sábado, 8 de marzo de 2014

Todo queda en la familia


Pedro, más bien gordito y cuarentón, que no sentía demasiado interés por las mujeres, tuvo una mala noche. Tras una fiesta de su empresa, en la que había bebido más de la cuenta, se encontró, casi sin darse mucha cuenta, en la cama con una compañera. El caso es que, con los estímulos que ella, mucho más espabilada, le prodigó, acabó follándosela. Carmen era bastante más joven que él y ya había intentado ligárselo en otras ocasiones, aunque no con tanto éxito. Pedro llegó a disculparse, atribuyendo lo sucedido al exceso de alcohol, y de paso hacer ver que no tenía intención de darle continuidad. Carmen no dejó de sentirse menospreciada y mantuvo las distancias.

Sucedió sin embargo que, al cabo de un tiempo, Carmen acudió a Pedro para informarle de que había quedado embarazada, garantizándole que con toda seguridad había sido resultado de aquella noche. Eran otros tiempos y, descartado el aborto, Pedro, como hombre responsable que era, se vio abocado a un matrimonio, pese a que no fuese algo que le entusiasmaba. Se daba además la circunstancia de que los padres de Carmen vivían exiliados en otro país, por lo que no podrían asistir a la ceremonia. Así que ésta tuvo lugar en la más estricta intimidad.

Finalmente Carmen dio a luz a una niña, lo cual compensó bastante a Pedro, quien, para su propia sorpresa, se reveló como todo un padrazo. A partir de este evento, por otra parte, las relaciones de la pareja fueron derivando en una carencia casi absoluta de sexo, aunque siguieran bien avenidos.

En las primeras vacaciones que tuvieron tras el nacimiento de la hija, decidieron viajar para que los padres de Carmen conocieran a la nieta. Fueron acogidos con la alegría consiguiente, pero lo que más impresionó a Pedro fue la persona del suegro. No solo por su aspecto físico, de una corpulencia muy bien llevada, a sus sesenta años, sino también por la liberalidad con que se comportaba, en general y también con el propio Pedro. Al vivir en un país de clima casi tropical, su única indumentaria doméstica solía consistir en unos calzoncillos, bien tipo eslip bastante poco ajustados, bien clásicos de tela blanca con bragueta sin abotonar. El caso era que, si ya su cuerpazo de carnes generosas y bastante velludas causaba impacto, la naturalidad con que frecuentemente le asomaban sus partes íntimas –por cierto bastante contundentes– dejaba a Pedro estupefacto. La misma Carmen hubo de prevenir a Pedro. “No te asustes por la forma de ser de mi padre. Siempre ha sido un libertario y con la idea de que no hay que avergonzarse del propio cuerpo… Yo ya estoy acostumbrada”.

No era precisamente susto lo que sentía Pedro cada vez que el suegro le pasaba por delante o se le sentaba enfrente con las piernas abiertas o subidas a un puf. Porque no se recataba lo más mínimo si le asomaba un huevo peludo o incluso la punta de la polla. Es más, Pedro empezó a sospechar que el suegro exageraba la exhibición ante él y que  incluso se deleitaba al percibir la turbación que  le provocaba. Y como a Pedro se le hacía cada vez más evidente su fuerte atracción hacia aquel hombre de una procacidad tan espontánea, lo sumía en una perturbadora confusión sentirse además deliberadamente incitado.

El suegro, por su parte, no dejaba de ir cerrando un círculo invisible en torno a Pedro. Éste, pensando en una visita corta de ciudad y sin contar con el clima que iba a encontrar, se había limitado a traer un par de tejanos y algunas camisas, con lo que se iba apañando tanto para salir como en casa. No tardó el suegro en aprovechar esta circunstancia. “No sé cómo puedes aguantar tan tapado”. Pedro explicó: “Es que no se me ocurrió traer pantalones cortos…”. La reacción del suegro fue inmediata. “¡Ni pantalones ni camisa, coño! ¡Ponte como yo!”. “No tengo costumbre…”. Le cortó. “¿Te parece mal como voy yo? Ni tu mujer ni la mía se van a asustar ¡Venga, hombre, venga!”. Pedro no se atrevió a contradecirlo y, sofocado, se puso a quitarse camisa y pantalones. El suegro, satisfecho de sus dotes de persuasión, se sentó ante él observándolo atentamente. Pedro se quedó al fin solo con el eslip, que desde luego le ajustaba mejor que los que gastaba el suegro. Pero éste no se abstuvo de hacer su comentario. “¡Míralo! Tampoco es que estés flaco precisamente…”. Pedro no sabía dónde meter su regordete cuerpo sometido a la escrutadora mirada del suegro. Quien aún hurgó más en la zozobra de Pedro. “¡Y de paquete no andas nada mal, eh pillo!”. El sexo de Pedro efectivamente marcaba su bulto bajo la compresión del eslip, hasta que se sentó también para que no le temblaran las piernas. Su vista fue a dar entonces con la bragueta medio abierta del suegro, como si éste se ofreciera a la comparación. Cuando apareció Carmen, se limitó a comentar risueña: “Ya veo que te ha convertido mi padre a sus costumbres”.

Pedro ya se habituó a pulular en calzoncillos por la casa. Aunque no por ello disminuyó la presión psicológica que ejercía sobre él el escrutinio del suegro. Por el contrario aquélla se agudizó por las miradas que le dirigía continuamente, que le hacían sentirse más desnudo de lo que ya estaba. Un día en que se quedó solo mientras Carmen y su madre salían a pasear a la niña, el suegro volvió de su trabajo. No le vino de nuevo a Pedro que lo primero que hiciera aquél fuera quitarse camisa y pantalón. “¡Uf, qué ganas tenía de estar en casa!”. Pero fue a más porque también se desprendió de los calzoncillos. “Están sudados”. Ante el asombrado Pedro se manoseó la polla y los huevos. “Los tenía pegados”, explicó. “Voy a por unas cervecitas y nos las tomamos aquí, ahora que estamos tranquilos”. Al dirigirse a la cocina, Pedro pudo contemplar el cimbrear del orondo culo velludo. El suegro volvió con una cerveza en cada mano, y sin molestarse en ponerse alguno de sus holgados calzoncillos. Así que, en puras pelotas, se sentó bien despatarrado frente a Pedro. A éste le temblaba el botellín en la mano, en sus intentos de que la mirada no le quedara fija en aquella lujuriosa entrepierna.

Pedro se sentía observado con malicia su actitud y de pronto el suegro soltó: “¿Sabes que me gustaría ver lo que le metes a mi hija?”. “¿Cómo dices?”, preguntó Pedro incrédulo. “¡Sí, hombre, tu polla! Al fin y al cabo todo queda en la familia”. El argumento no le resultó a Pedro demasiado convincente. Ante su parálisis, el suegro insistió: “¡Venga, que no me la voy a comer!”. Por la mente de Pedro pasó: “¡Ojalá me la comieras, y yo la tuya!”. Pero ante la irresistible pertinacia del suegro optó por echarse abajo los calzoncillos. “¡Coño, se te estaba poniendo dura! Estarás pensando en cochinadas”. “¿Te parece poca cochinada la que me estás haciendo pasar?”, fue lo que pensó Pedro. Y el suegro no cejaba. “¡Acércate, que no llevo las gafas!”. Extraña deficiencia ya que no se las había visto usar demasiado, pero que instaba a Pedro a ponerse de pie ante él. “Como me la toque, me corro”, temió Pedro. Aunque el suegro se limitó a mirarla de cerca. “No está nada mal… Así preñaste a mi hija a la primera”. “Pues la tuya parece más potente”, se le escapó a Pedro. “No me puedo quejar, la verdad”, replicó el suegro, satisfecho con la observación.

Para mayor desasosiego de Pedro el suegro echó mano a su propia verga. “Verás cuando la ponga dura también”. No tardó en lograrlo, con la mirada fija en Pedro, quien inmóvil notaba como su polla se le humedecía cada vez más. “¿Qué te parece?”, preguntó el suegro exhibiendo con orgullo su trofeo. “Magnífica ¿qué me va a parecer?”, espetó Pedro con la lengua medio trabada. “Lo malo es que, hablando de estas cosas, nos hemos puesto burros los dos ¿no es cierto?”. “A la vista está”, respondió Pedro que ya no sabía lo que decía. “¡Anda, siéntate, que aún te vas a caer!”, sugirió el suegro socarrón. Para añadir algo inesperado –o ya no tanto– para Pedro: “Yo me haría una paja ¿y tú?”. “¿Aquí? ¿Ahora?”, balbució Pedro. “¿Por qué no? Yo tengo ganas ¿Tú no?”. Tanto interrogante incitador tenía tan excitado a Pedro que casi no iba a necesitar una mano para explotar. “Si te parece…”. “Pero cada uno la suya ¡eh!”, soltó el suegro como chascarrillo. Ya puso manos a la obra con una lascivia que arrastró a Pedro a imitarle. Los dos se miraban observando el progreso del otro. “¡Qué gusto da un buen pajón!”, exclamó el suegro. “A mí ya me viene”, avisó Pedro. “Poco aguante tienes tú”, replicó el suegro burlón. A Pedro se le agitó todo el cuerpo y la leche le empezó a brotar rebasándole el puño. “¡Uuuuhhhh!”, emitió inmovilizado. “No ha estado mal… Verás ahora la mía”, dijo el suegro incrementando el frote. Ya no tardó en estremecerse con ruidosos estertores, hasta que la leche abundante le salió en aspersión. “¡Qué bueno ¿no?!... Me he puesto perdido. Voy a ducharme”. Dejó a Pedro limpiándose con servilletas de papel, sin atreverse a seguirlo al baño.

Pedro estaba sumido en un mar de confusiones respecto al comportamiento de su suegro, quien, pese a tratarse al fin y al cabo del padre de su mujer y al hecho de estar en su casa, había conseguido desde luego tenerlo inflamado en un deseo permanente. Dudaba que su desenfado exhibicionista fuera tan sólo producto de su ideas libertarias…, porque la paja en común había sido demasiado. La cuestión que le atormentaba era si las pretensiones del suegro irían a más y si entonces debería resistirse a ellas, aunque no creía que sus prejuicios morales tuvieran fuerza suficiente para ello, dadas las tácticas envolventes que el suegro sabía utilizar. ¿Acabaría dejándose llevar y que pasara lo que tuviera que pasar? ¿No era eso lo que en el fondo deseaba con toda su alma?

Dos días después de la masturbación, Carmen, su madre y la niña iban a pasar la jornada de visita a una amiga en una población cercana. Pedro se mostró dispuesto a acompañarlas, pero enseguida el suegro intervino para disuadirlo. “Te vas a aburrir con los chismes entre ellas. Mejor te quedas y, en cuanto vuelva del trabajo, te haré un buen almuerzo. Ya verás…”. Las mujeres no pusieron objeción al plan y, cuando todos se marcharon, Pedro quedó solo con los nervios a flor de piel. ¿En qué plan volvería el suegro, con todo el día para ellos? Estuvo pensando en recibirlo con pantalón y camisa para marcar distancias, pero llegó a la conclusión de que aún resultaría más humillante someterse a las tretas que sin duda emplearía el suegro para hacer que volviera a estar al menos en calzoncillos. Aparte de que su regreso no dejaba de mantenerlo en una morbosa espera…

Ya no le sorprendió demasiado –aunque no dejó de impactarlo una vez más– que el suegro, en cuanto llegó de la calle, se quedara completamente en cueros. “¡Esto es vida! ¡Viva la libertad”, fue lo que sonó a Pedro como un grito de guerra. No tuvo el menor empacho en recolocarse la polla y los huevos. “Los tenía pegados”, explicó. Y añadió: “¿Te importaría traerme una cerveza mientras me ducho?”. “¿Te la llevo al baño?”, preguntó Pedro como si no hubiera oído bien. “¡Claro! Y coge también una para ti… Con el agua cayendo estaremos más fresquitos”. Pedro apenas si atinaba con el abridor sintiendo un desbocado cosquilleo en la entrepierna. En su mente golpeaba la lujuriosa desnudez del suegro. Encontró a éste en actitud laxa mientras el agua le iba resbalando por el robusto cuerpo. Aunque por contraste la verga le había engordado ostensiblemente. “Mira cómo se me pone de lo a gusto que estoy”, hizo notar por si Pedro no se había dado cuenta. “¡Trae, que daré un traguito!”. Pedro le alargó la cerveza y se sentó en la tapa del váter junto a la bañera, pues ya hasta le dolían las pelotas. Y fue peor porque, en esa posición, su cara quedaba aún más cerca de la entrepierna del suegro, quien con una mano empinaba la botella y con la otra se sobaba la polla y los huevos, que resaltaban entre el pelambre mojado.

“De buena gana me hacía una paja”, soltó el suegro como si tal cosa. En la cabeza de Pedro bulleron frases que pugnaban por salirle: “¡Sí, háztela!”, “O mejor te la hago yo”, “O mejor todavía te hago una mamada”. Por eso le costó captar el cambio de tercio que de pronto impuso el suegro. “Mejor me controlo… Aún hay mucho día por delante y ahora vamos a comer”. Cortó el agua y pidió: “¿Me acercas esa toalla? Así no mojaré todo”. Pedro se levantó como un autómata y atendió su demanda. El suegro se fue secando con parsimonia y provocadoras poses, o así las veía Pedro en su acaloro. Lo sacó del éxtasis otra petición: “¿Me puedes secar un poco la espalda?”. Pedro frotó con deleite, haciendo que los dedos rebasaran un poco la tela y así arrastrarlos por la piel velluda. Cuando estaba a punto de rebasar lo que estrictamente era espalda, fue interrumpido. “¡Vale ya, que no tienes que sacarle brillo… Vámonos a preparar la comida!”. Por supuesto el suegro no se molestó en cubrir sus vergüenzas.

En la cocina poco trabajo tuvieron, pues solo habían de calentar lo que ya les habían dejado hecho las mujeres. Eso sí, el suegro abrió una botella de vino. “Hoy que no nos controlan, hay que aprovecharlo”. Sin embargo, Pedro tomó muy poco –Bastante quemado iba para echarle combustible–, por lo que casi la totalidad se la bebió el suegro. “Anda, haz tú el café”, le dijo éste al terminar. Cuando Pedro estaba poniendo la cafetera, notó que le bajaban el eslip por detrás. “Este culete no te lo llegué a ver el otro día… ¡Qué escondido lo tenías!”, dijo zalamero el suegro. Éste seguía sentado y Pedro, de espaldas a él, se quedó inmóvil. ¿Estaba pasando el suegro a la acción o era una más de sus ambiguas burlas? Lo primero fue confirmándose cuando una mano entera del suegro se puso a acariciarle el culo. “Gordo y suave, como a mí me gusta”.

Entonces Pedro, sin girarse, se esforzó para que le saliera la voz. “¿Qué es lo que quieres?”. “Lo mismo que tú… ¿O es que vas a seguir disimulando lo cachondos que nos ponemos el uno al otro?”. Hizo dar la vuelta a Pedro y también le bajó el eslip por delante. “¿Quieres más pruebas?”. Porque la polla de Pedro se había levantado como un muelle liberado, no menos que la del suegro erecta entre sus muslos. Pedro ya se entregó a los manoseos del suegro. “Ahora no me dejan fumar, pero este puro no me lo pierdo”. Su boca atrapó la polla de Pedro y, mientras la mamaba, se meneaba la suya. A Pedro le temblaba todo el cuerpo y apoyaba las manos crispadas en la cabeza del suegro. Pese al placer que sentía, tuvo el impulso de apartarse para, a continuación, arrodillarse y abrirse paso entre las piernas del suegro, mientras éste comentaba: “¡Quieres jugar, eh golfo!”. La boca de Pedro atrapó la verga mojada y degustó su agrio sabor. “¡Joder, qué boquita!”, murmuró el suegro ante la vehemencia de la chupada. “¡Espera, espera!”, exclamó al fin frenando a Pedro. “Vamos a un sitio más cómodo”.

El suegro llevó casi arrastrado a Pedro a uno de los dormitorios. “Aquí estaremos bien”. Se dejó caer bocarriba sobre la cama para ofrecer entera su sólida y tentadora humanidad. Su lúbrica exuberancia estimuló al límite la lujuria del yerno, quien, arrodillado a sus pies, se exhibió en sus formas redondeadas y suavemente velludas. “¡Ven aquí!”, ordenó el suegro. Y tiró de Pedro para fundirse los dos en un frenesí de besos y manoseos. Se chupaban las tetas y mordían los pezones hasta arrancar gemidos. Sus manos sobaban y estrujaban las mollas más blandas. Entre vueltas y revueltas, Pedro llegó a quedar bocabajo, lo que provocó al suegro a proclamar: “¡Lo quieras o no, te tengo que follar!”. A Pedro, que estaba bastante desentrenado a este respecto, le dieron sudores fríos al imaginar la contundente verga penetrando en sus entrañas. Pero su temor quedó dominado por el deseo de la fusión de cuerpos que se produciría. “¡Sí quiero, sí quiero…, pero con mucho cuidado!”. “Soy bruto, pero trataré con cariño a esta joya”. Que no era sino el culo de Pedro, de glúteos generosos y pelillos que se espesaban en la intersección de los muslos. El suegro lo acarició como si le tomara las medidas y fue acercando la cara para someterlo a un suave mordisqueo. A Pedro se le puso la piel de gallina cuando sintió la lengua recorriéndole la raja, cada vez más adentro en cada lamida. El suegro se entretuvo humedeciendo el ojete y adentrando la saliva con un dedo. Notó la tensión de Pedro. “¡Tranquilo! Seguro que no soy el primero”. “Pero hace mucho tiempo…”, farfulló Pedro. “Primero la puntita nada más…”, bromeó el suegro. Pedro pensó en el rotundo capullo que tanto le había fascinado. El suegro apuntó la verga y apretó un poco. “¿Ves como entra?”, lo animó. “Ya, ya”, fue lo único que le salió a Pedro. Apretó algo más y ya se fue deslizando. “¡Qué gusto me da! ¿Y a ti?”. “No sé… Me quema”. Los golpes de pelvis del suegro aumentaron, al tiempo que daba palmadas a los lados. “¡Qué cabalgada más rica! ¿Vas mejor?”. “Sí, sí… eso parece”. Pronto se entremezclaron los murmullos de placer de ambos. “¡Sí que me gusta…! Casi lo tenía olvidado”, reconoció Pedro exaltado. “Verás lo que aguanto”, presumió el suegro arreándole cada vez con más energía. Pero todo aguante acaba cediendo y el suegro, con fuertes bramidos que llegaron a asustar a Pedro, se corrió en varias sacudidas. “¡De muerte, tío! ¡Menuda jodienda!”, proclamó arrebatado. Pedro, todavía bajo su peso, confirmó: “Casi me destrozas, pero ha sido increíble”.

La relajación se impuso y Pedro apenas podía creer que los acontecimientos se hubieran desarrollado de esa manera. Sin embargo, tener a su lado el cuerpo del suegro, sudoroso y agitado por la respiración acelerada, fue reavivando su deseo. Le posó una mano sobre el pecho para captar su húmedo calor y sintió que el sexo se le alborotaba. “¡Uy, todavía pidiendo guerra!”, dijo el suegro. Pedro casi se avergüenza de su intemperancia, pero aquél añadió enseguida: “Mira, yo no soy mucho de que me trabajen el culo, pero me puedes follar la boca y correrte en mi cara”. A renglón seguido tomó posición para que su cabeza quedara entre los muslos de Pedro arrodillado, que los abrió para que pudiera alcanzarle la polla. El suegro dio un sorbetón al miembro no endurecido del todo todavía y mamó con fruición. Pedro, entre el gusto que le estaba dando y la perspectiva desde la que contemplaba el cuerpo en tensión del suegro, gemía y se estrujaba las tetas. Su polla alcanzó la máxima rigidez y, cuando sintió que el ardor la iba a desbordar, la sacó de la boca y regó la cara del suegro. Éste cerró los ojos y fue relamiendo cuanto alcanzaba con la lengua. Pedro cayó a su lado y buscó un pañuelo para que se limpiara. Al fin el suegro exclamó riendo: “¡Vaya par de viciosos!”.

Cuando Pedro oyó los resoplidos que empezaba a dar el suegro totalmente despatarrado, sintió ternura por ese hombre con su lúdico sentido de la vida más allá de toda convención. Pero no quiso entregarse también al sueño no fueran a ser sorprendidos por el ya próximo regreso de las mujeres. Así que recuperó su eslip y buscó unos calzones que dejar al alcance del suegro. Como éste tardaba en despertarse, Pedro, inquieto, decidió zamarrearlo con suavidad. “¡Eh! ¿Qué pasa?”, dijo el suegro sobresaltado. “Que pronto van a llegar”, explicó Pedro. “¡Ah, bueno!”, y el suegro se levantó somnoliento, para ponerse a continuación el calzón que vio junto a él. Así los encontraron  las mujeres, sentados beatíficamente uno en el sofá y otro en una butaca. A la pregunta de cómo se habían apañado, el suegro respondió: “Nos hemos entendido estupendamente”. Pedro, para cubrir el alboroto de la cama, quiso añadir: “¡Y vaya siesta que se ha pegado él!”. Carmen inquirió entonces: “¿Y tú que hacías?”. “También he dado mis cabezadas aquí en el sofá”. “¡Vaya dos cuando se les deja solos!”, fue la sentencia de la suegra.

En los días que quedaron de la visita familiar, no tuvieron ocasión los varones de una expansión similar. No obstante, en los breves momentos de intimidad que pudieron aprovechar, no faltaron deliciosas mamadas y pajeos mutuos. Y sobre todo, la contemplación plagada de deseo que intercambiaban. La despedida no dejó de tener un tinte de melancolía y, al comentar Carmen: “Parece que te ha caído muy bien mi padre”, a Pedro le salió del alma: “Es un hombre encantador”.