martes, 10 de septiembre de 2013

Una panadería que no solo hace pan


La sugerencia que me ha hecho un comentarista de uno de mis relatos me ha llevado a recordar una historia relacionada con el mundo de la panadería. Más en concreto la que se encontraba en la planta baja de la finca en que yo vivía y cuyo obrador se situaba en el semisótano. Eran tiempos de elaboración artesanal y nocturna, con un agradable olor del pan horneándose que se propagaba por el patio interior del edificio. Además se daba el caso de que el mencionado obrador tenía en su parte superior unos alargados ventanales que daban a ese patio. Mi piso estaba en la primera planta en el lado opuesto, por lo que desde la  ventana del baño se captaba una vista bastante completa del local.

No le habría prestado especial atención de no ser porque el panadero, un hombre mayor, muy gordo y de aspecto rudo, en las noches de verano solía sentarse a tomar la fresca delante de la tienda antes de ponerse manos a la obra. Con unos calzones cortos y las piernas separadas, sobre las que descasaba su prominente barriga, por la camiseta imperio de amplio escote le rebosaban unas tetas peludas, aunque a veces ni siquiera llevaba esa prenda. Cuando yo volvía tarde a casa siempre pasaba por delante y me daba las buenas noches con una voz campanuda.

Por el morbo que tales encuentros propiciaban decidí ponerme a fisgar por la ventana de mi baño con la luz apagada. Me picaba la curiosidad de observar cómo se manejaba el hombre en la intimidad de su trabajo. Y su ritual cotidiano llegó a estar lleno de interés.

Se encendían las luces y el panadero entraba con una cachaza que hacía desplazar su volumen como un metrónomo. A partir de ahí empezaban las libidinosas sorpresas. Porque lo primero que hacía era abrir la puerta de un retrete, que se ubicaba al fondo en un extremo, aflojarse el calzón que le caía debajo de las rodillas y soltar una larga meada. Lo veía de espaldas con el culazo gordo y peludo, que agitaba rítmicamente para impulsar el chorro. “¡Vaya, qué distracción más buena!”, pensé la primera vez. “¿Cómo no se me habría ocurrido antes?”. La vista que tenía era bastante satisfactoria, pero aun así cogía unos prismáticos para no perder detalle. Porque la cosa se ponía de lo más interesante.

Y es que, una vez aliviado, se deshacía de los calzones sacando los pies de ellos y se dirigía a una pileta que había al lado haciendo ángulo. Ahora lo veía de perfil, y lo primero que hacía era arrimarse y, levantándose el barrigón, ponerse a lavar la polla. Ésta sí que me quedaba oculta por la masa corporal que la cercaba, pero la manipulación era evidente. A continuación se quitaba la camiseta, si la llevaba, y se afanaba en un minucioso fregado de cintura para arriba. El jabón espumeaba sobre las gordas tetas peludas y lo frotaba también por los sobacos y los brazos jamoneros. Después se baldeaba con abundante agua y se secaba minuciosamente. Podía vislumbrar el oscuro triángulo aprisionado por la barriga y los muslos, y donde destacaba la más clara punta del cipote. Terminaba colocándose un mandil de un blanco impoluto, cuyo peto desbordaba el ubérrimo pecho y que ataba detrás con un lazo. Así que, cada vez que me daba la espalda, le quedaba al descubierto, velluda y rematada por el gran culo. Desde luego la higiene de la labor del pan parecía asegurada con todo este ceremonial inicial, que coronaba encajando en la cabeza un pañuelo con cuatro nudos.

Me quedaba un rato espiando sus movimientos en el rutinario trabajo. Amasaba levantando nubes de harina, aplanaba con el rodillo, cortaba, daba forma a las piezas y llenaba las bateas que iba metiendo en el horno. Todo ello con sus pesados movimientos y el regalo de su culata cuando me daba la espalda. A ratos se sentaba en una banqueta y, con las piernas bien separadas, levantaba la falda y la agitaba como un abanico para darse aire en la cara, moteando de blanco su pelambre. Según la posición en que estuviera podía distinguir el sexo carnoso que se abría paso entre los recios muslos.

Pese a que el ceremonial variaba poco de un día a otro, no dejaba de pasarme un rato en la ventana siempre que podía. Era mejor que mirar un programa absurdo en la televisión. Mi perseverancia obtuvo una primera recompensa la vez en que, al llegar a la secuencia de aventarse con el delantal, tuvo lugar una rijosa variante. Con la tela levantada se la remetió por el peto para dejarla sujeta. Libres las manos, se las llevó a la entrepierna y empezó a toquetearse. Su rostro se puso soñador y se pasaba la lengua por los labios. Prismáticos al canto, veía cómo una mano sobaba los ennegrecidos huevos y otra la verga. Ésta se le iba engordando más que alargando y de los sobes pasó a un meneo más enérgico. Todo él vibraba como una olla en ebullición  y no tardó en disparar discontinuas efusiones de esperma que le desbordaron la mano y cayeron en el suelo. Después de un minuto de inflarse y desinflarse con la cabeza hacia atrás, se incorporó lentamente, buscó un trapo, se agachó con dificultad culo en pompa y limpió el suelo. Por último se encaminó a la pileta y se hizo un lavado a fondo. Yo había ocupado una mano con el visionado pero con la otra se puede suponer lo que hacía…

Aunque era una panadería clásica –solo pan, de diversas clases­–, los domingos ofrecía también algo de pastelería, lo que duplicaba la actividad del obrador. Por eso, el sábado por la noche, se introducía la variante de un refuerzo. Como yo no había prestado especial atención a esos usos comerciales, me pilló totalmente por sorpresa y tuve una auténtica fiebre de sábado noche.

El titular estaba ya, como de costumbre, en la fase de amasado cuando levantó la vista y saludó con una mano blanquecina. En mi visual surgió un macizo varón, bastante más joven que el panadero y algo más esbelto, pero que por su catadura hubiera dicho que era su hijo… a no ser por los hechos que a continuación se desarrollaron. Eso sí, venía vestido de calle y parecía estar acostumbrado a la procaz indumentaria del patrón, ya que no mostró la menor extrañeza. Se le acercó y besó fugazmente en la mejilla, apartándose para no mancharse de harina. Llevaba una bolsa que dejó en el rincón de la pileta. Se quitó la camisa y emergió un torso bien cargado en carnes y velludo. Cuando pasó a sacarse los pantalones pensé: “¡Qué bien, qué bien!”. Y cumplió mis expectativas al quedar con un eslip justito. ¡Qué cuerpazo! El panadero era excesivo, pero a éste se le haría inmediatamente un favor. Lo mismo debía pensar aquél, que no le quitó un ojo de encima mientras detenía el amasado y se limpiaba las manos. Sibilinamente se le fue acercando y lo embistió con la barriga. El recién llegado lo rechazó con cierta firmeza, pero insistió y trató de bajarle el eslip por detrás metiendo un dedo. Casi lo consigue, pero ahora la oposición fue mayor y el panadero, al que estaba diciendo algo, volvió a su tarea. Ya tranquilo el recién llegado, concentré mi atención en ver qué haría. Una pequeña decepción fue que se limitara a sacar de la bolsa un delantal similar al del panadero y ceñírselo al cuerpo. Bueno, al menos mostraba los pezones rosados entre el pelambre del pecho.

Trabajaron un rato cada uno en lo suyo, al parecer en silencio. Y aunque era bastante tarde me empeñé en aguantar por si volvía a producirse algún incidente escabroso. ¡Y vaya si lo hubo! Porque cuando el panadero hubo metido todas las bateas en el horno, se sacudió bien la harina y se sentó en la banqueta muy cerca del pastelero. Sin dejar éste su ocupación, hablaban y al parecer con bastante cordialidad, pues ambos sonreían. Un nuevo intento de bajarle por detrás el eslip tuvo éxito esta vez. El pastelero, riendo, hasta ayudó levantando los pies para que la prenda saliera. ¡Por fin le veía el bonito culo!

El panadero le dijo algo y entonces el pastelero mojó un dedo en la crema que estaba removiendo y se lo presentó. El panadero se lo chupó con fruición y esto le desató la lujuria. Porque tiró del otro, le subió el delantal y metió la cabeza por debajo. Debió hacerle una buena mamada – ¡Lástima que eso ni con prismáticos se veía! –, ya que el pastelero se sobaba las tetas con deleite. El panadero, sin interrumpirse, lo rodeó con los brazos y soltó el lazo de detrás. El pastelero se lo sacó por arriba y el delantal cayó sobre el panadero. Éste manoteó para apartarlo de sí y siguió con lo que hacía. ¡Ahora sí que tenía la visión completa del pastelero en pelotas, y además con la polla tiesa que entraba y salía de la boca del panadero! ¡Joder, el tío estaba cachas de vicio, con sus buenas curvas peludas… y vaya numerito tenían montado! Como para habérmelo perdido… Aquello era la Bella y la Bestia en plan oso-porno.

Al pastelero se le notaba ya más caliente que un gorila. Le había arrancado el delantal al panadero y, junto con el suyo, los extendió por el suelo y se echó encima. Al panadero, despatarrado, le colgaba el conjunto de huevos y polla por fuera de la banqueta. El pastelero subió la cabeza y se puso a chupetearlo. Le debió parecer poco aprovechable postura tan incómoda, porque se puso de pie y a su vez tiró del panadero para hacerlo levantar. Cuando lo hubo conseguido, fue haciéndolo recular hasta que las posaderas toparon con la mesa del obrador. Empujándolo consiguió que se desequilibrara y cayera de espaldas agitando torpemente sus pernazas. Ahí sí que le hizo una buena mamada, con lamida de huevos y ojete incluida.

Pero esto iba a ser solo un precalentamiento, porque enseguida blandió su propia verga y se la clavó repetidas veces. Sin embargo el panadero dio muestras de ahogarse con el barrigón que le empujaba las tetas y hacía que éstas casi le taparan  la cara; así que pataleó para desengancharse. El pastelero, con el pollón bien tieso, no se resignaba a dejar a medias la enculada. Ayudó a bajar al panadero, que tenía la retaguardia enharinada, pero lo obligó a echarse de bruces sobre la mesa. En esta nueva postura retomó la jodienda con más ímpetu si cabe. El panadero, menos incómodo en la nueva postura, también la disfrutaba, pues se removía y daba palmadas sobre la mesa, levantando nubecillas de harina. A estas alturas yo estaba que tiraba cohetes y la polla me dolía de apretarla contra la pared bajo la ventana. Porque además el pastelero tenía un aguante de admirar, y eso que no se tomaba ni un respiro. Pero todo llega y, para mayor espectacularidad –eso que no sabía que tenía público–, en un brusco envite, sacó la verga al exterior y en varios chorreos regó el lomo del panadero. La copiosa leche se mezcló con la harina que todavía le quedaba.

El panadero fue incorporando su mole con dificultad mientras el otro aún balanceaba el péndulo goteante. Me dio la impresión de que el primero todavía tenía ganas de guerra –claro, había quedado servido por detrás pero no por delante–, pues hizo varios intentos de acoso al pastelero. Éste sin embargo hizo gestos de los que me pareció deducir que le estaría diciendo que él ya se daba por satisfecho y que le quedaba trabajo por hacer. Hasta el punto de que se lavoteó en la pileta y volvió a ponerse su delantal. Ante el rechazo, el panadero se dedicó a sacar bateas del horno. Con un mínimo de sensatez habría sido el momento de desentumecerme por la tensión a que había sometido mi cuerpo con el fisgoneo e irme a la cama, donde podía meneármela ricamente recapitulando los acontecimientos. Pero me costaba apartar los ojos, que ya tenía congestionados, Solo me permití ir a beber un vaso de agua –tenía la boca seca– y aliviar la vejiga.

Mi perseverancia no fue en vano. El pastelero no tardó ya en acabar la confección de sus bizcochos, que metió a su vez en el horno. Entre tanto el panadero, quien no debía tener otra cosa que hacer que esperar a que el pan se enfriara, sentado en su banqueta en cueros vivos, observaba las evoluciones del pastelero, que no le prestaba atención, con ojos libidinosos y, para distraerse, no paraba de toquetearse la entrepierna.

Entonces fue cuando tuvo lugar una escena casi enternecedora. El pastelero se desprendió del delantal, volviendo a lucir todos sus encantos, y con ánimo reconciliador se dirigió hacia el panadero. Esta vez no se tendió debajo pero, con humilde entrega, se acuclilló ante él. Le acariciaba polla y huevos, y también les dio algunas chupadas. El panadero, enardecido, se puso de pie y sujetándose la barriga le facilitó el trabajo. La mamada se hizo más continua, asegurada por las manos que sujetaban la cabeza. El panadero empezó a temblar como un flan y no se relajó hasta que –supuse– el pastelero se hubo tragado todo lo tragable.

No sé ellos, pero yo acabé completamente extenuado. Me desperté cuando ya era de día, sentado en la tapa del wáter y con la mochila de la cisterna clavada en los riñones. La entrepierna la tenía pringosa. Me venían ráfagas de las ensoñaciones que había tenido en el lapso de inconsciencia. El panadero, desnudo, me cogía como si fuera una masa cruda y me echaba bocarriba sobre la mesa. Me espolvoreaba con harina y me la iba extendiendo por el cuerpo. Me amasaba, pero era más bien un magreo en regla con apretones y pellizcos. Al llegar a mis partes más sensibles me rebozaba los huevos como si fueran rosquillas, para luego hacer una degustación de mi polla en toda regla. Estando sujeto a tan placenteros usos, aparecía el pastelero despelotado, quien se arramblaba a mi cabeza que colgaba hacia atrás y por las buenas me metía la verga en la boca. Sus meneos llevaban la misma cadencia que la mamada experta del panadero y yo me amorraba al ariete como el sediento al pitorro de un botijo. Al fin en una explosión simultánea lo que me salía por abajo me entraba por arriba…  Todo ello consecuencia de haber sido testigo de un revolcón épico y muy real. Me asomé por si acaso, pero el semisótano estaba ya sin luz. Y lo que sí tenía claro era que ese domingo no iba a comprar ni pan ni bizcochitos… Pero ¿con qué ojos miraría al panadero cuando me lo volviera a encontrar tomando el fresco por la noche?

domingo, 1 de septiembre de 2013

Una historia de camping (Segunda parte)


Continuación…………………………………………………

Mientras hablábamos, nuestros cuerpos habían ido acercándose imperceptiblemente  y ya sentía su calor delicioso. Vueltos el uno hacia el otro, ya no había recato en gozar de la visión mutua. Como para compensar la incertidumbre a la que me había sometido, se volcó sobre mí y buscó mi boca con la suya. Nos fundimos en un beso ansioso y profundo de lenguas enredadas al tiempo que nuestras manos recorrían los cuerpos entrelazados. Las furtivas miradas y roces que me habían atormentado hasta entonces se convertían ahora en disfrute mutuo. Nuestras erecciones eran ya potentes y, una vez sincerados, recuperó su talante alegre. “¡Mira, como esta mañana!”. “Pero ahora no tenemos la excusa del despertar”, repliqué añadiendo: “Y me voy a desquitar comiéndote entero”. Mimoso se me entregó. “¡Uy, con lo que me gusta!”. Con manos y boca recorrí esos volúmenes que tanto había deseado. Él por su parte, cuando podía liberar un brazo, me tanteaba la polla como prometiendo un próximo cambio de turno. Pero yo estaba dispuesto a hacer un recorrido completo y libar de sus tetas jugueteando con la lengua por los pezones y el vello que los circundaba. Al arrastrarla por la barriga y los costados le hacía cosquillas y él se retorcía melindroso. Al fin accedí a su bajo vientre, pero antes lamí los muslos y manoseé los huevos. La polla se le levantaba brillante y húmeda. Acaricié con mis manos su consistencia y él ya se puso en tensión ansiando mi boca. Usé ésta para chupar y relamer golosamente. Los efectos que le hacía mi mamada lo impulsó a sujetarme la cabeza. “¡Para, cariño, para, que te lo vas a llevar todo nada más empezar!”. Tiró de mí y rodeándome con sus brazos me puso bocarriba. Se sentó a horcajadas sobre mis piernas y jugó juntado las dos pollas. A continuación se echó sobre mí y, tras cubrirme la cara de besos, trabajó con su boca mi pecho. Como se iba escurriendo hacia atrás, mi polla pasó desde delante a erguirse contra su culo. Al notarla se removió voluptuosamente. “¿Querrás follarme?”, preguntó con sonrisa pícara. “Solo si te portas bien”, condicioné. “Pues verás cómo te pongo a punto”, y se entregó a una mamada minuciosa que me fue subiendo al séptimo cielo. Tuvo la suficiente contención para frenar y dejarme listo para la carga.

“¿Cómo lo hacemos?”, pregunté. “Me gusta que nos podamos mirar”. Colocándose supino, mostró una gran agilidad, pese a su corpulencia, para levantar las piernas y mantenerlas sujetas por las corvas. Me arrodillé detrás y, desde luego, aumentó mi excitación la perspectiva que me ofrecía, con la verga y los huevos volcados sobre el vientre, y distendida la raja mostrando el ojete entre el vello. Tampoco deje de reparar en la expresión de su rostro deseosa de ser poseído. Me agaché, ensalivé un dedo y probé. “¡Uy, uy, uy…!”, oí que decía. Pero entró y aun así puse más saliva con la lengua. “¡Lo tienes para comérselo!”, comenté demorándome. “¡Lo que tienes que hacer es follártelo ya!”, replicó enervado. Tomé posiciones y el soltó las piernas que reposaron sobre mis hombros. Asido a ellas fui dejándome caer y logrando una paulatina penetración. Él cerró los ojos con una mueca de concentración. “¿Va bien?”, pregunté. “¡De maravilla, y más cuando empieces a moverte!”. Al clavársela completa se contrajo a la expectativa. Me afané con un vaivén in crecendo que fue acelerando el clímax de ambos. “¡Oh, oh, qué gusto me das!”, farfullaba él. “Pues anda que el que tengo yo…”, le espetaba. “No te des prisa, que esto no lo tengo todos los días”. Aguanté lo más posible hasta que noté la irresistible sacudida que me dominaba. “¡Que lo vea, que lo vea!”, pidió. Así que en el último instante me salí y le salpiqué la barriga y las tetas comprimidas. Caí sobre él, cuyas piernas se desplomaron, y buscó mi cara para besarme. Me eché a un lado para dejar libre su polla, que volvía a crecer. La acaricié y dijo con voz entrecortada: “Me has puesto a tope de caliente… Con poco que me toques me correré”. Lo masturbé con suavidad chupándole un pezón mientras me echaba un brazo por encima. Empezó a resoplar tenuemente y fue aumentando la cadencia. Sus últimos jadeos impregnaron mi mano de su leche.

Hombre práctico, propuso tras recuperar el aliento unos segundos: “Mejor que no demos un baño… Mira cómo estamos de sudor y otras cosas”. Entramos en el agua pero ahora no hubo juegos infantiles. Solo caricias y masajes como si nos laváramos uno al otro. Al salir volvimos a nuestro rincón sobre las toallas. Quería saber de él y me dispuse a tirarle de la lengua. “Yo que me creía que habría de resignarme a desearte en secreto…”. “Ya ves, hay que aprovechar las ocasiones”. “Supongo que es la historia de los casados… ¿Cómo lo llevas tú?”. Empezó a abrirse: “Me casé ya mayor por temor a la soledad ¿No ves la edad de mis hijos? No es que con mi mujer haya habido mucha pasión; solo follábamos de vez en cuando. Pero tenía una gran facilidad para quedarse preñada… Me sirvió de excusa para parar”. “Y así te apañas para cazar a un ingenuo vecino como yo”, dije para quitar trascendencia. “¿Ingenuo tú?  Si desde que llegué no has parado de enviarme mansajes…”. Reímos y nos abrazamos de nuevo. “¿Volverás a dormir conmigo esta noche?”, pregunté solícito. “Tampoco hay que pasarse… Pero seguro que, en una o dos noches, mis hijos me vuelven a echar”. “Ronca con todas tus fuerzas”, le sugerí. “No te preocupes, que se nos ocurrirá algo… Y ya va siendo hora de que regresemos al camping”. Recuperamos los bañadores, que ahora me parecían extraños a nuestros cuerpos. Sin embargo, a pesar de que acababa de gozar del de él en toda su desnudez, el verlo otra vez tratando de ajustarse el eslip resucitó mi morbo.

A la mañana siguiente vino a buscarme a los servicios muy eufórico. “Mi mujer y los niños quieren que vayamos otra vez a bañarnos a aquel sitio… No le he dicho que estuvimos ayer”. “¡Vaya!”, exclamé con un deje de nostalgia. “Le he preguntado si no le importa que te invitemos y le parece bien”. “Pero…”. “Sí, todos desnudos. En ese aspecto somos muy liberales… No será lo mismo que ayer, pero lo pasaremos bien y jugaremos con los críos. Verás qué padrazo soy”. Me hizo un guiño y sus dotes de persuasión me desarmaron. Porque para colmo, aprovechando que estábamos solos, en un rápido y audaz gesto, se sacó la polla con una mano y con la otra sacó la mía. Les dio un fugaz frote, como recordatorio de lo habido entre nosotros, y se largó corriendo para los preparativos.

Nos pusimos en marcha todos juntos y, una vez allí, la familia se desnudó completamente con toda naturalidad. Yo no pude menos de hacer otro tanto, aunque algo cortado. No es que fuera mojigato, pero en este caso concreto me pesaban las circunstancias. La vista de la mujer y los niños no me decía nada, pero el padre volvía a mostrárseme aureolado  de deseo. Mientras ella tomaba el sol, los demás corrimos al agua. El padre era todo un animador de los juegos con los niños, hoy con su impronta de inocencia.

Me sumé tímidamente a ellos y no faltó algún toqueteo furtivo entre adultos. Desde luego me maravillaba el entusiasmo paterno, que era observado con indolencia por la mujer, quien apenas se bañó. Salidos del agua se enzarzaron en un juego de pelota, en una anárquica mezcla de futbol, balonmano y rugby. Me mantuve discretamente al margen, ya que no soy muy dado al deporte. Pero no dejaba de encandilarme con la ágil e incansable actividad del cuerpo del padre.

Llegó un momento en que los niños se independizaron y se pusieron a recoger ramas y cañas para construir un remedo de cabaña. El padre decidió volver al agua para librarse del sudor y me hizo un gesto para que lo acompañara. Sin tener ahora el cuidado de los niños, nos adentramos más y confluimos en un recodo a resguardo de vistas. No perdió tiempo para ceñirse a mí y besarme apasionadamente. Enseguida se sumergió y buceando buscó con la boca mi polla. Ésta, que ya había empezado a animarse, se acabó de poner tiesa con la mamada sorpresiva. Al emerger del agua el muy pícaro me dio la espalda y se me arrimó. Tanteó con una mano hasta presentar mi polla contra la raja. Solo tuve que apretar un poco y ya estaba dentro. “¡Um, qué rico!”, murmuró meneándose lascivo. Todo quedó ahí, porque el agua dificultaba movimientos más contundentes. Además tampoco debíamos prolongar nuestro ocultamiento. Aproveché sin embargo para preguntarle: “¿Has roncado mucho esta noche?”. “¡Con toda mi alma!”, contestó riendo. “Entonces…”. “Ya sé por dónde vas… Protestas ya han habido. Así que tal vez tengamos suerte”. Salí rezagado tras él para contemplar su goloso culo.

Pero la situación había de dar un cambio radical. Amenazadores nubarrones de tormenta veraniega se acercaban, por lo que hubimos de acelerar nuestro regreso al camping. La descarga sin embargo comenzó cuando estábamos a medio camino y, al llegar, era ya un auténtico aguacero. Pasando de largo por mi tienda –a la que eché una rápida mirada descorazonada–, corrimos al refugio de la caravana. Todo lo que llevábamos, la escasa ropa, las toallas y demás objetos, estaban empapados. Puesto que hacía poco lo habíamos hecho, volvimos a quedarnos desnudos y, tras secarnos, permanecimos así con naturalidad en ese ámbito privado. Como regla de la familia,  enseguida pensaron en comer. Al igual que otras veces, no perdió ocasión el padre de sentarse de forma que lo pudiera ver bien. Sabía que me encantaba mirarlo y a él le gustaba observarlo. Pero hoy ya no era un paquete más o menos provocativo lo que exhibía sino el sexo libre entre sus muslos. Nuestros ojos intercambiaban mensajes de deseo.

La madre se interesó por el estado de mi tienda y llegamos a la conclusión que con aquella lluvia sería inhabitable. Aunque dije educadamente que ya me apañaría, padre y madre al unísono replicaron que de ninguna manera. “Nos apañaremos para que pases la noche aquí”. La cuestión era cómo. El matrimonio disponía de una cabina aparte y los niños dormían en las banquetas reconvertidas en camas. Como éstas eran cuatro pensé que me tocaría la sobrante. Sin embargo la solución que ofreció la madre me sorprendió. “Mejor que yo duerma con los niños y que vosotros dos compartáis la cabina… Ya lo hicisteis la otra noche y no es más pequeña que la tienda”. Aunque la idea me resultó perturbadoramente sugestiva, me sentí obligado a insistir. “Me sabe mal…”. Me interrumpió: “¡Nada, nada! Así estaremos todos más cómodos”. ¿Sería porque a los niños no les gustaría dormir con un desconocido o porque ya le iba bien que yo me ocupara de su marido? Éste, que había asentido al reparto con un regocijado silencio, concluyó con ojos chispeantes: “¡Ya ves, todo arreglado!”.

De manera que la idea de tenerlo de nuevo en mi tienda se trocaba de forma rocambolesca en compartir con él su lecho conyugal. Por un lado el morbo de la situación no podía ser mayor pero, por otro, me temía que habríamos de ser aún más prudentes que la noche en mi tienda. Con el agravante de que ahora nuestra sexualidad era más incontrolable. El caso fue que, una vez los padres se encargaron de dejar dormidos a los niños y la mujer declarara encontrarse cansada, el padre abrió la puerta corredera de la cabina. Pude ver, boquiabierto, que el espacio estaba ocupado por una única cama y no demasiado ancha. Me invitó a subirme y a continuación lo hizo él, cuidándose de dejar bien cerrada la puerta. Y allí estábamos los dos como enjaulados, desnudos y ardiendo de deseo reprimido. Pero pronto dejó claro con un quiebro elocuente que la discreción no iba a estar reñida con un silencioso disfrute de nuestros cuerpos. Afortunadamente la cama no hacía ruido, y los besos y caricias eran mudos...

Nuestras manos y bocas no cesaban en el lenguaje de la pasión al que, como si fuéramos expertos en ello, depurábamos de cualquier estridencia. En esta ocasión quise extraerle su jugo y degustarlo sin que se desperdiciara, antes de verter el mío en su interior. Me escurrí por la cama hasta encararme con su sexo y aprisioné la polla con mi boca. Ya estaba dura y mojada, y mis labios y lengua la trabajaron con deleite. Él se entregaba y, astutamente, disimulaba sus irreprimibles jadeos enmascarándolos con algo parecido a ronquidos. No le di tregua y pronto una tensión en sus muslos previno el derrame que engullí con voracidad. Cuando levanté la mirada me premió su sonrisa beatífica. Poco le duró el sosiego pues la excitación de mi entrepierna nos ofrecía un nuevo goce. Bien se encargó de avivarla recorriendo con la lengua mis puntos más sensibles. Cuando comprobó que la tensión de mi verga era extrema, se giró de costado y él mismo la dirigió a las profundidades de su culo. Así, de lado, con acompasados impulsos de mi pelvis iba creciendo de forma paulatina el placer mutuo. De nuevo sus resoplidos sonaron a perturbaciones del sueño y yo tampoco reprimí una exhalación cuando el orgasmo se culminó.

Quedamos exhaustos y con la respiración entrecortada, pero muy juntos y abrazados. Al poco me susurró con un hilo de voz: “¿Probamos dormir?”. Se puso bocabajo extendiendo un brazo por encima de mis hombros. Yo todavía tenía el pulso demasiado acelerado para poder conciliar el sueño. Además, la situación en que me encontraba me resultaba surrealista, con nuestra relación amatoria incrustada subrepticiamente en el seno familiar. Me distrajo de mis cávalas que los soplidos del padre fueran derivando en ronquidos auténticos. Yo entonces los iba atemperando a base de suaves besos y caricias a la nuca, que, si bien no los cortaban, los reducían considerablemente.

La luz del alba y la agitación que provenía de los niños señalaron el fin de la insólita cohabitación. Con gestos divertidos señalamos nuestras sendas erecciones… ¡Lástima no poder aprovecharlas! Tras un último beso, el padre abrió la puerta. Nada más vernos la madre preguntó: “¿Qué tal habéis dormido?”. Me apresuré a decir: “Bastante bien… Y muchas gracias por vuestra acogida”. Con un tono que me pareció de una cierta ironía ella añadió: “No sé cómo lo habrás conseguido, pero mi marido apenas ha roncado”. A éste casi se le cae el agua que estaba bebiendo, pero enseguida me echó un capote con una salida zumbona. “Es que soy muy considerado con los invitados”.

La tormenta había pasado y se imponía comprobar sus consecuencias en el exterior. En particular me inquietaba el estado de mi tienda. Nos pusimos los bañadores ya secos y salimos. El panorama era desolador y a lo lejos se veían otros campistas valorando la magnitud de la tragedia. Pude constatar lo temido: mi tienda había quedado prácticamente inservible. He ahí cómo bruscamente se truncaba mi estancia en el camping. Porque en esas condiciones era inviable mi permanencia. Así lo hice saber a la familia y, pese al destello de decepción en los ojos del padre, no pudieron sino darme la razón. Bien sabía yo que no era plan que me adoptaran y seguir como la noche anterior. Había sido una emergencia y, como tal, irrepetible. Así que me despedí cordialmente y el padre me ayudó a recoger mis pertenencias salvables. Garrapateé mi número de teléfono en un papelito y se lo di como última tabla de salvación. Lo cogió y, en su mirada y su agridulce sonrisa, había todas las incógnitas del mundo. Aún al emprender mi marcha y volver la vista atrás, me hizo un último regalo. Asomado a la puerta de la caravana se despidió con la exhibición su espléndido cuerpo.


Una historia de camping (Primera parte)


Hace ya bastante tiempo me vino la idea de vivir la experiencia de pasar unos días en un camping. Desde luego mi fantasía me habría hecho soñar con uno nudista, pero las circunstancias de época y posibilidades me llevaban a conformarme con algo más modesto. Un amigo me prestó una tienda de campaña de medidas aceptables, y no demasiado complicada de montar. Con ella y demás bártulos me instalé en un camping cercano, situado en un paraje pintoresco junto a un río. Allí podría respirar aire puro, hacer algo de ejercicio y conocer el ambiente de una comunidad de este tipo. Poco más, porque no creía que se prestara a mayores aventuras.

Estábamos a principios del verano y ya la temperatura era bastante cálida. Pero todavía el número de campistas era discreto y pude escoger un emplazamiento algo apartado. Alcé con mayor o menor pericia mi tienda y pasé el primer día inspeccionando los alrededores. Pude comer en el chiringuito que proveía a los que no teníamos maña para hacernos nuestra propia comida.

Esa noche dormí mal que bien, impregnado de loción antimosquitos. Ya entrada la mañana me despertó el rugido de un motor que cesó repentinamente. Husmeé  por la abertura de mi tienda y vi que a no mucha distancia se había aposentado una gran autocaravana. Sentí como si mi enclave privilegiado hubiera sido violado. Pero mi desazón aumentó cuando el vehículo empezó a vomitar tres críos de no más de diez años ninguno de ellos, a los que trataba de controlar la que supuse su madre. Sin embargo mi desazón dio un vuelco cuando apareció el varón adulto de la manada. Era un tiarrón robusto, entre los cuarenta y los cincuenta, con un aspecto más que apreciable. Lo que corroboró el gesto de, al disponerse a entrar en faena, prescindir de la camisa y quedar con pantalones cortos. ¡Jo, qué torso y qué dorso lucía el tío! Sobrado de carnes, que velaba un vello suave pero abundante, los shorts debían ser del verano pasado porque le reventaban los muslos.

El hombre se afanaba en asentar la caravana y en añadirle un entoldado complementario. Con sus presurosas maniobras, que hacían que la cintura se le bajara y que me iban ofreciendo las más variadas perspectivas, me estaba alegrando la mañana, fisgoneando desde mi rendija. Mi entusiasmo llegó al colmo cuando, para afirmar los tirantes del toldo al suelo, a medida que se agachaba enseñaba más de la raja del culo,…lo que siempre ha constituido una de mis más recurrentes fantasías.

Pero claro, no tenía más remedio que dar la cara, pues no me iba a quedar escondido todo el día. Así que me puse un traje de baño y, con una toalla y la bolsa de aseo, salí para dirigirme a los lavabos, como si me acabara de despertar. Dada la proximidad me pareció que lo correcto por mi parte eran unos “buenos días”. El rostro tan risueño, adornado con una barbita entreverada de algunas canas, que me devolvió el saludo me desbarató. Aún añadió una disculpa: “Me temo que te hemos dado la mañana”. “Para nada”, respondí, “Si además tengo el sueño muy pesado…, y ya iba siendo hora de ponerme en movimiento”. Su sonrisa era encantadora.

Cuando volví duchado y aseado, la familia se hallaba en torno a un copioso desayuno-almuerzo. Se notaba que llenar el buche era uno de sus hobbies preferidos. Hice por pasar desapercibido, pero el padre de familia me interpeló: “¿No querrías tomar algo con nosotros?”. La verdad es que desde el día antes mi estómago estaba vacío, porque todavía no tenía muy claro cómo organizar mi alimentación. Así que acepté de buen grado, pero por un cierto pudor dije: “Me pongo algo por encima y vengo”. Sin embargo me replicó: “¡No hace falta, hombre! ¿No ves cómo vamos todos?”. Y sí que iban, con sucintos bañadores. En tanto que la madre lucía un bikini que recogía mínimamente su exuberante anatomía, el padre –que era quien me interesaba– llevaba un eslip que ocultaba tan solo lo más indispensable. Ya ni me acuerdo de qué derroteros tomo la conversación de circunstancias, ante esos muslos separados sobre la banqueta por cuyas ingles asomaba ya algo de vello púbico y esa barriga peluda que sobrepasaba el bañador del que solo quedaba un pequeño triángulo abultado. Por lo demás, cada vez que se levantaba para, solícito, traer o llevar algo, me pasaba por delante un culo bien ceñido que desbordaba la prenda más abajo del nacimiento de la raja. ¡Uf, qué mañanita!

Ellos decidieron ir a bañarse al río y yo, por discreción más que por falta de ganas, dije que tenía otros planes. Pero al caer la tarde, cuando estaba sentado ante mi tienda leyendo, reapareció la tropa muy alborozada. Y aquí ya vino una nueva sorpresa. Todos, menos el padre, se habían perdido dentro de la caravana. Él entonces se dirigió a mí: “¡Oye! ¿Me podrías indicar dónde caen los servicios y duchas del camping? En la caravana tenemos, pero ya ves que hay que ponerse a hacer cola”. “¡Claro que sí!”, y añadí sin pensármelo dos veces: “Ya te acompaño”. Las instalaciones de nuestro sector, que era la más apartada, estaban todavía muy poco frecuentadas, así que, cuando accedimos a la zona de hombres, no había nadie más. Aunque mi misión era solo la de dirigirlo hacia allí, como el vecino charlaba animadamente mientras yo me deleitaba viéndolo cimbrarse a mi lado con su breve eslip, no tuve inconveniente en entrar con él. Las duchas tenían una discreta puertecilla de vaivén que llegaba hasta poco más de la cintura. Él pasó a una sin interrumpir la conversación y se quitó el bañador. Yo quedé al lado, por lo que la puerta no me impedía la visión de cuerpo entero. ¡Qué morbo de desnudo integral, con el cargado sexo y el culo completo! Porque se iba girando bajo el agua sin el menor embarazo y se extendía con parsimonia el gel por todo el cuerpo. Además su parlamento aún elevaba más grados mi excitación. “Hemos descubierto un remanso apartado del río muy bucólico y nos hemos bañado desnudos ¡Qué gustazo! …A ver si otro día vienes con nosotros”. Disimulé cualquier exceso de entusiasmo: “No querría entrometerme en vuestra intimidad…”. “¡Que va! ¿O es que te daría vergüenza?”. Sonrió pícaro, pero cambió de tercio: “Si no, vamos un día tú y yo solos, mientras mi mujer se lleva a los niños a visitar la ermita”. La oferta no podía ser más prometedora. Salió de la ducha sacudiéndose el agua como un perro mojado y se apoyó en mi hombro para ponerse el eslip. “La barriga me desequilibra”, rio.

Al día siguiente apareció algo alterado y tapándose apenas con una toalla. “¡Joder con los críos! Están dando la tabarra de que no soportan mis ronquidos por la noche”. Por decir algo, comenté tontamente: “Claro, en la caravana está todo más junto”.  Entonces hizo una sugerencia que no sé si llevaría preparada o si le surgió espontáneamente: “¡Oye! ¿Sería mucho abusar si esta noche me paso a dormir contigo en tu tienda? Como dijiste que tienes el sueño muy profundo…”. Me hizo gracia que recordara mi comentario del primer día, pero aún más me sorprendió su propuesta. “La tienda no es muy grande, pero dos personas tendidas caben…”. “¿Eso es un sí? Eres el colmo de la amabilidad… Así estarán más tranquilos”. Los niños tal vez, pero yo casi tenía que pellizcarme para asimilar la idea. Desde luego estaba dispuesto a pasarme la noche oyendo la cabalgata de las valquirias con tal de tener aquella maravilla a mi lado. “Pues cuando vayas a acostarte me avisas, que no quiero alterar tus costumbres”.

No volví a verlos en todo el día, que se me hizo larguísimo, contando las horas y fantaseando sobre las incógnitas de la experiencia. Llegado el momento vino cargado con una colchoneta y una liviana parte inferior de pijama. Ésta ya se le bajo hasta la mitad del culo cuando, arrodillado, extendía la colchoneta junto a la mía. Cuando estuvimos listos cerré la abertura de la tienda y nos acomodamos. Bajo una farola que permanecía encendida toda la noche, la lona dejaba filtrar luz suficiente para que nos pudiéramos ver.

Lo primero que hizo mi acompañante, ya tendido bocarriba, fue levantar las piernas para sacarse el pijama. “Esto sobra… Y no hace falta taparse con esta temperatura ¿no es verdad?”. Yo entonces hice lo propio y también me quedé desnudo. No se me escapó que también me miró de arriba abajo. Echados uno junto a otro, se produjeron unos segundos de silencio. Luego se giró hacia mí presentándome toda la delantera. No tuve más remedio que subir una rodilla para disimular el delator engorde en mi entrepierna. No sé si captaría el gesto, pero con una cálida sonrisa me dijo: “Gracias por acogerme… ¿Dormimos?”. Se dio la vuelta y reinó el silencio. Tener a pocos centímetros ese culo tan apetitoso me ponía negro. Verdaderos esfuerzos me costó dejas quietas las manos, aunque no dejaban de acosarme las tentaciones. ¿Qué pasaría si empezaba a acariciarlo? ¿Le sorprendería? Y si fuera así ¿cuál sería su reacción? Mira que si lo estaba esperando… Suficientes elucubraciones para alimentar mi insomnio. Al menos ahora podía dejar libertad a mi polla excitada y tocármela acompasadamente.

De pronto dio un respingo y se puso bocarriba. Su respiración se aceleró y pronto se tradujo en resoplidos alternados con potentes ronquidos, que fueron haciéndose dominantes. Repercutían en su tetudo busto y en su barriga que subía y bajaba. La polla le reposaba sobre los huevos que los rollizos muslos impulsaban hacia arriba. Me habría encantado separarle un poco las piernas para darles mejor acomodo. No duró mucho en esa posición, porque volví a tenerlo de frente. Un brazo se le desplazó hasta alcanzarme. Su antebrazo me rozaba el hombro y sentía las calientes cosquillas del vello. Sus soplidos tan cercanos también me erizaban la piel. Pero mi misma excitación insatisfecha fue agotándome y, a pesar de los ronquidos, llegué a adormecerme.

Me desperté antes que él, que estaba de nuevo panza arriba sobre la que reposaban sus manos. Aunque lo que más me sorprendió, y gratamente por cierto, fue la formidable erección que presentaba impúdicamente. Su verga, que hasta el momento solo había visto en reposo, bien carnosa eso sí, se erguía en toda su dimensión y oscilaba al ritmo de la respiración. No pude hacer más que quedarme en adoración de tamaño tótem, con mi polla endurecida también, y no precisamente por los efectos matutinos. Pareció que mi mirada lo sacudiera, porque abrió los ojos como procesando dónde se encontraba. Enseguida se percató de su exhibición, que se tomó con humor capechano. “¡Vaya cómo me he puesto de buena mañana!”. Pero al ver que yo presentaba un estado similar exclamó riendo: “¡Pues anda que tú…!”. La intimidad en que nos solazábamos debió servirle de acicate, pues, tras reflexionar unos instantes, propuso: “¿Qué te parece si mando a mi familia de excursión a la ermita y nosotros vamos a bañarnos al sitio que te dije?”. ¡Qué me iba a parecer: de perlas! Así que se calzó a duras penas el pantalón del pijama y salió al exterior. Desde ahí me dijo: “Voy a negociar y tú apúntate al desayuno colectivo”.

Me demoré un poco para serenarme y salí en bañador cuando ya estaban disponiendo con gran alboroto la pitanza. El padre, que no había mudado el vestuario, sentado frente a mí y sin haberse preocupado de abrochar la bragueta, me ofrecía retazos fugaces de sus partes, a los que yo, insaciable, no quitaba ojo. Hasta quise pensar que igual él se regodeaba con ello.

Se ajustaron los planes y ya liberados, el padre cambió el pijama por su escueto eslip y, equipados tan solo con sendas toallas, nos pusimos en camino. “Veras como te gusta lo de hoy”, dijo en tono premonitorio. Aunque yo no dejaba de relamerme en las mieles de lo que iban a ser cuanto menos delicias visuales.

Llegamos al paraje que era efectivamente de lo más recoleto y en absoluta soledad. No perdió tiempo mi acompañante en quedarse en cueros, secundado por mí. “¡Esto es vida!”, exclamó mientras nos metíamos en el agua. Bastante fría, pero adecuada para calmar el calor del camino, y el de la entrepierna. Él se puso de lo más retozón, con un punto de infantilismo que me embelesaba. Se ponía a hacer el pino con lo que, de la cintura hasta los pies, surgía invertido con los sicalípticos efectos de la gravedad. Buceaba y me agarraba de los tobillos para hacerme caer hacia atrás. Se empeñó en que usara sus hombros de trampolín, con lo que hube de trepar por su espalda en varios intentos fallidos que daban lugar a acuáticos revolcones. Total, que en el baño el hombre daba todo de sí y, de paso, me inflamaba de deseo.

Salimos al fin del agua y, al ir a por las toallas, sugirió: “El sol ya pega fuerte ¿Por qué no nos tumbamos detrás de esos arbustos que dan muy buena sombra?”. Extendimos las toallas una junto a otra y era como si estuviéramos de nuevo bajo mi tienda, aunque ahora mucho más apartados del mundanal ruido. El clima que se iba creando, sin embargo, parecía muy diferente ahora. Ya me llamó la atención que esperó a que me echara yo primero y él se quedó unos segundos erguido ante mí en una pose descaradamente provocativa. Luego, la relajación de nuestros cuerpos tan cercanos y un silencio que se podía cortar presagiaban que algo pasaría. Fue él quien pronunció la primera frase, con una voz contenida que contrastaba con su desparpajo habitual. “Yo te gusto ¿verdad?”. Me cogió por sorpresa y di una respuesta ambigua. “¡Hombre! Eres un tipo encantador…”. “Creo que sabes a lo que me refiero”, insistió. Los pies de plomo ya me pesaban demasiado, así que pregunté: “¿Tanto se me nota?”. Sonrió y contestó: “Bueno, yo también he hecho todo lo posible ¿no te parece?”. “Desde luego para provocar eres único,…y encima haciéndote el inocente… Pero ¿yo también te gusto?”. Era mi pregunta obligada. “Desde que te vi aparecer el primer día y como me mirabas me hice a la idea de que podría haber algo entre nosotros”. “Y mientras calentándome… Porque lo de esta noche ha sido muy fuerte”. “No creas, que yo también tuve que contenerme… Pero me parecía que tu tienda era un techo de cristal, a dos palmos de mi familia”. “Así que todo ha sido un preparativo para este momento…”.


Sigue en la Segunda Parte......................................................