jueves, 25 de abril de 2013

El sargento


El cumplimiento del servicio militar en un campamento –sí, esos eran mis tiempos– supuso para mí un cúmulo de experiencias, pero sobre todo una me dejó marcado para toda la vida. Yo era algo gordito y muy tímido, cualidades poco aptas para desenvolverse con soltura en ese ambiente. No obstante, traté de sobrevivir a base de discreción  y evitación de conflictos.

Al mando de mi unidad estaba un sargento que, desde el principio, me inspiró sentimientos contradictorios. Por un lado, se correspondía a la perfección con el tipo cuartelero y zafio, que se ufanaba groseramente de su virilidad. Por otro lado, y puede que en parte por esa  misma profusión de  testosterona, ejercía sobre mí un morboso atractivo. Cuarentón, rechoncho y fortachón, la sombra de una espesa barba, pese a ir siempre cuidadosamente rasurada, oscurecía su rostro confiriéndole fiereza. Los recios brazos, que casi reventaban la remangada camisa, extendían su pelambre hasta los nudillos. La misma exuberancia pilosa brotaba del cuello abierto todo lo que permitía el reglamento. La verdad es que era más fanfarrón que duro y le bastaba con despertar admiración.

Pánico me daba que se le ocurriera tomarla conmigo, al considerarme tan opuesto a él. Sin embargo, la dualidad en que me movía hacía que, si por una parte procuraba pasarle lo más desapercibido posible, por otra la mirada siempre se me iba allá donde estaba él. Nunca sabré qué es lo que llegó a captar, pero el caso es que empezó a reclamarme para pequeños servicios. A partir de ahí, entramos en una dinámica que me sumió en la confusión, al tiempo que me subyugó.

En una ocasión estábamos de maniobras, cargados con la impedimenta al uso. Llegamos a quedar los dos solos, separados del resto por un montículo. De pronto me dijo: “Sujeta esto, que voy a mear”. Me alargó su mosquetón y se abrió la bragueta. Se sacó la polla sin molestarse en darme la espalda. Se la movía con la mano jugando con el chorro, mientras que, con la otra mano, se subía la camisa secándose el sudor. Mi embarazo  no se le escapó. “¡Ni que fuera la primera minga que ves!”. Se la sacudió ostentosamente y, antes de guardársela, hurgó hasta sacarse también los huevos. “Cojones como éstos sí que no habrás visto… ¡Ja, ja, ja!”.  Correspondí solo con una risita de conejo. “¡Anda, vamos!”. Se guardó el aparato y recuperó su arma.

Otra vez, como castigo por una torpeza, el teniente me había hecho pasar toda una tarde limpiando varios vehículos. Acabé lleno de grasa y polvo cuando mis compañeros ya habían salido de paseo. Me dirigí a las duchas colectivas y allí, solo, me puse en remojo. El ruido del agua no me dejaba oír nada más, así que me llevé un sobresalto cuando, al girarme, vi en la puerta al sargento. “¡Vaya susto que te he dado! Estoy de guardia y he venido a ver quién andaba por aquí… Así que eras tú”. Seguía plantado sonriendo socarronamente y yo estaba de lo más nervioso. “¡Oye, me has dado una idea con este calor!”. Aunque los mandos tenían sus propias duchas, el sargento se desnudó allí mismo y se puso muy cerca de mí. La impresión que me produjo verlo de cuerpo entero casi me paraliza. El vello cubría sus redondeces más suavemente de lo que había imaginado y él se remojaba con voluptuosidad. Se jactó: “¡Tú tan blanquito y yo hecho un oso!”. Mientras, yo me iba enjabonando una y otra vez para disimular mi turbación. De pronto vi que se había empalmado y no tuvo el menor reparo en exhibirlo. “Es que voy de caliente… Hace una semana que no me trinco a una tía”. Por más que traté de evitarlo, el instinto se me puso en guardia. Él miró con naturalidad y sentenció: “¡Claro, a ti también te pasa! Y eso que no tienes pinta de ser tan fogoso como yo…”. En esa tesitura, no sabía qué podía pasar. Pero el sargento zanjó de repente la cuestión: “¡Venga, vamos a echarnos agua fría!... ¡Qué putada estar de guardia!”. ¿Se refería a no haber podido salir para echar un polvo o a que no era reglamentario enredarse allí conmigo? Fantaseé toda la noche acerca de ello.

Pasaron pocos días y el sargento tuvo que conducir un jeep para recoger un encargo. Me ordenó que lo acompañara para que la carga fuera más rápida. La intimidad del trayecto no dejaba de inquietarme. Pero él dedicó buena parte del tiempo a sus baladronadas y chistes malos, que cuanto más guarros más le hacían reír. Me sorprendió que sacara el tema. “¡Anda que no nos pusimos burros el otro día en la ducha! Es lo que tiene la milicia, la buena camaradería…”, exclamó con risotadas. Entró en un inhabitual mutismo y, al poco, se desvió para meterse entre un conjunto de árboles. Paró y me dijo algo más serio: “Pues yo sigo igual sin mojar…. ¿Por qué no nos hacemos unas pajas?”.  Su pregunta era retórica, porque ya se estaba soltando el cinturón y bajando los pantalones hasta las rodillas. “¡Mira cómo estoy ya!”. Y pude ver su contundente polla bien tiesa y mojada. “¡Anda, anímate! Que es mejor en compañía”, me interpeló. Así que pronto me encontré en su mismo estado. Empezamos meneando cada uno la suya y mirándonos de reojo. Pero pronto sugirió: “Tú a mí y yo a ti ¿vale? Así dura más”. Intercambiamos manos y no tardamos en resoplar los dos, él más estentóreamente. Aún intercaló: ¡Dale, dale! Y maricón el primero que se corra…”. Yo, que tenía in mente lo a gusto que habría usado con él la boca, me vacié antes. El sargento se limpió la mano con mis huevos y me conminó: “¡No pares, no pares, que retiro lo de maricón!”. Por fin se corrió con exageradas convulsiones en varios brotes de abundante leche. Cuando se calmó, no se abstuvo del autobombo: “¿Has visto lo que soy capaz de largar?”. Como yo me había quedado agarrado a la verga, me avisó: “¡Chaval, que te vas a quedar pegado!”. Echó mano de una bayeta que había en el salpicadero y nos limpiamos. Una vez recompuesta la ropa, reemprendimos la marcha en un relajado silencio hasta llegar a destino.
 

A estas alturas de tan peculiar trato, me tenía totalmente intrigado qué valor debía dar el sargento a sus expansiones conmigo. Desde luego, yo no podía hacer nada que supusiera tomar cualquier clase de iniciativa en un juego tan resbaloso. Solo me cabía elucubrar sobre cuál sería su próxima ocurrencia, si es que la había.

Un día en que teníamos la tarde de permiso, el sargento me abordó a la salida del campamento. “Ven conmigo, que te voy a llevar de putas”. Me entró pánico, porque eso no era precisamente lo que me pedía el cuerpo. Intenté improvisar una excusa, pero ya sabía que con él no valían. “A ver si va a resultar que eres virgen… Pues mejor, que ya es hora de que espabiles”. Quiso animarme: “Hay una que ya ni me cobra de lo bien que se lo pasa conmigo. Dice que soy el único cliente con el que se corre,…la muy puta. Te va a tratar de maravilla”. La situación me parecía de lo más delicada, porque si, como era de prever, no respondía a sus expectativas, podría quedar retratado y volverse contra mí su excesiva camaradería. Una virilidad burlada daría cabida al rencor, con horribles consecuencias para mí.

Como res al matadero hube de dejarme conducir a casa de su amiga, que nos recibió con muchas alharacas. “¡Ladrón, qué caro te haces de ver! Seguro que te gastas los cuartos con otras pelanduscas”. Y al verme: “Así que me traes carne fresca. Lo que tú no inventes…”. La mujer era madura y generosa en carnes. Llevaba una bata a imitación de un kimono que dejaba ver casi enteras sus abundosas tetas. El sargento le dio una palmada en el culo. “A mí ya sabes de sobras lo que me gusta. Y a éste lo vas a tener que poner al día”. Yo había desviado la mirada al entorno de la típica habitación, donde destacaban, aparte de la gran cama, un lavabo y un bidet. Cogido por sorpresa, el sargento me sujetó la cabeza y me estampó la cara en el canalón del escote de la matrona. “¡Esto sí que es buen género!”, afirmó. Ella entonces salió en mi defensa. “¡Déjalo, animal, que lo vas a espantar!”.

Empezó el ritual y ella a hacer de sacerdotisa. “No me quito la bata hasta que estéis encuerados, que os tengo que lavar la minga… A saber cómo la traéis del cuartel”.  Obedecimos dócilmente y me reconfortó algo ver de nuevo al sargento en pelotas. A su vez, la mujer quedó solo con un tanga rojo. “¡A bocaos te lo voy a arrancar!”, le espetó el sargento. Pero ella no le hizo caso. “¡Venga, al lavabo!”. Nos pusimos los dos a cada lado con las pollas sobre el borde. La del sargento ya lucía morcillona y, a medida que se la mojaban y enjabonaban, se iba poniendo en forma. La mía, en cambio, no se inmutó, para mi vergüenza. La mujer fue indulgente. “El pobre está nervioso”.


Ya secados, el sargento se empeñó en tutelarme. “Túmbate y verás qué mamada… Yo puedo esperar”. Obedecí – ¡qué remedio!– y la mujer, entonces, restregó las tetas por mi cuerpo hasta llevar la cara a mi entrepierna. No usó las manos sino que directamente sorbió mi polla y yo intenté relajarme no perdiendo de vista al sargento, que se la meneaba observándonos a su vez. Aunque hube de reconocer la profesionalidad con que era mamado, todo se trastocó por un gesto insólito del sargento. Como yo había quedado muy cerca del borde de la cama, el hombre se acercó a mi cabeza y me ofreció su verga. Con toda naturalidad me dijo: “Anda, chúpamela tú mientras”. No me pensé dos veces tan inesperada oferta, así que mi boca se apoderó del deseado miembro. “¡Joder, si chupa mejor que tú!”, exclamó. La doble maniobra logró que me pusiera de lo más excitado. “¡Para, para, que se la meto en el coño!”. Se apartó de mí y se dirigió a la mujer, quien previsora se deshizo del tanga. Sin contemplaciones, el sargento hizo que se girara y quedara boca arriba sobre la cama. Se encajó entre sus piernas abiertas y resopló. “¡Me gusta este chocho tan caliente!”. No se olvidó de mí, que me puse de pie a su lado luciendo aliviado mi lograda erección. “Verás lo que aguanto. La voy a volver loca”. Empezó a bombear ufano y la mujer emitía unos suspiros in crecendo, probablemente fingidos. Yo no quitaba ojo de su culo peludo subiendo y bajando. En sus últimos espasmos, acompañados de bramidos, casi aplasta a la mujer, que cuanto antes intentó librarse. “¡Puaf, qué polvazo!” (Él se lo decía todo) “Ahora tú, que ya has visto cómo se hace”. Pensé que lo que más me había gustado había sido mamársela. “Pero espera, que voy a mear y a limpiarme”. Usó el lavabo para ambas cosas, dejando correr el agua.

La mujer, en su sabiduría, aprovechó para susurrarme al oído: “No tienes que hacer nada que no te guste ¿Te crees que no te he calado? Si solo te pone el sargento… Déjame a hacer a mí”. El sargento ya volvía con su autobombo. “Veréis lo poco que tarda en ponérseme dura otra vez”. Yo también volvía a tenerla floja, aunque por motivos distintos. Me miró con desagrado. “¿Así estás tú? ¿Mucha hembra para ti?”. Aquí intervino mi protectora. “¡No seas bestia! ¿Cómo quieres que el chico se anime contigo alardeando por aquí? Ya vendrá otro día él solo y quedará apañao”. El sargento encajó el golpe. “¡Vaya madrina te ha salido! Pues espera un poco que yo quiero mojar otra vez”. La mujer estaba dispuesta a zanjar el asunto. “¡Vas listo tú! Sin pagar y doble ración… Bastante escocía me has dejado ya”. Con el orgullo un tanto herido, el sargento ordenó retirada.

No volvió a hacerme el menor comentario sobre la visita a su amiga, aunque siguió con las fanfarronadas, a todo el que quisiera oírlo, de sus dotes de su seducción con las putas de la comarca. Por mi parte, la forma tan desenfadada en que me utilizaba como estimulante sexual, cuando le venía en gana, me tenía desconcertado. Nos habíamos pajeado mutuamente y hasta había hecho que se la chupara como si tal cosa. Todo lo cual me tenía obsesionado y alimentaba mis fantasías. Pero solo podía quedar subordinado a su capricho, sin arriesgarme a dar un paso en falso.

No tardó en buscar la ocasión de estar a solas conmigo. Sin el menor empacho me soltó: “¿Sabes que el otro día me la chupaste muy bien?”. No se me ocurrió más que contestar: “Hombre, estábamos todos excitados…”. “Sí, pero en plan de confianza, tampoco me pareció mal”. Ya me lo vi venir y, con el corazón palpitando, dejé que siguiera largando. “Si no miras, no hay diferencia…”. “Tiene usted razón, mi sargento”, apostillé recalcando la jerarquía. “¿Me lo volverías a hacer? Con lo cargado que voy…”. “Si eso lo alivia…, con la misma confianza”. Esta palabra parecía que neutralizaba cualquier prejuicio. “¡Uf! Nada más pensarlo me he puesto burro… Es que soy un semental”. “Ya lo sé, mi sargento. Y yo a su disposición”. “Pues venga…”. Se bajó los pantalones, se arremango la camisa sobre la barriga, se sentó en el camastro y se echó hacia atrás mirando al techo. La verga ya le hacía ángulo recto con el peludo vientre. Procurando que no se me notara demasiado la excitación, me aventuré a preguntar: “¿Quiere que lo toque también un poco para animarlo?”. “¡Haz y no hables!”. Me contuve para no darle un sobeo demasiado evidente, pero pasar las manos por su pelambre y cosquillearle los huevos me embriagó. Como empecé a frotarle la polla, me atajó: “¡Que no es una paja, eh!”. “Descuide”. Y como sabía que eso lo alagaría añadí: “¡Qué bien dotado está usted, mi sargento!”. Él rezongó. Ya sí que pasé a mamar con toda mi alma. Antes de que se le entrecortara la respiración, profirió: “¡Igualito que las putas… o mejor”. Yo chupaba arriba y abajo hasta ahogarme y le daba repasos con la lengua. Él parecía concentrado, con resoplidos intermitentes. Cuando éstos subieron de volumen, le oí decir: “¡Que me voy a ir!”. Para no interrumpirme, le di unos cachetitos en los muslos animándolo. Empezó a lanzar erupciones de leche ácida que tenía que ir tragando para que no me rebosaran de la boca, sujetándome fuerte a sus piernas para contrarrestar sus espasmos. Él reprimía los rugidos para no armar demasiado escándalo. Por fin exclamó: “¡Ostia, tú, qué bien me he quedado!”. Echó mano a la entrepierna y, al notar que todo estaba seco, preguntó sorprendido: “¿Te la has tragado?”. “Lo que no mata engorda, mi sargento… Y hay confianza”. Le hizo gracia mi ocurrencia. Pero de pronto reflexionó muy serio: “Esto entre tú y yo ¿entendido?”. “Faltaría más, mi sargento”. Lo que me faltó fue tiempo para, nada más quedarme solo, hacerme una paja impresionante.


El secreto compartido pareció unirlo más a mí. Como si se le hubiera abierto una perspectiva que no tenía por qué considerar incompatible con su indiscutible hombría. Incluso cabría pensar que el hecho de tenerme tan dócil a sus ocurrencias compensaba el trato burlón que sin duda provocaban sus prepotentes maneras de abordar a las mujeres, más esquivas y caras. El caso es que la senda en la que había entrado conmigo seguía dándole vueltas por la cabeza. Muestra de ello fue que no tardara en volver a sacar el tema. “¿A ti te gustó chupármela?”. Sabía que tenía que ir con pies de plomo para no herir su virilidad. “¡Cómo no me iba a gustar algo que a usted le vino tan bien!”. “¿Pero te puso cachondo?”. No me iba a pillar. “Hombre, es que la calentura de usted se contagia”. Tras la adulación me aventuré algo más. “Fíjese que después me hice una paja”. Me di cuenta de que esta confidencia había sido una temeridad, porque arrugó el ceño pensativo. “A ver si va a resultar que estás abusando de mí…”. Me puse en guardia. “¡Cómo puede pensar eso, mi sargento! Si me la meneé fue porque yo también iba cargado… Nada que ver con lo que le hice”. “Más te vale, porque como se te ocurra proponerme que yo te la chupe vas directo al calabozo”. “Por dios, mi sargento, eso sería inconcebible”. Aún le vino un recuerdo. “Y no te confundas con la paja que te hice en el coche… Eso fue una apuesta”. Quedó claro que el nivel de confianza –palabra que usaba de comodín– era de su exclusiva competencia. Pero, aunque yo claro que había fantaseado con una mamada suya, ¿por qué sacaba él el tema?


Lo que vino después, aparte de chupársela alguna vez más, procurando comportarme de la forma más aséptica posible –él bien que lo disfrutó–, supuso un frente más en su  particular forma de usarme para satisfacer su retorcida sexualidad. Con la excusa de la confianza me comentó un día: “¿Sabes que si quieres dar por culo a las putas te cobran más?...Y encima les gusta a las muy zorras”. Me puse inmediatamente en guardia. En ese aspecto era todavía virgen y los bruscos modos del sargento eran de temer. Mi “¡Vaya!” le debió resultar tibio, así que alargó el tema. “Tiene su gracia, porque cambias de agujero y te aprieta más la polla”. “Usted se las sabe todas, mi sargento”, fue lo único que se me ocurrió. “Además, como las coges por detrás, importa menos que sean guapas o feas… Un culo es un culo”. “Claro, todos tenemos uno”, dije tontamente. “Tú mismo…, por poner un ejemplo, visto de espaldas, llenito y con poco pelo…”. “Mi sargento, mi sargento…”. “¡Coño, que era por hablar! ¡A ver qué te vas a creer!”. Ya me sabía su táctica de ir dejando caer, pero ahora dudaba de hasta donde llegaría.

Pues no pasaron ni veinticuatro horas, que me impusieron un arresto de fin de semana a cumplir en prevención. Ignoraba el motivo, pero lo entendí todo cuando supe que el encargado de mi vigilancia iba a ser precisamente el sargento. Era un barracón aislado donde no habría nadie más. Fingió disgusto al recibirme: “Por tu culpa me ha tocado quedarme el fin de semana… ¡Con las ganas que tenía yo de echar un polvo!”. Traté de contemporizar. “Cuánto lo siento, mi sargento. Si en algo lo puedo remediar…”. “¡Sí, claro, tú y tus mamadas! Pero es que, después de lo que hablamos ayer, tenía yo el capricho de trincarme por detrás a alguna tía”. “En eso, yo…”. “¡Claro, claro… cómo se te ocurre!”. Se marchó con gesto adusto. “Luego nos vemos, cuando acabe la ronda”. Me quedé convencido de que, fuera cual fuera la estratagema que se le ocurriera, estaría dispuesto a conseguir su propósito. Por lo demás, la atracción morbosa que ejercía sobre mí me inclinaba a darle facilidades. Pero, si me iba a acabar penetrando, que al menos no fuera a lo bestia.

Cuando volvió, puso ya en marcha todas sus dotes de convicción. Incluso con una, inusual en él, actitud de humilde persuasión. Se sentó a mi lado en el camastro y me cogió una mano llevándola a su paquete. “Mira cómo estoy ya”. Duro como una piedra. “Pues si quiere…”. “¡No, espera, espera! Hay que saber controlarse”. Me apartó la mano y adoptó un aire soñador. “¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos? Me refiero en confianza…”. Por supuesto que lo recordaba. “¿En las duchas?”. “Pues ahí fue donde ya me fijé en tu culo… Con los chorros del agua y la poca luz, talmente el de una tía”. “¡Vaya, gracias!”, me hice valer. “Ya sé que no es lo mismo… Pero en confianza, si ya te la meto en la boca…”. La palabra mágica que lo excusa todo. “Pero eso debe doler… y usted es muy enérgico, mi sargento”. “Las tías dicen que solo al principio. Luego les gusta”. Me sentía acorralado y, al mismo tiempo, tentado. ¿Ser desvirgado por un pedazo de tío como el sargento acaso no formaba parte de mis fantasías? Sin embargo, la perspectiva de bajarme los pantalones y que me la metiera sin más me parecía demasiado sórdido. Al menos intentaría mejorar el erotismo de la faena. “Es que así, con los uniformes, hace mal efecto”. Se le iluminaron los ojos ante lo que apuntaba a una aceptación. “¡Pues en pelotas…, como en las duchas!”. Iba tan salido que fue el primero en quitarse toda la ropa. Yo me enredé de lo nervioso que estaba y por echarle ojeadas a ese cuerpo que tanto me excitaba. Su verga, desde luego, ya se elevaba amenazante. “¡Venga ya, joder, y enseña ese culo!”. Me observó de espaldas. “¡Redondo y prieto… no me hace falta más, aunque no seas una tía!”. Me tomó de los hombros y me llevó ante una mesa. “¡Anda, échate ahí!”. Me apoyé sobre los codos y afirmé las piernas. Antes avisé: “Si no me pone al menos algo de saliva igual no entra”. “¡Ya sé lo que hay que hacer, chochito delicado!”. Pero se puso en cuclillas y me abrió la raja a dos manos, lanzando varios escupitajos. Enseguida se levantó y note cómo restregaba la polla sujetada con una mano. Se centró y empezó a empujar con una respiración ansiosa. Un fuerte ardor me fue invadiendo, aunque la propia estrechez del conducto lo obligaba a ir despacio. Sentí que la parte más gruesa del capullo había ya entrado y, aguantando el dolor, traté de relajarme. “¡Costó pero entró!”, exclamó el sargento ufano, “¡Ahora hasta los huevos!”. Y vaya arremetida que me dio, que casi me derrengo sobre la mesa. El bombeo que imprimió a la gruesa verga me desgarraba por dentro y me arrancaba gemidos, que le eran indiferentes, o más bien lo enardecían. “¡Qué bueno, qué bueno!”, y se agarraba fuerte a mis caderas. Yo mismo me llegué a sorprender de que se me fuera produciendo una especie de distensión interior que hacía la quemazón más soportable e, incluso, llegara a ser placentera. Hasta el punto de sentir que mi propia polla, encogida por el pánico, se iba llenando. Mis gemidos cambiaron de tono y él lo captó. “¡Si hasta te está gustando, so puta! ¡Pues verás lo que aguanto!”. Alardeando se permitía sacarla y volver a entrar con más ímpetu. Pero el aguante se le fue acabando hasta casi quedar en trance. En varias embestidas finales fue descargando su abundante lechada, con estertores y bufidos. Echó todo su cuerpo sobre el mío y la polla fue resbalando hacia fuera. “¡Ostia, qué bueno ha sido!”, fue su veredicto. Me enderecé y, con las piernas tambaleantes, me dejé caer en el camastro. A pesar de mi cuerpo dolorido, me embargaba una fuerte excitación. Al ver que mi polla estaba dura, exclamó riendo: “¡Anda tú, qué bien te ha sentado!”. Yo solo pensaba ya en una cosa. “Con su permiso o sin él me voy a hacer una paja”. “¡Claro, hombre, que así rebajas tensión!”. Mirando cómo, orgulloso de haber conseguido su objetivo, se exhibía con la verga aún medio hinchada y enrojecida, me masturbé frenético hasta que la corrida me dejó exhausto.


Aún me enculó un par de veces más en sus rondas de vigilancia, ‘en confianza’ y sin que aparentemente afectara a su estatus de supermacho. En cuanto a mí, satisfechos sus caprichos, no le creaba el menor problema de conciencia. He de reconocer que me dejó preparado para la vida futura y, durante mucho tiempo, formó parte de mis fantasías más jugosas. Porque, tras unos días sin verlo, pregunté por él y me sorprendió –o no tanto– que había sido arrestado por haberse metido en una fuerte pelea en una casa de putas. Terminó mi período de campamento y le perdí la pista a mi sargento.

domingo, 7 de abril de 2013

Domingo, maldito domingo


Salida de casa a media mañana de un domingo, con la inocente idea de comprar la prensa y el pan, y regreso en menos de media hora con una calentura a tope. Día desapacible y calles casi desiertas. Por el chaflán aparece un tipo gordote paseando un perrito. Lo llamativo es el contraste entre una gruesa sudadera con capucha a la espalda y un corto pantalón de deporte bien ceñido. Las robustas y velludas piernas que luce me dejan pasmado. Desvío mi ruta y me hago el tonto como si buscara un número de la calle, siguiéndolo para alargar el disfrute de su vista en las paradas para que el perrito se desahogue. Como era de esperar, no me presta la menor atención… De vuelta de mis encargos, con la mente todavía llena del paseante, entro en mi portal y voy al ascensor. Antes de que se cierre, oigo que vuelven a abrir y retengo la puerta. Accede una vecina con su amante –lo sé porque ya los había visto otras veces–, que resulta ser el tío más bueno de los que pululan por la finca. Recio y viril, se nota a todas luces que están deseando echar un polvo. Ella le arregla el cuello de la camisa, que deja ver los pelillos del escote, mientras él la mira con ojos libidinosos. Despedida con “buenos días” –“buen revolcón”, pienso yo–. La mano me tiembla ya cuando pongo la llave en la cerradura. Enciendo la tele de la cocina para ver si distraigo mis pensamientos y lo primero con que me encuentro es un gordo y lustroso abad que explica lo fructífero de la convivencia entre monjes viejos y jóvenes. No me cuesta nada imaginármelo con el sayo levantado y la polla pidiendo una mamada.

Sin ganas de hacer nada, y menos aún ponerme a leer las malas noticias de la prensa, me hago un bocadillo de atún y me lo como con una cerveza; de postre, un plátano –¡cómo no!–. Me resisto a un triste autoservicio, así que vuelvo a echarme a la calle. Paso ante un cine y veo que ponen una película en que actúa el que hace de Tony Soprano. Menos es nada. Como es de sesión continua, más que mediada la proyección, accede a la sala un matrimonio clásico, ella y él  maduros y voluminosos. Se colocan en una fila delante de la mía, un par de asientos hacia un lado. La luminosidad de la escena de ese momento me permite observar la buena pinta del varón cuando, vuelto hacia mí se quita el abrigo. A su vez, me parece que él también se fija en mí. Se nota que están en plan de gresca, por lo tarde que han llegado a causa de ella, según él. Si no fuera por lo atractivo que me resulta su perfil, que ha desplazado mi atención de la pantalla, casi les hago guardar silencio. Fantaseo con que tengo delante al mismo actor que está luciendo su humanidad en celuloide.

Terminada la película, me entretengo con los títulos de crédito, con curiosidad por el estado de la pugna conyugal. El marido llega a la conclusión de que, habiendo visto el final, ya no le interesa retomar el principio. Por ello está dispuesto a marcharse, aunque la mujer no lo haga. Así queda la cosa, y el esposo buenorro se encamina a la salida. No sin antes dirigirme una incisiva mirada. Yo también salgo y, por necesidades fisiológicas – ¿solo por eso?–, antes de alcanzar la calle, me dirijo al servicio de caballeros. Es uno de esos espacios amplios y con algunos recovecos, propio de las antiguas y grandes salas cinematográficas, antes de fraccionarse en minisalas. Éste, por cierto, muy renovado y aséptico. Hay tres o cuatro usuarios dispersos por los mingitorios y uno de ellos es el marido airado. Ocupo una posición desde la que poder observarlo. No parece tener prisa en acabar, así que nos llegamos a quedar solos. Es entonces cuando se gira hacia mí, con la polla y los huevos fuera del pantalón. Se acerca para colocarse a mi lado. Alarga una mano y me la agarra. Pasa un dedo por la punta mojada,  lo sube hasta su boca y, en un lúbrico gesto, lo chupa. La verga ya se le ha puesto dura y la mía empieza a estarlo. No me resisto a echarle mano y sobar lo que exhibe. ¡Qué lejanos en el tiempo tengo ya los ligues de urinarios!

El esposo salido muestra una gran excitación. Hace un gesto con la cabeza señalándome las cabinas de los váteres. Pero me parece una frustración más del día –con las prendas que exhibe el tío– acabar con un pajeo rápido encerrados en un cubículo tan exiguo, y más con el impedimento de nuestra ropa de abrigo. No se arredra ante mi desagrado y me espeta el consabido “¿Tienes sitio?”. Mi intriga por la existencia de su cónyuge, es desarmada: “Como nos hemos cabreado, se irá a merendar con una amiga”.

Casi no puedo creer que, después de día tan aciago, esté llevándome a casa a aquel pedazo de hombre, que, en su calentura, busca los roces durante el breve trayecto. Por mi parte, contesto con monosílabos temblorosos  –por mi marejada interna– a su conciso interrogatorio: “¿Es muy lejos?”; “¿Vives solo?”; “¿Tienes tantas ganas como yo?”. En el ascensor ya pasamos a las manos. Palpo la dureza en su entrepierna y él retuerce la mía como si me la fuera a arrancar. Al parar en mi piso, está esperando para bajar una vecina chismosa que nos dirige una malévola mirada.

Abro la puerta y lo hago pasar. Pero tira de mí, cierra con un pie y me arrincona apretando con su barrigón, mientras se quita juntos abrigo y chaqueta, que caen al suelo –debe ser de los que su mujer le plancha la ropa–. Así más suelto, cruza los brazos por mi cogote y su lengua ya está dentro de mi boca antes de que pueda respirar. Correspondo gustoso y noto un suave sabor mentolado. Entretanto, en lo que me da la sisa de mi chaquetón, palpo su robusto torso que desprende un acogedor calor. Él, después de haberme recorrido la cara con besos y lamidas, sin liberarme de su barriga, ya está manipulando mi cinturón y bajándome de un tirón pantalones y calzoncillos. Se escurre y, arrodillado, me sujeta por los muslos y contempla mi polla que se levanta, casi goteando de lo mojada. Pero esto un segundo, porque de un lametón me la deja seca, siguiendo tal sorbida que parece que me la vaya a arrancar. He de frenar su ímpetu y lo hago levantar –No es cuestión de que, después de traérmelo a casa, me corra ya en la puerta con los pantalones en los tobillos–. Tomo el control y aprovecho para quitarme el chaquetón y liberar mis pies. Él también hace lo propio con sus prendas inferiores. Su polla bien tiesa y sus huevos resaltan en el pelambre del pubis sobre unos rollizos muslos. Pero quiero ir por partes, además de temer que una mamada ahora, con la marcha que lleva, provoque una ejaculatio precox. Blandiendo mi polla contra la suya, ocupo mis manos en poner en práctica mis deseos. Con rapidez suelto los botones de su camisa y voy desvelando unas pronunciadas tetas que desbordan la camiseta que lleva. Subo ésta y accedo al pelo denso y recio de su barriga redonda y dura. Me amorro a un pezón, lo que le provoca un gemido. Con una mano pellizco el otro, y exclama en un susurro: “¡Cómo me pone eso!”. Manoseo a conciencia aquella piel velluda cuyo contacto me enerva. Con una excitación extrema, ahora él se afana en manipularme. Usa sus fuertes manos para sobarme al tiempo que me despoja del resto de la ropa. Lametea y restriega la cara por todo mi cuerpo. Su barba me raspa y siento deliciosos escalofríos. Lo incito entonces a buscar una mayor comodidad.

Los dos ya desnudos nos adentramos en el piso. Hago que vaya ante mí porque quiero verlo de espaldas y sobarle el culo. Dos simétricas franjas de vello, menos espeso que por delante, bajan hasta dispersarse sobre el orondo trasero, que trajino  con avaricia. Ríe y comenta: “Noto que te gusta…”. Por cortesía le pregunto si quiere beber algo. Su respuesta es: “Ya me lo darás tú…”. Al ver que lo dirijo al sofá rinconera, que me parece puede dar mucho juego, me pide: “Llévame a mear antes. Ya sabes, los mayores…”. Lo acompaño al baño y me quedo pegado detrás, con la polla apretada a su culo. En el espejo lateral miro cómo apunta  al váter la suya, aún bien crecida. “Te ayudo”, digo y paso una mano hacia adelante para sujetársela. “¡Qué gustirrinín!”, murmura y el dorado líquido empieza a brotar. Su reflejado perfil, tetudo y barrigudo, me extasía. Hasta se la sacudo cuando el chorro cesa y luego se gira para estrecharse contra mí. “Anda, mea tú”, dice. Algo de ganas sí que me ha entrado con la emoción. Para mi sorpresa se arrodilla con todo su volumen a mi lado. También me la sostiene y hago un esfuerzo. Él mira y, al decrecer el hilo, acerca su boca para chupar. Es una afición que siempre me ha chocado, pero recuerdo que él ya había tomado una muestra en los urinarios del cine.

Este remanso de sosiego se troca en vehemencia de nuevo cuando llegamos al sofá. Sin más preámbulo, me impulsa con sus fornidos brazos a subirme de pie en el asiento. Desde esa desigual altura, y con un “¡Deja que te coma!”, me va manoseando de arriba abajo y combinando succiones y lamidas. Sorbe las tetas y arrastra la lengua hasta el ombligo. Sigue por los muslos y juguetea con la polla. Antes de chupetearme los huevos, se explaya: “¡Qué ganas tenía! ¡Y qué bien que me hayas traído aquí!”. Me dejo hacer con una entrega lasciva. Me da la vuelta y la toma con mi culo. Hace que lo ponga en pompa y recrudece los apretones y repasos bucales. Sus mofletes rasposos se abren paso por la raja alargando la lengua con vehemencia. Me produce tan placentero cosquilleo que me afloja las piernas. Hasta tal punto me ponen negro los manejos por delante y por detrás que temo un derrame espontáneo. Pierdo el equilibrio y él me sujeta entre sus brazos. Exultante, me marca una peculiar hoja de ruta: “Ponme cachondo sin miramientos hasta que ya no pueda más. Entonces me follas… Pero no te corras, que quiero tu leche en la boca”.

Sube un pie sobre el sofá y cruza las manos tras la nuca, ofreciéndome su corpachón. Ahora sí que soy completamente consciente del regalo que al fin me ha deparado el día. Me lanzo en picado dispuesto a cebarme con aquel pedazo de tío. Como ya me había dicho que el trabajo de tetas lo ponía, no lo voy a privar –ni privarme–  de magrear y saborear sus copas generosas, con pezones agudos entre vello recio marcado de canas. Cuanto más estrujo, chupo y muerdo, más me incita. “¡Aggg, fuerte, fuerte! ¡No te cortes!”. De cortado nada, si casi me ahogo. Pero llegado al borde de la resistencia, me impulsa hacia abajo. Su verga oscila mojada, con el capullo enrojecido. Planto una mano en los huevos y los aprieto. “¡Oyyy…. Sííí!”, consiente. Manoseo la polla y luego me la meto entera en la boca. Estoy deseando que me la inunde su leche y succiono frenético. Él, encantado, se ríe sin embargo. “Tengo aguante. Hasta que no me hayas follado no tendrás ni una gota”. 

Se gira entonces y se arrodilla en el sofá, apoyándose con los codos en el respaldo. “¿Te hace una comida de culo de aperitivo?”, me provoca. La perspectiva que ofrece me nubla la vista. Su ancha espalda desciende en pendiente hasta la frontera, de vello algo más tupido, de la rabadilla. Los gruesos muslos separados, en ángulo con las sólidas pantorrillas, sustentan orondas nalgas, cuya pilosidad  se oscurece en la raja. Me lanzo voraz, arañando la espalda y palmeando el culo. Él murmulla complacido. Restriego la cara por toda el área a mi disposición; muerdo y lamo el vello. Abro la raja con las dos manos y entro mi perfil. Mi lengua baila y se enreda. Él gime y coopera balanceándose. “¡Escupe y mójame bien!”, conmina. Ya empapado le meto de repente un dedo. “¡Uyyyy…!”, oigo. Meto dos, froto y retuerzo. Más “¡uyyyys…!”, pero sin el menor rechazo. El ojete está caliente y elástico. “¡Folla ya!”, implora más que exige. Toco mi polla, que está a punto, y hago que él se flexione un poco. La clavo de golpe. “¡Aggg, bestia!”, se tensa. Empiezo a moverme agarrado a sus caderas. “¡Así, así! Pero no te corras”, me recuerda. Me echo sobre él y le agarro las tetas, cambiando el ritmo. Leal, aviso: “¡Estoy a punto!”. Con un rápido giro, me saca y se tumba, con la cara entre mis muslos. Las primeras gotas le salpican, pero se amorra enseguida y va bebiendo mientras yo me descargo electrizado.  Cuando caigo derrengado a su lado, aún relamiéndose se pone a meneársela. Se arrodilla junto a mí y, con un rugido, me rocía la cara y el pecho…

Percibo como un fogonazo que me hace abrir los ojos. Se han encendido las luces del cine. Los espectadores más rezagados enfilan el pasillo hacia la salida. La fila de delante está vacía. Tengo la boca pastosa. Noto la entrepierna tirante y humedecida. Con unas auténticas ganas de orinar, voy a los lavabos. De momento  me parece que ya no queda nadie, pero, en un recodo más discreto, el gordo de la fila de delante y otro tío se están mirando.

lunes, 1 de abril de 2013

Peripecias inmobiliarias


Ramón y Cristina eran un matrimonio maduro cuya apacible convivencia hacía tiempo que había dejado de lado las relaciones sexuales. Con motivo de la prejubilación de Ramón, con una buena indemnización, Cristina se encaprichó con la idea de dejar de vivir en la ciudad y mudarse a una población de la costa. A Ramón no le hacía demasiada gracia, ya que la ciudad propiciaba más fácilmente los encuentros furtivos con otros hombres, a los que se había habituado. Pero dejó hacer a su mujer, quien se dedicó afanosa a visitar inmobiliarias. Lo cual, de paso, le permitía a él mayor libertad de movimientos.

Como Cristina era muy sociable, pronto trabó amistad con una agente inmobiliaria que precisamente vivía y trabajaba en la zona deseada. Hasta el punto de que esta última invitó a los posibles compradores a pasar un día en su casa y así, desde allí, desplegarse en la búsqueda de la vivienda adecuada. Ramón aceptó a regañadientes, temiendo que la jornada resultara para él una paliza.

Sin embargo, cuando llegaron a la casa de Sofía, la agente, y Jesús, su marido, Ramón quedó deslumbrado por la visión del anfitrión. Algo más joven que él, pero de similar constitución robusta, encajaba exactamente en sus gustos. Pensó con pesar que el hombre se quedaría tan tranquilo en su casa, mientras que él se vería arrastrado por las dos mujeres a la pesada visita de inmuebles. Pero su suerte se trocó al sugerir Sofía, con buena psicología profesional, que mejor sería que Ramón se quedara con su marido y así ellas tendrían más libertad para patearse todo lo pateable. A Jesús también le pareció muy bien la propuesta e incluso intercambió con Ramón una cordial mirada, que a éste le provocó palpitaciones. Como remate, Sofía añadió: “Y no nos esperéis para comer. Ya tomaremos algo por ahí. Jesús sabe apañarse y no quedaréis con hambre”.

Nada más marcharse las mujeres, Jesús dijo sonriente: “Seguro que te has quitado un peso de encima… Ya se sabe cómo van estas cosas”. Efectivamente, Ramón se sintió muy aliviado, aunque algo alterado por la situación creada. “Bueno. Habrá que aprovechar el remanso de paz”, dijo Jesús. “Nos preparamos unas bebidas y nos damos un chapuzón en la piscina ¿Te parece?”. Ramón se sintió obligado a avisar: “No tengo traje de baño…”. Pero la respuesta de Jesús fue rápida. “Ni falta que te hace. La piscina queda a salvo de miradas indiscretas… ¿No te importará, verdad?”. “Por supuesto que no”, replicó Ramón, y la voz casi le temblaba.

Pero la experiencia enseña que, en estos casos, para los primeros pasos hay que ir con pies de plomo. Así que se imponía un tanteo previo de posibilidades por parte de ambos. El anfitrión, Jesús, por el hecho de jugar en casa, estaba siendo el más avanzado en soltar señales de humo.

Pasaron ambos a la cocina para preparar unos mojitos. Jesús sacó una bandeja con cubitos de hielo y se la pasó a Ramón. “Te dejo lo más fácil. Pícalos en la batidora y vas llenando los vasos”. Mientras Ramón cumplía el encargo, Jesús buscó las hojitas de menta que, casualmente, se hallaban en un pote sobre una repisa más arriba de la cabeza de Ramón. Para alcanzarlas, Jesús, con un fingido “¡perdona!”, quedó pegado por unos segundos a la espalda de Ramón, dando lugar a un contacto cuya calidez traspasó a éste. El siguiente gancho no tardó en llegar. Hallándose Jesús manipulando la menta en los vasos, pidió a Ramón: “¿Puedes buscar una lima aquí?”. Señalaba unos cajones verduleros justo bajo la encimera en que él trabajaba. Ramón se inclinó y, puesto que Jesús apenas se apartó, al tirar de uno de los cajones, la mano le fue a parar sobre la bragueta de Jesús. Sacó la lima con otro “¡perdona!”, acompañado de una risita floja.
 
Ya con los mojitos listos salieron a la piscina y los dejaron junto al borde. “Es un gustazo tomárselos en remojo”, explicó Jesús. ¿Las señales emitidas hasta ahora habían sido suficientes para confirmar las expectativas de Ramón? En cualquier caso, en un momento iban llegar a lo que podría considerarse ya el punto de no retorno. Sin más preámbulo, Jesús se despojó de su ropa, imitado rápidamente por Ramón. Ninguno rehuyó la mirada del otro al quedar enfrentados. Para restar trascendencia, Ramón bromeó: “¡Vaya dos barrigas!”. “Muy dignas que son…”, replicó Jesús dándole unos cariñosos toquecitos. Lo que animó a Ramón: “Yo soy más tetudo”. “Y de pelo en pecho… Más que yo también”. Dicho esto, Jesús dio un quiebro a las alabanzas mutuas y se giró para lanzarse al agua en un limpio salto. Ramón pudo apreciar cómo se elevaba el abundoso y prieto culo, suavemente velludo. Menos dado a acrobacias acuáticas, optó por usar los escalones que lo adentraban en las frescas aguas. Jesús resurgió sonriente y los dos se fueron acercando adonde les aguardaban los mojitos. Ahí el nivel del agua les quedaba por debajo de las tetas, que lucían con el mojado vello y los pezones endurecidos por el frescor. Las sonrisas y miradas que se intercambiaban eran cada vez más explícitas. Con los codos apoyados en el borde de la piscina frente a los respectivos vasos, no hurtaban ya los roces de un relajado balanceo.
 
De pronto, como obedeciendo a un mismo impulso, un brazo de cada uno se descolgó dentro del agua para posarse en el trasero del otro. Ambas manos palpaban y acariciaban las redondeadas turgencias, atrayendo a su vez los dos cuerpos entre sí. Con un lento giro, ya frente a frente, se estrecharon en un abrazo. Las bocas se buscaron con ansia y, abriéndose, las lenguas chocaron y se retorcieron. Al separarse para tomar aire, Jesús comentó: “Mejor que ver casas ¿no?”. Ramón sonrió con los ojos brillantes y, como respuesta, reanudó el beso. Ahora las manos se sumergieron en dirección a la entrepierna del otro. Jesús dio con la regordeta polla de Ramón endureciéndose sobre unos huevos contraídos por el frío. Ramón encontró la verga ya levantada de Jesús. Éste entonces asió por los muslos a Ramón, alzándolo de manera que su cogote y sus hombros reposaran en el borde de la piscina. Pasó las piernas por los lados de su cabeza y el sexo de Ramón flotó semisumergido. La lengua de Jesús jugó con la polla que iba creciendo. Cuando la sorbió con labios apretados, Ramón casi pierde el equilibrio. Anegado de placer pataleó para liberarse. Jesús lo soltó e impulsó hacia arriba su propio cuerpo, que quedó con el torso sobre el borde de la piscina. Su culo se alzaba ante la cara de Ramón, quien empezó a sobarlo y lamerlo con ansia. Se hundía en la raja alargando la lengua y arrancando gemidos de gusto a Jesús. A la vez, metía una mano entre los muslos de éste para manosearle los huevos y la polla bien tiesa. Jesús, excitado, dio un nuevo impulso para girarse y sentarse. Con las piernas separadas invitaba a la mamada, que Ramón se afanó en practicarle. La deleitosa comida de polla le hizo echarse hacia delante para alcanzar las tetas emergentes de Ramón, que palpaba y pellizcaba. No tardó, sin embargo, en frenar la vehemencia de Ramón. “¡Para, para! No me hagas correr todavía”. Le acarició cariñosamente la cabeza medio calva, que aún reposaba en su regazo. “¡Anda, sal fuera!”. Ramón volvió recurrir a los escalones y pronto estuvo de pie detrás de Jesús, aún sentado con las piernas en remojo. Éste se giró y lamió la polla y los huevos de Ramón, que goteaban entre el pelambre empapado. “¿Querrás follarme?”, preguntó excitado Ramón. Ayudó a levantarse a Jesús, quien entonces proyectó su boca a las opulentas tetas de Ramón. Las chupaba y se abría paso con la lengua entre el pelo mojado, hasta mordisquear los pezones. En réplica, Ramón llevó sus manos a los de Jesús para pellizcarlos.
 
Cuando Ramón ya buscaba con los ojos algo sobre lo que reclinarse para materializar su ansiada entrega, rompió el encanto el sonido del teléfono de Jesús. “Contestaré por si acaso”, dijo éste. Su expresión fue distendiéndose en una sonrisa mientras oía al comunicante, hasta que le respondió: “Espera un momento”. Tapando el auricular, se dirigió a Ramón: “Es Pedro, un amigo de confianza. Explica que se ha encontrado con nuestras mujeres y le han dicho que estábamos aquí. Se ha olido que seguramente te habré ligado y pregunta si se puede apuntar”. Ramón se mostró dubitativo, pero Jesús añadió: “Es como nosotros, y tiene mucha marcha. Te gustará”. Ramón accedió y Jesús confirmó por el teléfono: “Vale, ven”. Pedro debía estar muy cerca, porque no pasó ni un minuto y ya estaba llamando a la puerta. Jesús se adentró en la casa, solo equipado con unas chanclas. Ramón optó por meterse en la piscina para suavizar el encuentro con la nueva incorporación.
 
Aparecieron los otros dos, y ya Pedro iba tocándole el culo a Jesús, con las risas de éste. “¡Joder, qué bien lo teníais montado!”, exclamó Pedro. Y saludando hacia la piscina: “Mucho gusto, Ramón. Espérame que ahora voy”. En un tris se quedó en pelotas. Barrigón y peludo, algo más joven que los otros dos, en nada desmerecía de ellos. Con una plancha patosa se lanzó al agua y, como un tiburón, buceó acercándose a Ramón, que estaba entre sorprendido y encantado con la presentación. Los roces que iba notando le erizaban los vellos. Cuando Pedro emergió, fue bombardeado por una colchoneta inflable que había lanzado Jesús. Éste la alcanzó y, no con pocas dificultades, trepó a ella. La visión de aquel cuerpo exuberante y despatarrado animó a Ramón, quien, al tiempo que lo hacía navegar, echó mano a las tetas cuyos pezones se erguían tentadores. “¡Huy! Si me los pellizcas se me va a poner duro lo otro…”, rezongó Pedro. Lo cual animó a Ramón, al comprobar que efectivamente la polla iba engordando. Le tomó la delantera Jesús, ya en el agua. Rodeó el conjunto que formaban los otros y se puso a mamársela a Pedro. Quien no pudo menos que exclamar: “¡Esto sí que es tratar a uno a cuerpo de rey! Si me lo llego a perder…”.
 
Jesús entonces dijo: “Cuando llamaste, estaba a punto de cepillarme a Ramón ¿Qué te parece si le damos ración doble?”. Tan bien le pareció que Pedro ya estaba saltando de la colchoneta. Interpeló a Ramón: “¿Te han follado alguna vez en remojo?”. Ramón hubo de reconocer que no, pero la idea de entregarse a los embates submarinos de esos dos ejemplares le daba un grandísimo morbo. Así que se dejó acorralar hacia el borde de la piscina, en una zona en que pudiera afianzar los pies, y  apoyó firmemente los antebrazos. Le excitó sobremanera el juego a amagar y no dar que iniciaron los otros dos. Sentía como las dos vergas se restregaban por sus nalgas, disputándose la primacía. Al fin quedó centrada la más larga de Jesús. Al irle entrando, algunas burbujas subieron a la superficie. El dolor inicial de Ramón –hacía algún tiempo que no lo distendían– se fue trocando en húmedo placer. El efecto de la inmersión hacía que los embates de Jesús tuvieran una cadencia retardada. Después de unas cuantas arremetidas desistió. “¡Uff, así no hay quien se corra! ¡Ya te pillaré en seco!”. Rápidamente Pedro lo sustituyó. Su polla, más gorda, fue encajando a presión, con lamentos por parte de Ramón. La ardiente apretura que ejercía el conducto de éste bastó para que, con un contundente balanceo de caderas, esta vez sí que hubiera corrida, confirmada por los resoplidos de Pedro. Cuando se desprendió, llegaron a flotar algunas máculas traslúcidas. Jesús, quien se había dedicado a sobar la delantera de Ramón, comentó guasón: “¡Va a haber que pasar el aspirador…!”.
 
Pedro y Jesús, entre bromas, empujaron a Ramón, cuyas piernas aún le temblaban, para que se sentara en el borde de la piscina. Separándole los muslos, comprobaron que la polla se le había aflojado tras la doble enculada. Pero el juego iba a seguir. Así que forzaron a Ramón para que se echara hacia atrás y subiera los pies hasta la altura del culo. Dejándolo despatarrado de este modo, se disputaron ojete, huevos y polla con lamidas y chupadas. La panza de Ramón se agitaba y él, entregado, se estrujaba las tetas. No tardó la polla en endurecerse y la doble mamada en la que se aplicaron los otros dos iba desbordando la capacidad de aguante de Ramón. “¡Ay, ay, ay… canallas, que me vais a dejar vacío!”. La boca de Pedro hizo el resto y su lengua fue lamiendo la leche emergente. Desplazándolo, aún pudo Jesús rebañar las últimas gotas. “¡Joder, la habéis tomado conmigo…”, exclamó Ramón exhausto y dejando caer en aspa sus extremidades. “Eres la novedad… y bien rica”, replicó Jesús.
 
Éste cambió de tercio. “Por cierto ¿quién tiene hambre? Que no solo se vive de pollas”. La idea fue bienvenida, así que distribuyó el trabajo. “Pedro, ya sabes cómo se enciende la barbacoa. Y tú, Ramón, ayúdame a traer lo que encontremos por la nevera”. En una desnuda camaradería, no tardaron en tener dispuesta sobre la mesa abundancia de comida y bebida. No faltaron los achuchones y las puyas procaces, en su disfrute del remanso de libertad.
 
Una vez saciados, Jesús ya estaba exhibiendo su polla tiesa y dirigiéndose a Ramón: “¡Oye! ¿Te acuerdas de que me quedé a medias?”. Entre resignado y deseoso, Ramón vio cómo los otros despejaban la mesa y hacía que se tendiera de bruces sobre ella. Su culo quedó disponible para la lascivia de Jesús, quien ya se echaba en la verga unas gotas de la aceitera. Sin el freno del agua, Jesús bombeó a gusto agarrado a los muslos de Ramón. Como la cabeza de éste sobresalía de la mesa, Pedro aprovechó para hacerle chupar su polla regordeta. Penetrado de esta forma, por arriba y por abajo, Ramón apenas podía contener sus bufidos. Jesús  se corrió al fin ufano y todavía se mantuvo dentro a la espera de que Pedro descargara en la boca de Ramón. Éste quedó medio atragantado y fue tanteando para recuperar el equilibrio. “¡Me habéis convertido en vuestra puta, eh!”, pudo llegar a exclamar. “Y bien a gusto… ¿o no?”, replicó Jesús.
 
Pero el tiempo les había pasado volando y Jesús reconoció la frenada y detención de un coche ante la casa. Miró subrepticiamente por una ventana. “¡Coño, ya están aquí!”. Precipitadamente repartió unos trajes de baño y los tres quedaron seráficamente sentados en butacas. Las dos esposas aparecieron conversando. Sofía se dirigió risueña a los hombres: “Ya se ve que os habéis apañado la mar de bien”. Ramón entonces preguntó a Cristina: “¿Qué, has encontrado algo que te guste?”. Ella contestó: “Huy, la cosa está complicada. Creo que tendremos que venir más veces…”. Las miradas que se cruzaron los tres infractores solo las entendieron ellos.