martes, 30 de septiembre de 2014

El dietista

Mi amigo más íntimo, a sus cincuentaisiete años, estaba empezando a tomarse en serio sus problemas de sobrepeso. Grandote y gordo, hacía tiempo que había superado los cien kilos y, en el peso que tengo en mi baño, que llega a algo más de ciento veinte, la aguja tocaba el tope. Y su peso real lo mantenía en secreto. Sin embargo, los propósitos que de vez en cuando se hacía de controlar su intemperante apetito, no tardaban en tener fecha de caducidad. Así las cosas, un día en que íbamos los dos por la calle, me fijé por casualidad en una placa profesional que había en el portal de un edificio. Con un nombre de apariencia anglosajona un doctor se anunciaba como dietista. Medio en serio, medio en broma le dije: “A uno de estos deberías ir, para que te ponga en vereda”. No estaba muy convencido, pero insistí y, recordando el nombre del doctor, buscamos en Google, donde efectivamente aparecía. Como había un teléfono para concertar citas, casi lo obligué a pedir una… Y éste es el pormenorizado relato que me hizo de su experiencia:

Efectivamente acudí a la consulta del doctor y lo primero que me sorprendió fue que él mismo me abriera la puerta y me hiciera pasar, sin que se viera a ninguna enfermera o ayudante. Pero aún más inesperado fue que se tratara de un tío casi más corpulento que yo, no tan barrigón pero contundente como un armario. Lo primero que pensé era que no debía tomarse su propia medicina. Todo de blanco, lo que resaltaba su barba cerrada aunque bien rasurada, por las mangas cortas de su chaquetilla asomaban unos brazos robustos y velludos. Sería un par de años menor que yo y me estrechó la mano con energía. Me introdujo en su despacho y cerró la puerta tras él. Mi hizo sentar al otro lado de su mesa y empezó a llenar una ficha con mis datos personales. Me preguntó si estaba casado, cosa que negué. Aunque ya me extrañó que también preguntara si mantenía con frecuencia relaciones sexuales. Ante mi vacilación en responder, dijo con una sonrisa: “Pondré ‘lo normal’ ¿No es así?”. Terminada la ficha me miró fijamente con expresión jovial. “Será más cómodo que nos tuteemos ¿no te parece J.?”. Tras una pausa añadió: “Bueno, vamos a empezar. Habrá que pesarte y medirte. Así que ve desvistiéndote y puedes dejar la ropa en esa silla”. Tuve pues que desnudarme allí en medio sin que el doctor me quitara ojo. Me quedé solo con los calzoncillos y los calcetines, pero enseguida dijo: “Todo eso también fuera, por supuesto”. ‘Si él lo daba por supuesto…’, me dije, y ya me puse en cueros. “Muy bien. Vamos a pesarte”. Me condujo de un brazo hacia la báscula como si yo necesitase ayuda. Cuando la aguja me dejó en evidencia, comentó: “¡Uy, uy, uy! Voy a tener trabajo contigo”. Volvió a cogerme del brazo. “Voy a tomarte las medidas”. Me llevó al tallímetro y, en este aparato, no se anduvo con remilgos para hacerme adoptar la posición adecuada. A dos manos me colocaba las piernas en simetría, me sujetaba los brazos pegados al cuerpo y me presionaba los hombros para que quedara recto. “¡Así! Pega bien la espalda y el culo a la barra”. Se me arrimó tanto para ajustar el tope sobre mi cabeza que noté su respiración. ‘Como siga así, este tío me va a acabar poniendo cachondo’, pensé. “Solo un poco menos alto que yo… No está mal”, comentó.

Pero la cosa se puso más fuerte cuando anunció: “Ahora habrá que ver esas adiposidades… Cruza las manos por encima de la cabeza ¡Así!”. Y ya, teniéndome bien expuesto, inició un manoseo pretendidamente exploratorio, mientras parecía ir anotando mentalmente. “Los brazos los tienes recios y proporcionados”… “Los pechos algo crecidos y con bastante vello”. Esto lo decía agarrándome con fuerza las tetas. “A ver esa barriga, que es lo que más te delata”. La sopesaba y estrujaba. “La tienes firme. No es que seas un tipo fofo”. Se detuvo un momento y a continuación argumento: “Te estarás diciendo que poco ejemplo doy si soy casi tan gordo como tú. Pero lo mío es de constitución…”. Se levantó entonces la chaquetilla hasta el pecho y me dijo: “¡Toca, toca! Verás que la tengo de piedra”. De modo que pasé una mano, reconozco que bastante a gusto, por la superficie peluda. Y sí que estaba firme, pero al fin y al cabo también era barrigón, aunque omití el comentario. Lo que pensé ahora era qué pasaría como siguiera bajando en su inspección. Pero  pasó a otra cosa. “Veamos por detrás”. Sus manos repasaron rápidamente mi espalda hasta posarse con más interés en mi culo, que sobaba con descaro mientras comentaba: “Glúteos carnosos pero prietos”. Hasta que llegó a los muslos, que también alabó. El caso era que, como que me toquen el culo tiene en mí mucho efecto, cuando volví a estar frente a él, mi polla se estaba poniendo algo más que contenta. El doctor no se arredró, sin embargo. “La irrigación del pene es correcta por lo que veo. Eso es buena señal, porque si hay exceso de azúcar en el organismo puede fallar”. Entonces, con toda frescura, me la levantó con dos dedos para palparme los huevos “Testículos bien…”. Y al notar lo descapullado de mi polla: “La fimosis te la operaron muy bien”.

Aquí ya se me hincharon las pelotas, que él doctor acababa de tocar y no pude aguantar más. “Podíamos comparar, igual que hemos hecho con las barrigas”. Se rio irguiéndose. “¡Vaya, me has descubierto!”. “Como tonto…, desde el primer momento”, repliqué. “Callado te lo tenías”. “Con el morbo que me estaba dando…”. El pantalón blanco del doctor marcaba ya un descarado bulto y le eché mano sin más. Duro y grande, aquello prometía. Mientras le deshacía el nudo que le ceñía la cintura, él se desabrochaba la chaquetilla. Apareció el armario humano en todo su esplendor. ¡Jo, qué pedazo de tío! Todo en él era abundante y bien repartido. Tetas pronunciadas y firmes, con pezones picudos. Barriga curvada y dura –Eso ya me lo había hecho comprobar–. Lo poblaba en gran parte un vello denso, como el de los brazos, con alguna salpicadura de canas. Y los bajos, para qué decir… Pubis peludo que acababa en unos gordos huevos y una verga grande y tiesa, entre los poderosos muslos. Me quedé sobrecogido de deseo y él aprovechó para ponerse en cuclillas y amorrárseme a la polla. Chupaba como un poseso y yo le agarraba la cabeza y le arañaba los hombros velludos. De pronto me hizo dar la vuelta, como si yo no pesara, y la tomó con mi culo. Me lo sobaba y palmeaba, hasta que abrió la raja y hundió todo su perfil. Me volvían loco los lametones que me daba. Solo paró para declarar: “¡Qué follada te voy a pegar!”. Mi voluntad ante este tipo de propuestas es muy dúctil, pero antes de entregarme quise desquitarme del magreo al que me había estado sometiendo desvergonzadamente. Estiré de él y casi caemos rodando los dos del ímpetu con que lo agarré. Ahora fui yo quien lo arrinconó y me abalancé con manos y boca sobre sus tetas prietas. El vello me cosquilleaba la cara y mordisqueé los picudos pezones. El doctor se quejaba, pero me dejaba hacer. Metía una mano entre sus muslos y sobé los huevos peludos. Cuando atrapé la polla la encontré dura y caliente. Me deslicé y la chupé llenándome la boca. Pataleó para liberarse. “¡Ahora sí que no te libras de que te folle, gordinflón!”. Me arrastró con toda su fuerza hasta hacerme caer de bruces sobre una camilla. Tomó por su cuenta mi culo, amasándolo y dándole palmadas. “¡Cómo me ponen los culos gordos!”. Se agachó y su boca se cebó con la raja. La abría, escupía y lamía, poniéndome la piel de gallina. No pude resistir y casi grité: “¡Fóllame ya!”. No acababa de decirlo y ya me había dado una arremetida que me dejó sobrecogido. Mira que estoy hecho a que me metan buenas pollas, pero aquella era acero al rojo vivo. ¡Pero cómo zumbaba el tío! Me estaba haciendo tocar el cielo. “¡Te gusta, eh, golfo!”, me leyó el pensamiento. “¡Sí, sí, no pares, no pares!”, suplicaba yo alucinado. La camilla se movía peligrosamente y llegué a temer que la hundiéramos. “¡Qué corrida más buena me está viniendo!”. “¿Ya? ¡No se te ocurra salirte!”. “¡Ni en coña! ¡Toma ya!”. Con un bramido, crispó los dedos clavados en mis ancas y en varias sacudidas debió meterme dentro una buena lechada. Tuvo que ayudarme para que me levantara, porque me había quedado sin fuerza en las piernas. Pero el tío resultaba ser insaciable porque, sin tomarse siquiera un respiro, aprovechó mi inestabilidad para hacerme caer bocarriba sobre la camilla. En una hábil finta pasó mis piernas por encima de sus hombros y dirigió su boca a mi polla, que se me había aflojado con la enculada. “¡Ahora quiero tu leche yo!”. Dicho esto, inició una mamada que pronto me devolvió todo mi vigor. ¡Qué manera de lamer y de chupar! Me estaba volviendo loco y, casi inmovilizado, me estrujaba las tetas para desfogar mi excitación. Cuando me vino la descarga, sorbió con una vehemencia que no dejó ni gota. Al fin se desembarazó de mí  y las piernas me cayeron a plomo. Rio con una satisfacción obscena. “Algún kilito te habré hecho perder”. “¿Ésta va a ser tu dieta?”, pregunté con la voz aún temblona. Pero pronto recuperó su seriedad doctoral, como si no hubiera pasado nada de particular. “Vamos a vestirnos y te informo”. Lo hicimos cada uno a lo suyo y volvimos a estar sentados frente a frente en la mesa de despacho. A pesar del cambio de tono, no pude dejar de preguntarle: “¿Así te cepillas a todo el que viene a tu consulta?”. Su cínica respuesta fue: “Bueno, si el paciente me cae bien y noto cierto feeleing… Tengo ojo clínico para eso”. O sea, que yo le he debido caer de puta madre…

Después de relato tan pormenorizado, en el que mi amigo se recreó bien a gusto, eché en falta sin embargo algo importante. “Con el lote tan impresionante que os disteis ¿qué pasó con la dieta?”. “¡Ah, sí! Me dijo que, con los datos que había reunido, elaboraría un plan que me entregará la semana que viene”. “¿Y qué piensas hacer?”, pregunté. “Pues volver la semana que viene, por supuesto”.


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