miércoles, 31 de octubre de 2012

El probador

En una época de mi vida en que pasaba por una situación económica poco boyante, por influencias de un amigo –la relación con el cual no vienen al caso ahora–, fui contratado como dependiente de refuerzo para las rebajas de verano en unos grandes almacenes. Por mi aspecto maduro y mi buena presencia, me asignaron a la planta de ropa para caballeros y, más en concreto, en la sección de artículos para el baño. Frecuentemente, la clientela estaba constituida por matrimonios de mediana edad que, provistos de un surtido de trajes de baño, tomaban posesión de los probadores. Dado el escaso espacio, casi siempre la esposa quedaba fuera y acudía a los requerimientos del marido. A mí, que obsequioso rondaba por allí para atender la solicitud de otra talla o de un nuevo modelo, no se me escapaban ráfagas de piernas desnudas, bultos del paquete o barrigas bajo las camisas arremangadas. Algunas de estas visones no dejaban de resultarme excitantes y de desatar mis fantasías.
 
Un día, a primera hora de la tarde y con escasa clientela, se dirigió a mí un hombre de unos cincuenta años, regordete, no muy alto, de barbita canosa y rostro muy agradable. Con simpatía y desparpajo me interpeló: “A ver si usted me puede orientar para escoger un bañador que me vaya bien”. Como primer paso le pregunté: “¿De que tipo lo querría: bermudas, meyba clásico, eslip…?”. “Más bien este último… ¿No cree que me quedaría mejor?”, replicó con una sonrisa picarona. A lo que añadió: “En realidad solo lo usaría para la piscina del hotel. En la playa a la que iré no necesitaré ninguno”. Ante esta explicación no pedida, no pude menos que experimentar un cierto rubor y casi me temblaban las manos mientras buscaba varios modelos para mostrárselos. Él siguió haciendo gala de su elocuencia: “Ya se habrá fijado en mi talla… Que me ajuste bien”. Desde luego que me había fijado en sus formas redondeadas y en su culo respingón. Le traje de varios colores y se inclinó por uno azul turquesa. “Éste me sentará bien, ¿verdad? ¿Puedo probármelo?”. “Por supuesto”, contesté. “¿Quiere llevarse algún otro color o más de una talla?”. “De momento me llevo éste y ya veremos… No tengo prisa”.

 
Aunque todos los probadores estaban vacíos, se dirigió al más apartado, entró y cerró la puerta. Quedé a la espera con la imaginación excitada ante tan singular cliente. A los pocos minutos abrió y asomó la cabeza. “¿Podría pasar?”, pidió. Debió notárseme cierta expresión de sorpresa cuando vi que no solo se había quitado los pantalones para ponerse el eslip turquesa sino toda la ropa, porque dijo: “Es mejor ver el conjunto, ¿no le parece?”. Su visión, duplicada por el espejo desde el que me sostenía la mirada, me dejó clavado. Estaba tremendamente bueno. También me fijé, ahora que estaba desnudo, que tal vez había calculado a la baja la talla, porque era algo más grueso. Así observé que, por detrás, no llegaba a cubrir la totalidad de la raja. “¿Cómo me ve?”, me sacó de mi reflexión. Me salió sin querer una expresión que podía resultar equívoca: “Lo veo muy bien…”, que maticé inmediatamente: “Quizás un poco pequeño”. “¿Sí? ¿Por qué lo dice?”. Entre aclararle que enseñaba parte de la raja del culo y hacérselo notar de facto opté impulsivamente  por lo segundo. Pasé un dedo por la fracción a la vista: “No le cubre del todo”. Soltó una risa. “¡Vaya! Tengo el culo más gordo de lo que había calculado… Pero tampoco es tan grave, ¿no?”. Y se giró para verse por detrás en el espejo. A renglón seguido volvió a mirarse la delantera. “Por aquí sí que me queda todo sujeto, ¿verdad?”. Lo que forzó que fijara mi atención en las modulaciones del tejido que marcaban el contorno del pene y los testículos. Me sonó casi a una invitación a que también tocara por ahí, pero tal vez se compadeció de mi turbación y me dio una tregua. “De todos modos, no está de más que me pruebe una talla mayor para comparar ¿Le importaría traérmela?”.
 
Salir del probador me sirvió para aliviar la tensión sexual que había acumulado. Sin embargo, al volver, la situación se recrudeció. Despojado del eslip, me aguardaba completamente desnudo con el mayor descaro. Me temblaba la mano cuando le alargué el nuevo traje de baño, sin poder desviar la vista de lo ahora desvelado. Y su misma expresión beatífica y sonriente me descolocaba aún más.
 
Con parsimonia se puso el bañador y se contempló atentamente en el espejo, girándose para una visión completa. Refiriéndose a la parte de atrás dijo socarrón: “Éste me tapa lo que a usted parecía disgustarle que enseñara…”. En efecto, el borde superior llegaba ahora justo al límite del comienzo de la raja. Torpemente repliqué: “Disgustarme, para nada. Solo fue una observación”. El examen de la parte delantera dio lugar, sin embargo, a que objetara: “Pero éste me sujeta menos y además queda flojo por los lados”. Distendió con un dedo el filo que se ajustaba a la ingle, y añadió: “Pruebe y verá”. Lo que no osé hacer antes se me ofrecía ahora explícitamente y no lo desaproveché. Imité su gesto no con un dedo, sino con uno por cada lado. Mientras rozaba la calidez pilosa de las ingles y la rugosa piel del escroto, siguió hablando impertérrito: “Fíjese si tengo una erección y esto se estira. Podría salírseme algo”. De repente, su tono de voz cambió y se volvió susurrante: “¿Quieres probarlo?”. Entonces saqué uno de los dedos acoplados a las ingles y fue mi mano entera la que se puso a acariciar sobre el tejido azul. Su contenido se endurecía y la elástica tela se tensaba. Le saqué los huevos por un lado y, a continuación, salió la polla tiesa y reluciente. Entretanto ya estaba bajándome la cremallera y hurgando en mi bragueta. Sacó mi polla y estrujó el mojado capullo. “¡Humm!”, murmuró goloso. Le bajé el eslip y se lo sacudió por los pies.
 
Las limitaciones del espacio y el sigilo al que obligaba dieron lugar a una especie de mudo pugilato erótico. Yo quise tomar el dominio de la situación, después de las provocaciones que me habían ido enervando, y me alcé frente a su cuerpo desnudo. Le sobé y chupé las ricas tetas que, ensalivadas, pellizqué luego, arrancándole sordos quejidos. Fui bajando y recorriéndolo con la boca hasta alcanzar la polla palpitante. Lo rodeé con mis brazos, firmemente asido a sus glúteos. Sorbí el duro apéndice y todo él se estremeció. Con las manos sobre mi cabeza dirigió el ritmo de la mamada. De pronto tiró de mí hacia arriba y fue él quien se inclinó. Tomó posesión de la polla que me salía por la bragueta y lamió su húmeda superficie. Succionó enérgicamente, dispuesto a no soltarme. Mis piernas temblaban, inundado de placer. Cuando me vacié, sorbió hasta la última gota y no se desprendió de mí hasta que mi polla, completamente saciada y limpia, se fue retrayendo hacia el refugio de mi bragueta. Mi desahogo físico no había extinguido, sin embargo, el deseo que aquel deleitable cuerpo seguía infundiéndome. Lo acorralé contra el espejo y lo cubrí de sobeos y lamidas de arriba abajo. Él se agitaba entre mis embates y liberaba una mano para masturbarse. En el cenit de la excitación, me cogió una  de mis manos y la puso bajo su polla a punto de estallar. La palma se me llenó de leche y él, tras unos relajantes resoplidos, la subió hacia su cara y la lamió hasta no dejar rastro.
 
Quedamos ahítos unos instantes, yo vestido y él desnudo. Empezaron a oírse movimientos en otros probadores. Recompuse pues el gesto y salí con los dos bañadores tan provechosamente comparados. En unos minutos reapareció el cliente tal como había llegado al principio. “Creo que me llevaré el primero”. Y mi hizo un guiño que solo yo percibí. Cuando le entregué la bolsa y el ticket, le dije: “Espero que lo disfrute. Y ya sabe…., aquí estamos para servirle”.

lunes, 29 de octubre de 2012

Una ducha provocativa

Salí de casa para comer y, como no quería andar mucho por el calor reinante, entré en un pequeño restaurante a la vuelta de la esquina. Había escasa clientela y me llamó la atención un hombre que estaba también solo. Instintivamente ocupé una mesa que estaba un poco más atrás y que me permitía tener una visión de él en diagonal. Mi buena impresión inicial se confirmó al observarlo con más detenimiento. De unos cincuenta años y grueso, llevaba un modo de trabajo con peto sobre una camiseta. Un cinturón de cuero gastado, con algunos aditamentos para herramientas, resaltaban su aspecto profesional. No le quitaba ojo al perfil de su firme cabeza, medio calva y de barba rasurada, que me resultaba muy atractiva. Asimismo, su buena barriga y el movimiento de su recio brazo desnudo, de un vello suave, al manejar el cubierto me tenían absorto. Se giró un momento para avisar a la camarera y nuestras miradas se cruzaron. La mía debió resultarle ya muy trasparente, a juzgar por su comportamiento posterior. Desde luego, mi imaginación, como si tuviera rayos X, ya había  funcionado.
 
El hombre acabó antes que yo y se levantó para marcharse. Verlo de pie, con toda su robustez, me sedujo aún más. Aunque ahora me miró más abiertamente y me dirigió un cordial “¡buen provecho!”, pensé con pesar que ahí iba a quedar todo. Sin embargo, cuando salí unos minutos después, me sorprendió verlo en la acera fumando un cigarrillo. Hubo nuevo cruce de miradas, con sonrisas incluidas, y yo me encaminé a casa. Pero resultó que él se puso a andar a pocos pasos de mí. Al llegar al portal e introducir la llave, se paró a mi lado. “¿También viene aquí?”, no pude menos que preguntar. “Si es posible…”, fue su ambigua respuesta. Así que entramos juntos y nos dirigimos al ascensor. “¿A qué piso?”, volví a inquirir. Ya me dejó estupefacto: “Al que tú digas”. Me temblaba la mano cuando pulsé mi botón, con una mezcla de deseo y azoramiento por lo inesperado de la situación. Dejé que él siguiera dominándola y mantuve baja la mirada en el trayecto de varias plantas. Pero la vista se me clavó en la parte baja del mono que, al no tener bragueta, resaltaba el paquete. “No llevo calzoncillos”, musitó, y me cogió una mano que acercó al bulto, que palpé ya más desinhibido. “Supuse que te gustaría, por la forma como me mirabas mientras comía”. Me relajé bromeando: “¿Es que tienes ojos en el cogote?”. “Será un sexto sentido”, y me apretó más la mano.
 
Ya no tenía que preguntar más a dónde iba cuando abrí la puerta del piso. Pero enseguida avisó: “Será mejor que me dejes duchar. He trabajado desde temprano y sudado mucho”. Con desparpajo se soltó los tirantes del mono, que cayó para abajo. Efectivamente no llevaba calzoncillos, aunque el sexo quedaba ahora ofuscado por la solidez de sus muslos. Dejó que le ayudara s sacar la camiseta por la cabeza y así presentó todo su cuerpo, tan apetitoso como había imaginado. Barrigudo y tetudo, su piel era blanca y el abundante vello, claro. De momento no quiso mayor aproximación. Se sentó en una silla y se quitó las botas, para sacarse del todo el mono. “¡Ahora al agua!... Me puedes mirar ¡eh! Y de paso te desnudas”. Le indiqué el baño y preferí ir yo detrás, pues me apetecía verlo de espaldas y admirar su rumboso culo. Se notaba que le gustaba ser contemplado y ese punto exhibicionista me excitaba muchísimo. Lo demostró cuando entró en la ducha. No corrió la mampara y no me importó que el agua salpicara por fuera; el espectáculo lo merecía.
 
Mientras esperaba que el agua alcanzara la temperatura, soltó una potente y larga meada. El perfil que presentó me permitió observar que su polla, que al principio no había destacado en su voluptuosa anatomía, iba adquiriendo un grosor contundente. “¿Te gusta?”, dijo socarrón y la hizo oscilar esparciendo el chorro. “Pero acaba de desnudarte, que quiero ver el efecto que te hago”. Y es que yo, ya sin la camisa, había quedado paralizado con el pantalón a medio quitar.
 
Entró ya bajo el chorro y se encaró hacia mí. Ahora su verga, tersa y descapullada, se erguía desafiante. Aún separó algo las piernas para resaltar los huevos que se abrían paso entre los recios muslos. Al caerle el agua, el vello de todo su cuerpo parecía oscurecerse en contraste con la piel que adquiría un tono más rosado. Me miraba con agudeza y mostró una ladina sonrisa ante la erección que, por fin desnudo, le estaba presentado. “Es lo que esperaba”, dijo ufano. Tuve entonces el impulso de ir a coger el gel, pero me lo impidió de nuevo. “Me apaño solito… Tú ve tocándote, que yo te vea”. Así que cerró el grifo, se echó abundante gel en las manos e inició un enjabonado integral que constituía toda una antología de exhibicionismo provocador. Yo, en mi forzada contención, alcanzaba una excitación casi dolorosa. En la necesidad de ocupar mis manos, me pellizcaba los pezones hasta hacerme daño, me apretaba los huevos y extendía por el capullo el juguillo que expelía. Trataba de moderar las frotaciones de la polla e impedir así una incontrolada  y prematura corrida. Él no me quitaba ojo y se crecía en su descarada lascivia. “¡Cómo te pongo, eh! Ya te gustaría meterte aquí, pero así tiene más morbo”. ¡Joder con el tío! La verdad es que tenía razón, pero yo estaba que me salía. Entretanto se extendía la espuma por las tetas con un calmoso refriegue. “¡Qué duras se me han puesto las puntas!”, y las estiraba relamiéndose los labios. La prominente y velluda panza no se escapó a sus sobeos jabonosos, alardeando de su solidez. Cuando creí que llegaba el turno de su bajo vientre y se me aceleraba el pulso esperando el crescendo de su provocación, prefirió sin embargo hacer una finta y dedicar su atención a piernas y pies, que iba apoyando en el borde de la bañera. Al inclinarse hacia delante, su socarrona mirada se centró en la proximidad de mi polla enhiesta y cárdena. De buena gana me habría abalanzado para metérsela en la boca y llenársela ya con toda mi leche. Pareció leer mi pensamiento. “¡Cómo te gustaría una mamada, eh! Pero tengo que acabar mi toilette…”, riendo burlón.
 
Ahora sí que me ofreció el espectáculo del lavado de su sexo. La endurecida verga se habría paso entre la espuma y se la masajeaba haciendo correr la piel. Con otra mano se toqueteaba los huevos. Todo ello acompañado de suspiros y  resoplidos. “¡Uf, qué caliente estoy! Me voy a tener que enjuagar con agua fría…”. Yo, por un mimetismo mecánico, me la meneaba. “¡Cuidado! A ver si vamos a hacer un cruce de leches… Sería un desperdicio ¿no?”. Sus dotes de calienta-pollas me tenía fuera de mí y la retención de cualquier contacto físico, que solo me dejaba entrever como una dudosa promesa, me mantenía en una excitación extrema. Entonces se fue girando y me presentó su trasero. …Si al menos me hubiera permitido enjabonarle la espalda. Pero él se afanó en manipular lúbricamente su culo como nuevo elemento de provocación. Si ya me había embelesado cuando lo seguía hacia el baño, el lucimiento ahora era tremendo. Marcado por el vello mojado, se lo palpaba y estrujaba deslizando el jabón. Se abría la raja y los dedos se iban hundiendo en ella, provocándole fingidos respingos. No se abstuvo de retarme. “¡Huy, qué dilatado lo tengo,…y ardiendo!”. Como ahora no me miraba, me sujetaba la polla reprimiendo el insoportable deseo de vaciarme. Casi me alegré de que volviera a abrir el grifo y se pusiera a enjuagarse.
 
No me podía creer que, tras cortar el agua y sin salir de la bañera, se plantara y me incitara con su verga. “¡Ven y come, que ya va siendo hora!”. Caí de rodillas por fuera del baño y, aliviando el ardor de mi polla contra el frío del mosaico, dirigí directa mi boca a tan anhelado trofeo. Engullí, lamí y chupé con vehemencia. “¡Ojo, ya me gusta, pero quisiera que me quedara la polla entera!”. Frené algo y él entonces se acomodó llevando con sus manos el ritmo de mi cabeza. “¡Así, así, boca mamona!”. Apenas si lo oía, concentrado con estaba en sacarle todo el jugo después de tan mortificante espera. Los latidos que sentí contra mi lengua y el leve temblor de los muslos a los que me asía anunciaban el éxito. “¡Me viene, me viene! ¡No te apartes ahora!”. Dicho y hecho, borbotones calientes y ácidos inundaron mi cavidad bucal y pugnaban por escurrirse por las comisuras de mis labios. Él resoplaba y aún se mantenía dentro para el goteo final. Pero la quietud duró poco porque inesperadamente me apartó para salir de la bañera al tiempo que cogía una toalla. “Bueno, ¿satisfecho? Lávate un poco, que yo voy a por mi ropa”.
 
Quedé medio aturdido por la frustración y la incredulidad ante un comportamiento tan egoísta, después de haber jugado con mi excitación. A punto estuve de desahogarme haciéndome la paja que tanto había demorado. Pero un punto de indignación me disipó momentáneamente las ganas. Y fue un retardo acertado porque, al dirigirme a la sala, me aguardaba otra sorpresa provocadora. Nada de vestirse, sino que lo encontré recostado boca abajo en el sofá con el culo bien preparado. Para disipar dudas, dijo al sentirme llegar: “Sí que has tardado… ¿Es que no tienes ganas?”. Se removía con toda su habilidad lujuriosa.
 
Inmediatamente me subió la moral y, con ella, la erección recuperada. Me arrimé a él y apunté la polla al deseado agujero. Me fui dejando caer y le entré poco a poco. “¡Oh, qué pollón! ¡Menos mal que me he dilatado en la ducha!”. Su exagerada exclamación me enervó aún más. Obsequioso ahora, me incitaba a la follada. “¡Zúmbame con fuerza, que estoy hirviendo!”. Cada embestida por mi parte la celebraba con apasionamiento. Su enrojecida piel y el tenue vello erizado atraían mis palmadas cada vez más fuertes. “¡Así, fuego por fuera y fuego por dentro! ¡Qué gozada!”. Era tal su alardeo de lascivia que me hacía usar todo mi cuerpo. Me volcaba sobre su espalda y le manoseaba las tetas colgantes con apretones y pellizcos, sin abandonar los enérgicos golpes de cadera. Cambiábamos de posición y se me sentaba encima, clavándose de nuevo mi polla y saltando sobre ella. El parsimonioso exhibicionismo en la ducha había dado paso a la entrega a una enculada increíble. “¡Que me corro!”, medio grité fuera de mí. “¡Venga, venga esa leche!”, y noté que apretaba el ojete para retenerme la polla. Me sacudían los espasmos y él reía como su hubiera alcanzado un triunfo.
 
Aún entrelazados, caímos los dos del sofá al suelo. Se revolvió y buscó con la boca mi polla goteante. “¡Dame un poquito…!”. Chupó los restos de leche con tan ansia que me estremecían los escalofríos. Cuando se hubo calmado, me dijo socarrón: “¿No ha sido más bonito que si hubiéramos follado en la ducha a los tres minutos? ¿A que te he puesto como una moto?”. Tuve que reconocer que, con sus artimañas, había conseguido que echara un polvo inolvidable.