miércoles, 30 de mayo de 2012

Tren de alta velocidad

Emprendí viaje en un tren de alta velocidad y, como el trayecto era largo, tenía varias horas por delante. El coche que me correspondía, con doble fila de asientos, estaba casi vacío y ocupé el mío junto a la ventanilla, bastante distante de los dos o tres pasajeros ya instalados, por lo que me prometía un viaje muy tranquilo. Como iba de veraneo y estaba haciendo un calor espantoso, no me fie del aire acondicionado y opté por la comodidad de unos pantalones cortos. A los pocos minutos, a punto ya de partir el tren, apareció un voluminoso hombre, alto y grueso, consultando su billete. Llegó junto a mí, pues al parecer llevaba el de mi lado. Levantó de un impulso su maleta al portaequipajes superior y, con ese movimiento, se le subió el polo que vestía, mostrando un espléndido y peludo barrigón. Se limitó a hacerme un saludo con la cabeza y se sentó. Quedé así bloqueado y, a modo de disculpa, comentó: “No se sabe si las demás plazas se irán ocupando y habría que hacer cambios… Mejor cada uno en su sitio”. El tren inició su marcha y no había entrado nadie más en el coche; para la próxima parada faltaba al menos una hora. En otras circunstancias se me habría ocurrido cualquier excusa para liberarme de un vecino de semejante calibre, pero la visión de su barriga me había descolocado.  De modo que me quedé quieto mientras él se arrellanaba en su asiento, que desbordaba ampliamente. Las dimensiones de sus piernas, en largo y ancho hacían que tuviera que mantenerlas separadas al tocar el respaldo de la butaca de delante, con lo que su muslo rozaba el mío desnudo. Los dos con manga corta, me dejaba poco espacio del brazo entre los asientos. Notaba su calor en mi antebrazo y el cosquilleo de su abundante vello. Parecía inmutable, aunque fui percibiendo que, lejos de evitarlos, propiciaba los contactos, removiendo en la bolsa que apoyaba en su panza. Esto me iba excitando, con lo que tampoco lo rehuía, simulando que leía el libro que sujetaba en mis manos.
 
Al cabo de un rato se puso de pie. Con una nueva elevación del polo, descorrió parte de la cremallera de su maleta  y sacó una bolsa de plástico. Con ella se dirigió al cercano lavabo. Pocos minutos después, para mi sorpresa, reapareció llevando enrollados los pantalones largos que hasta entonces vestía y que había sustituido por otros cortos. Guardó aquéllos en la maleta, volvió a sentarse y, con una leve sonrisa, se explicó: “Me ha parecido muy buena idea la suya de ir cómodo y más fresco. Así que lo he imitado”. Ahora las piernas se tocaban sin tela alguna intermedia y este contacto, unido a la visión de los muslos velludos que le reventaban casi desde las ingles, me estaba poniendo negro. Cada vez había menos disimulo y la ausencia de gente alrededor facilitaba las cosas. “Un poco apretados ¿no?”, dije para aprovechar el tema. “Es mi problema con las tallas. Hasta me he quitado el eslip, para que me encajaran mejor”. Manipuló el mando de la butaca para inclinar un poco el respaldo hacia atrás. Se subió el polo y la cintura le quedaba desabrochada. “Me los aguanta la cremallera”. Señaló el paquete, que le quedaba muy apretado en la entrepierna. “A usted le quedan mejor y más holgados”. Alargó la mano y pasó un dedo por dentro de una de mis perneras. El roce que sentí en la ingle me produjo una descarga eléctrica. “Tampoco llevas calzoncillos ¿eh?”, comentó iniciando el tuteo con sonrisa socarrona. “Como sigas tocando, se me va a humedecer la tela”. Ya fue más directo: “¡Lástima que se desperdicie!”. Entonces me di el gusto de meterle mano. Alargando el brazo le sobé el paquete que aprisionaban sus muslos. “Me van a saltar las costuras”, advirtió risueño. Luego le deslicé por dentro del polo mis dedos, que se enredaban en el abundante vello. Moldeé la turgencia de un pecho y toqué la dureza de un pezón. “¡Uy, uy, uy, con lo que me pone eso…!”.
 
Miró con disimulo hacia atrás y comprobó que, de los dos pasajeros que quedaban, uno estaba absorto en su ordenador y otro dormía plácidamente. Entonces se levantó y me dijo: “Voy al lavabo. Espera un poco y luego llamas a la puerta”. El corazón me latió con fuerza durante la breve espera. Me desplacé con discreción y toqué con suavidad. El pestillo se descorrió y entré rápidamente volviendo a cerrar. El hombretón estaba desnudo sentado sobre la tapa del váter. Sin darme tiempo a reaccionar, me bajó de un tirón los pantalones, me agarró la polla y se la metió en la boca. Chupaba con ansia y yo iba tocando en aquella abundancia humana todo lo que alcanzaban mis manos. No sé de dónde sacaría la fuerza, pero hice que se levantara. Le lamía las abombadas y velludas tetas, mordiendo los duros pezones. A la vez le manoseaba por la entrepierna, llenando mis manos con sus pesados huevos y agarrando la polla, gorda y crecida.
 
Él mismo se giró entonces y, apoyando los codos en el esquinado lavabo, me ofreció su espléndida trasera. Un culo orondo y magnífico, ornado de vello, era toda una incitación a la lujuria. Me agaché, comí y baboseé, pero me urgió. “¡Fóllame ya!”. Lo penetré de un solo impulso y, ayudado por el traqueteo del tren, me fue invadiendo un agudo deseo. Él jadeaba anhelante y, en cuanto me corrí entre temblores, puso su polla en el borde del lavabo y se la meneó frenéticamente. No tardó en chorrear su leche.
 
Como yo era el que tenía más fácil adecentarme, me limpié un poco con toallas de papel y me ajusté los pantalones. Abrí la puerta con precaución y, al no observar movimientos, salí y me dirigí a mi asiento. Los otros pasajeros seguían igual que antes. Poco después, mi sensual vecino siguió mis pasos y se acomodó también exhibiendo una irreprimible expresión de satisfacción. Estábamos de lo más correctos cuando llegamos a una estación en la que ya subió más gente. Pero nuestros roces de brazos y piernas seguían, ahora con menos vehemencia y más calidez, sin importarnos el calor que nos trasmitíamos. Su destino era anterior al mío y me recreé por última vez en la barriga que descubrió de nuevo al alzar los brazos para bajar su maleta. Una manchita húmeda marcaba su entrepierna cuando anotaba algo en una agenda. Arrancó la hoja y me la dio. Era la dirección y el teléfono en la cuidad de origen de ambos.

lunes, 14 de mayo de 2012

En casa de mi tío


Mi afición por los maduros robustos se consolidó a partir de una vivencia que, aunque puramente visual, me dejó muy marcado. Apenas acababa de cumplir los dieciocho años y mis experiencias sexuales eran escasas y lastradas por una gran confusión. En esto que fui a pasar unos días del verano a casa de una tía, casada y sin hijos. Su marido era un cincuentón grueso y muy afable. Su presencia no dejaba de resultarme turbadora, atraído por sus viriles formas e incluso el calor que desprendía su cuerpo. A ello se añadía la desinhibición de su comportamiento doméstico. Solía usar unos pantalones cortos de perneras bastante anchas y, como pude comprobar en más de una ocasión, sin calzoncillos. Así, cuando estaba sentado frente a él, mi vista no podía menos que quedarse clavada en el fragmento de escroto que a veces asomaba en la penumbra de su entrepierna y que, incluso, si ponía una pierna sobre otra, se completaba con el asomo del pene. En una ocasión, lo había de ayudar a cambiar las bombillas de una lámpara de techo y mi misión era sujetarle la escalera e irle alcanzando el material. Colocado bajo él, con la cara cerca de sus recios y velludos muslos, me temblaba todo el cuerpo. Con los brazos en alto para sus manipulaciones, la camiseta le iba subiendo y dejaba al aire buena parte de su peluda barriga. Para colmo, también la cintura del pantalón se deslizaba hacia abajo, hasta el inicio de la pelambrera púbica. De repente, con un brusco tirón, se subió el pantalón, pero con tanta energía que, por un lado, asomaron huevos y polla casi completos. En ese momento, me cayó de las manos una caja de bombillas nuevas, que estallaron en el suelo. “¡Vaya ayudante que me he buscado!”, fue su comentario.
 
Este tipo de incidentes me mantenía en una excitación permanente y en un estado de querer siempre más. Una mañana acababa de levantarme y había abierto la puerta de mi habitación. Entonces mi tío salió de la suya completamente desnudo y con expresión adormilada. Al percatarse de mi presencia, sin inmutarse, me dirigió un “¡buenos días!” y avanzó por el pasillo hacia el baño. Sin cerrar la puerta, se enfrentó al váter, perfectamente visible, y se desahogó con una larga meada. Contemplar su cuerpo de espaldas, mientras el chorro caía entre sus piernas, hizo que mi corazón bombeara al máximo. Cuando se desplazó hacia la ducha, saliendo de mi vista, de buena gana me habría precipitado hacia el baño, pero no me atreví.
 
Mi tía iba a pasar un día visitando a una amiga en una ciudad cercana y mi tío decidió dedicarse a hacer unos arreglos en la especie de taller que tenía detrás de la casa. Me preguntó si no me apetecía ir a la playa pero, con estaba nublado, dije que prefería quedarme leyendo y escuchando música en mi habitación. Al notarlo extrañamente distante, me pareció que en cualquier caso no debía imponerle mi presencia. Sin embargo, mis propósitos de discreción se vieron pronto contrarrestados por el efecto de imán que el hombre ejercía sobre mí. Así que me entró un morboso deseo de espiarlo y el intenso ruido de una sierra eléctrica operó como un canto de sirenas. Sabía que, en la despensa, había un ventanuco en alto que comunicaba con el taller y, subiéndome a un taburete, parapetado entre unas cajas, me dispuse a observar en la penumbra. No sabía qué era lo que pretendía ver, pero la mera clandestinidad de mi comportamiento me tenía completamente excitado. Mi mirada abarcaba la perspectiva del banco de trabajo apoyado en la pared y, ante él, mi tío cortando unos tablones. Nada especial, con sus pantalones cortos y su camiseta, pero me bastaba tenerlo allí, tranquilo en su soledad. Los acontecimientos, no obstante, se precipitaron en una dimensión insospechable para mí. El fragor de la sierra no me permitía oír ningún otro sonido, pero mi tío miró hacia la puerta y silenció el aparato. Entró uno de sus amigos, que yo ya había visto en alguna ocasión. De aspecto y edad similares a mi tío, más rubicundo; también de corto y con una camisa medio desabrochada. Pude oír que mi tío le decía: “¡Ya era hora! ¿Tu mujer se ha ido con la mía, no?”. Lo que me sorprendió fue el insinuante acercamiento que se produjo entre los dos, que culminó con la mano de mi tío agarrando el paquete del visitante. Mientras manoseaba a conciencia, explicó: “Al chico le ha dado por quedarse en la casa. Pero con la cara de perro que le he puesto, no se atreverá a aparecer por aquí”. “Más le vale…”, replicó el otro riendo. A continuación se fundieron en un apasionado abrazo, besándose con vehemencia y recorriendo pechos y espaldas con las manos. Yo estaba que no salía de mi asombro y tuve que sujetarme firmemente para no provocar un estropicio.
 
La cosa no había hecho más que empezar y, sin interrumpir los profundos besos, mi tío acababa de desabrochar la camisa del amigo y éste subía la camiseta de aquél, al tiempo que le frotaba a su vez la entrepierna. Ya abierta la camisa, mi tío se puso a pellizcar los pezones de las gruesas tetas descubiertas, que luego empezó a chupar y mordisquear. El amigo emitía gemidos de placer. Sin dejar el chupeteo, mi tío le echó para abajo el pantalón, de modo que pude ver un espléndido perfil. Le sobaba la polla y los huevos, continuando con los besos y caricias cada vez más apasionados. De este modo, entre fuertes resoplidos, lo fue arrinconando hasta que quedó con el culo pegado al banco. La boca de mi tío fue descendiendo hasta que se amorró a la polla, mamando con vehemencia asido a los huevos. El amigo se desprendió ya de la camisa y se dejaba hacer, tomándole de la cabeza. Sus pezones grandes y erizados y la polla cada vez más crecida me estaban volviendo loco. Cuando mi tío se la sacaba de la boca, se azotaba con ella las mejillas, para volver a engullirla con ansia. Era una mamada larga e intensa, más allá de lo que podía haber imaginado, y el disfrute de ambos me sobrecogía. Al fin se levantó mi tío, permitiéndose ironizar: “¿A que tu mujer no te lo hace así?”.
 
Volvieron los besos y la mano del amigo, quien exhibía una espléndida y endurecida verga, se introdujo en la bragueta de mi tío y no tardó en echar abajo su pantalón. Ahora se sobaban las pollas uno al otro y, cuando mi tío se deshizo de la camiseta, se enzarzaron en un mutuo chupeteo de tetas. No tardó mi tío en sentarse en una silla y, con las piernas abiertas y estiradas, recibir la mamada del otro, a cuatro patas ante él. Se balanceaba adelante y atrás rítmicamente, y yo podía ver el movimiento de su magnífico culo, así como el de sus tetas y barriga colgantes. Mi tío le apretaba la cabeza para que tragara a fondo y, con la mano libre, se pellizcaba sus propios pezones. Los sonidos que ambos emitían eran música enervante para mis oídos. Sin duda para prolongar el placer, la comida de polla se ralentizó. Ahora la lengua iba rodeando el grueso capullo y descendía hacia los huevos.
 
De pronto mi tío se levantó y, de un salto, se subió al banco. Elevado a cuatro patas, le ofrecía el culo a su amigo. Éste, separándole bien los glúteos, empezó a lamer la raja, arrancando exclamaciones de gozo a mi tío, que se intensificaban a medida que la lengua profundizaba más. Pero, en su paroxismo, mi tío saltó del banco e hizo subir al amigo, que ahora quedó bocarriba con las piernas en alto y sujetándolas por los muslos. Mi tío, arrodillado, abordó así en una nueva posición la comida del culo de su amigo. No sólo usaba la lengua, sino que también chupaba y mordisqueaba los contornos del ojete. Con lo forzado de la postura y los ataques anales, la polla del amigo se había ido encogiendo, trasladado el centro de placer a su culo. Los asaltos  de mi tío cada vez se volvían más virulentos, pasando a la introducción de dedos y a fuertes palmadas. Hasta  el punto de que me pareció que el otro reclamaba su cese. Pero lo que realmente deseaba era lo que mi tío se dispuso a realizar.
 
Efectivamente éste se puso de pie y clavó su polla en el bien macerado culo del amigo. Con las piernas en alto y los talones apoyados en los hombros de mi tío, se entregaba y recibía rítmicas embestidas. No dejaba de admirarme que cuerpos tan pesados mostraran esa agilidad para sus contorsiones lúbricas. Podía ver perfectamente cómo la dura polla de mi tío entraba y salía a placer, recreándose en ello y alentando al otro a resistir. A veces aceleraba el ritmo y oía el entrechocar de los cuerpos, mezclado con las exclamaciones del follado. No parecían tener prisa, sin embargo, porque, con increíbles muestras de acrobacia, primero mi tío se subió también al banco y, forzando el arqueo del cuerpo del amigo hasta que sólo la parte superior de su espalda reposaba en la madera, lo penetraba con fuerza asido a los tobillos. Luego lo hizo poner a cuatro patas y ésta fue ya la postura definitiva. Unas últimas arremetidas salvajes, con un incremento del griterío de ambos, fue la señal inequívoca de que mi tío al fin se había vaciado dentro de su amigo. Cuando hubo sacado la polla goteante, aún se recreó volviendo a entrar y salir varias veces, y dando fuertes palmadas en el culo trabajado.
 
Yo estaba como hipnotizado y con unas ganas irrefrenables de meneármela. Hasta me extrañaba que, con tanta excitación, no me hubiera llegado a correr espontáneamente. Sin embargo, el pánico de que cualquier movimiento o ruido indiscreto pudiera delatarme me tenía también paralizado, mientras mi mente trataba de procesar lo que ante mis ojos acontecía. Y aún quedaba mucho más porque, antes de que les diera tiempo a bajarse los dos del banco, sonaron unos golpecitos en la puerta. Me asusté yo más que ellos pues, tras un breve sobresalto inicial, se dirigieron una mirada de complicidad. En efecto, quien apareció fue un tercero que sin duda estaba en el ajo. “Me ha sido imposible venir antes… Pero espero que algo quedará”, fue su presentación. Algo mayor que los otros, también mostraba una constitución robusta. “¡Vaya con mi tío y sus amigos!”, me dije, dispuesto a no perderme tampoco lo que el trío deparara.
 
Ni corto ni perezoso, el recién llegado se fue despojando de su escasa vestimenta mientras se acercaba a sus colegas, poniéndose a su mismo nivel de desnudez. El encuentro no pudo ser más sugestivo: tres robustos maduros entrelazados, besándose y cogiéndose las pollas. Se diría una versión muy peculiar de las Tres Gracias de Rubens (Ahora me permito bromear, pero entonces los nervios y la excitación me poseían). No tardó el nuevo en agacharse y ponerse a mamar con deleite  y rigurosa alternancia las dos pollas. Entre tanto, sus poseedores se complacían en estrujarse y morderse recíprocamente las tetas. Luego mi tío, que se hallaba recuperado, hizo que el tercero se volcara sobre el banco y se puso a darle por el culo sin mayor preámbulo, bajo la lasciva mirada del otro (¡y cómo no la mía!), que se la iba meneando a su vez. Pero pronto, sin interrumpir la follada, se colocó delante del penetrado, quien se amorró  a su polla. En esa curiosa H, que mi tío animaba con palmadas al culo puesto a su disposición, siguieron un buen rato. El primer amigo llegó a sentarse en la silla para mayor comodidad y mi tío siguió la jodienda con una rodilla en tierra.
 
Cuando el primer amigo estaba ya que se salía, se tumbó bocarriba sobre el banco y se masturbaba frenéticamente. Los otros dos, uno a cada lado, le comían con afición las tetas. Un estentóreo bufido acompañó el surtidor de leche que se extendió sobre su barriga. El tercero en discordia no se abstuvo de dar una lamida a polla y vientre para rebañar. También llegó el momento de este último. Como la intensa enculada que acababa de soportar había menguado la turgencia de su polla, fue amorosamente colocado asimismo sobre el banco. Mi tío y el otro se alternaron mamándosela y, cuando el vigor se fue recuperando, se la iban meneando, con tanta eficacia que el potente chorro que por fin surgió fue a parar a la cara de mi tío. Lo cual no impidió que se volvieran a repetir los cariñosos besos.
 
El encuentro furtivo llegó a su fin y, cuando empezaron a recuperar sus ropas,  me apresuré a salir de la despensa con todo sigilo. Fue entonces, ya camino de mi habitación, cuando noté la húmeda viscosidad de mi entrepierna. Me era imposible recordar en qué momento me llegué a derramar, por la permanente excitación en que me había mantenido. No me atreví a cambiarme el pantalón empapado y manchado, porque enseguida oí pasos por la casa y supuse, como así ocurrió, que mi tío vendría a ver si seguía en mi habitación. De modo que me senté con un libro en el regazo y contesté con voz distraída cuando llamó a mi puerta. Se asomó y dijo: “Así que no te has movido de aquí… Pero hay un olor raro, ¿no te habrás estado haciendo una paja?”. Mi sonrojo fue demasiado explícito. Desde luego su olfato era muy fino, pero mejor que pensara eso que lo que realmente había hecho. Lo más peliagudo para mí fue, sin embargo, volver a la cotidianeidad. Por supuesto, el comportamiento de mi tío no había cambiado en lo más mínimo, pero yo necesariamente lo veía con otros ojos. Paradójicamente, ya no me perturbaban tanto sus deslices con la entrepierna, puesto que llevaba gravadas en mi mente su excitada desnudez y sus proezas sexuales. Pero el deseo difuso que antes me infundía ahora era mucho más punzante. Por las noches soñaba, con un realismo estremecedor, que entraba en mi habitación y se abalanzaba sobre mí ardiendo de lujuria. Todavía no llegaba a tener claro que mi tío, probablemente, no sentía ninguna atracción hacia mí, dada su preferencia por hombres tan maduros y fornidos como él, con los que lo había visto tan explícitamente desfogarse. Pasó el tiempo y fui a mi vez madurando, pero lo que presencié en aquellos días pasados en casa de mis tíos marcó para siempre mis inclinaciones sexuales.

viernes, 11 de mayo de 2012

Un puto masoca... pero cariñoso

En un bar de ambiente se me acercó un tipo y se puso a mi lado. “Creo que te conozco ¿Podemos hablar?”. Pensé que sería un intento de ligue y, aunque tenía buen aspecto, maduro y delgado, no me atraía demasiado, por lo que me mantuve distante. Pero él prosiguió: “Soy un gran admirador de tu blog. Me gustó especialmente el de amos y sumisos”. Me dejó sorprendido: “¿Cómo puedes saber que es mío?”. “Te relacioné con el perfil que tienes en otra web ¿Acierto?”. Consciente de que es difícil mantener el anonimato, no eludí reconocer mi paternidad, pero advertí: “En cualquier caso todo es producto de la imaginación, y más esa historia”. “Es que querría hacerte una propuesta”. Y enseguida aclaró: “No es conmigo. Ya imagino que no debo ser tu tipo. Se trata de alguien que me encarga buscarle alguna persona interesante para que juegue con él. Por los hombres que describes en tus relatos, seguro que éste te gustará”. “¿No tiene tu amigo una manera un poco rara de ligar?”, repliqué. “Cada uno se monta sus fantasías y la de él es que yo lo entregue a desconocidos. Incluso le da morbo que cobre por ello”. Ante mi alarma se apresuró a aclarar: “Pero esto es absolutamente ficticio, mera representación”. “O sea, que me estás ofreciendo un puto masoca”. “Eso sería simplificar. Nada de violencia o dolor, solo servicios completos”. Para tratar de convencerme me aduló: “Precisamente por la inventiva que demuestras en tu historia, que él también ha leído, pensamos que podrías dar un buen toque de fantasía. La mayoría de la gente solo va al grano”. “¿Hay sexo de por medio?”. Ya estaba yo picado. “Por supuesto, todo el placer que quieras extraer de él”. Como no acababa de tenerlo claro, me propuso: “Mira, tú vienes y lo ves in situ. Si no te interesa lo dejas y en paz”. Por probar... Y finalmente acepté.

Acudí a la cita temiendo haberme metido en un embolado. Me recibió el ya conocido, quien me dio explicaciones: “Puedes usarlo como más te guste para cualquier cosa que se te ocurra y ordenarle lo que se te antoje. No te cortes insultándolo cuanto quieras; eso le excita. Yo solo hago de maestro de ceremonias, pero me puedes llamar si necesitas algo con total libertad. Soy Fausto”.

Me condujo a una habitación bastante grande y muy particular. Todo ordenado y enmoquetado, había diversos divanes y cojines de varios tamaños dispersos por el suelo. Las luces indirectas, con el mando que me indicó, podían cambiar de intensidad y enfoque. Una puerta abierta daba a una sala de baño muy lujosa y completa. Otra puerta estaba cubierta por una cortina. A ella se dirigió mi introductor: “¡Tú, puta! Tienes un servicio. Y más vale que te esmeres, no vaya a ser que acabe teniendo que devolver el dinero que han pagado por ti... Sal cuando oigas que cierro la puerta”. Con una sonrisa cómplice me miró y salió, forzando el ruido al cerrar.

Me entraron mil dudas sobre lo que iba a encontrar, dispuesto a largarme si se trataba de algo raro. Pero cuando descorrió la cortina quedé sobrecogido. Me sonreía con picardía un hombre de mediana edad francamente guapo, rasurado y con el cabello muy corto. La parte superior de un kimono, anudada con un lazo y que le llegaba a medio muslo, cubría un tronco robusto sobre unas piernas recias y velludas. Una vez que mi mirada lo hubo recorrido de arriba abajo, con una voz viril y cierto deje de ironía dijo: “Ya lo has oído: soy tu puta”. Se acercó a mí y no me resistí a tirar del lazo que lo ceñía. Se abrió el kimono y, con un ligero agitar de sus hombros, la sedosa prenda resbaló hasta el suelo. Lo que se me desveló en ese momento corroboró con creces mi impresión inicial. Gordo, pero en absoluto fofo, lucía una acogedora barriga coronada por dos buenas tetas, todo ello poblado de un vello que invitaba a acariciar, al igual que el de los fornidos brazos. Más abajo, el sexo estaba oculto por un sucinto tanga que a duras penas recogía su turgente contenido. El marco de unos fuertes muslos completaba el cuadro. Parecía ansioso por captar el efecto que me causaba pero, aunque pensé que estaba ante el tío más bueno que había visto en mucho tiempo, preferí abstenerme de piropearlo de entrada. Con la idea de que tenía carta blanca, lo primero que me apeteció fue meterle mano y así le dije: “Primero quiero tocarte a mi gusto. Luego ya te ocuparás de mí”. Como esto debió sonarle a aceptación, levantó los brazos y separó un poco las piernas poniéndose a mi disposición: “Toca, estruja y pellizca cuanto quieras”. Y era eso a lo que me dediqué. Le recorrí a dos manos la barriga y el pecho, disfrutando del tacto piloso. Le cogí con fuerza las tetas que desbordaban mis malos y le pellizqué los pezones hasta endurecerlos. Le palpaba los brazos y contorneaba sus músculos, jugando con el pelo de los sobacos. Otro tanto hice con sus piernas hasta que, cogiéndolo por sorpresa, le agarré bruscamente el paquete y tanteé el contenido oculto. Él cedía y facilitaba mi inspección, entregado de buen grado. Preferí retardar el juego con su sexo y, antes, pasar a su espalda. Ésta, sólida con todo él, tenía más espaciado el vello y se iba arqueado para continuar en dos rotundos glúteos orlados de suave pelusa. La tira trasera del tanga se perdía en la profundidad de la raja. Lo sobé con gusto e hice que se inclinara. Como la tira era elástica, la sacaba y la soltaba para que volviera a metérsele. Él respingaba cada vez. Le pedí que se pusiera de nuevo de frente y colocara las manos sobre su nuca. El tanga ya estaba sufriendo los efectos de una erección. El centro estaba estirado y por los bordes desajustados salían parte de los huevos. Poco a poco fui bajándolo y la polla se disparó en horizontal. Desde luego su aparato no desmerecía en absoluto del resto. Los huevos gruesos y bien pegados simétricamente a la entrepierna eran de un tono más rojizo. La polla recta y gruesa acababa en un capullo medio salido. “Veo que te pones contento”. Comenté. “Todo para tu placer, como debe ser”, respondió. “Será eso... Menudo salido estás hecho”. Porque durante mis manoseos adoptaba una actitud de satisfacción morbosa que aún me excitaba más.
 
Ya muy caliente, me sobraba la ropa y deseaba estar también en cueros para restregarme contra él. “Ahora me vas a desnudar. A ver si lo haces como una puta competente”. Me hizo sentar y empezó por abajo, quitándome zapatos y calcetines. Me tomó un pie y frotó su mejilla por él. “Te advierto que no vengo duchado. Pensaba que ya me lavarías tú”. “Desde luego, pero en el precio entra también saborear al hombre”. Dicho esto se puso a chupar y a meter la lengua entre los dedos. Como me hacía cosquillas, le dije que siguiera con el resto. “Vas a encontrar más sabores...”. Metió la cara en mi entrepierna mientras me desabrochaba el pantalón. Con habilidad llegó a bajarlo y sacarlo por los pies. Mi slip estaba tenso y donde se marcaba el capullo había una mancha húmeda. “Te has mojado, eh. Eso es que te gusto”, dijo meloso. “No soy de piedra... Ya sabes lo que tienes que hacer”. Tiró del slip y se enfrentó a mi polla. Lamió el jugo y rebuscó con la lengua. “Este requesón que se te ha formado está también muy rico”. “Ya veo que he hecho bien en guardártelo. ¡Traga todo, puta viciosa!”. “Tragaré cuanto quieras darme...”. Me estaba poniendo de lo más cachondo, pero no era cuestión de ir demasiado rápido. “Deja la mamada para otro momento y acaba de desnudarme. Me puse de pie y me deshice del slip. Me abrió la camisa y recorrió con la lengua desde el vientre al cuello. El roce de su cuerpo me erizaba la piel cuando me quitaba del todo la camisa. Me chupó las tetas y arrastró la lengua hasta las axilas. “El olor de hombre me vuelve loco”. “¡Cerda, que no huelo mal!”. “No he dicho eso, cariño. Es un olor muy natural”. No quise insistir en ello y lo insté a repasarme por detrás. “Por ahí encontrarás también olores y sabores”. Ansioso, resbaló por mi espalda hasta quedar en cuclillas ante mi culo. Lo sobó con suavidad y poco a poco fue intensificando el paso de los dedos por la raja. Al fin separó los lados y apretó la cara dentro. “¡Umm, qué nido más cálido y acogedor!”. Noté que hurgaba con la lengua en el agujero. “Dejo a tu gusto lo que hagas ahí”. “Este saborcito agrio me embriaga”. “A asqueroso nadie te gana”. “Soy una puta sin límites en estas cosas, encanto”. “Desde luego con el chupeteo que te has traído me has dejado limpio... Pero aún no me has dicho si te gusto”. “Tanto pagas, tanto me gustas, hermoso”. “Pues te debo gustar mucho porque he pagado un pastón”. “No creo que te vayas a arrepentir, cielo”. Parecía totalmente inmerso en su fantasía de prostitución, aunque ni siquiera en las expresiones que utilizaba dejaba caer notas de afeminamiento. Puta pero macho... ¡y qué macho!
 
“Bueno, después de las presentaciones, ahora sí que voy a jugar contigo en serio”. “Aquí tienes a tu putita, para lo que mandes”. “Pues pasemos al baño que necesito echar una meada”. “Puedo hacer algo más que mirar...”. “No estará mal mear a una putorra como tú. Prepárate para recibir el chorro... y date prisa que no me aguanto”. Tendió una toalla en el suelo y se tumbó. “¿En el suelo? Tú mismo. Luego tendrás que hacer de fregona”. Apunte al vientre, en el que seguía tiesa la polla, y fui subiendo el chorro hacia la cara. Como abrió la boca, insistí sobre ella y, mientras, él se restregaba los meados por el cuerpo. Debió tragar porque, en cuanto el chorro decreció, se incorporó y dijo: “Voy a aprovechar hasta la ultima gota”. Se amorró a mi polla y noté cómo sorbía. “¡Vaya guarra! Tendrás que lavarte la boca con lejía”. Pero estaba lanzado. “Antes de ponerme limpito podrías apretar por detrás para que te alivies del todo. Gaseoso o sólido, aquí me encontrará”. Esto ya era demasiado, pero parecía que controlara mi voluntad. Así que puse el culo en pompa delante de su cara e hice fuerza. Primero solté un sonoro pedo que celebró: “¡Aire puro! Me ha movido los pelos del pecho”. Me entró una risa floja que desencadenó una pedorrera. “No te vayas a resfriar...”, reí. Menos mal que el cuerpo no me daba para más; así que le dije: “Esto es lo que hay... aunque seas un come-mierda”. Era el colmo. “Al menos déjame que chupe un poquito, que siempre queda algo”. Y me dio intensos lametones en la raja.
 
Aunque estas prácticas poco habituales para mí me envolvían en una extraña morbosidad, me di cuenta de que estaba metiéndome en unos vericuetos que, más que excitarme, me causaban cierto malestar y, sobre todo, me distraían de mi deseo de disfrutar de un cuerpo que me gustaba tanto y obtener todo el placer que, sin duda, era capaz de proporcionar. Para aclarar mis ideas le ordené: “Anda, déjate de guarradas, que serías capaz de revolcarte en mierda. Limpia esto y luego lávate tú. Aún tienes que demostrarme que eres capaz de echar un buen polvo”. Algo contrito, sacó de un armario un cubo y una fregona para ponerse, muy hacendoso a limpiar el suelo. Aproveché para recrearme en la contemplación del movimiento de sus carnes a la luz más cruda del baño. Cuando acabó se detuvo esperando mi aprobación. “Ahora un buen enjuague de boca y a la ducha”. “¿Me la voy a dar yo solo?”, preguntó mimoso. “Que desaparezcan primero los rastros de meados y luego ya veremos...”. Bajo los chorros de agua y con el enjabonado minucioso estaba de lo más seductor. Su deliberada lascivia me ponía cada vez más cachondo y acrecentaba mi deseo de desfogarme. Cortó mis cavilaciones: “No creo que te siga dando asco ya ¿Por qué no vienes con tu putita? Verás lo lustroso que te voy a dejar”. Me metí en la ducha dispuesto a no desaprovechar el calentón que sin duda me esperaba. Me acogió con algo más que los brazos abiertos: “Mira cómo me pones nada más acercarte... y no es teatro”. Efectivamente la polla le iba engordando. “Ya veo que eres una puta agradecida”. Y se la agarré con fuerza. “Ya me la comeré cuando me apetezca... Ahora me pongo en tus manos”. Cargadas éstas de jabón, me dieron unas friegas por todo el cuerpo que me hacían estremecer de placer. Cuando se afanaron en mi polla tiesa a tope no pude aguantarme más. Bruscamente hice que se girara y se echara hacia delante. Sin contemplaciones se la clavé en el culo y, con el jabón, entró toda de golpe.”¡Ay, qué cliente más bruto!”, se lamentó. Pero al mismo tiempo se meneaba lujuriosamente para dar más juego a la follada. Paré porque no quería correrme todavía y menos antes de haberlo ordeñado a mi gusto. Nada más sacar la polla del culo, se giró y se la metió en la boca. Lo corté sin embargo. “¡Para, mamona! Te daré la leche cuando me apetezca”. “Lo que tú digas, rey. Así luego tendré más sed”.
 
Lo que me apetecía ahora era revolcarme con él en los mullidos cojines sobre el suelo de la habitación, que, con su colorido, parecían el decorado de un harén. Para alimentar mi fantasía, se envolvió en un chal de gasa roja muy transparente que, al aplastar el vello del cuerpo lo volvía aún más sugerente. Se tumbó con indolencia y me abalancé sobre él. Estrujaba y mordía por todas partes, llegando a rajar la gasa con mis tirones. Se dejaba hacer con docilidad, satisfecho del deseo que provocaba. Lo hacía girar y le mordía el culo. Le abrí la raja y lamí con ansia, buscando con la lengua el agujero dilatado por mi anterior follada. Le metí un dedo, luego dos, y al intentarlo con tres ya se retrajo, frenando mi furor. Pero éste se reavivó cuando, de nuevo boca arriba, me concentré en su entrepierna. La falsa idea, que él alimentaba, de que había comprado el uso de su cuerpo llevaba a contagiar mi fantasía. Pensaba que el endurecimiento de su polla al frotarla y tragarla era producto de mi voluntad más que de su natural calentamiento. Habiéndola dejado bien tiesa, abría la boca al máximo para engullir la bolsa de los huevos o bien los chupaba alternativamente. “¡Cariño, cómo me estás poniendo!”. “¡No finjas, puta!”. “Si esto es fingir...”, e imprimió una vistosa oscilación a su polla. Se le escapó este toque de realidad. Pero yo seguía en mi onda. “¿Entra en el precio sacarte la leche?”. “Es un extra que te quiero regalar, cielo”. Me puse a alternar meneos y mamadas a la polla cada vez más tensa. Él me incitaba con murmullos de placer. Llegó un momento en que sus muslos temblaron y aferré con fuerza la boca al capullo. La leche empezó a fluir y, antes del último espasmo, me pidió: “¡Sube y compártela conmigo, amor!”. Me desplacé por su cuerpo y fundí mi boca con la suya. El espeso néctar se expandió y lo rebañaron las dos lenguas.
 
Quedamos abrazados, con mi excitación momentáneamente apaciguada. “¿Te gustaría un fin de fiesta especial? Lo reservo para clientes tan rumbosos como tú”. ¡Ayayay! Por dónde me iba a salir éste... “Confía en mí, amorcito, y no pienses en cochinadas... Anda, llama a Fausto, que ya tendrá todo preparado. Yo mientras haré unos arreglitos por aquí”. Entreabrí la puerta por la que había accedido y llamé al alcahuete. No tardó en aparecer, aunque ahora totalmente desnudo y empalmado. Era probable que nos espiara de algún modo, pero no estaba yo para reproches. Le pregunté por lo que, según su pupilo, debía tener preparado. “No tardo nada y lo traigo. Lo pondré ante la puerta y ya lo recogerá la putilla”. Le comenté irónico: “Ya que estás tan animado puedes también entrar y darle por culo. Estás invitado”. “Uy, eso rompería todo el tinglado y os aguaría la fiesta. Prefiero apañarme solo... de momento”. Esto último me sonó enigmático, pero volví adentro y llegué al baño. Estaba montando una especie de camilla algo baja con la superficie cóncava, que más bien parecía una hamaca. “Te vas a tumbar aquí y te voy a vendar los ojos”, dijo muy resuelto. Ante mis reticencias insistió: “Hombre de poca fe, te garantizo que no te vas a arrepentir”. Su abrazo para guiarme me desarmó. Quedé allí encajado y enseguida me cubrió los ojos con una banda de tela. Al mismo tiempo sonaron unos golpes a la puerta de la habitación. “¡Ya vuelvo!”, exclamó con voz ilusionada. Su inmediato regreso iba acompañado de un inocultable olor de chocolate deshecho, lo que ya me dio una pista de la jugada. No tardó en caer sobre mi pecho, vertido desde una cierta altura,  un chorro espeso y cálido de un aroma exquisito (soy un chocolatero adicto). Se iba desparramando por mi cuerpo y al alcanzar la zona púbica sentí un delicioso cosquilleo. Notaba cómo se iban inundando los huevos, y mi polla, al contacto de la ardorosa pasta, se levantaba como si quisiera nadar en ella. Cuando mojé un dedo y lo lamí, unas manos empezaron a alisar el chocolate, para ser sustituidas a continuación por una boca que, con avidez, chupaba en mis partes más sensibles. Esa misma boca, rebosante, se ajustó a mi polla que iba relamiendo con la lengua. Fue una sensación indescriptible, la del calor untuoso y las habilidades bucales. Poco a poco un calambre me fue sacudiendo e, incontrolado, mi leche se fue mezclando. El mamón no me soltó hasta que empecé a aflojarme. “Una combinación perfecta”, farfulló de forma casi ininteligible con la boca llena. “Esta cochinada me ha gustado más”, reconocí embriagado por los efluvios. “Lástima por el desperdicio pero ¿cómo me las apaño yo ahora?”, añadí al poder mirar los estragos. “¿Crees que tu putita te va a dejar así? Venga, cariño”. Y me echó por encima una gran toalla con la que enjugó la primera capa de chocolate. Me ayudó a salir de la camilla y me condujo hasta la ducha. “Verás qué limpio te dejo... Y si te animas, mi culito aún hace chup-chup... Te recuerdo que me dejaste a medias”, dijo con jocosa retranca. ¿Quién le estaba sacando el jugo a quién?, me pregunté.
 
La verdad es que, con sus frotes y toqueteos jabonosos, me estaba dejando muy entonado. Se restregaba conmigo en plan provocador sabiendo el atractivo que no dejaba de ejercer sobre mí. Consiguió que mi polla se endureciera de nuevo, pero me lo tomé con calma. En realidad, por mucho que se las diera de puta, había hecho conmigo lo que había querido. Ahora estaba dispuesto a que hiciera lo que yo quería. “Así que tienes el culo ansioso ¿eh, putilla? Pues para que te folle tienes que satisfacer un capricho”. Lo noté intrigado. “Me voy a tumbar cómodamente en los cojines y tú, en vertical, con las piernas abiertas a mis costados me montarás un numerito erótico, meneándotela hasta correrte sobre mí. Si lo haces bien, luego te daré por culo hasta que pidas clemencia”. La demanda pareció hacerle gracia, así que tomamos posiciones. Me excitaba verlo desde esta perspectiva y el zorrunamente me pidió: “Cielo, levanta una manita y ponme en marcha”. Alcancé su polla que fue creciendo en mi mano. Pero enseguida la dejé suelta. “Venga, que se vea tu clase de puta fina”. Y no me defraudó. Se apretaba los huevos y, a través de la entrepierna, se metía un dedo en el culo, mientras su polla oscilaba. Cuando se la agarraba se masturbaba con deleite y, con la mano libre, se iba sobando y pellizcaba los pezones. Empezaron a temblarle las piernas y lo sujeté por los muslos. “Voy a echarte tanta leche que parecerá que estoy meando”. Dicho y hecho, en varias oleadas gruesas gotas caían sobre mi pecho y me salpicaban la cara. Se quedó quieto como transpuesto. Yo estaba tremendamente cachondo y aproveche: “Échate y pon ese culazo, que te voy a lubricar con tu propia leche”. Recogí la que me resbalaba y unté con ella la raja. “Ahora sí que te va a hacer chup-chup”. Mi polla resbaló pringosa hasta el tope de mis huevos. “¡Esto es un hombre! ¡Dale fuerte y déjame lleno!”. Lo follé con variaciones de ritmo para hacer que durara. Él gemía a la vez que me alentaba: “¡Bruto! Pero no pares”, “¡Qué caliente la tienes! Me quema las entrañas”. Así me iba excitando hasta que noté que me corría con más intensidad aún que con el chocolate en su boca. Exagerado hasta el fin exclamó: “Tu leche me ha recorrido por dentro hasta la garganta ¡qué rica!”. Aún se giró y buscó mi polla con la boca: “Déjame rebañar los restos”. Como también vio que me quedaba leche suya pegada por el pecho, fue subiendo con la lengua para lamerla. “¡Umm, cómo me gustan las mezclas...!”.
 
Estábamos los dos exhaustos, al menos yo, pero me costaba despegarme de sus formas redondeadas y cálidas y del roce de su vello. “No estaré haciendo esperar a otro cliente...”. La risotada que soltó me dio pie para tratar de saciar mi curiosidad. “Me lo he pasado muy bien contigo, y digo poco. Pero no parece que tú hayas disfrutado menos. ¿Se puede saber de qué va esta historia de Fausto explotándote sexualmente y tú aquí encerrado haciendo de puta?”. “Es una fantasía que nos montamos. Fausto conoce mis gustos y me busca los tíos. Así todo queda en casa”. “Y de paso él se pone cachondo espiando por algún sitio. Que ya lo he visto antes...”. “Pero falta algo más... Si no tienes prisa en marcharte y no te importa, ahora me voy a ocupar de Fausto. Igual que a él le gusta mirar, también nos va tener público”. “Si se trata de ver alguna nueva proeza tuya... Así me llevo un buen recuerdo”. Al instante apareció el aludido. Desde luego, por no sé qué mecanismo estaba al tanto de todo lo que pasaba. No me abstuve de comentarle: “¿Qué, disfrutando a nuestra costa?”. Y se rió: “La putilla siempre da la talla... La verdad es que me habéis puesto bien burro”. Y se acercó al otro balanceando la polla morcillona: “¿Me la pones a punto, cariño?”. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, el gordo se la cogió y se puso a mamarla entre arrullos. Cuando la cosa quedó a gusto de los dos, sorpresivamente me vi  implicado. La “putilla” se levantó, se inclinó hacia mí y, con sus gestos persuasivos, se apoyó poniendo una mano en cada uno de mis hombros. “Anda, ayúdame, chato”. Como yo había quedado sentado en el suelo, la situación era casi cómica por la perspectiva que tenía delante. Con su cara casi pegada a la mía, aún podía ver sus tetas y su barriga colgantes. Porque el culo lo tenía levantado a disposición de Fausto. Así que me apreté los machos viéndolas venir. Muy sonriente recibió la primera arremetida, aunque encogió levemente los ojos. “Bien al punto que te lo ha dejado el cliente ¿eh?”, aún dijo con sorna. A medida que el otro le arreaba repercutían en mí sus balanceos y me excitaba de nuevo la visión que me ofrecía. Todavía más cuando observé que, más allá de su barriga, la polla iba asomando la punta en una erección progresiva. Me entraron ganas de agarrársela, pero temí que se desequilibrara el andamiaje. Mi asombró llegó al colmo cuando le oí decir: “Cariño, avisa que nos iremos juntos”. Y efectivamente, al lanzar Fausto un agónico “¡me coooorro!”, gotas lechosas cayeron sobre mis piernas. Eso se llama compenetración... Un beso fugaz fue mi recompensa al enderezarse.

martes, 8 de mayo de 2012

El gran concurso

GRAN FIESTA-CONCURSO DE OSOS MADUROS... ¡¡A LO BESTIA Y SIN TAPUJOS!!

Requisitos para participar:
-       Edad: entre 45 y 60
-       Peso: - hasta 1’70 de altura > mínimo 95 kgs.
              - más de 1’70 de altura > mínimo 110 kgs.
-       Vello corporal: de medio a alto
-       Cabello y/o barba: indiferente
-       Otras cualidades: ...es lo que habrá que ver

SOLO PARA SOCIOS E INVITADOS (máximo 1 invitación por socio)

Este anuncio que, en forma de octavilla, vi en casa de un amigo atrajo inmediatamente mi atención... y de qué manera. Deseando que hubiera suerte pregunté a mi amigo si, por casualidad, era socio. Resultó ser que sí, aunque no pareció muy interesado en el evento. De todos modos no podría asistir, así que me cedió su pase. Me dio un vuelco el corazón de la alegría y me empalmé con solo pensar en lo que sería aquello.
 
Esperé el día con la emoción con que un niño espera la fecha de Reyes y trataba de imaginarme cómo habría sido el proceso de selección previa. A la hora señalada me presenté en el local que en poco tiempo se fue llenado con un creciente ambiente festivo. Habría unos cien tíos, muchos de ellos impresionantes. Si ese era el público, cómo serían los concursantes. Cuando llegó el momento crucial apareció sobre la tarima un presentador con el torso desnudo, que por mí ya se habría llevado un premio. Introdujo al jurado, integrado por tres osos de distintas edades, que ocuparon una mesa lateral muy circunspectos. Antes de dar entrada a los cinco seleccionados, avisó de que estuviéramos atentos al número de nuestras entradas porque, por sorteo, se solicitaría un colaborador para ciertas pruebas. El retintín con el que dijo esto último sonó muy sugerente y crucé los dedos para que me cayera la suerte.
 
Accedieron al fin al escrutinio público los concursantes. Con el típico uniforme de tejanos y camisas a cuadros, la primera impresión fue que iba a ser difícil la elección. Por mi parte, la variada gama de tipos tenía un punto en común: todos encajaban en mis gustos. A una indicación del presentador se fueron quitando las camisas. Aparecieron torsos de vello espeso o más suave, hasta uno pelirrojo. Todos  barrigudos y tetudos, con pezones bien marcados. El siguiente paso recayó en los pantalones. Con cuidadosos equilibrios fueron quitándoselos, para quedar en tangas o jock-straps. De frente, los robustos muslos enmarcaban el bulto recogido en la entrepierna. Dados la vuelta, los culos rotundos y más o menos peludos resultaban bien visibles, con la cinta del tanga enterrada en la raja o las tiras del jock-strap rodeándolos. El nivel de deseo que se iba alcanzando entre el público se desahogaba mediante gritos de los más exaltados. El terreno estaba abonado para que el presentador recordara el lema del concurso: “¡¡A lo bestia y sin tapujos!!”. “Pero ¡ojo!”, añadió, “Sin tocarse… y enseguida manos en alto”. Se sacaron con dos dedos las exiguas piezas y rápidamente cruzaron las manos en la nuca. La visión de conjunto denotaba variedad. Huevos gordos sobre los que apoyaba una polla morcillona; huevos más colgantes casi ocultos por una polla ancha con el capullo tapado; alguna otra polla cuyo capullo se desperezaba al haberse liberado; otro sexo más tímido casi enterrado por la abundancia carnosa de vientre y muslos; por contraste, un último mostraba ya una erección avanzada. Obedientes, se limitaban a discretos movimientos de cadera tratando de acaparar el interés general.
 
Sonó un redoble de tambor y el presentador bramó: “¡Mucha atención y número de entrada a la vista! Hay algunas pruebas que necesitan un colaborador externo, para que el jurado no se contamine. Así que procedemos al sorteo”. De un bombo en la mesa del jurado salió una bola. El presentador dijo el número y el silencio expectante no se rompió. Su poseedor, o no estaba o no se atrevió a dar la cara. Segundo intento y casi se me nubla la vista al oír el número del boleto que estrujaba en la mano. A punto estuve de provocar un nuevo sorteo, pues me había quedado paralizado. Pero al fin levanté la mano y la agité frenéticamente. “Pues si te acercas, espero que te guste lo que te toca hacer... Vas a ser la envidia de todos”. Mi primer trabajo previo fue atarles las manos, que aún mantenían en el cogote, con unas cuerdas que me entregaron a cinco argollas que colgaban del techo, así como vendarles los ojos. La idea era que, con los brazos en alto, quedaran disponibles  y sin verse entre sí –tal vez también para que no me vieran a mí– para las pruebas a las que habían de someterse y de las que yo sería el ejecutor. Quedé pendiente de las instrucciones, excitado al máximo. El presentador fue enunciando las pruebas. La primera se refería a la sensibilidad en el pecho. Se trataba de trabajar los pezones para mesurar el nivel de resistencia. Así que, de uno en uno, les fui agarrando las gordas tetas peludas y pellizcando los pezones. A unos se les endurecían enseguida y daban muestras de placer. Otros eran menos resistentes y parecían desear que no insistiera demasiado. Mientras el jurado tomaba sus notas, la siguiente tarea era para mí más comprometida, aunque tentadora. Ni más ni menos tenía que tocarles las pollas para comprobar la rapidez de reacción, o sea, meneárselas para que se empalmaran... Todo ello cara al público, que jaleaba y hacía apuestas, y la atenta observación del jurado. Cogí la polla del primero que reposaba sobre los contundentes huevos y la manoseé con suavidad. A medida que engordaba, el redondeado capullo goteaba. Cuando, con los toques que di a la punta, la crecida llegó al máximo hube de cambiar de tercio. La siguiente era una polla gorda y en apariencia corta. Pero al sobarla a dos manos, la piel se fue estirando y, al descapullarla por completo, resultó descomunal. La polla sonrosada y de capullo libre del pelirrojo lucía entre la mata de pelo rojizo; fina y larga, respondió pronto a mis caricias. Tuve que mantenerle sujeta la barriga para poder trabajar la polla del más gordo y, con mi ayuda, se transformó en un pollón contundente. Poco hube de hacer con el último, por su tendencia a un empalme permanente y que, solo con la espera, ya estaba en plena forma, aunque no ahorre unas pasadas de redondeo. Desde luego no me atrevería a puntuar; ya el jurado sabría lo que se hacía.
 
Habiéndolos dejado a todos presentando armas, quedé con las piernas flojas y los calzoncillos mojados. Pero tenía que mantener el tipo ante los aplausos y el aliento que me llegaba. Como no había señales de que las pruebas hubieran acabado, me preguntaba qué servicios tendría que atender todavía. Y resultó que, para comparar las cantidades de leche y la potencia de los chorros, nada mejor que disponerme a hacer cinco pajas. Esperé tener aguante y no correrme yo espontáneamente ante lo que me esperaba. En esta ocasión me tocó empezar por el último. Le planté una mano en el culo y agarré la polla con la otra. Nada más cosquillearle un poco el ojete con un dedo y darle unas pasadas por la polla tiesa, noté que algo circulaba por ella y desembocó en un seguido chorro en forma de arco. El presentador acudió raudo a marcar una señal en el suelo y tuvo el detalle de entregarme una toallita humedecida, cosas que repitió tras cada intervención. Más trabajo tuve con el gordo pues, por una parte, me costó más hurgar en la raja de su generoso culo y, por otra, el manejo de su duro pollón, en la posición en que estaba, chocaba con sus carnes abundantes. No obstante, mi afanosa frotación logró que empezara a derramar gruesos goterones que iban cayendo en vertical. Menos dificultoso resultó el pelirrojo, cuyo culo engulló mi dedo como si lo absorbiera y cuya larga polla permitía un amplio recorrido manual. Se tensó al máximo y soltó varios chorros intermitentes, cada uno a más distancia que el anterior. El de la polla falsamente corta tenía un culo muy peludo y de más difícil acceso. Por lo demás, hube de mantener la mano bastante abierta para abarcar bien el cilindro. Con un buen juego de dedos, llegué a notar que un flujo corría por su interior y, a modo de aspersor, empezó a echar leche en todas las direcciones. Con la mano ya cansada, pero dispuesto a cumplir mi papel hasta el final, abordé la última meneada. Culo de agradable tacto y raja amplia, cosquilleé los ostentosos huevos y centré mis habilidades en el grueso capullo, que seguía destilando gotas transparentes. Fue adquiriendo un tono cárdeno y empezó a manar un líquido más pastoso, que dio paso a un surtidor lechoso que se proyectó hacia arriba y casi me da en un ojo.
 
Hice bien en haber aprovechado para familiarizarme por mi cuenta con las intimidades de los culos de los concursantes. Porque ahora, en lo que no me atrevía a conjeturar si podría ser ya la prueba final, entre el presentador y yo los soltamos de las argollas y, sin desligarles las manos, tuvieron que volcar el cuerpo sobre una gruesa barra, dejando los culos expuestos. Me proveyeron  de cinco consoladores de regular tamaño y el asunto iba de capacidad de absorción y de lanzamiento. A cada uno le iba ajustando el ángulo de las piernas para una adecuada estabilidad. Luego impregnaba el instrumento con un spray oleaginoso. Como procuraban no emitir sonidos delatores, captaba  por la tensión de los muslos el diverso efecto que les producía la incursión. En algún caso ésta era fluida y enseguida llegaba al tope de los huevos artificiales. Otras veces tenía que apretar y asegurarme de que no hubiera rebote. Una vez equipados los concursantes, lo que faltaba quedaba ya en sus manos, o mejor dicho, en sus culos. El presentador les instó a que, con una enérgica contracción de los músculos del conducto anal, trataran de expulsar a la mayor distancia posible los artefactos. Salvo uno que cayó por su propio peso, los demás produjeron un efecto similar al descorche de botellas de cava.
 
Los concursantes, privados de la visión y maniatados, se irguieron y permanecieron expectantes, aunque no más que yo, por lo que de nuevo había que superar. Para esta misión, les liberamos las manos, pero conminándolos a que las mantuvieran en alto hasta que recibieran instrucciones más precisas. Dócilmente se dejaron colocar en círculo, de manera que la polla de cada uno quedara enfrentada al culo del que lo precedía. A partir de ahí, mi misión había de consistir en estimular las vergas, aunque no todas lo necesitaron, y dejarlas presentadas en las rajas de los culos. Ahora fueron autorizados a asirse a las caderas del de delante para impulsar la penetración. Como los ojetes habían quedado bien distendidos por los consoladores, la múltiple follada resultó bastante coordinada. No obstante, hube de supervisar que los acoplamientos quedaran completos para, a partir de ese momento, cual director de orquesta, armonizar las embestidas simultáneas. Era de ver cómo, pese al desgaste que ya llevaban encima, tan íntimo contacto entre los contrincantes los enardecía. Separaban los glúteos orondos y peludos para clavarse a tope, a la vez que ofrecían sus propios traseros para que fueran poseídos. Los que, por ser de pollas más cortas o demasiado gordas, tenían más dificultad para mantenerse acoplados, compensaban balanceando sus golosos culos para alentar a los que los follaban. A una orden del presentador, cesaron bruscamente las enculadas y los contendientes presentaron armas. De una de las pollas aún goteaban restos de la leche vertida en el culo del colega y, para regocijo del respetable, otra, al salir por sorpresa, soltó el chorro que no había tenido tiempo de dejar depositado.
 
El concurso llegó a su fin y, mientras el jurado deliberaba, los cinco aspirantes fueron invitados a retirarse y aprovechar para asearse. La música empezó a tronar y el público se entretuvo en un agitado baile. Quedé así un poco descolocado y reventando de calentura. Pero el presentador no tardó en dirigirme una prometedora sugerencia: “¿No te gustaría unirte a los chicos, que te lo has ganado?”. Así que me acompañó a donde aquéllos estaban y que ahora ya pudieron ver al esforzado maestro de ceremonias. Bajo una ducha colectiva, retozaban sin el menor atisbo de rivalidad, pero excitados por la espera del veredicto. El presentador me incitó a incorporarme y, mientras me despelotaba con toda la rapidez que permitían mis temblores, arengó a los otros: “Ya podéis tratarlo bien, después del servicio que os ha dado”. Y desde luego la recepción no pudo ser más cordial, encantados de la erección que me estallaba en la entrepierna. Ante todo me permitieron realizar un deseo que me punzaba desde que había comenzado su exhibición, que era saborear, una a una, tan suculentas pollas. Generosos me las ofrecían y yo no cejaba en mi frenesí hasta sentirlas bien firmes dentro de mi boca. Pero la mía estaba ya a punto de reventar, así que, entre cuatro, sujetaron al de culo más gordo y peludo y lo pusieron a mi disposición. Me abalancé sobre él y lo penetré con todas mis fuerzas. Una corriente de fuego me recorrió el cuerpo y me vacié sintiendo un inmenso placer.
 
Pero el tiempo apremiaba y los osos se aprestaban ya a presentarse de nuevo ante el público. Sin embargo, yo había entrado en tal estado de relajación que permanecí inmóvil reconfortándome bajo la ducha. Me empezó a llegar el vocerío desde la sala, que sin duda celebraba la decisión del jurado. Pero ésta ya me era indiferente. Para mí, todos habían ganado.