martes, 28 de octubre de 2014

La quiniela


Miguel era un gordito de veinticinco años, rubicundo y muy tímido, que vivía con sus padres en un piso típico de clase media. Su experiencia sexual, de siempre decantada hacia su propio género, era escasa y poco satisfactoria porque el tipo masculino que poblaba sus fantasías le parecía inaccesible. Soñaba con hombres bastante maduros, gruesos y muy viriles, a los que se entregaría bien a gusto. Aunque consultaba con asiduidad páginas de contactos y ofertas de sexo, dar el paso de buscar citas con desconocidos le aterraba. Sin embargo había un anuncio que lo tenía obsesionado por su singularidad y el especial morbo que le causaba. Se expresaba en estos términos: “He pasado por tiempos mejores, pero ahora, por circunstancias de la vida, he tenido que optar por ofrecer servicios sexuales a quienes les atraigan tipos viriles, maduros y de peso, pero que tienen problemas para ir a buscarlos en lugares  más o menos públicos. Puedo visitar, sin prisas y con total discreción, en domicilio o en hotel. Para no llamar a engaño, no oculto nada. Tengo cincuentaicinco años y soy grandote con sobrepeso, de cuerpo peludo sin exceso y un conjunto que me atrevo a considerar muy agradable. Estoy dispuesto a hacer, y dejar que me hagan, cualquier cosa que satisfaga a mis clientes, entregándome al completo y sin fingimientos. Mis tarifas son muy asequibles y adaptables”. Al texto acompañaba una foto del torso que volvía loco a Miguel. Desde luego el sexo de pago no le atraía, aparte de que las ofertas habituales de jóvenes no encajaban en sus apetencias. Pero ante aquel anuncio, que encontraba repetido con cierta frecuencia, fantaseaba con que, superada su timidez y disponiendo de recursos para ello, pudiera contratar a ese hombre y disfrutar de sus servicios.

Cosas de la vida, resulto que Miguel tuvo un golpe de suerte, porque le toco un pellizco en las quinielas. No es que fuera para hacerlo millonario ni mucho menos, pero sí para permitirse algunos caprichos. Desde ese momento, su obsesión por el anuncio lo dominó y le horrorizaba que llegara a desaparecer. Porque, al vivir con sus padres, no veía cómo iba a poder citar a aquel hombre. Y lo de ir a un hotel le daba demasiado corte. Por fin tuvo una idea: invitaría a sus padres a un fin de semana en un balneario y así le quedaría disponible el piso. Realizado el plan según lo previsto, se armó de valor y llamó al teléfono de contacto. Mientras sonaba el timbre le entró un sudor frío. ¿Lo cogería? Porque si le salía un contestador sería incapaz de dejar ningún mensaje. ¿Cómo llegarían a un acuerdo, si es que llegaban? Lo sacó de sus cavilaciones una voz firme y decidida. “En efecto, soy el del anuncio y la foto. Estoy disponible”, “¿Es en tu casa? De acuerdo, soy muy discreto”. No le preguntó nada más referente a él, ni edad ni aspecto. Al fin y al cabo se trataba de un profesional, pensó Miguel. Éste aceptó sin rechistar el precio que le dijo, y aún añadió, admirándose él mismo de su osadía: “Si hiciera falta más, no hay problema”. “Bueno, eso ya se verá”.

Esa tarde Miguel, solo en el piso paterno, se esforzaba por calmar su nerviosa impaciencia. Si no, acabaría por hacer el ridículo. Había dudado mucho acerca de cómo recibir al visitante, pero al fin optó por la normalidad: recién duchado con ropa discreta y limpia. Después de todo, no tenía que seducirlo y bastaba con estar presentable.

Cuando poco antes de la hora prevista le sonó el teléfono, se le hundió el mundo por un momento. ¿Sería para cancelar la cita? Pero solo de trataba de una llamada preventiva. “Estoy abajo ¿Puedo subir?”. Miguel aguzó el oído tras la puerta y, al escuchar los pasos, abrió sin esperar el timbrazo. Casi le da un vahído al ver a su fetiche en persona ante él. Encajaba perfectamente con su propia descripción y con lo que la imaginación de Miguel había ido añadiendo. Más alto que él y de una sólida robustez, la camisa clara que vestía insinuaba las protuberancias de pecho y barriga. Las mangas cortas dejaban asomar los brazos recios y suavemente velludos, al igual que el escote con más de un botón soltado. La cabeza, de aspecto noble y algo calva, soportaba unos ojos vivos y risueños, con unos labios distendidos en acogedora sonrisa. “Aquí me tienes ¿No me vas a dejar pasar?”. Porque Miguel, cuyo rubor acentuaba su rubicundez, estaba parado con el pomo de la puerta todavía en la mano. “¡Claro, claro, adelante!”. No pudo captar en el recién llegado la menor pista acerca de la impresión que le habría hecho su nuevo cliente, joven y gordo como era él. Sin embargo, sí que percibió cierto recelo en la mirada que dirigía a la modesta vivienda. Por eso, para despejar cualquier duda sobre su solvencia, se apresuró a hacerle entrega del dinero pactado. “Cobras al principio ¿verdad?”. “Bueno, tampoco hay que correr tanto… Pero está bien así”. Para restar rigidez a la situación, se presentó. “Yo me llamo Miguel ¿Y tú?”. “Digamos que Iván”.

A Miguel ahora, más que nada para ganar tiempo, le dio por explicar lo de la quiniela y el viaje de los padres. Pero Iván lo interrumpió sonriente. “Oye, parece que te olvides de para qué he venido”. Miguel reaccionó y se armó de valor rozándole un brazo desnudo. “¡Es que no me lo puedo creer!”, se sinceró. “Pues soy de carne y hueso. Lo puedes comprobar”, replicó Iván. “Me gustaría desnudarte…”. “Como quieras”. Con dedos temblorosos Miguel fue desabrochando la camisa y, a medida que descubría el pecho velludo, comentaba: “Desde luego estás estupendo… ¿Y haces todas esas cosas que dices en el anuncio?”. “Eso a gusto del cliente”. Al dejarlo descamisado, se detuvo mirándolo. Debía parecer un adolescente al que le hubieran regalado un coche nuevo. “¡Pedazo de hombre! Déjame que toque”. Entre murmullos de gusto iba pasando las manos por las tetas, comprobando su carnosidad, y deslizándolas hasta el ombligo. “¡Qué gusto acariciar este vello!”, y al tropezar con el cinturón: “Sigo ¿eh?”. “Tú mismo”. Sobreexcitado lo abrió y, al bajar la cremallera, notó el abultamiento del eslip. “¡Uf, lo que hay aquí!”. Aún lo emocionó más que, al hacer caer el pantalón, apareciera un mínimo eslip, casi tanga, que Iván llevaba para la ocasión. Porque dejaba fuera el pelambre del pubis y hasta la raíz de la polla, y por los lados se escapaban parte de los huevos. Como de momento solo recreaba la vista, Iván le dio una tregua. “Me saco del todo los pantalones, que estoy trabado”. Iván se quitó los mocasines y al desprenderse por los pies de la ropa, hizo un deliberado medio giro para que también viera que el eslip solo le cubría la mitad de la raja. “¡Joder, cómo sabes provocar! ¡Vaya pedazo de culo”. Iván se plantó de frente otra vez y le retó: “¡Hala, pues todo tuyo!”. Como la polla se le había empezado a endurecer, la tirantez del eslip era escandalosa. “¡Wow, qué maravilla!”, y Miguel la palpó por fuera antes de tirar del eslip para abajo. Al fin el encuentro con la contundente polla erguida sobre los huevos casi le provoca un shock a Miguel; ni se atrevía a seguir tocando.

Miguel, alucinado, no pudo reprimir sin embargo preguntar algo que lo intrigaba. “¿Te pones así por las buenas?”. Iván fue directo: “Oye, que a mí me gusta lo que hago… Solo que lo aprovecho porque me va bien para salir de apuros”. Aún quiso dejar las cosas más claras. “La verdad es que nunca me había llamado un  tío tan joven como tú y me sorprendí al verte. Pero cualquier cliente es bueno… siempre que sea formal, claro”. “Yo además soy gordo…”, casi lamentó Miguel. “¡Venga, hombre, no me ves a mí! A los dos nos gusta la abundancia”.

Iván aprovechó para decirle: “¿Por qué no te desnudas tú ahora?”. Como autómata, sin quitarle la vista de encima y trastabillando, Miguel acató la sugerencia. Mientras lo hacía, Iván no dejó de provocarle manoseándose con lascivia. Miguel lucía una tetas redondas de pezones rosáceos, con un vello claro que se dispersaba sobre la oronda barriga. Con prisas se bajó juntos pantalones y eslip, y estuvo a punto de tropezar al sacárselos por los pies. Entre los muslos regordetes, una polla ancha destacaba bajo el pelo con destellos rojizos del pubis. Iván se le acercó y le acarició el pecho, con la polla rozando la suya. Ahora sí que Miguel se la palpaba con una mano que le ardía. “¿Qué querrás que hagamos,….de la lista que te debes saber de memoria?”, le preguntó con humor Iván jugando con sus pezones. “¡Uf, ni sé por dónde empezar!”. “¡Pues yo sí!”. Iván lo fue haciendo retroceder hasta que cayó en una butaca. Se arrodilló y le acarició lentamente los muslos. La polla de Miguel hacía ya el pino. Le dio primero unas lamidas a los huevos bien pegados y por sorpresa le sorbió la polla. Miguel resollaba extasiado mientras lo mamaba e Iván lo hacía con gusto al notarla gorda y dura en su boca. Tan excitado notó a Miguel que no quiso insistir. Entonces éste casi gritó: “¡Trae la tuya!”. Iván se levantó y se puse a su lado ofreciéndole la polla. Miguel la miró con ojos saltones y le dio un sorbetón que a punto estuvo de hacer perder el equilibrio a Iván. Chupaba con un ansia que a éste le  resultaba muy gratificante y dejaba que se desfogara.

Al fin Miguel lo soltó y, con respiración entrecortada, dijo: “No lo he hecho nunca, pero me gustaría que me follaras”. “¿Estás seguro?”, preguntó Iván, porque desvirgar por encargo le infundía respeto. “No me lo quiero perder por nada del mundo… Y seguro que me lo haces mejor que nadie”. Esta expresión de confianza animó a Iván. “Anda, vete a la cama y espérame allí”, le dijo, pues quería buscar en su ropa un sobrecito de lubricante. “Mi habitación está hecha un desastre. Mejor será en la de mis padres”. Si a Miguel no le importaba la intrusión, a Iván tampoco. Se lo encontró bocabajo, apoyado en los codos y con el cuerpo en tensión. “¿Así está bien?”, preguntó. “Perfecto, pero habrás de relajarte”. A Iván le atrajo ese culo bien redondo y claro, con una casi imperceptible pilosidad. Hizo sentir su cuerpo sobre Miguel, sin descargar todo su peso sino deslizándose. “¡Qué calor más bueno!”, exclamó éste. Ya empezó Iván a trabajarle el culo, acariciándolo y pasando suavemente un dedo por la raja. “Te voy a poner a punto”, avisó. Rompió el sobre y se lo aplicó, extendiendo el contenido. “Está frío”, comentó Miguel. “Ya se calentará”. Con un dedo tanteó el ojete y lo fue metiendo lentamente. “¡Uf, uf!”, musitaba Miguel, más de miedo, que de dolor. “Es solo un masaje para que te dilates”, advirtió Iván en su inesperado papel de mentor. Tras los pases que le dio, Miguel se sintió más cómodo “¡Oh, sí!”. Ya preparado, Iván arrimó la polla al ojete y apretó un poco. Le entró el capullo y Miguel se quejó: “¡Uy, uy, uy!”. “Si quieres lo dejamos…”, le dijo Iván. “¡No, no, sigue!”. Le metió más y lo tranquilizó: “Ahora te duele, pero pronto notarás el cambio”. A Iván no pudo menos que venirle a la mente su ya lejana primera experiencia. Con toda la polla dentro, Miguel confiaba en ese cambio y aguantaba. Iván empezó a moverse poco a poco e intuyó que lo peor había pasado para Miguel. Y éste lo confirmó: “Oh, sí… Es increíble”. Entonces Iván ya se desinhibió y se ocupó de su propio placer. Aquel conducto nuevo y apretado le resultaba excitante, y tenía que aprovecharlo. Cuando lo dominó la avalancha del orgasmo, quiso que Miguel fuera consciente de ello. “¡Te voy a llenar!”. Miguel asintió, agitándose lleno de deseo. Cuando los movimientos de Iván se fueron ralentizando, preguntó: “¿Ya?”. “¡Hecho!”, respondió Iván. Éste se tendió al lado de Miguel,  quien se giró hacia él. Con el rostro todavía sofocado, exclamó. “¡Gracias por lo que me has descubierto!”. “Bueno, no pensaba que me iba a tocar este papel”. Miguel rio medio avergonzado.

Tras unos momentos  de silencio en que Miguel saboreaba su éxtasis, Iván le preguntó: “¿Necesitas algo más?”. Tardó en responder y al fin dijo: “Me gustaría masturbarme mirándote”. “Si quieres te lo puedo hacer yo”, replicó Iván servicial. “No, prefiero tenerte bien a la vista… Ya me lo hice en cuanto supe que vendrías, y ahora que estás aquí con ese cuerpo tan impresionante es lo que me apetece”. Así que Iván se irguió de rodillas sobre la cama bien a su vista y se puso a acariciar y tocar lascivamente todo su cuerpo. Con los ojos brillantes Miguel se cogió la polla para meneársela con calma. “¡Provocador hasta el final!”, valoró la desvergüenza de Iván. “¿Te gusta?”. “Me vuelve loco”. En un alarde de lascivia, Iván se tumbó ante Miguel. “Me la puedes echar encima”. Miguel ya aceleró el ritmo manual y la respiración. Al fin exclamó: “¡Uf, no puedo más!”, y empezó a brotarle la leche, que roció la barriga y el pecho de Iván. Éste aún se giró y le dio unas lamidas al capullo que goteaba. Miguel se retorcía estremecido.

Iván consideró acabado su cometido, pero Miguel, sin dejar de mirarlo, dijo con voz suplicante: “Me gustaría que te quedaras toda la noche ¿Tienes algún compromiso?”. Iván reaccionó algo sorprendido. “¡Hombre! No soy tan putón como para trajinarme varios clientes en un día… Pero quedarme tiene su precio…”. Miguel se entusiasmó. “¡Por supuesto! Si quieres, te lo doy ahora mismo”. “No hace falta correr tanto… Pero en este caso, creo que a los dos nos vendría bien una ducha”. “¿La podremos tomar juntos?”, preguntó Miguel, deseoso de aprovechar cada minuto. “¡Cómo no! Tú pagas”. Enjabonar con cuidadosas caricias todo el cuerpo de Iván, que se dejaba hacer complaciente, fue una delicia indescriptible para Miguel. A éste le llegó su turno y se entregó a las firmes manos de Iván. No fue de extrañar por tanto que los dos acabaran empalmados de nuevo.

Como la cocina no era su fuerte, Miguel solo pudo ofrecer un sándwich y una cerveza, que Iván aceptó de buen grado. Despojados de las toallas con que se habían secado, compartieron el frugal refrigerio, lo que dio pie también a las confidencias. A Miguel no dejaba de sorprenderle que un hombre de la edad y el aspecto de Iván se dedicara al sexo mercenario, aunque para él estaba resultando una bendición. Iván no tuvo inconveniente en explicarse. “La gente pretende dedicarse a algo que le gusta y, además, poder vivir de ello. En mi caso llegó un momento en que se me cerraron las puertas para trabajar en cosas, digamos, más ‘decentes’. El sexo me gusta y se me ocurrió hacer la prueba… no muy esperanzado al principio. Y parece que está resultando porque no me faltan clientes… Desde luego no tan jóvenes como tú, más bien algunos son bastante mayores que yo. Como me doy por entero sin necesidad de fingir –y tú lo estarás comprobando–, la cosa me va funcionando”. Como Miguel guardaba silencio asimilando lo que acababa de oír, Iván lo espoleó. “Pero tú ¿qué haces teniendo que pagar para echar un buen polvo?”. Miguel respondió avergonzado: “Con mi edad y mi pinta es la única forma que se me ocurrió para poder estar con un hombre como tú, que es lo que de verdad me gusta… Y gracias a la quiniela”. Iván rio replicándole. “¿Te crees que no hay cantidad de hombres maduros como yo, o hasta más buenos, a los que les encantaría echarte mano? …Y gratis, desde luego, aunque alguno hasta te pagaría”. “Pero es que me da miedo citarme con desconocidos…”. “¿Y yo no te daba miedo?”. “Tu anuncio tan sincero me dio confianza… y como tenía dinero…”. “Pues cuando se te acabe te veo matándote a pajas pensando en imposibles”. Iván quiso suavizar la crudeza de su argumento. “No hay que ir con tanta desconfianza por la vida y deberías lanzarte a darte a conocer. Aunque puedas llevarte algún chasco, te valdrá la pena”. “Ahora estoy bien contigo”, concluyó Miguel, que necesitaba digerir el consejo. “Mientras vayas pagando…”, le recordó con intención Iván.

Otra vez en la cama, Miguel se abrazó estrechamente a la acogedora espalda de Iván. Llevó una mano hacia delante buscándole la polla y le encantó notar como se endurecía. Hasta el punto de que la suya también lo hacía apretada contra el culo de Iván. Éste no tardó en decir: “Igual te gustaría follarme tú ahora”. “¿Querrías?”. “¿Por qué no, si quieres tú?”. Iván dio facilidades poniéndose bocabajo. Miguel advirtió: “No tengo lubricante”. “No importa, pon un poco de saliva”. Miguel acercó la cara a la raja oscurecida por el vello. “¿Puedo lamer?”. “¡Pues claro! Y no pidas tanto permiso… Me gusta que jueguen con mi culo”. Miguel abrió a dos manos la raja y la recorrió con la lengua con fruición. Nunca pensó que llegaría a hacer una cosa así… Ensalivó el ojete y metió un dedo con facilidad. “¡Umm, vaya manejos te gastas!”, oyó decir a Iván. “Ahora clávamela sin miedo, que estoy hecho a ello”. Miguel entonces afirmó las rodillas entre los muslos separados de Iván, apuntó la polla y fue dejándose caer. Entraba de maravilla y sentía la cálida presión del conducto anal. “¡Todo tuyo! ¡Zúmbame con ganas!”, incitó Iván. Así animado, Miguel se inició en unos golpes de cadera nuevos para él. ¡Y vaya si le cogió gusto! Empezó a congestionarse, con la polla ardiendo por el roce intensivo y el placer le iba recorriendo todo su interior. “¡Me está viniendo!”, exclamó con la voz quebrada. “¡Sí, sí, échalo dentro!”. Miguel pensó que estaba teniendo la corrida de su vida. Con la respiración acelerada, acabó cayendo se bruces sobre la espalda de Iván. “¿Te ha gustado?”, preguntó éste risueño. “¡Cómo te diría…”. “¿Y te crees que a mí no?”. “Eso es lo que me admira de ti”. “Trabajo pero disfruto…”, se ufanó Iván.

Miguel necesitó unos minutos para recuperarse, pero no descuidó seguir arrimado al cuerpo de Iván. Éste sin embargo no tardó en volver a provocarlo. “¿Sabes que después de que me den por el culo ésta me pide guerra?”. Tomó una mano de Miguel y la llevó hasta su polla, que estaba bien dura. “Aún puedes usarla, si quieres”. “Lo que quiero es tu leche”. “Pues ya sabes cómo sacármela… ¿o te lo tengo que explicar?”. No se lo pensó dos veces Miguel para cambiar de postura y llevar la boca a la polla de Iván. Acariciaba los huevos y la lamía dulcemente. “¿Me la darás en la boca?”. “De ti depende…”. Iván se relajó dispuesto para la mamada. Miguel se la daba con ansia, a riesgo de atragantarse de tanto como se la tragaba. Sobre todo deseaba empezar a saborear una leche que nunca antes había probado de otro. Se afanó tanto que Iván exclamó: “¡Joder, cómo me estás poniendo!”. Miguel insistió y pronto se vio recompensado por la erupción que iba llenando su boca. Degustó y tragó hasta saciarse, y hubo de ser Iván el que lo apartara. “¡Anda, que me has sacado hasta el alma!”.

Entre tanto ajetreo la noche estaba ya mediada. Iván sugirió: “Dormimos un poco y a la mañana ya me iré ¿te parece?”. “Yo no sé si podré dormir”, contestó Miguel. “Pues yo sí”. E Iván se puso de lado y, al poco tiempo, ya emitía resoplidos y algún ronquido. Miguel mantuvo una respetuosa cercanía y cayó en un inquieto duermevela. Iván se despertó primero y aprovechó para ir al baño, lavarse y hasta vestirse rápido. Su experiencia le dictaba cómo comportarse en estos momentos. Cuando Miguel lo vio se sorprendió del cambio. “¿Ya te vas?”. “Creo que ya era hora ¿no? Pero antes…”. “¡Sí, sí!”. Miguel fue rápido a buscar el dinero, agitando sus carnes rosadas. “Tú dirás”. Y le mostró unos cuantos billetes. Iván se limitó a coger un par. “Es suficiente”. Miguel, desasosegado por la marcha de Iván, aún preguntó: “¿Podré volver a verte?”. Iván fue tajante. “Tengo como regla no repetir con un mismo cliente muy seguido… Tal vez pasado un tiempo prudencial…”. Miguel pensó que para entonces ya se habría esfumado el dinero de la quiniela. Tendría que decidirse a poner en práctica los consejos que le había dado Iván.

martes, 21 de octubre de 2014

El portero de noche


Raúl, que siempre había trabajado en la hostelería, a sus cincuenta y pico años se quedó sin empleo. Bastante corpulento y de buena presencia, se le consideraba entre sus conocidos un solterón empedernido. Porque sus verdaderas inclinaciones y, las discretas veces en que les daba salida, las tenía bien cerradas en el armario. Por suerte, no hubo de estar mucho tiempo en el paro para que le surgiera un trabajo que, sin ser nada del otro jueves, le serviría para ir tirando. Se trataba de hacer de portero de noche en un hotel den mediana categoría en el centro de la ciudad. Su tarea consistía en encargarse de la recepción cuando el conserje se marchaba ya entrada la noche y abrir la puerta a algún huésped noctámbulo, cosa que rara vez ocurría. También debía atender cualquier percance o necesidad urgente que afectara a la clientela. En realidad, al ser un hotel bastante tranquilo, Raúl apenas llegaba a ver a los clientes, que entraban y salían en horarios en que él no estaba.

Este trabajo de portero de noche no dejó de suscitar chanzas entre sus amigos que se encontraban en el bar de su barrio, imaginando llamadas nocturnas de misteriosas damas para que Raúl aliviara sus furores. Él reía las gracias, aunque en su interior deseaba no tener que pasar por semejante trance. Para tranquilidad de Raúl, el hotel era frecuentado más bien por hombres de negocios. Además suponía que, con su edad y aspecto, no iba a suscitar grandes pasiones.

Todo transcurría en la más estricta y monótona paz, cuando sucedió algo que vino a trastocar los esquemas de Raúl sobre la inocuidad de su trabajo. Una noche tuvo que abrir a un huésped que parecía algo achispado. Era gordote y algo mayor que él y, mientras Raúl buscaba la llave, le sorprendió que hiciera un comentario que casi sonaba a piropo. “No sabía yo que por la noche el hotel quedaba en tan buenas manos…”. Raúl se ruborizó, y más todavía cuando, al entregarle la llave, le retuvo la mano unos segundos. Porque, para colmo, resultaba que el hombre encajaba en el tipo que siempre le había atraído. Antes de dirigirse al ascensor el cliente preguntó: “¿Cree que si tomo ahora un baño podría molestar a mis vecinos de habitación?”. Raúl contestó solícito: “Puede usted hacerlo con tranquilidad porque las habitaciones están muy bien insonorizadas”. La sonrisa con que se despidió el huésped, a la que a Raúl le pareció que se añadía un guiño, lo dejó con las pulsaciones aceleradas.

No había pasado mucho tiempo cuando sonó el teléfono interior. A Raúl le dio un vuelco el corazón cuando vio que la llamada era de la habitación cuya llave acababa de entregar. “Perdone la molestia, pero verá: Estoy llenando la bañera y resulta que el agua fría parece atascada y por el grifo sale demasiado caliente”, sonó la voz del huésped. Raúl titubeó unos instantes, suspicaz por la oportunidad de la avería, pero contestó: “No se preocupe, que enseguida subo y veré de arreglarlo”. En el ascensor le temblaban las piernas, pese a que se decía que debía actuar con estricta profesionalidad.

Le abrió la puerta el huésped con tan solo una toalla ceñida a la cintura. Raúl tuvo que hacer esfuerzos para desviar la mirada de las tetas peludas. “¡Pase, pase!”, dijo el otro con toda naturalidad, “Ya ve que me he quedado a medias”. Pasaron al baño y el cliente le mostró la bañera a medio llenar de agua humeante. “Si me meto ahí, me escaldo”, comentó. “Vamos a ver”, dijo Raúl y se inclinó sobre la bañera para accionar el mando del grifo. Pero el calor vaporoso enseguida le sofocó. “Perdone un momento, que hace mucho calor aquí”, se excusó. Se quitó la chaqueta del uniforme y empezó a remangarse la camisa. “Desde luego”, dijo el otro, y aprovechó para volver a atraer la mirada de Raúl sobre su anatomía arrebolada, “¡Fíjese cómo estoy yo de sudor!”. Raúl, impertérrito en apariencia, comprobó que el mando estaba atascado hacia el lado de “C” y, para manipularlo mejor, optó por arrodillarse por fuera del borde. Aunque su atención se veía alterada porque el cliente, como si estuviera muy interesado en lo que hacía, se le arrimaba, con la toalla tensada sobre el bulto del paquete, a poca distancia de su cara. Tan nervioso se puso Raúl que forzó una rosca, de modo que se liberó un chorro de agua, ésta sí fría, aunque en dirección a él. Pudo pararlo, pero ya estaba empapado. Lo sacó de su aturdimiento momentáneo el gesto desprendido del huésped, que le ofreció su propia toalla para que se secara, quedándose en pelotas. Raúl se puso de pie y no sabía si hacer uso de la toalla o devolvérsela al impúdico cliente, quien enseguida le instó “¡Quítese esa camisa empapada, hombre!”. Y aunque Raúl, para hacer lo sugerido y exprimir la camisa, devolvió la toalla, el otro no se molestó en ponérsela.

Raúl, con el robusto torso desnudo y aún mojado, tuvo la sangre fría de volver a probar el grifo, y ya brotó con normalidad el agua a las dos temperaturas. “¡Oh, qué mañoso! Pero mire cómo está por habérseme ocurrido darme un baño a estas horas”. El huésped, obsequioso, se puso a secarlo con la toalla. Raúl se dejaba hacer –no lo iba a rechazar…–, pero se estaba poniendo negro. Aún dijo: “Podría haber pasado a cualquier hora”. La réplica del huésped lo desarmó. “Pero no habrías sido tú el que lo arreglara…”. A Raúl le vino a la mente las bromas sobre las aventuras de los porteros de noche. Y lo que le estaba pasando era preferible a una ardorosa dama.

Puestos a provocar, Raúl no se iba a quedar atrás. Por eso dijo: “La chaqueta me la podría poner para salir, aunque sea sin la camisa. Pero me temo que me está escurriendo agua a los pantalones…”. “¡Pues quítatelos, hombre! Se pueden secar en el radiador… Tampoco tendrás tanta prisa ¿no?”, replicó encantado el huésped. Raúl, con toda parsimonia, se desabrochó, se sacó la prenda y extendió la parte superior sobre el radiador. Entretanto no se privó de mirar descaradamente la apetitosa desnudez que el otro exhibía con no menos descaro. Ver a Raúl en calzoncillos desató la líbido del huésped, que lo palpó por detrás. “¿También se ha mojado?”. Raúl, sin volverse, replicó: “No sé si debería quitármelos también…”. “Ya lo hago yo”, y el huésped se los echó abajo. “Tienes un culo precioso”, afirmó con voz pastosa. Raúl se mantuvo de espaldas para que la excitación que ya marcaba no traicionara su propósito de hacerse valer. “Eso no entra en el servicio de habitaciones…”. “¿Y en la propina?”. Esta inesperada pregunta lo dejó estupefacto, ya que solo pretendía coquetear con la osadía del huésped ¿Sería posible que a estas alturas de su vida alguien quisiera pujar por sus encantos? Igual era solo una broma de borrachín y decidió seguirla. Ahora sí que se giró empalmado casi del todo. “Si cree que lo vale…”. Le daba morbo conservar el trato respetuoso. El huésped, en un arrebato lujurioso, cayó de rodillas ante Raúl, quien hubo de sentarse en el borde de la bañera para resistir el ataque bucal dirigido a su entrepierna. La mamada fue antológica, con tal vehemencia que Raúl estaba dispuesto a dejarse ir. Si bien el huésped frenó a tiempo y se levantó. Raúl pudo ver que la regordeta polla del otro se mantenía sin apenas animarse. Aun así estiró una mano dispuesto a trabajársela, pero el huésped le advirtió: “No conseguirás nada… Es lo que me pasa cuando bebo más de la cuenta”. Añadió sin embargo: “Lo que quiero ahora es que me folles”. Aunque excitadísimo, Raúl dudó de si aquello sería adecuado, dadas las circunstancias. Pero el huésped ya se estaba acodando sobre la encimera del lavabo y, con las sólidas piernas medio separadas, presentaba el culo carnoso y peludo. “No me importa que seas un poco bruto… Así disfrutaré más”. Raúl no tenía muy claro qué sería eso de “ser bruto”, pero ya no estaba para averiguaciones y actuó como le pedía el cuerpo. Que no era sino pegarle una enérgica clavada a aquel culo goloso, agarrado a las anchas caderas para mayor firmeza. “¡Oh, qué salvaje! ¡Destrózame!”. No tanto como eso, pero Raúl no escatimó las arremetidas, compitiendo con el follado en imprecaciones. “¡Qué culo más caliente!”. “¡Me lo has puesto ardiendo!”. “¡Me voy a correr pronto…!”. “¡Aguanta un poco más!”. Todo aguante tiene un límite y Raúl se descargó con un ímpetu que hacía tiempo no alcanzaba. “¡Ay, como me has dejado el culo! ¡Qué gozada!”, exclamaba el huésped enderezándose con dificultad. A Raúl se le ocurrió sugerir: “El agua aún estará a buena temperatura… Le irá muy bien tomar un baño ahora”. “Por fin ¿no?”, dijo el huésped con guasa. Antes sin embargo fue rápido agitando sus carnes a la habitación. “Espera un momento”. Al volver metió algo en la colgada chaqueta de Raúl. Éste, tras vestirse sin la camisa, que puso en una bolsa, dejó al huésped  relajándose en la bañera. Nada más salir, miró lo que había en la chaqueta. “¡Joder, pues lo de la propina iba en serio! ¡Sí que se cotiza un portero de noche!”, pensó.

Raúl, con el dinero quemándole en el bolsillo, se decía que aquello no había sido más que una rara avis, fruto de una pura casualidad. Se autoconvenció de lo irrepetible de la situación, lo que le permitió regodearse en el gustazo que se había dado, por una parte, y por otra, dejar a salvo su dignidad.

Sin embargo, al cabo de unas semanas, el timbre de la puerta exterior lo sacó de la modorra a la que estaba entregado. El cliente trasnochador era un hombre maduro, alto y robusto. Su porte señorial contrastó sin embargo con el desparpajo con que abordó a Raúl al recoger la llave. “Un colega que se hospedó aquí me ha hablado de ti…”. Raúl se picó ante el confianzudo trato. “No sé a qué se refiere, señor”. “¿No fuiste tú el que le arregló la bañera?”. “¡Ah, eso! Sí, tuve que resolverle el problema”, contestó Raúl con tono profesional. “¿Y a mí qué problema me podrías resolver?”, volvió a preguntar insinuante el cliente. “Si le parece, dentro de un rato subiré a su habitación para ver si todo está en orden”. El propio Raúl no se creía que estuviera diciendo aquello… “No tardes, que quiero acostarme pronto”, advirtió el cliente sonriéndole. Raúl contempló estremecido la oronda figura que entraba en el ascensor.

Raúl estaba hecho un lío ¿Sería posible que hasta lo hubieran recomendado? Y este cliente no ha podido ser más directo… Menos mal que está tan bueno como el otro. Así que, dejando un breve espacio de tiempo, se armó de valor y ya en el ascensor empezó a empalmarse. Le daba corte presentarse sin más para ofrecer sus “servicios”. Por eso se le ocurrió hacer al menos un paripé. Abrió un armario del pasillo y cogió un carro de los que emplean las camareras con toallas y diversos objetos de reposición. Con semejante bagaje, llamó a la puerta. No recibió respuesta y movió el picaporte que cedió. Ya vio lo que tenía que ver. El cliente yacía en la cama solo parcialmente cubierto por la sábana. Su peludo torso destacaba en la blancura. La aparición de Raúl empujando el carrito le divirtió. “¿Pero qué haces con todo eso?”. Raúl contestó avergonzado: “Por si necesita algo”. Bajo en prominente vientre, un bulto se alzó. “Lo que necesito está aquí”, afirmó el cliente. “¿De qué irá éste?”, se preguntó Raúl. “Si te desnudas me sentiré más cómodo”, dijo el cliente. “¿Del todo?”, preguntó Raúl con tal ingenuidad que provocó una carcajada. “Bueno, si llevas una medalla al cuello te la puedes dejar”, replicó burlón el cliente. “¡Vamos allá!”, se dijo Raúl, con el aliciente de lo que aún quedaba por descubrir bajo la sábana. Se fue quitando la ropa, que dejaba sobre una silla. El cliente, que lo observaba rijoso, comentó: “No iba desencaminado el conocido que me habló de ti… ¡Qué buen culo!”. Era lo primero que vio de Raúl. Pero cuando éste dio la cara y mostró sin tapujos su erección, exclamó: “¡Vaya, sí que te has alegrado de verme!”. Y añadió: “Si apartas la sábana verás que yo también estoy contento”. Lo hizo Raúl encendido y el cuerpo grande y velludo apareció en todo su esplendor, con la polla bien levantada. “Hay sitio para los dos”, lo invitó el cliente que seguía estirado bocarriba. Raúl entró en la cama y, ya en el colmo de la excitación, se amorró a la polla. “¡Uy, uy, uy, lo tuyo sí que es vicio!”, dijo el cliente encantado. Pero no tardó en añadir: “Ponte hacia acá, que disfrute yo también de lo tuyo”. Así que Raúl se colocó del revés con una rodilla a cada lado de la cabeza del cliente. Mientras éste se la chupaba a su vez, las dos barrigas iban chocando. Pero el cliente, alzando la cabeza, pronto pasó de la polla a los huevos y de éstos al ojete de Raúl, que llenó de saliva a base de lengüetazos. En un respiro dijo: “Espero que tengas el culo tan tragón como la boca”. Así supo Raúl lo que le tocaba. El comodón del cliente lo que quiso fue que Raúl se le sentara sobre la polla tiesa e hiciera todo el trabajo. Raúl, en cuclillas sobre el vientre, dirigió con la mano el  manubrio y se fue dejando caer. Al principio poco a poco y, una vez encajado con mayor ímpetu, iba saltando y encontrándole cada vez más gusto. No menor era el del cliente que rezongaba: “¡Así, así, hasta que me venga!”. Raúl, entretanto, se ocupaba asimismo de su propia polla, que no se había aflojado, y se la meneaba con fervor. Cuando el cliente farfullo “¡Oh, oh, oh, yaaa!”, Raúl tuvo un subidón definitivo. “¡Qué buena enculada!”, afirmó el cliente. “¡Usted que lo diga!”, confirmó Raúl. La leche del cliente había ido a parar bien adentro de Raúl, pero la de éste había quedado desparramada por la sábana. De modo que, todo servicial él, ofreció: “Si quiere, le puedo cambiar las sábanas”. “No hace falta. Ya se secará”, replicó el cliente con tal de no moverse. Mientras Raúl se vestía no descuidó decirte: “Lo que hay sobre la mesa lo he dejado para ti”. Raúl, abochornado una vez más, recogió sin embargo los billetes. Le habría parecido incluso pretencioso frente al cliente rechazarlos…

Raúl había llegado a pensar que las fabulaciones sobre porteros de noche no eran tan inverosímiles. Que se lo dijeran a él… Lástima que, en su caso, no se atrevía a presumir en el bar. Tampoco creía que las aventuras con huéspedes se fueran a convertir en norma ni mucho menos. Podían pasar una, dos veces y luego nunca más. Esto último pareció confirmarse en los meses sucesivos, hasta que…

Llegaron juntos dos individuos con aspecto de ejecutivos, cincuentones y fornidos. Cuchicheaban divertidos entre ellos mientras Raúl buscaba las llaves. Más circunspectos ya, recogió cada uno la suya. Por la mente de Raúl, más allá de una apreciación genérica de la buena pinta de aquellos dos hombres, no pasó ni por asomo la menor idea de que pudiera ocurrir algo más. Pero en el último momento, el que parecía mayor preguntó: “¿Sería mucha molestia que subiera una botella de cava fresquita con unas copas a mi habitación?”. Raúl contestó: “El servicio de bar está cerrado”. “Seguro que podría hacer algo por nosotros…”. La forma en que lo miró y el uso del plural desarmaron a Raúl. “Veré de complacerlos… No tardaré mucho”. “Le estaremos muy agradecidos…”. El billete que, antes de marcharse los dos, dejó el solicitante sobre el mostrador superaba con creces cualquier propina ordinaria. “Hasta por adelantado”, pensó.

Raúl todo nervioso buscó en la cocina. Como la botella de cava no estaba fría, llenó una cubeta con hielo. ¿Cuántas copas debía subir? ¿Solo dos o añadía alguna más? Se decidió por cuatro para no señalarse demasiado. Optó por un carrito para llevar la bandeja, no fuera a ser que su pulso acelerado le jugara una mala pasada. Llamó suavemente a la puerta, haciéndose cábalas sobre lo que se iría a encontrar, dadas las experiencias anteriores. Aunque ahora el otro huésped también estaría y a saber qué querrían hacer los dos con él. No tenía práctica en eso de los tríos… Abrió la puerta el titular de la habitación y vio al otro sentado en una butaca. Se habían quitado tan solo chaquetas y corbatas, lo cual supuso un respiro para Raúl porque le dejaba un margen para irse mentalizado. “¿Quieren que les sirva el cava?”, preguntó solícito. El mayor le dijo socarrón: “Como esto ya es fuera del servicio, supongo que no tendrás inconveniente en tomarte una copita con nosotros”. “Bueno, si no les importa”. Raúl se alegró de su perspicacia al traer más de dos copas. Antes de que las repartiera, intervino el otro huésped. “Pero hombre, ponte cómodo. Con ese uniforme impones respeto”. Raúl, llevado por la costumbre, preguntó sin más: “¿Me lo quito todo?”. “¡Vaya, sí que vienes fuerte! Por nosotros adelante. Así nos sabrá mejor el cava”, replicó el mayor mirando con pillería al otro. Raúl pensó que tal vez se había precipitado e iba a resultar algo chungo ser el único despelotado. Pero no podía desdecirse, así que afrontó el trago de desnudarse bajo la inquisidora mirada de los dos individuos. Al menos, como aún no había tenido excesiva provocación visual por parte de éstos, no llegó a mostrarse empalmado. “¡Esto sí que es para un brindis!”, dijo el que estaba sentado levantándose y alcanzando una copa. Otro tanto hizo el mayor, que también le pasó una a Raúl indeciso. Éste se sintió ridículo en cueros y con una copa en la mano.

La cosa parecía que iba para largo, porque los dos hombres de momento se limitaron a sentarse en sendas butacas y contemplar lascivamente a Raúl, que les rellenaba las copas de vez en cuando. Aunque algún que otro frote en la entrepierna sí que se daban. Pero Raúl empezó a inquietarse. En las otras ocasiones no había llegado a estar más de una hora ausente de su puesto de trabajo y esta vez los huéspedes se lo estaban tomando con demasiada calma. Nunca se sabía lo que podría pasar por allí abajo y él no estaría. Apurado se decidió a manifestar: “Me temo que no voy a poder seguir mucho más tiempo con ustedes…”. Lo cortó el mayor. “¿No te pareció suficiente lo que puse en el mostrador?”. Raúl se cortó tanto que casi lo habría devuelto,…de no ser que se lo había dejado abajo. “No, si no es eso…”, dijo avergonzado, “Es que no hay nadie en recepción y me preocupa”. El otro se mostró más conciliador. “Pero al menos nos podrás hacer una mamada. Después de habernos puesto cachondos…”. Raúl aceptó la propuesta para salvar la situación. No es que no le gustaran esos tíos. De buena gana se habría revolcado con ellos nada más llegar. Pero se tendría que conformar con las mamadas. Para ir al grano se arrodilló delante del mayor, que era el que le inspiraba más respeto. Le abrió la bragueta y enseguida salió la polla a medio gas. Para más comodidad el mayor levantó el culo del asiento y Raúl pudo bajarle los pantalones. Tenía un buen pelambre y unos huevos gordos, que Raúl se afanó en lamer antes de ocuparse de la polla. Ésta le creció en la boca en cuanto empezó a chuparla, arrancando pronto resoplidos de complacencia. No avisó y la descarga pilló por sorpresa a Raúl, que tuvo que tragar deprisa para que no rebosara la leche y manchara la ropa. El otro huésped ya había adelantado trabajo, porque se había puesto de pie y, con los pantalones ya bajados, se la meneaba en la espera. Raúl no tuvo más que desplazarse un poco, en la misma posición de rodillas, para atrapar la polla con su boca. La mamada sin embargo quedó interrumpida, pues el huésped dijo: “No me hagas correr… En cuanto te vayas me voy a follar a ese”. Raúl comprendió que, por sus prisas, se iba a perder la parte más sabrosa del encuentro y que empezaba a estar de más. Así que, tras un educado “Qué disfruten lo señores”, cogió su ropa sin vestirse y salió al pasillo desierto. Corrió al cuarto de servicio aunque, antes de ponerse el uniforme, sintió la imperiosa necesidad de hacerse una paja.

En esta ocasión a Raúl le había quedado un cierto sentimiento de frustración. Enfrentarse a dos huéspedes a la vez no había resultado la orgía que prometía. Tal vez estaba estirando demasiado las posibilidades de su puesto de trabajo. Pero lo que más le intrigaba era cómo, nada más entrar un cierto tipo de cliente, enseguida captaba con tanta seguridad su disponibilidad. A lo mejor es que el uniforme le daba morbo o su mirada tenía algo de provocativo… ¡Cualquiera sabe!”. Lo que no se podía imaginar era que, a la noche siguiente, volviera a entrar la misma pareja y que además le dijera el que llevaba la voz cantante: “Si subes dentro de un rato, no te llevará tanto tiempo. Iremos directamente al grano”. La voluntad de Raúl no era demasiado fuerte y ¿cómo se iba a negar a esta segunda oportunidad? Aceptó, aunque ahora rechazó la propina. “¡Faltaría más!”.

Constató lo de ir al grano nada más entrar en la habitación. Los dos huéspedes estaban ya en cueros y, a juzgar por sus erecciones, se habían estado metiendo mano. “¡Coño, sí que están buenos vistos al completo!”, se dijo Raúl. Sin dudarlo, se desnudó también con rapidez, diciéndose a sí mismo que para nada desmerecía frente a los huéspedes. Pero éstos se tomaron al pie de la letra el poco tiempo que podía dedicarles Raúl y realmente fueron al grano. Agarrándolo cada uno de un brazo, lo hicieron caer de bruces sobre la cama. Antes de que Raúl se estabilizara, ya estaba el mayor sentado sobre las piernas delante de su cara y, aparte de rozársela con la polla tiesa, lo sujetaba firmemente de los brazos. El otro estaba abriéndole el culo y metiéndole un dedo ensalivado. Lo que vino después fue una clavada en toda regla, que hizo saltar a Raúl hasta que empezó a cogerle gusto ¡Sí que follaba bien el tío, con retardos y aceleraciones! A Raúl aún le daba tiempo a dar lametones a la polla a su alcance. Las agitadas arremetidas finales de su cabalgador le indicaron que se estaba vaciando bien adentro. Cuando éste dijo al mayor: “Te lo paso, que ya estoy servido. Verás qué culo más bueno”, Raúl supo que iba a recibir por partida doble. Los huéspedes cambiaron de posición y, mientras el mayor se preparaba, el otro le ofreció la polla para que se la dejara limpia. El mayor no tuvo el menor reparo en acceder al culo pringoso de leche, lo que por lo demás le facilitó la entrada. Raúl notó que esta polla era más gruesa y ya abierto de antes, disfrutó con la variación. La follada era más brusca y ansiosa, haciendo que la corrida no tardara demasiado, acompañada de fuertes bufidos.

Todos se tomaron un respiro enredados sobre la cama. La experiencia del polvazo doble no había desagradado a Raúl ni mucho menos. Antes bien le estaba haciendo surgir una inquietud en la entrepierna, aumentada por el caliente roce de aquellos apetitosos cuerpos. Por ello se atrevió a pedir: “Como hemos ido rápidos ¿tendrían inconveniente en que me masturbe aquí entre los dos?”. La educada solicitud hizo gracia a los huéspedes y el mayor le dijo: “¡No te prives, hombre! Nosotros te achucharemos”. Mientras Raúl se aliviaba meneándosela, los huéspedes le sobaban y pellizcaban las tetas, aumentando su placer.

La ausencia ante el mostrador había sido prudente y Raúl acabó satisfecho su horario. Cuando llegó el relevo de la mañana, a la pregunta de rigor sobre cómo había ido la noche, respondió muy convencido: “Todo tranquilo. Ningún problema”. Pero a su vez se decía: “Que me pasen estas cosas a mí…”.

martes, 14 de octubre de 2014

El cortador de jamones


En el supermercado donde solía proveerme para el día a día tenían una sección de charcutería muy bien surtida. No hacía mucho que a los dependientes que la servían se incorporó uno nuevo, cuya especialidad parecía ser el corte de jamón. De unos cincuenta años, no muy alto, regordete y aspecto muy viril. Daba gusto verlo con su chaquetilla roja y un gorrito a juego, aunque a veces éste se lo quitaba, blandiendo el impresionante cuchillo. Incluso en días de más concurrencia de clientes, para promocionar alguna marca, montaba una paradita delante del mostrador, donde ufano exhibía su maestría, cortando pequeñas lonchas que ofrecía para degustación. Los recios brazos velludos en movimiento y el pelo que le asomaba por el escote le daban un atractivo especial. Además presentaba la característica peculiar de poner mucha atención a su apariencia, con frecuentes cambios de aspecto. A veces se dejaba crecer la barba con distintos tipos de arreglo, pero siempre muy cuidada. Otras, iba completamente rasurado. También su cabeza, algo calva, experimentaba cambios en el cabello, que llegaba a tener casi rapado.

Todo ello provocó que nunca antes hubiera consumido tanto embutido y queso, para desgracia de mi dieta. Porque se mostraba muy amable y, en cuanto me veía, se apresuraba a servirme. Le llegué a tomar confianza y un día le comenté: “Hay veces que me cuesta reconocerte con tanto cambio de look”. Se rio y replicó: “Caprichos que tiene uno”. Aún me atreví a añadir: “Pero hay cosas que nunca te cambian…”. Pilló la indirecta y sonrió picarón: “¡Cómo eres…!”. En otra ocasión en que estaba en su parada distribuyendo lonchitas de jamón, en lugar de tomarla con la mano abrí la boca. No dudó en depositármela en ella, con un risueño gesto de reconvención.

Yo tenía por costumbre llevarme directamente solo los productos frescos, como era el caso de los de charcutería, y el resto dejarlo para el reparto domiciliario por algún empleado, que solía recibir a última hora de la tarde. Una vez, además del jamón y los embutidos cortados, quise comprar un queso entero, que encontraba muy bueno, para hacer un regalo. Por eso le dije al charcutero: “El queso lo pones aparte para que me lo lleven en el reparto”. “Tomo nota”, dijo.

Esa tarde, cuando llamaron a la puerta de casa, me llevé la gran sorpresa de que quien traía el pedido era ni más ni menos que el jamonero. “¿Qué haces tú aquí?”, pregunté incrédulo. “Nada. Que al llevar el queso para añadirlo al reparto, los chicos estaban muy atareados y decidí echarles una mano. No me costaba nada”. Su sonrisa era traviesa. “Pues pasa, pasa a la cocina”. Diligente arrastró el carrito tras de mí. “Ya que estoy aquí, como no tengo prisa, en lugar de dejarte todo esto aquí amontonado te puedo ayudar a guardar las cosas”. “¡Cuánta amabilidad!”, exclamé encandilado. “¿Tú crees?”, replicó socarrón. Ya no llevaba el equipo de trabajo, sino una camiseta que le quedaba algo ceñida y marcaba sus formas. O sea, que estaba más bueno si cabía. No faltaron los roces al trajinar los dos entre el frigorífico y las alacenas. De pronto soltó: “¿A qué te referías cuando dijiste que,  aunque cambie tanto de look, había cosas que nunca me cambiaban?”. Me hizo gracia que recordara tan bien mi frase, pero sobretodo lo percibí como una provocación en toda regla. “¿Tú qué crees?”, repregunté para ganar tiempo. “Yo he preguntado primero”. No me escapaba y declaré: “Me refería a lo que tienes de la cabeza para abajo”. “¿Piensas que eso también lo debería cambiar?”, siguió provocando. “Yo diría que está perfecto”. “Pero si has visto muy poco…”. “Entre lo que se ve y lo que se adivina…”. “Podrías dejar de adivinar”, cortó y se puso a subirse provocadoramente la camiseta., mientras añadía: “¿Te dije antes que no tengo prisa? ¿Y tú?”. “Sería un idiota si la tuviera”. Llevé una mano sobre su pecho, cálido y ligeramente sudado. Mis dedos se enredaban en el abundante vello. “¿Demasiado peludo?”, preguntó. “Ni te sobra ni te falta”. Apreté la mano sobre una teta de generosa carnosidad y un dedo dio con el pezón picudo y maleable. “Sabes lo que me gusta ¿eh?”, dijo. “Otra intuición”, respondí.

Hacía poco que me había duchado y, como no pensaba salir, llevaba tan solo un pijama ligero. Así que no le costó nada agarrarme el paquete entero. “Seguro que dentro de poco ya no me cabrá en la mano”, dijo ejerciendo una presión moderada. Pero no insistió, porque dijo: “¡Oye! Llevo todo el día trabajando y no me gusta oler a jamón. Me sentiré más cómodo si dejas que me dé una ducha”. “Yo lo acabo de hacer”. “Puedes hacerme compañía… Y hasta echarme una mano”, ofreció provocador. Ya sin camisa, se puso a soltarse el cinturón y a bajarse la cremallera con parsimonia. Cayó el pantalón y quedó con un eslip bastante pequeño, que le marcaba bien el paquete. Se apoyó en mi brazo para descalzarse y sacarse el pantalón. Al erguirse no pude menos que exclamar al contemplar sus formas redondeadas y velludas: “¡Joder, qué bueno estás!”. Se rio. “¡Esos modales! Yo creía que eras todo un señor”. Se volvió de espaldas con picardía para bajarse a medias el eslip y surgió un culo grueso pero firme, también tapizado de vello. Emitía un musical “Tariro, tariro…”. En los segundos en que lo exhibió, aprovechó con coquetería para colocarse bien el paquete. “Se le queda a uno todo pegado”, explicó. Ya sacó sin recato la polla y los huevos que mostró, enmarcados por el pelambre del pubis. Desde luego no desmerecían del conjunto, sino que eran la joya de la corona. Ante mi alelamiento, preguntó: “¿Te sigo pareciendo tan bueno?”. “¡Cómo te diría…!”, repliqué.

Antes de adentrarse en la ducha, me interpeló: “¿Te piensas quedar así con todo tapado mientras yo enseño mis vergüenzas?…Mira que te lo quito yo, eh”. “No me resistiría”, lo reté. Mirándome a los ojos me fue desbrochando entonces la chaqueta del pijama, que se deslizó por mis hombros, y estiró hacia abajo el pantalón. “A ver lo que encuentro por aquí”. Ya me ojeó al completo. “Lo que me temía… No soporto que me hagan la competencia”. No entendí de momento la broma. “Que estás jamón tío…Y yo de eso entiendo”. El vello más fino de mi cuerpo y mi anatomía también llena pero más moderada contrastaba con su exuberancia. “No será para tanto”, dije algo ruborizado. “Te lo contaré cuando me haya duchado”. Ahora sí que entró en la ducha y abrió el grifo. Advirtió: “No mires mucho, que voy a orinar mientras sale el agua caliente, si no te importa”. Claro que no me importaba porque yo también suelo hacerlo. De todos modos lo hizo sin ostentación. Ya bajo los chorros exclamó: “¡Uy, qué bien me viene!”. El agua le resbalaba por el cuerpo y formaba canalillos entre el vello. Como si estuviera solo, se llevaba las manos a la polla y los huevos para remojarlos bien. Se daba la vuelta y resaltaba el culo haciendo correr el agua por la raja. Ya empapado todo él cortó el agua. “Me acercas el gel, por favor”. Estaba perfectamente a su alcance, pero así iniciaba el juego. Juntó las manos en forma de cuenco y le vertí un poco. Empezó a frotarse desde los hombros hacia abajo. Yo entré en la ducha y también me eché gel en las manos. “¡Abusón!”, exclamó. Me ocupé de la espalda y jugué con los dedos por el vello, no tan denso como el del pecho. Él separaba los brazos, dándome opción a acceder a las axilas y, aún más, a rodearlo con mis brazos y repasarle las tetas. Los pezones duros se me resbalaban por el jabón. Se puso de frente y sus manos se deslizaban por la barriga. No me resistí a ocuparme del bajo vientre y él se dejaba hacer. Llené de jabón los huevos, que se escurrían entre mis dedos y, cuando repasé la polla frotando el capullo, la tenía ya bien tiesa. “¡Coño, cómo te pones!”, comenté. “¡Mira quién habló!”. Porque yo tenía tres cuartos de lo mismo. Rehuyó mis excesos de fricción y me dio la espalda. El culo se me ofrecía tentador, con los pelillos mojados y la raja oscurecida. Enjaboné haciendo círculos y me atreví con la raja. “¡Umm, cuidado con eso!”, advirtió. “¡Lástima que no tenga una pastilla de jabón que se caiga al suelo!”, bromeé. “Para que yo la recoja ¡eh, golfo!”. Pero completó la provocación. “Tendría que hacerlo así ¿no?”. E hizo el gesto de agacharse como si hubiera un  jabón real. Entonces me eché sobre él y mi polla resbalaba por la raja. Hice algunos remedos de follada pero, en uno de ellos, la espuma ayudó a que se me colara. “¡Tú, violador!”, me increpó, pero sin cambiar de postura. Ahora sí que le di varias arremetidas auténticas, aunque me frenó. “¡Para, para! Que si no luego me voy a aburrir contigo”. Ya erguidos, el agua volvió a correr sobre los dos, eliminando los rastros de gel. El jamonero comentó: “¡Anda, que has tenido doble remojón!”. “Con un tiburón como tú, lo que haga falta”, repliqué.

Secados, la ruta natural iba ser la del dormitorio. El jamonero se sentó en el borde de la cama y me atrajo entre sus piernas. “Tú ya te has aprovechado bastante de mí. Ahora me toca el desquite”. Se fue directo a sobar y chuparme la polla. Le ponía tanto entusiasmo que me llevaba al séptimo cielo. Se la sacó de la boca y me estrechó contra él, poniéndomela entre sus tetas, al tiempo que me agarraba el culo. Me dio un buen tute de sobeos, hasta que lo empujé por los hombros e hice que quedara tumbado. El recorrido completo por su cuerpo lo hacía patalear y tratar de defenderse falsamente. Le mordisqueaba las tetas y me encantaba tener que abrir paso a la lengua entre el poblado vello. La metía en el ombligo y le hacía cosquilla. Le sujeté hacia arriba la polla tiesa y me dedique a chuparle y meterme en la boca los huevos. Al fin me puse a hacer una mamada a esa verga gruesa y dura, con un capullo que le desbordaba la piel. El juguillo que destilaba se mezclaba con mi saliva. Quise insistir, pero me frenó. “¡Para, para, que siempre vas por la brava! ¿No tenemos la noche por delante?”. “¿Te piensas quedar?”, pregunté sorprendido. “Si me dejas… Así por la mañana llevo directamente el carro al super”. Su autoinvitación, con la promesa de disfrutar de su cuerpo cálido y confortable, me encantó y acepté su propuesta de tomarnos un respiro.

Nos recostamos cómodamente entre caricias más calmadas. Entonces se me ocurrió: “¿Te cuento un sueño que tuve la otra noche a tu costa?”. “¡Qué importante soy, hasta sueñas conmigo! ¡Cuenta, cuenta!”. “Estabas en el super, con tu chaquetilla roja y el gorrito, como te pones algunas veces en medio del público cortando jamón y ofreciendo lonchitas de degustación. Yo me acercaba y sacaba la lengua para que me dieras una de ellas. Pero te sorbía también un dedo, que me parecía más sabroso que él jamón. Tú te reías e hiciste un gesto para que me agachara. Entonces quedé de rodillas ante ti y de un tirón te eché abajo los pantalones. Apareció tu polla pidiendo guerra y te la chupé mientras tú seguías como si tal cosa repartiendo jamón a la gente, que miraban mis maniobras  curiosos o indiferentes”. “¿Y cómo acabó?”, preguntó el jamonero divertido. “No lo sé… Como pasa con los sueños, que me desperté. Pero estaba tan empalmado que me hice un pajón a tu salud”. “Pues si quieres, un día te monto el numerito aquí, con jamón y todo”. “Así tendría menos gracia…”. “¡Serás pervertido! A ti lo que te ponía era que la gente mirara”. “Como te ha puesto a ti que te lo contara…”, repliqué echándole mano a su polla tiesa. “¡Quieres dejarla en paz!”, me reconvino marrullero. “¡Joder, tío, ni que fuera de cristal! En el sueño eras más generoso…”, protesté. “Es que antes igual prefieres esto otro…”, y se giró para quedar bocabajo.

La exhibición de su culo gordo y velludo era una incitación irresistible. “Ya en la ducha me di cuenta de por dónde me ibas a llevar…”, dije dándole un repaso manual. “Soy así de sacrificado”, replicó meneándose lúbricamente. Hice que subiera las rodillas y le abrí la raja. Hundí la cara en ella y la lamí ansioso, enredando la lengua en el vello. “¿Estarás en forma?”, preguntó provocador. Le golpeé con la polla que desde luego tenía ya bien tiesa. “¿Tú qué crees?”. “¡Pues ataca!”. Directamente apunté la polla y se la fui clavando. “¡Así, así, qué buena polla!”, me incitó. El culo lo tenía caliente y resbaladizo, y él le daba unas contracciones que me ponían a cien. Para colmo se removía para aprovechar mejor las embestidas. “¡Dale, dale! ¡Cómo me gusta!”. Lo dejaba imprecar porque estaba concentrado en aguantar las oleadas de placer que me iban dominando. Avisé: “¡Me voy a correr!”. “¡Sí, sí, lléname de leche!”. Al tiempo que expulsaba resoplando el aire de los pulmones, me descargué con un gusto tremendo. “¡Joder, cómo me has calentado!”, exclamé cuando recuperé el resuello. “Y a mí me ha quedado el culo aplaudiéndome por dentro”, replicó con un giro de lo más expresivo.

Una vez bocarriba, en tanto yo me recuperaba, se puso a sobarse la polla. “Ahora el que se ha puesto cachondo soy yo”, declaró. “Espera, que te la trabajo”, ofrecí yo. “Prefiero que me comas las tetas mientras me hago un buen pajón… Así me dará más morbo”. No me desagradó la perspectiva y me lancé a lamidas y chupadas por todo el apetitoso pecho, enredando la lengua por el vello y endureciendo los picudos pezones, que pronto mordisqueé con deleite. Él se iba masturbando con voluptuosidad, gimiendo tanto por el placer que se iba dando como por los ataques de mi boca y mis manos sobre su torso. Pese a ocupación tan grata, no dejaba yo de echar ojeadas a ese capullo cada vez más encabritado que surgía de su puño. “¡Ajjj, qué gusto me estás dando! ¡Muerde sin miedo, que aguanto!”. Mis dientes rechinaban entonces sobre los pezones y él se retorcía de un placentero dolor. “¡Verás el chorro que voy a soltar!”. No fue uno, sino varios chorros que se dispersaron en varias direcciones, dándome algunos en la cara que aún le trabajaba el pecho. “¡Joder, si pareces una vaca!”, protesté. “¡Trae, que te la lameré!”, replicó soltando la polla goteante y echándose sobre mí. Con su lengua recogió lo que me había salpicado y me hacía tantas cosquillas que hube de apartarlo. “¡Lo que dije, talmente una vaca!”.

Procedía una nueva ducha que, aunque también conjunta, fue mucho más pacífica y refrescante. Secados lo indispensable, pusimos rumbo a la cocina. “¡Cómo se me ha abierto el apetito con la jodienda!”, exclamó el jamonero. “Con todo lo que has traído nos podremos apañar… ¡Lástima que el jamón ya lo tenga cortado!”, comenté. “¡Tú y tu obsesión de verme cortar jamón en pelotas!”, replicó. “Es que con tu pinta de ogro y esgrimiendo un cuchillo jamonero quedarías gore total”. “¡Ya tendrás gore cuando haya repuesto fuerzas…!”, amenazó. Dejé que preparara un piscolabis frío, en el que demostró su maña, y abrí una botella de vino. Zampamos de buen grado, despelotados y recreándonos en las promesas de nuevos revolcones. “Este vinillo se sube… ¡Qué lanzado me voy a poner!”, avisó el jamonero. “¿Más todavía? Una “habitación del pánico” me va a hacer falta”. “Tú no te resistas, que será peor”. Entre lindezas provocadoras de este género quedamos bien saciados de comida y bebida. No me sorprendió ya a estas alturas que la verga engordada empezara a oscilar por su entrepierna. Claro que yo también me estaba poniendo burro, pero no era esto lo que le interesaba ahora. Me rodeó y plantó las dos manos sobre mi culo. “¿No me ofrecerás tu virginidad?”, preguntó con lascivia. “¡Oye, que ya soy mayorcito!”, me defendí. “Mayorcito pero tembloroso cual doncella”. La verdad es que aquella verga gruesa y nervuda me daba pánico. Pero ya me estaba arrinconando hacia la encimera entre arrumacos. “¿Después del zambombazo que me has arreado te vas a hacer el tiquismiquis? Si acabarás dándome las gracias,…como hacen todos”, presumió. Así que quedé echado hacia delante con el culo en pompa. “¡Mira qué suavecito te voy a poner!”. Echó mano a la aceitera y me vertió unas gotas al inicio de la raja. Con la mano me untó y un dedo se deslizó por el ojete. “¡Y tú dándotelas de estrecho! Si te entra hasta un obús…”, exclamó dejándome bien engrasado. “¡No hables tanto y fóllame! No me vaya a arrepentir”, lo conminé para no retardar más lo inevitable. Algo más grueso que un dedo resbaló entonces por mi raja y dio en el blanco con una clavada que me hizo saltar las lágrimas. “¡Bestia!”, me salió del alma. Bien encajado empezó a menearse. “Ya sabía yo que este culito merecía la pena”, mascullaba. “No te entusiasmes y ve poco a poco, que me quema”, pedía yo. “¡Calla, llorica! Pronto pedirás que no pare”. La polla era muy gorda y me dolía, hasta que llegué a adaptarme. Ya me fue mejor y empecé a cogerle el gusto, aunque no quise animarle para que no se pusiera cafre. “El que calla otorga ¿eh, tragón?”, pareció leerme el pensamiento. “¡Calla tú y folla!”, exclamé al fin. Y vaya si le puso empeño, calentándome por dentro y por fuera. “Te voy a hacer un regalo ¿vale?”, avisó. “¡Vale, picha floja!”, lo provoqué. No tuvo tiempo de  devolvérmela, porque le dieron unas sacudidas que sentí en lo más adentro. “¡Ay qué a gusto me he quedado!”, proclamó dejándose caer sobre mi espalda. Noté que la polla le resbalaba hacia fuera, aunque el culo aún me latía. “No ha estado mal…”, dije con tono de burlona suficiencia. “¡Anda y que te den!”, respondió dándome una palmada. “¡Eso, eso!”, me reí, pero estaba agotado. 

Las horas habían ido pasando y el jamonero dijo: “Yo no sé tú, pero a mí me toca madrugar para ir al trabajo. Y aún habré de devolver el carro… ¿Por qué no nos encamamos y así por la mañana nos da tiempo para alguna cochinada más?”. Le provoqué: “¿Podré fiarme mientras duermo contigo al lado? Deberé hacerlo con un ojo abierto…”. “El ojo abierto ya lo tienes y no está en la cara… Ya verás que soy mimoso y me gusta dormir bien arrimadito”. “Eso me temo”, sentencié. Efectivamente nos echamos en la cama y me cayó encima uno de sus brazos como una zarpa. No me desagradaba desde luego, pero me iba a ser difícil conciliar el sueño. Porque su respiración paso de resoplidos a ronquidos, que me vibraban en el cogote. Pero el cansancio me pudo y, con algún cambio de postura más relajado, caí roque.

Al despertarme, tuve que hacerme a la idea de que compartía la cama con el jamonero. Aunque eso debió influir en que estuviera empalmado. De pronto noté que su mano buscaba mi polla. “¡Joder, cómo estás!”. Se me ocurrió explicar: “¡Claro! Anoche me quedé sin segunda corrida… No como tú, que me dejaste follado”. “Pues me estás contagiando”, y se agarró también la suya. “¡Ahora lo arreglo!”. Se puso a cuatro patas en dirección contraria a la mía y me dio un sorbido a la polla que me electrificó. Mamaba dulce pero persistente y yo tiré de una de sus piernas para que la pasara por encima de mí. Tenía así ante mi cara el culo peludo, los huevos colgantes y la polla a medio cargar. Usé labios y lengua para chupar y lamer todo lo que alcanzaba, hasta atrapar la polla que se endureció en mi boca. Acompasé mi ritmo de mamada al suyo y, como no podíamos hablar, los temblores en nuestros cuerpos indicaban el progreso del a doble excitación. Cuando noté que me iba, simultáneamente se me llenó la boca de leche. Quedamos tragando quietos unos instantes, hasta que el jamonero se derrumbó a mi lado. “¡La tercera!”, exclamó ufano. “Siempre me tienes que ganar tú ¿no?”, repliqué como si se tratara de una competición.

Me quedé remoloneando en la cama mientras veía al jamonero asearse en el baño y vestirse para marchar. Fue a coger el carro vacío y se asomó ya a punto. Me dijo irónico: “Siento que no me dé tiempo a traerte el desayuno a la cama”. Me levanté entonces y nos dimos un buen morreo de despedida.

Desde entonces nunca han faltado en mi casa los buenos embutidos.