, una vez solos, lo empujé de nuevo sobre la cama sin decir una palabra y, cayendo sobre él, le di por el culo con ahínco.

Me resultaba ya palmario que mi polifacético esclavo asumía con destreza cualquier rol sexual que se le asignase. Pero es más, tampoco se abstenía de confesarme con toda franqueza si se había visto involucrado en algún lance ajeno a mi control. Tal fue el caso en que volvió a surgir la mercería y que, con menos dramatismo que en la vez anterior, pero con similar afán expiatorio, se sintió en el deber de contarme. “Estaba necesitado de comprar algún material de la mercería, pero no me atrevía a enfrentarme de nuevo a la señora de la que le hablé. Incluso pensé en buscar un comercio distinto, aunque ya quedan muy pocos de esa clase. Sin embargo, esta mañana pasé por delante de la tienda y vi que quien despachaba era un señor, así que decidí aprovechar la ocasión. Pero, mientras le explicaba lo que buscaba, se asomó la señora y, al verme, llamó al que sin duda era su marido. Me eché a temblar ante el temor de que pretendieran pedirme cuentas, pero enseguida volvió el señor y muy amablemente me pidió que lo acompañara al interior. Para mi asombro, la señora estaba ya con la falda subida y las bragas bajadas, a la vez que el señor no tardó en sacar su miembro viril por la bragueta, colocándose al lado de ella. En situación tan embarazosa para mí, no tuve más opción que atender tan evidente requerimiento. Así que, poniéndome de rodillas, con la mano y con la boca, me ocupé de coño y polla –y disculpe mi crudo lenguaje–. Debí hacerlo a satisfacción de ambos pues, cuando apenas había tragado el jugo que brotó de la señora, tuve que correr para engullir también el semen del señor. Pero no acabó ahí la cosa ya que, queriendo conocer el efecto que me había producido el acto de darles placer, y con un furor que no podía imaginar en una pareja de edad tan madura, se abalanzaron sobre mí y, entre los dos, me bajaron los pantalones. Como el señor bien sabe, soy de fácil excitación, de modo que mostraba el pene completamente erecto. Ambos se disputaron la succión y, cuando dudaba acerca de a cuál de ellos debería ofrecer mi semen, se interrumpieron para plantearme una nueva pretensión. Los dos se volcaron de bruces sobre una mesa presentando sus desnudos traseros. Qué podía hacer sino volver a complacer tan explícita demanda. Hube de penetrar alternativamente, pues,  en el culo del señor y en coño y culo de la señora, accesibles ambos. Tanta variación retardaba mi orgasmo, lo cual, por otra parte, les estaba viniendo muy bien a los señores. Tampoco sabía ahora dónde sería más correcto vaciarme pero, como el conducto anal de la señora era el más estrecho, lo que aumentaba la sensación del frote, ahí descargué finalmente. Una vez acabado el encuentro íntimo, los señores se mostraron muy atentos conmigo”.

“¡Vaya! Que te has convertido en la puta del barrio”, no me privé de decirle. “Le puedo jurar al señor –aunque ya sé que el juramento de un esclavo no tiene valor– que son cosas que yo no busco”, replicó avergonzado. “Si no fuera porque me divierten tus aventuras extra-domiciliarias, sería cuestión de ponerte un cinturón de castidad”. “Si usted lo estima conveniente...”.  Típica salida suya que me desarmaba. Después de todo, era la única distracción que tenía. (Continuará)

miércoles, 4 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días II

(Continuación) A la mañana siguiente, la claridad que iba entrando al subir la persiana me fue sacando del sueño. Abrí lo ojos y lo vi plantado ante la cama, pendiente de si tenía que recurrir a otra forma más directa de despertarme. Convenientemente vestido y con aspecto de recién duchado, mantenía la mirada baja para preservar mi intimidad mientras decía: “Espero que el señor haya dormido bien. Perdone que le pregunte, pero mi inexperiencia hace que no sepa si prefiere primero asearse en el baño o desayunar. En cualquier caso todo está a punto”. “Mejor desayuno, pero antes voy a mear,...y no hace falta que me sigas”. Rechacé la bata que me ofreció y logré que se fuera. Había preparado un desayuno de lo más variado y lo explicó en que así podría afinar en adelante en mis gustos. En el baño encontré la pasta extendida en el cepillo de dientes y la maquinilla para repasarme la barba –que es lo que llevo– a punto. “Si quiere, le arreglo la barba en un momento”. “¡Vaya!, ¿también haces de barbero?”. “Modestamente, no se me da mal, señor”. “Pues venga”, accedí entre resignado y comodón. Cuando me iba a meter en la ducha, nueva sorpresa: “¿Desea que lo enjabone y lo frote? Yo ya estoy limpio y puedo quitarme la ropa...”. Lo corté: “¡Oye!, que no estamos en unas termas ¿No ves que como te metas aquí en cueros voy a liarla y no es momento? Ya me apañaré solito”. Para no disgustarlo condescendí: “Anda, tú ten preparadas las toallas y luego me secas”.

Antes de marcharme le di instrucciones: “Hoy te quedas solo y ya encontrarás cosas de la casa para hacer. Te dejo una llave y dinero por si has de comprar algo de comida o de limpieza. De momento, es mejor que no abras si llaman ni contestes el teléfono. Eso ya lo arreglaremos para podernos comunicar”. No me preocupaba qué ni cuándo comía. No era mi problema. Pero sí la cuestión de su vestuario. La ropa de mercadillo que le había comprado solo era para salir del paso, y escasa para alguien que había aparecido poco menos que en pelotas. Además, mi sentido de la estética reclamaba que un hombre tan guapetón que iba a tener a mi cargo estuviera, si no elegante, sí correctamente equipado, tanto para salir como para estar en casa. No era cuestión de mandarlo de compras con dinero largo en efectivo, ni tampoco me apetecía llevármelo de la manita. Así que tuve una ocurrencia: “¿Qué tal se te da Internet?”. “Lo había usado e incluso tenía correo electrónico”. “Pues cuando vuelva a la tarde vas a ir de compras virtuales”. Lo dejé con la intriga.

Pasar el día recuperando mi vida ordinaria fue un alivio y, aunque casi llegué a olvidarme del asunto doméstico, pasó con un soplo. De vuelta a casa reinaba un aire de limpieza y un orden perfecto. Solo vi de momento la vuelta del dinero sobre una mesa. Me adentré por el piso hasta llegar a su habitación. Estaba la puerta abierta y él sentado en la cama en actitud expectante. Enseguida se explicó: “Si hubiese oído que entraba acompañado me habría encerrado inmediatamente”. “Muy prudente por tu parte... Voy a ponerme cómodo y jugaremos con el ordenador”. Recuperé mis shorts y mi camiseta e hice que se sentara en una silla junto a mi butaca frente al ordenador. Entramos en la Web de unos grandes almacenes y navegamos por la secciones de ropa y calzado. “Como las tallas las tenemos frescas de ayer vamos a ir llenando la cesta”. “Pero lo justo y, aunque yo lo vaya a usar, todo es suyo”. Cuando hubimos acabado, dije: “Ahora vamos a buscar cosas picantes para adornarte”. Busqué una Web de accesorios para osos ante la que quedó asombrado: “¡Caray!, no sabía que había algo así”. “Estos correajes y este tanga pueden quedarte muy bien... Hasta te presentaré a algún concurso”. “Si usted quiere que haga el ridículo...”. Pero imaginármelo con esos atavíos, junto con el roce de su pierna y el calor que me llegaba de su cuerpo me puso cachondo. “Si todos se ponen como me pones a mí...”. E impulsivamente le cogí una mano y la llevé a mi paquete. “¿Necesita que lo alivie, señor?”. Casi sin pensarlo solté: “Lo que tienes que hacer es untarte bien el culo con aceite. Hoy no te libras de que te desvirgue”. Muy convencido respondió: “No sé cómo será, pero hasta que no me posea por ahí no me sentiré todo lo suyo que deseo”. “En mi baño encontrarás algo y prepárate sobre mi cama”. Ya iba muy dispuesto empezando a desnudarse. Nada más quedarme solo con mi excitación me asaltó la idea de que volvía a caer en contradicción con los propósitos de contención que me había hecho. Pero... ¿lo iba a dejar con el culo al aire y tan ilusionado como estaba? Para él, que le diera por el culo debía parecerle equivalente al aro que les ponían en el cuello a los esclavos. Y era eso en lo que se empeñaba ser.

Las dudas se me disiparon en cuanto lo vi volcado de barriga sobre los pies de mi cama exhibiendo ese culo tan generoso. La raja, que brillaba por el aceite, resultaba irresistible. Al sentir que me acercaba avisó: “He metido aceite con el dedo todo lo que he podido. Espero que esté a su gusto”. Deslicé varias veces mi polla por la raja para que se impregnara. Los temblores que notaba en sus muslos me excitaban aún más. Apunté al agujero e intenté penetrar. Pese a la lubricación encontraba resistencia. Apreté con fuerza y mi polla muy apretadamente empezó a abrirse camino, mientras él ahogaba sus quejidos con la boca sobre el antebrazo. Pareció que se aflojaba la presión y por fin pude avanzar hasta tenerla toda dentro. Pero de pronto noté que algo como un aro apresaba la base de mi polla y me impedía moverla. Hube de decir: “Como no te relajes nos vamos a quedar enganchados como los perros”. Respirando entrecortadamente trató de hacerme caso y llegué a percibir mayor holgura. “Lo más duro ya ha pasado. Ahora me toca disfrutar la follada”. Me lancé a un mete y saca cada vez más enérgico. Su estrechez aumentaba la sensibilidad de la frotación y la polla se me iba calentando. “¡Ahí va mi leche!”, avisé. Efectivamente la corrida se fue dispersando por los contraídos recovecos. Cuando entendió que todo había acabado, con una vos temblona y casi inaudible, le salió la vena cursi: “¡Por fin tengo dentro la semilla de mi amo!”. No pude menos que reír y darle una palmada al culo. “Solo me faltaba dejarte preñado”. Al incorporarse titubeaba y le costaba juntar las piernas. Lo ayudé sujetándolo por un brazo y pude ver la resaltada marca de un mordisco.

A partir de la escena del desvirgue logré mantener de nuevo las distancias. Yo estaba bastante tiempo fuera de casa y él se iba adaptando a mis gustos y necesidades sin resultar untuoso. Su vestuario fue mejorando y le compré un móvil para que pudiéramos estar en contacto. Pero la víspera del primer domingo, al ir a acostarme, le pedí que me dejara dormir un rato más, aunque, si a media mañana no me había levantado, me diera un toque. Y sucedió que la broma que en su día le había hecho y que yo tenía olvidada por completo se la tomó al pie de la letra. Estaba todavía en las brumas del sueño cuando noté que algo se movía con mucho sigilo desde los pies de la cama. En pocos segundos mi polla quedó engullida en una cavidad húmeda y caliente. Me desperecé gozando de la sensación y sintiendo que mi polla se hinchaba. Con la voluntad adormecida, dejaba que las succiones fueran enervándome y poco a poco un flujo cálido fue recorriéndome hasta desembocar en la boca que me apresaba. Saciado, pataleé para que me soltara. “Es lo que usted me había dicho, ¿no, señor?”. Me entró una risa floja: “Ya has tomado la leche del desayuno”.

Un día había quedado con un ligue para que viniese a casa. Así que hube de avisar: “Esta tarde va a venir alguien y estorbarás. De manera que o bien pasas la tarde por ahí o te quedas encerrado en tu habitación sin chistar bajo ningún concepto”. “Señor, preferiría quedarme en mi habitación... por si requieren mi servicio”. La utilización del plural y la entonación de la palabra “servicio” me mosquearon: “¿Todavía no te has enterado de que nadie ha de saber que te tengo aquí o es que pretendes que también mis amigos te den por el culo?”. Creo que fue la primera vez que me mostré duro con él y lo acusó: “Yo ni quiero ni puedo pretender nada, señor, y le pido perdón si lo he disgustado. Pero no me haga estar vagando por la calle, que me recordaría mi vida pasada. Si deja que me quede le aseguro que seré sordo, mudo y ciego”. ¡Qué remedio!, cedí. Y aún fui más comprensivo: “Si te gusta leer, coge alguno de mis libros”. Se le iluminó la cara: “Gracias, señor. He visto que tiene algunos de historia de Roma... son mis preferidos”. Ya me parecía a mí... Tuve el revolcón sin el menor contratiempo, y resignándome a que me había de acostumbrar a su presencia silente. Cuando se marchó el visitante, le di permiso para reanudar sus actividades. “¿Ha ido bien todo, señor?”. “No es asunto tuyo”.

Guardar un secreto de forma absoluta y por tiempo indefinido llega a pesar tanto que resulta casi imposible. Imprudentemente me empezaron a entrar ganas de compartir de alguna manera aquel tesoro sexual oculto. Como válvula de escape pensé en un amigo de toda confianza. Era muy golfo y habíamos participado juntos en lances sonados. Llegado el caso de las explicaciones, siempre podría encubrir el peculiar vínculo existente –que ni a este amigo me atrevería a confesar del todo– bajo la capa de una mera acogida temporal por razones humanitarias. Pero antes de eso quise darle la sorpresa, rodeada del morbo que a él tanto le gusta. Insinuándoselo sin mayor detalle, lo insté a que me hiciera una visita. Y para ello tenía que aleccionar a mi extraño sirviente (siempre me resisto a llamarlo “esclavo”, como él se considera). “Hoy voy a tener una visita para la que, a diferencia de lo habitual, vas a estar disponible. Y no me refiero precisamente a que nos sirvas la merienda... ¿Lo entiendes?”. “”Creo que sí, señor. Ustedes querrán usar mi cuerpo”. “Pero tampoco se trata de que te presentes como una tímida doncella. Ya has demostrado que sabes lo que se hace con un hombre. Así que has de estar provocador y hasta tomar la iniciativa si hace falta”. “Haré todo lo posible por estar a la altura de lo que me pide, señor”. “Tú quédate preparado con los correajes y el tanga que te compré y, cuando oigas que doy tres palmadas, apareces... ¡Ah!, y como serás incapaz de tutearnos y dejar de usas expresiones serviles, diré que eres mudo. De modo que calladito y todo lo más sonidos guturales”.

Mi amigo llegó con la mosca detrás de la oreja e intentaba captar algún detalle que le diera una pista. Desde luego estaba seguro de que la sorpresa sería de carácter sexual y yo lo incitaba a que lo tomara así. “Tú ponte cómodo y desabróchate el cinturón. Ya verás qué dotes mágicas tengo”. Cuando ya había abusado bastante de su impaciencia, di las tres palmadas. Inmediatamente apareció mi pupilo y yo fui el primero en quedar asombrado. El correaje cruzándole el pecho y resaltando las tetas, además de las muñequeras y tobilleras, le daban un aspecto fiero. La nota sexy la ponía el pequeño tanga que apenas le contenía el paquete y dejaba el culo al aire. Porque, por propia iniciativa, nada más plantarse ante nosotros, fue girando para ofrecer una visión de conjunto. Mi amigo estaba estupefacto y a duras penas llegó a balbucir: “¿De dónde has sacado esto?”. Ante el silencioso remedo de saludo que improvisó el aparecido, me apresuré a presentarlo: “Este es Ramón –me inventé el nombre sobre la marcha–. Es de lamentar que no pueda hablar. Oye perfectamente, pero tiene un problema en las cuerdas bucales. Aparte de eso es un calentorro de cuidado, ¿verdad, Ramón?”. Su asentimiento en forma de gruñido lo reforzó llevándose una mano a los bajos con un obsceno apretón. Para cumplir tan solo con sus deberes de esclavo, lo estaba bordando... “Pues mucho gusto, Ramón... Estás para comerte”, dijo mi amigo reponiéndose del asombro. Ni corto ni perezoso el tal Ramón se le acercó y metió las piernas entre sus rodillas en un descarado ofrecimiento. El amigo, desde su posición sedente, se puso a sobarlo como para convencerse de que era de carne y hueso. Entonces yo me puse de pie y, quitándome la camisa y bajándome el pantalón, pasé detrás para restregarme contra su culo. Los achuchones que le estaba dando le sirvieron de acicate para levantar casi en vilo a mi amigo y empezar a desnudarlo. “¡Joder, qué marcha llevas!”, fue la complacida exclamación de éste. Le sujeté los brazos hacia atrás para facilitar que el invitado se recreara con toda su delantera. A dos manos, y también con la boca, le trabajaba tetas y pezones, dando tirones all correaje. Jugaba a desajustar el tanga haciendo salir parte de su contenido. Pero en ese momento, antes de que se lo llegara a quitar del todo, se sustrajo de nuestro emparedamiento, suave pero firmemente –no me costó suponer que debido a su temor de no estar todavía lo bastante excitado como para lucirse, aunque el bulto que marcaba no daba esa impresión–, y cayó de rodillas a la vez que cogía nuestras dos pollas. Tiró de ellas para acercarnos y chupaba una y otra, logrando a veces juntarlas. Lo hacía con tanto afán que nos puso a cien y, por arriba, nos abrazábamos y besábamos. Tuvimos que hacerle aflojar para no dispararnos y, cuando se incorporó, la polla se le había salido por un lado del tanga. Ahora sí que mi amigo se lo bajó y no se privó de comentar: “¡Vaya pollón te guardabas... y qué buenos huevos!”. Lo manoseó todo y luego pasó a lamerlo. La polla estaba ya completamente dura y la hizo objeto de golosas chupadas. “Pues aún no le has visto el culo”, tercié. Dócilmente el autodenominado esclavo dejó que lo girara y hasta se echó hacia delante para facilitar la inspección. “¡Tan bueno como todo lo demás... y qué raja más tentadora!”, sentenció entusiasmado mi amigo. Mientras lo magreaba, como sabía que no podría obtener respuesta directa, me preguntó con morbo: “¿Le va que le den o da él?”. Hube de precisar: “Cuando me lo follo, se queja pero aguanta... es una gozada. Como ya sabes que a mí no me va, no he probado lo otro. Pero tampoco creo que le haga ascos a trabajarse un culo... ¿te atreves?”. El Ramón me echó una mirada de desamparo, como diciendo “esto es nuevo”. El amigo volvió a contemplar con lascivia la polla que acababa de mamar y que se alzaba retadora. Pero su poseedor, captando el deseo que su instrumento provocaba y asumiendo que no podía poner pegas a cualquier tipo de uso de su cuerpo, se tomó al pie de la letra lo que entendió como una orden mía. Se abalanzó sobre mi amigo y lo dejó volcado sobre un ancho brazo del sofá. Muy previsor, había dejado ya en un lugar accesible el frasco de aceite –aunque seguramente solo con la idea de suavizar los ataques a su propio trasero que sin duda preveía–. Y, tal como yo hacía con él, embadurnó con precisión la raja de mi amigo, que se debatía entre el deseo y el temor. Se cogió la polla y tanteó con ella buscando el lugar exacto donde meterla. Descargó todo el peso de su cuerpo y su vientre quedó pegado al culo de mi amigo, que bramó por el tamaño de lo que le había entrado. El que se estrenaba me miró buscando mi aprobación. Cuando empezó a moverse, su seriedad inicial se transformó en una expresión de satisfacción, alentada por los suspiros de placer que provocaba. Yo estaba tremendamente excitado y me desahogaba empujándole el culo y meneándomela. Sus acometidas se prolongaban, demostrando un gran aguante. Hasta el punto de que el sometido tuvo que avisar: “Como tardes en correrte voy a echar humo por la boca”. También obediente en esto, puso cara de concentración y sus resoplidos fueron unos de los pocos sonidos que emitió. Salió por fin con el orgullo del deber cumplido y ayudó a enderezarse a mi amigo. Éste, aún tembloroso, exclamó: “¡Vaya lechada me has echado! ... Has sido muy bestia, pero me has vuelto loco”.

Yo estaba tan salido que no podía esperar. Así que empujé al que acababa de correrse sobre el mismo sitio que mi amigo acababa de abandonar, me eché un chorro de aceite en la mano y se lo estampé en la raja. Aunque su conducto estaba ya mejor adaptado a mis folladas, esta vez fui tan brusco que soltó un ¡ay! demasiado deletreado. Pese a que mi amigo no estaba en ese momento tan lúcido como para captar el detalle, apretado como estaba yo al cuerpo levanté una mano y le tapé la boca para impedirle una nueva metedura de pata. Bombeé a continuación agarrándome a las tiras del correaje y, con la excitación que había ido acumulando, no tardé en vaciarme con todas las ganas en mi servidor.

Mi amigo, cuya tomada por el culo le había encendido los ánimos, no quiso desaprovechar la oportunidad de revancha. No obstante, necesitado de un cierto estímulo previo, se subió al sofá y, tomando la cabeza del pobre hombre que aún basculaba sobre el brazo, le presentó la polla, que fue chupada con presteza. Cuando se sintió en forma, le dijo: “Quédate donde estás, que no te libras de que te folle”. Dicho y hecho, bajo al suelo y se acopló al culo que yo acababa de dejar vacante. Le dio tales arremetidas que parecía que se vengara y que eran soportadas estoicamente. Se corrió en varias sacudidas y, cuando al fin sacó la polla, del culo goteaba la leche acumulada.

Le indiqué con un gesto al sufrido esclavo que podía ir a limpiarse y refrescarse un poco. Al quedarme solo con mi amigo, a éste, que se lo había pasado de maravilla, le costaba entender que tuviera aparcado en casa un tipo tan suculento y, a la vez, tan enigmático. Desde luego, lo del mutismo le resultaba muy sospechoso y me costaba dar una explicación coherente de toda la historia. Ya que había cometido la imprudencia inicial de dárselo a conocer en forma tan lúdica, pensé en sincerarme, rogándole encarecidamente que por nada del mundo revelara mi secreto. Pero me era tan difícil exponerle la cruda realidad, que se me ocurrió aprovechar que en ese momento volvía el sujeto en cuestión. Ya sin correajes y en su total desnudez, el pobre se mostraba indeciso sobre cuál debía ser ahora su comportamiento. Así que me dirigí a él: “Mira, no hace falta que sigas fingiendo que no puedes hablar. Cuéntale a este señor qué es lo que tu te consideras y qué relación tienes conmigo”. Azorado al principio, tomó aire y expuso: “Soy un esclavo acogido por el señor”. Ante la solemnidad del pronunciamiento, mi amigo quedó pasmado y se dirigió a mí: “No me digas que tienes un esclavo sexual... y tan crecidito”. Ya que yo lo había instado a definirse, volvió a tomar la palabra: “El sexo forma parte de la disponibilidad absoluta que debo a mi amo. Hoy ha querido compartirme con usted”. Ahora tercié yo ante la boca abierta de mi amigo: “Te parecerá tan increíble como me lo pareció a mí, pero no he tenido más remedio que acostumbrarme a esta situación de hecho. Después de todo no me va tan mal”. “Ya lo veo, ya. Se me ocurre cantidad de interrogantes, pero desde luego te agradezco la confianza que me has demostrado, y puedes estar tranquilo por mi discreción. ...No me importaría volver a hacerte alguna que otra visita”, concluyó poniendo sentido del humor.

Ya más cómodo en su verdadero papel, el recién bautizado como Ramón –me di cuenta de que desconocía su verdazo nombre y que, en nuestra relación, me había habituado a un “¡eh, tú!” despersonalizado– ya no se abstuvo de desplegar sus otras utilidades. “Si quieren los señores, puedo prepararles el baño y traerles algo para que se refresquen”. Mi amigo no salía de su asombro y apostillé: “Como si le dices que te bañe él...”.

Optamos por una ducha rápida, sin mayores experimentos, secándonos con las toallas que diligentemente había dispuesto para nosotros. Me sorprendió –si todavía tenía capacidad de sorpresa con él– que, para servirnos el refrigerio, hubiera vuelto a ponerse el tanga. Supuse que, ya que habían concluido sus prestaciones sexuales, habría pensado que no era adecuado ir balanceando la polla, pero que tampoco debía vestirse por completo en contraste con nuestra conservada desnudez. Respetuosamente se retiró para no interferir en nuestra intimidad.

Cuando finalmente el amigo se marchó, se mostró ansioso por conocer mi opinión sobre su comportamiento: “Es la primera vez que sirvo a alguien distinto de usted”. “No se te habrá escapado que el visitante ha quedado encantado. Y no parecía que actuaras solo para cumplir con un deber. Te has puesto de lo más cachondo...”, respondí. “Usted ha sabido enseñarme, señor. La mejor forma de dar placer es sentirlo también”. Una vez más su filosofía de la vida me dejó anonadado.

Así seguimos con nuestra rutina y yo, totalmente liberado de cualquier quehacer doméstico, procuraba llevar una existencia normal. Acostumbrado como estaba a vivir solo, él se ocupaba de sus tareas o se quitaba de en medio para no perturbar mi sosiego. No negaré que, de vez en cuando, caía en la tentación de reclamarlo para echar un polvo, a lo que se prestaba solícito. Y eso sí, la mamada dominical, por muy tarde que me despertara, se había convertido ya en costumbre. (Continuará)