domingo, 8 de diciembre de 2013

De viaje con el jefe (Segunda Parte)


Después de haber caído el uno en los brazos del otro, con todas sus consecuencias, Rafael y yo, en esa vorágine de libertad absoluta en que nos encontrábamos, estábamos dispuestos a disfrutar de la vida tal como nos fuera viniendo ¡Y vaya si lo aprovechamos a tope…!

Cuando volvimos a ir la playa, ya no había disimulos entre nosotros. Nos daba morbo que nos miraran y, a su vez, hacíamos comentarios sobre los tipos que nos llamaban la atención. No diferíamos demasiado en los gustos, que se orientaban a tíos maduros y robustos. Cerca de nuestro emplazamiento se colocó una pareja de cincuentones. Uno era de aspecto oso, corpulento y bien armado; el otro, un gordito de formas más suaves. Se les veía muy amartelados, pero no tardaron en darse cuenta de que los observábamos. Hablaron entre ellos como si deliberaran y, a continuación, el oso se levantó y se dirigió a nosotros. Como estábamos reclinados, no pudo menos que impresionarnos el pollón que le colgaba. Cosas del nudismo… Nos saludó muy cordial y explicó que habían llegado hacía poco e iban todavía algo despistados. Les habíamos parecido muy interesantes –dicho con segundas– y habían pensado proponernos que comiéramos juntos para así conocernos. ¿Por qué no?, nos dijimos y fuimos los cuatro, en pelota picada, a compartir una mesa del chiringuito. Llevaban juntos bastantes años y declararon sin ambages que les gustaba el sexo con otras parejas. No dejó de asombrarme la desenfadada salida de Rafael. “Pues nosotros hemos echado el primer polvo hace poco…”. Pensé si sería capaz de lanzarse por las buenas a tal aventura, aunque recordando la fama de crápula que se le atribuía –lo que no descartaba haber lidiado con varias féminas a la vez –, no era tanto de extrañar que, en su nueva perspectiva vital, estuviera dispuesto a esta otra experiencia. Porque la proposición de los recién conocidos no le desagradó ni mucho menos, aunque pidió mi parecer. “¡Estamos de vacaciones…!”, expresé con una implícita conformidad. Porque la verdad era que la perspectiva del cuarteto me pareció también sugestiva. Se hospedaban en un hotel cercano al nuestro, aunque más modesto. Así que no dudamos en citarlos en nuestra amplia habitación.

Los recibimos ya desnudos, tal como nos habíamos conocido, y ellos no tardaron en imitarnos. Resultó que el gordito, riquísimo con su suave pilosidad, era de tendencia sumisa – “Sumiso menos conmigo, que es él quien manda”, bromeó el oso–. Así que se arrodilló ante nosotros tres, a los que, enlazados al modo de las Tres Gracias, hizo una ronda de expertas mamadas. No estaba mal como comienzo… Porque pronto estábamos todos sobre las camas con sesentainueves cruzados. Rafael ya le había echado el ojo al culo del gordito, me hizo un guiño como si me pidiera permiso y se le montó sobre la grupa, que el otro le ofreció encantado. Pánico me daba que el oso quisiera tomarse la revancha conmigo, con ese pedazo de polla que, para la boca era una gozada, pero que podía hacer estragos en mi culo. Milagrosamente, no fue esa su intención, sino que se colocó en paralelo al gordito y me invitó a ser yo quien se lo zumbara –Luego supe que, como el gordito era preferentemente pasivo, el oso aprovechaba las ocasiones de que le dieran gusto por el culo–. ¡Y vaya culazo hermoso que me brindó! Macizo y peludo, sobre unos muslos como columnas. Así cabalgamos juntos Rafael y yo, mirándonos con lasciva complicidad. Nos pidieron que hiciéramos un intercambio, de modo que yo me pasé al gordito y Rafael al oso. Ninguno de los dos, sin embargo, llegamos hasta el final, para no quedar inermes ante nuevos juegos. Solo el gordito, entre tanto trasiego, tuvo una corrida espontánea. Como castigo el oso, a quien las folladas le habían aflojado algo la verga, le ordenó que se la mamara para ponerlo en forma. Lo que me costó trabajo asimilar fue que Rafael, al ver cómo aquella pieza recobraba todo su vigor, y excitadísimo por la novedad de aquella orgía viril, quisiera sustituir la boca del gordito por su propio culo. En realidad fue un gesto de chulería, sin intención de consumarlo, porque lo que hizo fue acuclillarse y arrimar el ojete a la tiesa verga como para sentarse sobre ella. Pero el oso no estaba dispuesto a andarse con chiquitas, alargó las manos sobre los hombros de Rafael y le dio un fuerte impulso para hacerlo bajar.

Fue un verdadero empalamiento al que Rafael respondió con un aullido. Acudí en su ayuda, pero no se atrevía ni a moverse, con aquello clavado hasta los huevos. Ironicé sobre su osadía. “La tienes dentro entera, así que disfruta”. A su vez el oso le daba palmadas para que se activara. Arrodillado frente a él, me tomó como apoyo y se atrevió a iniciar un sube y baja con precaución. Poco a poco le debió ir cogiendo el gusto y su expresión de dolor se dulcificó. “¡Cómo traga el tío!”, exclamó el oso, enardecido  por el frote recibido. Ya Rafael se soltó de mí y daba saltitos de rana agarrado a sus muslos. Me excitó tanto la lujuriosa fornicación que me levanté y puse mi polla a la altura de la cara de Rafael. Hice que se la metiera en la boca y acompasara la mamada a su enculada. Cuando el oso gritó “¡Que me corro!”, me descargué yo también rebosando los labios de Rafael. Este casi me derriba en su desplome, pues cayó hacia delante todavía sobre las rodillas y la cara aterrizando sobre la cama. Circunstancia que aprovechó el gordito para lamerle el ojete y libar los restos de su hombre. La verga de éste se iba retrayendo poco a poco y su rostro irradiaba satisfacción. “¡Qué culo más bien parido, coño”, y dirigiéndose a mí: “Te debes poner morado con él”. Si supiera que estaba casi de estreno…

Nada más marcharse los invitados, el jacuzzi nos ofreció una merecida relajación. “¡Uf, estoy escocido!”, reconoció Rafael. “Tú te lo has buscado… Es que provocas al más pintado”, afirmé con ironía. “Con ese atracón de tíos me he puesto como una moto”. “Has tardado, pero has entrado a saco…”. “Algo habrás tenido que ver tú ¿no?”. “Yo solo he despertado al genio dormido”. “¡Oye, que con las tías siempre he sido muy golfo…, pero me faltaba esto otro!”. “Así que te tendré que compartir…”. “Y yo a ti, que tampoco eres un angelito”. Sentadas estas premisas, dimos por concluida la agitada jornada y pronto estuvimos en la cama, ahora para nosotros solos. Parecía que habíamos quedado ahítos de sexo pero, tras un rato de silencio, Rafael dejó caer: “Os habéis corrido todos menos yo…”. “Tal como te han puesto el culo no te quedaría energía”. “Pero mira cómo estoy ahora”.  Me cogió una mano y la llevó a su polla. Estaba bien dura. “Así que vuelves a pedir guerra…”, dije viéndolo venir. “No querrás que me apañe solo ¿verdad?”. Su tono mimoso me activó el deseo. “Claro que no”, respondí dándole unos frotes manuales. Pero él quería otra cosa. “Me gustó mucho cuando te follé en el jacuzzi…”. “¡Ah, conque esas tenemos!”, dije dispuesto a complacerlo y poniéndome bocabajo. “Pero al menos ponme saliva… No seas tan brusco como el oso”. Me sobó el culo con delectación. “¡Cómo éste, ninguno!”, exclamó zalamero. A continuación me abrió la raja y, con decisión, le dio varias lamidas húmedas. “¡Umm, eso es nuevo!”. “Todo lo tuyo me gusta”, y ya tenía un dedo frotándome dentro. “¡Uy, qué aperitivo!”, comenté incitador. “¡Qué negro me estás poniendo, golfo! ¡Allá voy!”. Me entró con mucha más precisión que la primera vez… tenía ya más práctica. “¡Qué bueno, qué bueno!”, murmuraba al bombear. “¡Qué folla-culos estás hecho, golfo¡”, replicaba yo. “¡No tenía yo acumulada calentura…!”, se enardecía. Se descargó dando resoplidos. “¡Gracias, cariño! ¡Soy un hombre nuevo!”. Me besó y no tardó en quedarse frito.

Nuestras efusiones en la habitación no nos agotaban las energías como para desaprovechar una nueva conquista, menos aparatosa que la de los playeros, pero con el morbo de lo inesperado.

En el mismo pasillo que nosotros se hospedaba un matrimonio con el que nos cruzábamos a veces. Ella, con expresión permanente de cabreo, siempre colgaba del brazo de un hombre que rondaría los sesenta años, robusto y apetitoso. Él nos miraba de reojo, sobre todo cuando nos veía equipados de playa, con nuestros minúsculos bañadores que apenas cubrían las camisetas. Llegué a bromear con Rafael. “Podrías distraer a la esposa, mientras yo me trajino al esposo”. “Esa no es de mi tipo. Y ya ves que no lo suelta ni a sol ni a sombra”. Hasta me extrañó que no se le ocurriera ninguna estratagema para que nos hiciéramos con el suculento varón. Pero fue éste, contra todo pronóstico, el que nos abordó.

Habíamos vuelto de comer en la playa y estábamos tomando un café en la terraza del hotel, con nuestra desinhibida indumentaria habitual. Nos sorprendió verlo solo, y más que se dirigiera a nosotros. “¡Buenas tardes, vecinos! ¿Podría acompañaros?”. Faltaría más. Y enseguida se explicó algo ruborizado: “Mi mujer está durmiendo la siesta y me ha apetecido saludaros”. Había que cazarlo al vuelo y Rafael no se fue por las ramas. “¿Y si subimos a nuestra habitación? Estaremos más cómodos…”. Al hombre se le iluminó la mirada. “Dispongo de poco tiempo, pero estaré encantado”. Aunque en el ascensor no subimos solos, no nos abstuvimos de arrimarnos a él y los roces lo hacían estremecer. Si venía con el tiempo tasado, había que quemar etapas. Así que, nada más entrar en la habitación, fui yo quien dijo: “Aquí solemos ir desnudos… ¿No te molestará, verdad?”. “¡Por supuesto que no!”. No había acabado de hablar y ya estábamos Rafael y yo en pelotas. Se le salían los ojos y reaccionó rápido. “Lo hago yo también ¿no?”. Su ligera ropa veraniega desapareció rápido y se nos mostró en todo su esplendor. Unas tetas velludas reposaban sobre la oronda barriga y ya mostraba una descarada erección. Azorado por la exhibición, rezongó: “¡Joder, ya veis cómo me habéis puesto!”. “Ganas sí que se te notaban…”, bromeó Rafael para darle confianza.

Juntamos nuestros cuerpos al suyo y, mientras lo achuchábamos, nos agarró a dos manos las pollas, que enseguida agradecieron las caricias. “Me gustaría chupároslas”, casi suplicó. “Pues date el gusto, que será el nuestro”, dijo Rafael. Nos echamos bocarriba en una de las camas y le dejamos un hueco en medio. A cuatro patas, no daba abasto chupando a uno y a otro. “¡Qué gozada! Lo que he soñado con esto cuando os veía con esos bañadores”. Le dejábamos hacer y aprovechábamos para sobarle el culo o meter la mano bajo su barriga y cazarle la polla. “Si me tocáis así me correré”,  advirtió. Pero yo, que me atraía mucho su tipo –al fin y al cabo era parecido a Rafael–, maniobré pare meterme debajo y alcanzársela con la boca. El hombre, enfebrecido, sin dejar de chupársela a Rafael, aún alargaba una mano para meneármela. Se cumplió su aviso y no tardó en echarme su leche. Ello no fue óbice para que, si cabe con mayor ahínco, siguiera enganchado a la polla de Rafael, y no paró hasta que éste se hubo corrido. Sin darse tregua pasó mi polla de su mano a su boca y, como ya estaba yo bastante cargado, no tardó en engullir mi leche también. Medio atragantado explicó: “Perdonad las prisas, pero es que me tengo que ir”. Se vistió en un santiamén y  dijo al despedirse: “No podéis ni imaginar lo bien que lo he pasado”. Cuando se marchó, Rafael comentó irónico: “¿Te imaginas que ahora le dé un beso con lengua a su mujer?”.

La víspera de nuestra partida bajamos a desayunar sin un plan definido. Debía tratarse de un cambio de turno, porque no habíamos visto anteriormente al camarero que servía. “¿Te has fijado en las miradas que te echa?”, me dijo Rafael guasón. “Yo diría que te mira a ti”. “Bueno, a los dos… No está nada mal ¿eh?”. “Sí que te ha cogido fuerte lo de los tíos”. La verdad es que el hombre encajaba bastante en nuestros gustos. Cincuentón y tripudo, el culo le hacía respingar la chaquetilla blanca. “Seguro que le vamos. Nos lo podríamos cepillar”, afirmó Rafael muy convencido. Me mostré escéptico. “Tienes mucha imaginación”. “¡Tú déjame a mí…! Ya me imagino cómo debe ser ese culo”. El camarero se nos acercó obsequioso a atendernos con una amplia sonrisa. Rafael empezó su labor de seducción. “Mire, a esta hora tenemos muy poco apetito. Nos bastará con un café”. Mentía como un bellaco. “Pero a media mañana nos vendrá bien comer algo. Estaremos en la habitación ¿Podrá usted encargarse de ello?”. La respuesta del camarero hizo que Rafael me rozara con la rodilla. “Por supuesto. En cuanto acabe mi turno, yo mismo se lo llevaré ¿Desean alguna cosa en especial?”. “Muy amable. Seguro que sabrá sorprendernos”, fue el broche de Rafael. Cuando volvió a servirnos, la cafetera le temblaba y, al llenar la taza de Rafael, éste posó una mano sobre la suya. “Es suficiente, gracias”. Al  abandonar la terraza, pasamos por su lado y nos hizo casi una reverencia. Rafael remachó: “No se olvide. Le esperamos”. Ya fuera de su alcance, me comentó jubiloso: “Se ha puesto como un flan… La sorpresa se la vamos a dar nosotros”.

Me divertía mucho el despliegue de seducción al que se entregaba entusiasmado Rafael y aceptaba gustoso sus inventivas. “Tú dirás qué táctica se te ocurre”. “Hay que dejarlo noqueado nada más entrar”, dijo en tono reflexivo. “Tú por lo pronto le abres la puerta en traje de baño… Mejor te dejo el más pequeño de los míos. Cuando aún no haya asimilado tu visión, yo saldré del baño como si no hubiera oído que entraba… Verás cómo se arma”. Desde el balcón observamos que abandonaban la terraza de los desayunos los clientes más rezagados. Dejamos pasar un tiempo prudencial y Rafael entró en el baño. “Aprovecharé para afeitarme”. Me pareció un poco inoportuno, aunque debía tener su tramoya. Me puse a mi vez el bañador prestado, que no podía ser más sucinto. Hasta me dejaba fuera parte de los huevos.

Cuando el camarero llamó a la puerta, acudí raudo a abrirle y con toda naturalidad lo hice pasar. Desde luego el impacto que tuvo fue evidente, pero muy digno introdujo el carrito y no descuidó cerrar la puerta. En ese momento surgió del baño Rafael, en pelota picada y con el mentón cubierto de crema de afeitar, cuya mancha blanca hacía resaltar más el resto del cuerpo. “¡Ah, disculpe! No le he oído entrar”. El camarero mantuvo la sangre fría y declaró: “No hay problema. En el servicio de habitaciones ve uno todo tipo de cosas… Unas mejores y otras no tanto”. “Espero que ésta no sea de las segundas…”, dejó caer Rafael. “Yo diría que no”, replicó el camarero con una leve sonrisa.

Nos pusimos a curiosear el contenido del carrito, en un descarado cerco al hombre que permanecía impertérrito en espera de instrucciones. “Creo que dejaré el afeitado para luego”, dijo Rafael, quien se puso a limpiarse la cara con una toallita que, como al descuido, hizo que se le cayera. Con rapidez se adelantó al gesto que el camarero, servicial, hizo para recogerla, de manera que, agachado a su vez, casi le planta el gordo culo en plena cara. “¡Uy, perdone”!”, dijo Rafael fingiendo confusión. Pero el camarero parecía dispuesto a seguir el juego porque, impertérrito, miró la cara de Rafael y comentó: “Le han quedado algunos restos de jabón ¿Me permite que se los limpie?”. Con el paño que llevaba plegado en el brazo se puso a retirar lo pegado en el rostro de Rafael, quien a duras penas lograba mantener la dignidad. Yo a mi vez trataba de reprimir la risa ante el contraste entre la barriga peluda de Rafael y la del camarero tensando la chaquetilla blanca, que se iban rozando en la limpieza. Y parecía que éste aún no captaba que, con la proximidad, la polla de Rafael iba adquiriendo volumen. Lo cual, por otra parte, me producía un efecto de contagio y hacía que el pequeño triángulo de la tela cada vez contuviera con más dificultad mi paquete.

“¡Listo, señor!”, dijo el camarero retirando el paño. “¡Muchísimas gracias!”. Pero no había acabado Rafael de pronunciarlo que la mano libre del camarero bajó a lo tonto y fue a dar con su polla. “¡Oh, perdón!”, dijo, sin llegar a agarrarla pero tampoco eludiendo el contacto. Ya Rafael abrió paso a las confianzas. “También le irán bien tus cuidados…”. Ahora se la empuñó con más firmeza. “¡Uf!”, musitó con expresión encantada. Yo también me puse a su alcance y no le costó nada, con la otra mano, sacarme fuera la polla. Mientras nos las sobaba, exclamó. “¡Cómo estáis los dos! Ya me he fijado esta mañana, pero el recibimiento ha sido demasiado”. Sin embargo, era un hombre de principios y, aunque sin soltarnos, dijo: “Así vestido me da corte… ¿Podría pasar al baño y aligerarme de ropa?”. Nos sorprendió su pudor, en vista de cómo estábamos nosotros, pero también tenía su morbo aguardar el cambio de apariencia.

Aprovechamos para picar algo del carrito, ya que nos habíamos quedado sin desayunar. A los pocos minutos la reaparición del camarero fue espectacular. Desnudo superaba con creces la buena impresión que ya nos había dado. Tronco robusto, tetudo y barrigudo, con brazos y piernas recios, y todo ello muy velludo, lo que le daba aspecto de osezno. El espeso pelambre del pubis hacía más recatado el sexo, aún retraído. Se acercó a nosotros con pasos arrastrados, y algo azorado. “Pues aquí me tenéis”, y como vio que masticábamos, añadió más animado: “¡Seguid, seguid! Que por mi culpa os habéis quedado sin desayuno… ¡Yo también comeré”. Se arrodilló entre nosotros y nos fue mamando alternativamente. Con una naranjada en una mano y un croissant en otra nos dejábamos querer por abajo. Por si no lo estábamos ya bastante, esto nos calentó todavía más. Porque las relamidas y succiones del agachado ponían la piel de gallina. Cuando al fin hicimos que se levantara, su polla regordeta y húmeda ya estaba en forma.

Pareció algo azorado con la comparación de pollas, pero entre Rafael y yo hicimos que se distrajera. Me dediqué a manosearle la delantera tan peluda hasta llegar a la polla y los huevos. Rafael, por su parte, lo abordó por detrás, deseoso de calibrar su culo sobándolo a gusto. “¡Qué buen culo, sí señor! ¡A punto de caramelo!”. El camarero entonces manifestó su deseo. “Me gustaría que me follarais los dos… Lo llevo deseando desde que os vi esta mañana”. “Ya me parecía a mí que tienes un culo tragón…“, apostilló Rafael. “Me vuelve loco… Y esas pollas vuestras me dan escalofríos”, afirmó el camarero. Nos provocaba mostrándonos el gordo culo peludo y abriéndose la raja con las dos manos. “¡Zumbadme fuerte y hacedme gritar!”, soltaba vehemente. Rafael, quien ya afilaba el instrumento, comentó: “De acuerdo con zumbarte, pero cuidado con los gritos, no sea que acaba saliendo en la prensa: ‘Camarero salvajemente violado en un servicio de habitaciones por dos clientes desaprensivos’”. Pero el camarero insistía. “¡Ojalá pudierais hacerlo los dos a la vez!”. “¡Bueno, bueno, trae ese felpudo!”, zanjó Rafael. Lo empujó por la espalda cogido de los hombros y lo echó sobre la cama. El camarero todavía avisó: “¡Entra a saco! Ya me he untado aceite en el baño” (¡Ah! Por eso querría el muy vicioso desnudarse allí…). Así que Rafael le cayó de golpe. “¡Jodeeer, vaya pozo negro!”, exclamó clavado a tope. El camarero se removía con lascivia. “¡Esto es un hombre! ¡Arrea, arrea!”. El espectáculo de los dos arengándose mutuamente me estaba excitando hasta el punto de que tuve que parar mi mano para no correrme antes de tiempo. Rafael bramaba y el otro lo incitaba. “¡Quiero toda tu leche!”. Y vaya si la tuvo, porque Rafael, tras tensionar todo el cuerpo, se descargó en varios espasmos. “¡Qué follada! A ver qué haces tú ahora”, me dijo cediéndome el testigo. Pero el camarero, sin solución de continuidad, dio una voltereta sobre la cama y quedó panza arriba. Pataleó para que le levantara las piernas. “¡Házmelo así!”, me pidió. De modo que subí a la cama y, de rodillas, llevé las peludas pantorrillas sobre mis hombros. El negro ojete, mojado con la leche de Rafael, se me ofrecía irresistible. Le entré fiero y bombeé mientras él crispaba sus manos por la pelambre de su torso. “¡Otra polla dentro! ¡Qué maravilla!”. Cuando mis resoplidos se aceleraron, se agarró la polla que golpeaba sobre su vientre y se la meneaba acompasando su ritmo la mío. Al echarle todo lo que llevaba dentro, dio un acelerón al pajeo y su leche le regó el pecho. Rafael, sentado a nuestro lado, no había perdido ripio y sentenció: “¡Este tío es la ostia!”. Pero el camarero rebosaba de satisfacción. “¡No habré soñado yo con esto…!”. Aunque la realidad se impuso y levantándose dijo: “Me limpio un poco y me visto, que pronto empiezo el turno de tarde”. Tras unos minutos en el baño, salió en perfecta vestimenta, recogió el carrito y nos piropeó al salir. “Sois unos clientes fabulosos… Siempre a vuestro servicio”.

En el vuelo de vuelta íbamos un poco nostálgicos. Al menos yo, que no tenía muy claro lo que nos depararía el futuro. Porque Rafael no tardó en encontrar distracción. En la otra fila de asientos había una mujer madura y pechugona que empezó a lanzarle miradas coquetas. Noté que Rafael no era ni mucho menos indiferente a las mismas, sino que las correspondía en un fluido de seducción. Al cabo de un rato, la mujer se levantó y caminó pasillo arriba con cimbreo de caderas. Poco después Rafael, que se mostraba inquieto en el asiento, me dijo poniéndose de pie: “¡Ahora vuelvo!”. Se perdió en la misma dirección que la mujer y me dejó algo mosqueado. Pasó algún tiempo y Rafael regresó. Tenía la respiración un poco agitada y, al principio, pretendió disimular. Pero no pudo eludir mi mirada interrogante y al fin confesó. “¡Uf! Me estaba esperando en el servicio y me ha hecho una mamada que te cagas”. Le pregunté un tanto despechado: “¿Es que te has cambiado ya el chip?”. Y me replicó con mucha firmeza: “¡Oye! Que haya descubierto lo de los tíos, y que conste que me encanta, no me ha anulado el gusto por una buena hembra”. Tras esta declaración de principios, quiso tranquilizarme. “Tú y yo vamos a seguir follando ¡eh!... Si te sigue apeteciendo, claro. Pero en nuestro pueblo tendremos que ser discretos. Aunque, ya buscaremos alguna ocasión de dar una escapadita para encontrar marcha… Se nos da bien ¿verdad?”. Su sonrisa golfa, unido al guiño que intercambió con la mujer que volvía a su asiento, me dejó desarmado ¡Vaya con el jefe…!