martes, 30 de septiembre de 2014

El dietista

Mi amigo más íntimo, a sus cincuentaisiete años, estaba empezando a tomarse en serio sus problemas de sobrepeso. Grandote y gordo, hacía tiempo que había superado los cien kilos y, en el peso que tengo en mi baño, que llega a algo más de ciento veinte, la aguja tocaba el tope. Y su peso real lo mantenía en secreto. Sin embargo, los propósitos que de vez en cuando se hacía de controlar su intemperante apetito, no tardaban en tener fecha de caducidad. Así las cosas, un día en que íbamos los dos por la calle, me fijé por casualidad en una placa profesional que había en el portal de un edificio. Con un nombre de apariencia anglosajona un doctor se anunciaba como dietista. Medio en serio, medio en broma le dije: “A uno de estos deberías ir, para que te ponga en vereda”. No estaba muy convencido, pero insistí y, recordando el nombre del doctor, buscamos en Google, donde efectivamente aparecía. Como había un teléfono para concertar citas, casi lo obligué a pedir una… Y éste es el pormenorizado relato que me hizo de su experiencia:

Efectivamente acudí a la consulta del doctor y lo primero que me sorprendió fue que él mismo me abriera la puerta y me hiciera pasar, sin que se viera a ninguna enfermera o ayudante. Pero aún más inesperado fue que se tratara de un tío casi más corpulento que yo, no tan barrigón pero contundente como un armario. Lo primero que pensé era que no debía tomarse su propia medicina. Todo de blanco, lo que resaltaba su barba cerrada aunque bien rasurada, por las mangas cortas de su chaquetilla asomaban unos brazos robustos y velludos. Sería un par de años menor que yo y me estrechó la mano con energía. Me introdujo en su despacho y cerró la puerta tras él. Mi hizo sentar al otro lado de su mesa y empezó a llenar una ficha con mis datos personales. Me preguntó si estaba casado, cosa que negué. Aunque ya me extrañó que también preguntara si mantenía con frecuencia relaciones sexuales. Ante mi vacilación en responder, dijo con una sonrisa: “Pondré ‘lo normal’ ¿No es así?”. Terminada la ficha me miró fijamente con expresión jovial. “Será más cómodo que nos tuteemos ¿no te parece J.?”. Tras una pausa añadió: “Bueno, vamos a empezar. Habrá que pesarte y medirte. Así que ve desvistiéndote y puedes dejar la ropa en esa silla”. Tuve pues que desnudarme allí en medio sin que el doctor me quitara ojo. Me quedé solo con los calzoncillos y los calcetines, pero enseguida dijo: “Todo eso también fuera, por supuesto”. ‘Si él lo daba por supuesto…’, me dije, y ya me puse en cueros. “Muy bien. Vamos a pesarte”. Me condujo de un brazo hacia la báscula como si yo necesitase ayuda. Cuando la aguja me dejó en evidencia, comentó: “¡Uy, uy, uy! Voy a tener trabajo contigo”. Volvió a cogerme del brazo. “Voy a tomarte las medidas”. Me llevó al tallímetro y, en este aparato, no se anduvo con remilgos para hacerme adoptar la posición adecuada. A dos manos me colocaba las piernas en simetría, me sujetaba los brazos pegados al cuerpo y me presionaba los hombros para que quedara recto. “¡Así! Pega bien la espalda y el culo a la barra”. Se me arrimó tanto para ajustar el tope sobre mi cabeza que noté su respiración. ‘Como siga así, este tío me va a acabar poniendo cachondo’, pensé. “Solo un poco menos alto que yo… No está mal”, comentó.

Pero la cosa se puso más fuerte cuando anunció: “Ahora habrá que ver esas adiposidades… Cruza las manos por encima de la cabeza ¡Así!”. Y ya, teniéndome bien expuesto, inició un manoseo pretendidamente exploratorio, mientras parecía ir anotando mentalmente. “Los brazos los tienes recios y proporcionados”… “Los pechos algo crecidos y con bastante vello”. Esto lo decía agarrándome con fuerza las tetas. “A ver esa barriga, que es lo que más te delata”. La sopesaba y estrujaba. “La tienes firme. No es que seas un tipo fofo”. Se detuvo un momento y a continuación argumento: “Te estarás diciendo que poco ejemplo doy si soy casi tan gordo como tú. Pero lo mío es de constitución…”. Se levantó entonces la chaquetilla hasta el pecho y me dijo: “¡Toca, toca! Verás que la tengo de piedra”. De modo que pasé una mano, reconozco que bastante a gusto, por la superficie peluda. Y sí que estaba firme, pero al fin y al cabo también era barrigón, aunque omití el comentario. Lo que pensé ahora era qué pasaría como siguiera bajando en su inspección. Pero  pasó a otra cosa. “Veamos por detrás”. Sus manos repasaron rápidamente mi espalda hasta posarse con más interés en mi culo, que sobaba con descaro mientras comentaba: “Glúteos carnosos pero prietos”. Hasta que llegó a los muslos, que también alabó. El caso era que, como que me toquen el culo tiene en mí mucho efecto, cuando volví a estar frente a él, mi polla se estaba poniendo algo más que contenta. El doctor no se arredró, sin embargo. “La irrigación del pene es correcta por lo que veo. Eso es buena señal, porque si hay exceso de azúcar en el organismo puede fallar”. Entonces, con toda frescura, me la levantó con dos dedos para palparme los huevos “Testículos bien…”. Y al notar lo descapullado de mi polla: “La fimosis te la operaron muy bien”.

Aquí ya se me hincharon las pelotas, que él doctor acababa de tocar y no pude aguantar más. “Podíamos comparar, igual que hemos hecho con las barrigas”. Se rio irguiéndose. “¡Vaya, me has descubierto!”. “Como tonto…, desde el primer momento”, repliqué. “Callado te lo tenías”. “Con el morbo que me estaba dando…”. El pantalón blanco del doctor marcaba ya un descarado bulto y le eché mano sin más. Duro y grande, aquello prometía. Mientras le deshacía el nudo que le ceñía la cintura, él se desabrochaba la chaquetilla. Apareció el armario humano en todo su esplendor. ¡Jo, qué pedazo de tío! Todo en él era abundante y bien repartido. Tetas pronunciadas y firmes, con pezones picudos. Barriga curvada y dura –Eso ya me lo había hecho comprobar–. Lo poblaba en gran parte un vello denso, como el de los brazos, con alguna salpicadura de canas. Y los bajos, para qué decir… Pubis peludo que acababa en unos gordos huevos y una verga grande y tiesa, entre los poderosos muslos. Me quedé sobrecogido de deseo y él aprovechó para ponerse en cuclillas y amorrárseme a la polla. Chupaba como un poseso y yo le agarraba la cabeza y le arañaba los hombros velludos. De pronto me hizo dar la vuelta, como si yo no pesara, y la tomó con mi culo. Me lo sobaba y palmeaba, hasta que abrió la raja y hundió todo su perfil. Me volvían loco los lametones que me daba. Solo paró para declarar: “¡Qué follada te voy a pegar!”. Mi voluntad ante este tipo de propuestas es muy dúctil, pero antes de entregarme quise desquitarme del magreo al que me había estado sometiendo desvergonzadamente. Estiré de él y casi caemos rodando los dos del ímpetu con que lo agarré. Ahora fui yo quien lo arrinconó y me abalancé con manos y boca sobre sus tetas prietas. El vello me cosquilleaba la cara y mordisqueé los picudos pezones. El doctor se quejaba, pero me dejaba hacer. Metía una mano entre sus muslos y sobé los huevos peludos. Cuando atrapé la polla la encontré dura y caliente. Me deslicé y la chupé llenándome la boca. Pataleó para liberarse. “¡Ahora sí que no te libras de que te folle, gordinflón!”. Me arrastró con toda su fuerza hasta hacerme caer de bruces sobre una camilla. Tomó por su cuenta mi culo, amasándolo y dándole palmadas. “¡Cómo me ponen los culos gordos!”. Se agachó y su boca se cebó con la raja. La abría, escupía y lamía, poniéndome la piel de gallina. No pude resistir y casi grité: “¡Fóllame ya!”. No acababa de decirlo y ya me había dado una arremetida que me dejó sobrecogido. Mira que estoy hecho a que me metan buenas pollas, pero aquella era acero al rojo vivo. ¡Pero cómo zumbaba el tío! Me estaba haciendo tocar el cielo. “¡Te gusta, eh, golfo!”, me leyó el pensamiento. “¡Sí, sí, no pares, no pares!”, suplicaba yo alucinado. La camilla se movía peligrosamente y llegué a temer que la hundiéramos. “¡Qué corrida más buena me está viniendo!”. “¿Ya? ¡No se te ocurra salirte!”. “¡Ni en coña! ¡Toma ya!”. Con un bramido, crispó los dedos clavados en mis ancas y en varias sacudidas debió meterme dentro una buena lechada. Tuvo que ayudarme para que me levantara, porque me había quedado sin fuerza en las piernas. Pero el tío resultaba ser insaciable porque, sin tomarse siquiera un respiro, aprovechó mi inestabilidad para hacerme caer bocarriba sobre la camilla. En una hábil finta pasó mis piernas por encima de sus hombros y dirigió su boca a mi polla, que se me había aflojado con la enculada. “¡Ahora quiero tu leche yo!”. Dicho esto, inició una mamada que pronto me devolvió todo mi vigor. ¡Qué manera de lamer y de chupar! Me estaba volviendo loco y, casi inmovilizado, me estrujaba las tetas para desfogar mi excitación. Cuando me vino la descarga, sorbió con una vehemencia que no dejó ni gota. Al fin se desembarazó de mí  y las piernas me cayeron a plomo. Rio con una satisfacción obscena. “Algún kilito te habré hecho perder”. “¿Ésta va a ser tu dieta?”, pregunté con la voz aún temblona. Pero pronto recuperó su seriedad doctoral, como si no hubiera pasado nada de particular. “Vamos a vestirnos y te informo”. Lo hicimos cada uno a lo suyo y volvimos a estar sentados frente a frente en la mesa de despacho. A pesar del cambio de tono, no pude dejar de preguntarle: “¿Así te cepillas a todo el que viene a tu consulta?”. Su cínica respuesta fue: “Bueno, si el paciente me cae bien y noto cierto feeleing… Tengo ojo clínico para eso”. O sea, que yo le he debido caer de puta madre…

Después de relato tan pormenorizado, en el que mi amigo se recreó bien a gusto, eché en falta sin embargo algo importante. “Con el lote tan impresionante que os disteis ¿qué pasó con la dieta?”. “¡Ah, sí! Me dijo que, con los datos que había reunido, elaboraría un plan que me entregará la semana que viene”. “¿Y qué piensas hacer?”, pregunté. “Pues volver la semana que viene, por supuesto”.


martes, 23 de septiembre de 2014

Reconversión tardía

Me fijé en él mientras paseaba una tarde por un mercadillo. Era un hombre grueso pero compacto, próximo a los sesenta años. Vestía una camisa a cuadros pequeños por dentro del pantalón, pero con las mangas largas sin abotonar, lo que daba una imagen de despreocupación. El par de botones sueltos del escote dejaba ver un pelambre semicanoso. Iba con quien sin duda era su mujer, algo menor que él, regordeta y con aspecto de ama de casa. Ella era la que más paradas hacía para curiosear y él la seguía con aire resignado, aunque de vez en cuando también se interesaba por alguno de los objetos desperdigados casi en el suelo. Al inclinarse, el pantalón se le tensaba sobre un culo generoso, que intuí peludo. Mi mirada se cruzaba con la suya, sin verme él, y su rostro viril me recordó un busto de senador romano. Al fin la pareja se alejó portando algunas bolsas, tal vez en busca de su coche o de un transporte público. Entonces empecé a imaginarme la vida que podría llevar aquel hombre.

Llegan a su casa y dejan las bolsas. Viven solos. No han tenido hijos o ya se han independizado Ella va a cambiarse y a preparar la cena. Él se quita los zapatos y se calza sus viejas zapatillas. Se saca la camisa por fuera del pantalón y suelta algún botón más. Enciende el televisor y se sienta en su sillón. Zapea sin interesarse por nada. La mujer le avisa: “¿No querías ducharte? Pronto estará la cena”. Se levanta y deja la televisión emitiendo un telefilm. Camino del cuarto de baño se quita la camisa y, al entrar, la echa en la cesta de la ropa. Se quita los pantalones y los deja en una silla. Lleva unos calzoncillos blancos clásicos; los eslips no le gustan porque le aprietan demasiado. Se ve en el espejo que refleja la barriga y las tetas peludas. Tal vez tengan razón los que le aconsejan que debiera perder unos kilos. Los calzoncillos van también a la cesta. Se mete en la bañera y abre el grifo y el conmutador de la ducha. Orina mientras el agua se calienta. Se vierte gel en las manos y empieza a enjabonarse el cuerpo. Cuando llega a la polla, nota que se le empieza a endurecer. Esta noche le gustaría follarse a su mujer y espera que no le diga, como otras veces, que se deje de tonterías a sus edades. Al enjabonar el culo se mete un dedo bien hondo; la frotación resbaladiza le gusta. Aclarado y secado, se pone ya un pijama. Aunque aún no es verano, él es fogoso y ha empezado a usar uno corto, cuyo pantalón desbordan los muslos gruesos y velludos. La mujer, en bata de casa, está sirviendo la cena. Hablan de cosas corrientes, con intervalos de silencio. Él ya no trabaja; está prejubilado, aunque a veces hace algún trabajillo de chapuza. Se sientan a ver la televisión, cada uno en su sillón. Hace tiempo que no comparten el sofá; se hunde demasiado y no han pensado en renovarlo. No están mucho rato; lo que le gusta a ella no le gusta a él, y viceversa. La mujer decide irse a la cama. Él normalmente se quedaría más tiempo, pero la pulsión sentida en la ducha se le reaviva. Mejor acostarse antes de que la mujer se duerma. Entra en la cama con el pijama puesto. A él le gustaría dormir desnudo, pero ella no le deja. Se arrima haciendo notar su erección. “¿Así estás tú hoy?”, dice ella. Es un momento decisivo en que la pelota puede caer de uno u otro lado. “Hace mucho tiempo…”, susurra él. Esta vez ella cede. Se coloca bocarriba y se baja las bragas. Él, antes de ponerse encima, le sube el camisón y termina de sacárselas. Ni siquiera se quita el pantalón, porque la polla ya le sale por la abertura. Se sitúa entre sus piernas y, apoyándose en los brazos para no pesarle demasiado, se introduce en el coño. No hay mucha humedad pero el calor lo anima. Bombea sin exagerar el movimiento; lo suficiente para que la excitación vaya creciendo. Al fin se corre con un gran suspiro. Se echa de lado en la cama con la respiración acelerada. Ella se recoloca la ropa y a él le va encogiendo la polla. Esa noche duerme más relajado.

En mi imaginación, el hombre, al que le sobra el tiempo, se da largos paseos por la ciudad, como único ejercicio. Una tarde pasa frente a un local que anuncia “Sauna masculina”. Él no sabe de qué irá aquello; ni siquiera tiene una idea muy clara de cómo funciona una sauna. No obstante se decide a entrar. En la recepción hay un chico joven, a quien le pregunta ingenuamente qué es lo que hay que hacer. El chico, sonriente, le explica que le dará un paño para la cintura, una toalla y unas zapatillas, además de la llave para el armario donde dejar sus cosas. Le sugiere asimismo que, una vez cambiado, vaya conociendo los distintos ambientes del local. El hombre casi se arrepiente de haberse metido allí pero, ya que ha pagado, lo mejor es probar. En el vestuario, a un par de armarios del suyo, hay otro hombre, algo más joven que él y bastante llenito, que ya está a medio desnudar. Piensa que al menos no será él el único gordo que circule por allí. Se fija en cómo el otro, con toda naturalidad, se queda en cueros y se sujeta el paño a la cintura. Pasa por su lado, le sonríe y desaparece. Él lo imita entonces, se asegura de dejar el armario bien cerrado y se adentra en lo desconocido.

Accede a una sala que parece la zona nuclear. Hay banquetas y butacas de plástico, con algunos hombres de diverso aspecto de pie o sentados, solos o hablando entre sí. Le corta recibir algunas miradas escrutadoras ¡Vaya pinta debía hacer! Al fondo divisa un amplio jacuzzi con un par de ocupantes. En una pared varias puertas están rotuladas respectivamente: “Vapor”, “Sauna”, “Cabinas y relax”; esta última con una cortina. En otra pared le llama la atención la serie de duchas, con alguna que otra mampara de separación, pero todas a la vista. En una de ellas ve al gordito que había tomado como referencia, con el paño colgado en un gancho y duchándose tranquilamente. Decide hacer lo mismo, aunque no se había duchado en público desde que hizo el servicio militar. Observa que el gordito, al terminar, recupera el paño y se mete en “Vapor”. Decide hacer lo mismo. La casi nula iluminación, junto a las volutas de vapor, lo desconcierta. Percibe cierto movimiento de cuerpos y, no atreviéndose a avanzar a tientas, se queda con la espalda pegada a la pared. Nota el roce de un brazo y que una mano le levanta el paño. Se queda petrificado, sin saber cómo reaccionar. La mano avanza y le acaricia la polla. Si el gesto lo sorprende, aún más lo hace que su miembro se le esté endureciendo. El que lo está tocando se agacha entonces y sustituye la mano por la boca. El hombre se estremece por la sensación que aquello le produce, pero las succiones que recibe lo envuelven en una oleada de excitación. Ya no puede sino dejarse llevar por la corriente eléctrica que lo sacude. Se corre con una intensidad que no recordaba y, cuando el que al parecer se ha tragado toda su leche se esfuma, se queda inmerso en una gran confusión. Sale rápido de la sala y se dirige a una ducha en la que gradúa el agua hasta que sale fría; agradece el contraste con el calor que todavía siente. No aguanta más tiempo en aquel sitio y se va al vestuario. Se seca compulsivamente, sin prestar atención a los que están vistiéndose o desvistiéndose. Se pone la ropa medio mojado y se apresura hacia la salida. Entrega la llave al chico de la recepción, quien le pregunta: “¿Te vas tan pronto?”. “Tengo prisa”, farfulla. En la calle respira hondo, con la cabeza dándole vueltas.

¿Cómo podía haber dejado que se la mamara un tío? Porque él no lo veía, pero aquél era un tío. Sin embargo, se engañaría a sí mismo si no reconociera que había disfrutado de un modo increíble. Y de una forma tan sencilla; solo entrar allí y listo… Pero él no es de esos; aquellos hombres no le decían nada. Aunque lo que pueden llegar a hacer…

Todas estas cavilaciones hacen que otro día vuelva a encaminar su paseo por la calle en la que se encuentra la sauna. Ya ha franqueado el umbral. El chico de la recepción parece reconocerlo, pero se limita a entregarle el material. Va con prisas para desnudarse y ducharse, sin fijarse en si hay muchos o pocos hombres, ni si lo miran o no. No se atreve, sin embargo, a meterse en el vapor. Opta por la sauna, que está algo más iluminada. Hay varios hombres, algunos con el paño quitado. Él se sienta en un banco, pero el calor le resulta insoportable. Sale y se vuelve a duchar. Se le ocurre investigar la zona de cabinas y relax. Las primeras se hallan a lo largo de un pasillo de luz tamizada. Algunas cerradas, otras abiertas y vacías, aunque en un par de éstas se vislumbran hombres reposando o esperando. El pasillo desemboca en un espacio más amplio, pero fragmentado por tabiques que forman recovecos. No hay más luz que la que llega del pasillo y la vista tiene que adaptarse para percibir las formas. Aquí hay más trasiego y el hombre curiosea, llegando a observar escenas de sexo entre dos o más, que le producen desazón. Una cortinilla de tiras da paso a una habitación rectangular y no muy ancha, recorrida por un banco a dos niveles cubiertos por colchonetas. En el superior hay sentado un tipo tan grueso como él que, con las piernas abiertas, exhibe la polla en erección. Tras él ha entrado otro que, al ver al sentado, se le acerca y se pone a sobar la polla. No tarda en metérsela en la boca y la chupa entre gemidos del gordo. Ninguno de los dos parece tener prisa, sino alargar el deleite mutuo. No hay la precipitación de la mamada que le hicieron a él en el vapor, compara el hombre. Permanece allí al lado, sin que a los otros les perturbe su mirada, y empieza a notar un alboroto en la entrepierna. Apenas se da cuenta de que en el recinto han entrado dos más. Uno es robusto y no muy joven, otro bajito y rechoncho. Se abrazan y soban sin importarles no estar solos. El alto va empujando hacia la bancada al bajo, que se arrodilla en el tramo inferior y vuelca el busto sobre el superior. Queda así ofreciendo el gordo culo. El alto se le arrima y el hombre puede apreciar su perfil con la verga tiesa, que va metiendo en el culo del gordo. Éste se estremece, pero parece acomodarse a la situación. El alto bombea y el follado gime. El hombre recuerda el gusto que le da su dedo cuando se ducha, pero trata de sacar de su mente tan obscena asociación de ideas.

Sale nervioso del cuarto y deambula sin rumbo. Ve una cabina vacía y decide entrar. Deja la puerta entornada, pues cerrarla le parece claustrofóbico. Se quita el paño y lo extiende sobre la cama. Ponerse bocarriba le resultará incómodo al no tener dónde reposar la cabeza. Así que lo hace bocabajo con la barbilla sobre las manos superpuestas. ¿Qué hace allí y para qué? Prefiere no responderse. Al poco tiempo la puerta se entreabre más. No quiere mirar y el cuerpo se le tensa. Una mano le recorre la espalda y se detiene sobre el culo. Oye cerrarse la puerta y el sonido del pasador. No quiere saber cómo será el individuo, quien ha entendido su quietud como aceptación. Ahora son dos manos las que lo masajean y le separan los glúteos. Nota que se está subiendo a la cama y se coloca entre sus piernas que separa. El intruso respeta su silencio y no actúa con brusquedad. De repente algo húmedo y un poco rasposo le recorre la raja abierta. No puede ser sino una lengua y al hombre se le pone la piel de gallina. Un dedo hurga en el ojete; ya no es el suyo propio, sino uno ajeno. Involuntariamente hace una contracción y lo expulsa. Pero el otro insiste y ya se deja hacer. Sabe lo que va a venir a continuación;…lo acaba de ver en aquel cuarto. Pero no lo va a impedir porque desea experimentarlo. Siente que es una polla endurecida lo que está tanteando por su raja. Empuja y comienza a entrarle. Le duele pero se dice que él mismo se lo ha buscado; lo va a soportar, pese a que la dilatación interior le resulta desgarradora. El otro se mueve agarrándose a sus anchas caderas y la frotación le produce un efecto extraño e intenso. Reconoce que le gusta y lo excita; desea que no se detenga. Se le escapan resoplidos que se mezclan con los jadeos del otro. Estos últimos suben de tono y el bombeo va ralentizándose, hasta que cesa del todo y el otro se vuelca sobre él dejándolo vacío. Como sigue sin moverse ni girar la cara, el otro le da una suave palmada, le dice “Hasta otra” y sale de la cabina. El hombre se va enderezando con la cabeza dándole vueltas y escozor en el culo. Asume la realidad de que, a sus años, se ha dejado dar por el culo… y que le ha gustado. Eso no significa que le vayan lo hombres, pero lo que le hacen lo rejuvenece y le insufla un deseo insospechado.

Ahora ya no lamenta que su mujer sea tan remisa a tener sexo con él. Se deja caer por la sauna cada quince días; a veces con más frecuencia. Se siente a gusto en ella y se da cuenta de que, con su volumen, despierta no poca atracción. Descubre además que ser mirado, hasta con descaro, no le desagrada. No hay apenas jóvenes y eso lo hace sentirse más cómodo. No se decanta por un tipo u otro de hombre, pues lo que le interesa sobre todo es el sexo que pueda tener con ellos. También va dejando de lado su actitud meramente pasiva, entrando en el juego de la provocación mutua. Así, en el vapor, con el morbo añadido de la oscuridad brumosa, o en la habitación de la cortinilla, se sienta en alto con postura incitadora en espera de que manos y bocas lo trabajen. Si lo comparten más de uno a la vez, su excitación es enorme. En el trasiego de los recovecos, no rehúye los roces y metidas de mano. Descubre el placer de que le toquen las tetas y le endurezcan los pezones. Él mismo alarga las manos en busca de pollas que lo puedan encular. Ni siquiera se echa atrás si se tercia chupar alguna como paso previo. También se amolda a la mayor o menor urgencia del follador, bien aceptando un fugaz repaso en cualquier rincón, bien una más elaborada y consumada penetración en una cabina. El sexo rápido lo domina en las dos o tres horas que duran sus visitas a la sauna y sale liberado de cualquier prejuicio.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Profesor cum laude

Julio era un profesor universitario que, después de un laborioso doctorado y ya cumplidos los treinta años largos, había conseguido una plaza adecuada a sus estudios en una universidad pequeña. Era gordito, algo velludo y muy tímido, con unas ideas con respecto al sexo que no había llegado a clarificar. En su época de estudiante había salido con algunas chicas, más por imitación de sus compañeros que por una atracción especial, y con las que no había pasado de caricias y besos nada apasionados. Tampoco es que tuviera definida una inclinación clara hacia otros hombres, desde luego no los de más o menos su edad. Lo que lo sumía en la confusión eran las fantasías que le suscitaban ciertos varones bastante maduros y de aspecto robusto, sobre todo si encarnaban algún tipo de autoridad.

En cierta forma había quedado marcado por la vivencia con un tío abuelo, militar retirado, quien, siendo él apenas adolescente, los visitaba durante unos días en las vacaciones de verano. No se trababa de ningún abuso por su parte, pero lo solía reclamar para que hicieran la siesta juntos. Como el tío se quedaba solo con los calzoncillos, estar al lado del cuerpo grande y peludo, que le trasmitía su calor, lo turbaba enormemente. Incluso en alguna ocasión, se le marcaba una erección que le tensaba el calzoncillo y el tío no se privaba de hacérselo notar. “¿Ves los macho que sigo siendo a pesar de mi edad?”. A Julio le subían todos los colores.

El caso era que su pobre vida sexual y afectiva, solo entreverada por alguna que otra masturbación sin inspiración concreta, Julio la compensaba a base de trabajo y docencia. Por eso la obtención de la plaza le permitía cierto sosiego, aparte de una mejora económica, aunque había tenido que desplazarse a una ciudad desconocida para él. Su timidez y deficiente sociabilidad le disuadió de aceptar la posibilidad de alojarse en una residencia para jóvenes profesores y decantarse por una pequeña buhardilla en el casco antiguo.

Desde luego, la recepción en el departamento universitario al que se había incorporado no pudo ser más cordial. Sus no muchos colegas, casi todos del género femenino, lo acogieron con simpatía y deseos de facilitarle su adaptación. Pero quien le impactó sobremanera fue el director del departamento. De unos sesenta años, no muy alto pero de aspecto recio, denotaba un carácter extrovertido y enérgico. Por lo que pudo captar Julio, su trato con el personal era amable e incluso socarrón a veces, pero dejando siempre bien claro cómo quería que las cosas funcionaran. Sin embargo a él, desde el primer momento, le dispensó un trato la mar de acogedor. Nada más presentarse Julio en el departamento, lo hizo pasar a su despacho y, en lugar de ocupar su butaca, se sentaron los dos frente a frente en las de visitas, menos solemnes que aquélla. Previamente, haciendo gala de su fogosidad, el director se había desprendido de la chaqueta y se remangaba la camisa hasta medio brazo. A despecho de la seriedad de la conversación sobre temas académicos, Julio no dejaba de sentir revoloteos en las tripas ante aquel hombre de brazos velludos y cuya camisa demasiado justa para el volumen de su barriga, por un par de resquicios entre la botonadura, dejaba asomar epidermis pilosa, que enlazaba con su barba canosa. No pudo evitar el pensar que se hallaba ante la encarnación de sus fantasmas.

Lo que no podía prever Julio era que el comportamiento del director con respecto a él iba a mantener en carne viva un sentimiento que estaba dispuesto a mantener en lo más oculto de su conciencia. Tal vez por ser casi el único varón del equipo –ya que el otro era un taciturno y flaco profesor próximo a la jubilación–, se tomaba con Julio unas confianzas, atribuibles a su modo de ser expansivo, que sobre las féminas habrían sido consideradas algo más que inadecuadas. Así, cuando lo llamaba a su despacho para comentar algún tema, lo hacía pasar a su lado de la mesa y, muy juntos, miraban los papeles o el ordenador. Sus brazos se rozaban y se acercaban tanto las cabezas que Julio podía captar su aliento. Frecuentemente, cuando el director se acercaba a la mesa que ocupaba Julio, no dejaba que se levantara y se ponía a hablarle colocándole una mano en el hombro y arrimándole la barriga. A Julio estos contactos le producían taquicardias.

El director era un investigador incansable y solía ser el último en dejar el departamento. Cuando supo que Julio vivía en el centro, no muy lejos de su propia casa, se ofrecía para llevarlo en su coche y así ahorrarle el largo trayecto en autobús. De este modo se quedaban los dos solos, al esperar Julio que el director acabara sus tareas. Esta situación creaba un clima de intimidad que enervaba a Julio. Porque el director entonces se mostraba además de lo más desinhibido. Al dar la jornada por acabada, mientras Julio ya estaba listo para la marcha, el director, al que en su trasiego se le había ido saliendo de la cintura parte de la camisa, no tenía el menor recato en soltarse el cinturón y abrir la cremallera del pantalón, que le bajaba hasta mostrar el eslip. Tranquilamente se recolocaba éste, estiraba los faldones de la camisa y los remetía en el pantalón. “¡Listos!”, iniciaba el camino poniéndose la chaqueta.

Durante los desplazamientos en el coche, el director empezó a interesarse por los asuntos personales de Julio. Éste tuvo que reconocer que, hasta su incorporación a aquella universidad, siempre había vivido con su familia y que le costaba adaptarse a apañarse solo. Por lo demás, apenas conocía a nadie en la ciudad y llevaba una vida bastante solitaria. Estas circunstancias hicieron que el director llegara a comentar medio jocoso: “¡A ver si voy a tener que ser yo el que te distraiga!”. Porque el director, casado y padre de familia, no mostraba sin embargo demasiadas prisas para estar en su casa y a veces alargaba la charla con el coche parado delante de la de Julio. Éste se sorprendió cuando en una ocasión el director le dijo: “Me gustaría que alguna vez me invitaras a subir a tu casa”. Desde luego Julio no lo iba a hacer en aquel momento, horrorizado por el aspecto poco cuidado de su buhardilla, así que trató de salir del paso. “Si me daría vergüenza, con lo poca cosa que es…”. “¡Ay, cómo eres! Como si eso me importara”. Pero Julio sabía que, después de la amabilidad del director al traerlo en su coche, no podía dar largas a su petición. De modo que un día en que se había afanado en limpiar y ordenar su modesta morada, hizo el esfuerzo de decidirse. “¿Le va bien a usted subir hoy?”. “¡Hombre, ya era hora!”, respondió el director encantado. Y para asombro de Julio sacó una botella de vino de la guantera. “Mira lo que tenía reservado para la ocasión”. Aún añadió: “Pero pongo una condición: que dejes de hablarme de usted”. “Si todos lo hacemos…”, objetó Julio. “Al menos cuando estamos solos quiero que te lo ahorres”. “Lo intentaré…”, masculló Julio.

En este clima de confianza entraron en el edificio de la buhardilla. El primer bochorno para Julio fueron el mal estado y la escasa iluminación de la escalera. Él ya conocía bien los tramos y escalones, y el director se lo tomó con humor. “Ve tú primero y lleva la botella, que irá más segura. Yo te sigo”. Pero la seguridad de la botella entró en cuestión cuando a Julio le empezaron a temblar las piernas al sentir las manos del director agarrarse a su cintura. Al fin llegaron a destino y los nervios de Julio le jugaron una mala pasada. Al abrir la puerta no muy ancha, y queriendo ceder el paso al director, sin haber sacado todavía la llave de la cerradura, los dos voluminosos cuerpos quedaron atascados juntos por unos instantes. El director salvó la situación riendo mientras daba un impulso para liberarse. Desde luego la buhardilla era minúscula. En un solo espacio, con un pequeño baño aparte, se resolvía todo. El director no obstante le vio el lado positivo. “Resulta muy romántica”. Enseguida dispuso. “Saca unos vasos, que yo, con tu permiso, voy a ponerme cómodo”. Se quitó chaqueta y corbata, que dejó sobre la silla junto al escritorio. Único asiento aparte de la cama camuflada de diván por algunos cojines. La camisa no solo fue objeto del consabido arremangado, sino que además el director sacó los faldones por fuera del pantalón y desabrochó unos cuantos botones. “¡Qué coñazo tener que ir todo el día vestido en plan formal!”, justificó. “Y los zapatos tampoco los aguanto”, añadió descalzándose. Con todo ello a Julio le costó dar con los vasos y aún se lio más cuando el director pidió: “Algo tendrás para picar ¿no?”. A duras penas atinó a encontrar un bote de aceitunas y dos bolsas de patatas y cacahuetes. Entretanto el director, sentado en la cama, abría la botella y servía los vasos sobre una mesita auxiliar, en la que Julio puso también el exiguo pica-pica. Pero ante su gesto de sentarse al lado, el director lo detuvo. “¿Te piensas quedar así?”. Porque no le se había ocurrido quitarse ni siquiera la chaqueta. “Es que estoy un poco atolondrado…”, confesó Julio cándidamente. El director aún lo incitaba. “¡Anda, ponte al menos como yo! Si estás en tu casa… Además te diría que te pareces mucho a mí cuando era joven. Ya estaba llenito como tú”. Y le dio unas palmadas ligeras en la barriga. Julio, ofuscado, lo había imitado en todo, hasta en sacarse la camisa por fuera del pantalón y quitarse los zapatos. “¿Ves qué bien? Siéntate que vamos a brindar”. Julio lo hizo y tomó el vaso que le ofrecía. “¡Por nuestra amistad!”, proclamó el director. Como estaban sentados uno al lado del otro, para hablar con más comodidad el director levantó una pierna flexionada por la rodilla y la subió sobre la cama, quedando de cara a Julio. Al confluir los dos cuerpos, la antepierna del director tocaba el muslo de Julio, para mayor sofoco de éste. Y el director quiso insistir en el parecido físico. “Como te decía, eres clavado a mí de joven. Fíjate que tenemos la misma curva de la barriga… Claro que la mía ahora está más hinchada y desparramada”. Entonces se subió la camisa mostrando la velluda esfera, para pasmo de Julio. “Seguro que tú también eres peludo ¿Me dejas?”. Alargó decidido una mano y llevó hacia arriba la camisa de Julio. “¿Ves? La tienes bastante poblada”. Cuando además se permitió repasarla con la mano, Julio no pudo reprimir un sonoro “¡Uy!”. El director se retrajo. “Quizás me estoy tomando demasiadas confianzas…”. “No, si yo… ¡Haga, haga!”, farfulló Julio. Y ante la expresión de reconvención del director, rectificó. “¡Haz, haz!”. Pero el director ya se contuvo. “Si es que me estoy acabando yo la botella. Que tú casi no bebes”, comentó como justificándose. “Pero me ha gustado estar aquí… Aunque ahora voy a tener que irme ¿Puedo usar el lavabo?”. “¡Claro, claro! Es ahí”. El director abrió la puerta, pero no la cerró. Desde donde había quedado, Julio podía verlo de espaldas ante el váter. Para colmo, el director había dejado caer pantalones y calzoncillos, y como se sujetaba con una mano la camisa enrollada a la cintura, mostraba unos muslos y un culo bien rollizos y peludos. A Julio casi se le paró la respiración. El director salió brevemente de su vista para lavarse las manos y, cuando reapareció, aunque de frente, ya se había subido los calzoncillos. Con toda naturalidad se ajustó la camisa y los pantalones. Dijo con socarronería: “Espero que en próximas ocasiones no te impresione tanto tenerme aquí”. Julio se armó de valor y replicó: “Siempre será, serás, bien recibido”. La pícara sonrisa del director, quien se echó al brazo la chaqueta y abrió la puerta, desarmó aún más a Julio, si es que ya era posible. “¡Cuidado con la escalera!”, avisó. “No he bebido tanto…”, fue lo último que oyó.

La visita del director dejó a Julio no solo excitadísimo, sino sobre todo desconcertado. Era consciente de que había sido blanco de una constante provocación ¿pero con qué objeto? ¿Se estaría burlando el director de su irremisible timidez o tendría otra clase de intenciones? En su inexperiencia, esto último le resultaba casi inconcebible en un hombre como aquél, con su edad y sus circunstancias personales. Aunque lo de querer subir a su buhardilla no tenía visos de quedarse en algo anecdótico y aislado, a juzgar por la despedida del director. Sin poder encontrar salida a su confusión, lo único que tuvo claro esa noche es que necesitaba una liberadora masturbación, con una fantasía ahora sí perfectamente personalizada.

El director no alteró la costumbre de llevar a Julio a su casa y, en los días que siguieron a su visita, no mostró intenciones de repetirla, lo que para Julio, todo y desearla pese a sus temores, supuso un respiro. Sin embargo la tregua fue efímera. Cuando menos se lo esperaba, una vez detenido el coche, el director le soltó: “¿Sería abusar de tu hospitalidad si te pido que me dejes pasar esta noche en tu casa?”. Julio no se lo podía creer. “¿Pero qué dices?”. “He tenido unos problemillas familiares y dije que hoy no me esperaran”. “Si ya viste que apenas hay sitio para mí…”. Pero Julio no tenía escapatoria. “En el maletero tengo una colchoneta y una manta que servirán”. Julio ya se rindió. “En este caso te cederé mi cama muy a gusto”. “Bueno, eso ya lo veremos cuando estemos arriba”. Además el director lo tenía todo previsto. “Como sabía que no me ibas a dejar en la calle, tampoco quiero aparecer como un gorrón. He traído una bandeja de canapés y vino para la cena”. Así que, cargados con todo ello subieron haciendo equilibrios la angosta escalera. Julio creía alucinar.

Por supuesto el director tomó las riendas de la intendencia, no sin antes lanzar su andanada provocadora, que Julio temía y deseaba a partes iguales. “Lo primero ponerse cómodos…”. En esta ocasión fue más allá, porque llegó a sacarse los pantalones y se quedó en calzoncillos y con la camisa desabrochada. “Como luego no tengo ya que salir…”, justificó descaradamente. “¿Tú no lo vas a hacer?”. Julio, al que se le salían los ojos ante las formas rollizas y velludas que dejaba ver el director, sabía que no le cabía sino imitarlo, pues las puyas que sin duda le lanzaría si se mostraba timorato lo avergonzarían aún más de lo que ya lo estaba ahora. De manera que a quedarse también en calzoncillos y con la camisa desabrochada. No se abstuvo el director de clavarle la mirada. “Si es lo que te dije el otro día… Verte a ti y me reconozco cuando tenía tu edad”. Desde luego, salvando las distancias de la diferencia de edades, la constitución de ambos era bastante coincidente y hasta la distribución de vello corporal, más denso y canoso en el director, se asemejaba. “Lo que pasa es que también compruebo cómo cambia uno, se le pone todo más fofo”. Se abrió aún más la camisa y, con ambas manos, se sacudió las tetas que reposaban sobre la prominente barriga. “Te conservas muy bien”, terció Julio ante la poco indulgente reflexión. “¿Eso te parece?”, replicó el director con una sonrisa que expresaba a las claras que era lo que quería oírle decir.

Hubo una tregua mientras disponían sobre la mesita la bandeja de canapés y la bebida. El director se sentó en la cama y Julio optó por hacerlo en la silla que colocó enfrente. El primero daba cuenta del refrigerio con ganas, pero a Julio apenas si le pasaba nada por la garganta ante la visión del paquete que moldeaba el eslip, comprimido entre los muslos y la barriga. Su desazón aumentaba al ser consciente de que las miradas del director tampoco dejaban de tenerlo a él como objetivo. Lo sacó de su ensimismamiento aquél. “¡Qué bien nos estamos apañando, eh! Y aunque tú bebes tan poco, hoy no me va a importar si acabo un poco piripi”. Ya había iniciado la segunda botella. Como si hubiera quedado saciado de un gran banquete, el director se tumbó hacia atrás sobre la cama. “¡Anda, recoge eso y ven a sentarte aquí a mi lado!”, dijo palmeando el espacio junto a él. Julio, nervioso, veía que el director estaba cada vez más lanzado. Hizo lo que le pedía y se sentó en el sitio indicado. La cálida mano del director se cambió entonces a posarse sobre su muslo desnudo, lo que le puso la piel de gallina. “¿Sabes que estoy muy a gusto contigo?”. Como el director hablaba sin que Julio le viera el rostro, aunque sí su corpachón despatarrado y solo velado por los calzoncillos algo desajustados, sacó fuerzas para decir: “Te debe estar haciendo efecto el vino…”. “¿Tú crees que es solo por eso?”. Y el director le presionó el muslo. No hubo respuesta y continuó. “Aunque no lo parezca, soy tan solitario como tú. Claro que conozco a mucha gente y tengo más vida social, pero eso llena poco”. “Tienes también a tu familia…”, replicó Julio intrigado por saber a dónde querría llegar el director. “¡No me hables! Ya ves lo que les importa que esta noche no esté allí”. “¿Tan mal te va?”. “Digamos que un fracaso. Ya solo se guardan las apariencias”. “¡Vaya, pues lo siento! No lo podía imaginar”. El director cambió de tema sin rodeos. “¿Y tú qué? ¿Te incomoda que me tome tantas confianzas?”. “En absoluto… Me encanta toda la que me das”. Porque Julio, una vez dominada su timidez, era de fino razonamiento. “Es lo que me parecía, pero había de preguntártelo”. Entonces tiró del brazo de Julio para que también se recostara y, como su camisa enredada le estorbaba los movimientos, acabó por quitársela del todo. “Tiéndete aquí conmigo”, decía. Julio, al dejarse caer, se oyó decir algo que ni siquiera había pensado. “Lo que quieras…”. “¿Estás seguro?”. Pero el director ya le estaba ayudando a quitarse también la camisa. Julio solo supo repetir: “Lo que quieras…”. Porque sentir aquellos brazos robustos y calientes rozando su cuerpo le dio vértigo. El director, no obstante, no lo atosigó y dejó pasar unos instantes de calma, tendidos los dos uno junto al otro. Pero no tardó en tomar una mano de Julio y llevarla delicadamente sobre la zona más abultada de sus calzoncillos. “¿Esto te dice algo?”. Entonces Julio, con una determinación que a él mismo le sorprendió, desvió la mano del director hacia su propia entrepierna. “¿Y a ti esto?”. El director no había perdido su sentido del humor, que le hizo soltar: “¡Va a resultar que hasta en eso nos parecemos!”.

La frase repetida por Julio, “Lo que quieras…”, no solo contenía un deseo de entrega, sino que también era expresiva, ahora que veía realizada su fantasía del hombre inalcanzable, de su ignorancia acerca de lo que se haría en aquellas circunstancias, más allá de estar tendidos en calzoncillos y empalmados. Pero el director sí que sabía cómo había de tratar a Julio. Fue moviendo su cuerpo hasta quedar de rodillas sentado sobre los talones y exhibiendo el provocador abultamiento. Llevó sus manos al eslip de Julio y se detuvo. “¿Puedo?”. Un ronroneo gatuno lo invitó a proceder. Fue bajándolo hasta que la polla de Julio, regordeta y húmeda, se irguió como impulsada por un resorte. Acabó de despojarlo del eslip y contempló la excitada desnudez. Julio, con los ojos cerrados, sintió las caricias en sus huevos y los frotes en la polla. Cuando fue la boca del director la que sustituyó la mano creyó desfallecer. Levantó un brazo y tanteó la culata del director, tirando del eslip para acceder a la velluda redondez. Peligró su capacidad de aguante a la mamada y, aunque lo deseara intensamente, sabía que no era todavía el momento de dejarse ir. Impulsó al director para que se alzara y ahora le bajó del todo el eslip. No lo había hecho nunca antes, pero no dudó en tomar con su boca la jugosa polla de aquél. Sintió vértigo al notar como se endurecía y destilaba un jugo que, al principio, lo confundió. Pero aquello no podía ser semen sino expresión de deseo. Lamió con fruición hasta que fue ahora el director quien puso freno a su entrega y planteó un tema más práctico. “Me parece que podíamos habernos ahorrado subir la colchoneta y la manta…”. Julio aún objetó al considerar el volumen de ambos cuerpos: “¿No es demasiado estrecha la cama para que durmamos los dos?”. “¿Tanto te molestará que estemos bien arrimados?”, replicó el director con sorna. Para Julio, la idea de dormir abrazado al director superaba cualquiera de sus fantasías. “Todo es cuestión de probar…”. Dicho esto, el director tomó posición y se colocó de costado a lo largo de la cama, dándole la espalda a Julio. Éste no tuvo más que acoplársele ciñéndolo con un brazo. El íntimo contacto con el cálido cuerpo velludo no pudo menos que dispararle a Julio una fuerte erección que se encajó entre los mullidos glúteos. “Si empujas un poco más, me encontrarás abierto para ti”, lo incitó la susurrante voz del director. La explícita oferta de penetración inflamó la calentura de Julio, quien irreflexivamente apretó con fuerza hasta vencer una no muy ardua resistencia, que sin embargo hizo exclamar al director: “¡Uy, no tan a lo bruto!”. La queja por su impetuosidad avergonzó a Julio, que quedó paralizado. Pero el director lo animó inmediatamente: “¡Ya estás adentro! ¡Ahora fóllame a gusto… para los dos!”. Julio empezó a activar su pelvis con golpes cada vez más certeros y con una creciente excitación propiciada por el choque de los ardorosos cuerpos. Su falta de experiencia quedaba compensada por el instinto desatado. “¡Así, así! ¡Hazme tuyo!”, lo arengaba el director, cuyas insospechadas expresiones de entrega hacían rodar la cabeza de Julio. Éste casi se disculpó: “¡No podré aguantar más…!”. “¡Descárgate y lléname!”, replicó el director con una provocadora agitación del culo. Lo cual ya dio la puntilla a Julio que, recorrido todo él por culebrillas eléctricas, se vació entre estertores. Por unos segundos quedaron ambos inmóviles y aún acoplados, hasta que el director se fue deshaciendo del abrazo y se le encaró con una arrebolada sonrisa. “Espero que hayas disfrutado tanto como yo…”. Los temblores que aún sacudían a Julio fueron la mejor respuesta.

Permanecieron abrazados trasmitiéndose el calor de los velludos torsos. Pero Julio no tardó en notar que la polla del director se iba endureciendo al rozar con la suya ahora en declive. Bajo una mano para asirla al tiempo que con la otra impulsaba el cuerpo del director para que quedara bocarriba. Su reciente desfogue no fue obstáculo para que lo inflamara un nuevo deseo de posesión. No fue ajena a ello la provocación que el  no menos excitado director la lanzó. “Si aún te quedan ganas de comer, no seré yo quien te lo impida…”. Y Julio se lo tomó casi literalmente porque, sin abandonar el sobeo de la polla, proyectó su boca sobre las opulentas tetas para chuparlas a placer. Su lengua resbaló luego por la oronda barriga hasta enredarse en el pelambre del pubis, mientras el director se dejaba hacer entre arrumacos lascivos. Antes de pasar la polla de su mano a su boca, Julio se lanzó a pedir enardecido: “¿Dejarás que me la beba toda?”. Procazmente el director afirmó: “Con la lechada que me has metido en el culo justo es que te dé la mía…, si es que sabes sacármela”. A Julio le picó esta puesta en duda de su habilidad, pero decidió tomársela como un reto. Así que primero libó con la lengua el jugo trasparente, que ya enriqueció su propia saliva. Deslizó los labios sobre el capullo que dejó liberado de cobertura y los fue apretando sobre el tronco hasta el fondo del paladar. El murmullo de placer que oyó le dio ánimos y su lengua no paró de moverse en torno a la polla engullida, ensalivándola abundantemente. Inició una succión rítmica, al tiempo que acariciaba los huevos y jugueteaba con los dedos por el pelambre. Cuando, entre resoplidos, las manos del director se posaron sobre su cabeza como queriendo controlarlo, Julio supo que iba por buen camino. “¡Wow, vaya mamada!”, confirmó aquél tensando todo el cuerpo. “¡Sigue así, sigue así!”. Y tanto que iba a seguir, dispuesto Julio a no cejar hasta llenar su boca del deseado semen. “¡Me viene!”, avisó el director con voz temblona. Julio no tuvo más que ir recibiendo el espeso líquido de fuerte sabor, que tragaba con deleite. El director ya no pudo resistir el cosquilleo de los últimos lametones y apartó risueño a Julio. “¡Canalla, vaya si has sabido sacármela!”, afirmó en rectificación de su anterior duda. “Así que lo he hecho bien ¿eh?”, aún quiso precisar Julio. “¡Cómo te diría! ¡Cum laude!.

Siguieron abrazados –lo que en todo caso era necesario para que ninguno de los dos se cayera de la cama–, pero ahora era el director quien se encajó a la espalda de Julio rodeándolo con sus brazos. Éste se hallaba en la gloria y acercaba la cara para sentir su cálida vellosidad, a la que propinaba tiernos besos. Pronto empezó a sentir en el cogote el airecillo de los resoplidos algo ruidosos que ya lanzaba el director. Julio no deseaba que lo venciera el sueño, temeroso de que lo que estaba viviendo no fuera más que una ensoñación. Pero la misma intensidad de sus emociones acabaron por hacerle perder también la consciencia.

Julio se despertó tremendamente excitado y con una extraña sensación en la entrepierna. Al abrir los ojos vio que el director, agachado entre sus piernas, le daba suaves chupadas  a su erecta polla. “Estabas tan empalmado que no he podido resistir la tentación”, le explicó. “Ha sido el mejor despertar de mi vida”, declaró Julio. “Pero no te hagas ilusiones… Solo te estoy preparando”, aclaró socarrón el director. Cuando éste apreció que la polla estaba a punto, bien dura y ensalivada, giró su pesada anatomía y, en cuclillas, se separó los glúteos con ambas manos para dejarse caer poco a poco. Julio sintió que la penetración superaba el ojete caliente y se le puso la piel de gallina. El director, a continuación, se puso a dar pequeños saltitos a un ritmo cada vez más acelerado. “¡Me gusta, me gusta!”, se jaleaba él mismo. Julio dejaba que le trasmitiera su placer, admirado de la agilidad con que el director practicaba su lúbrica gimnasia. Ver la robusta espalda y cómo su polla se perdía en la velluda raja extremaba su excitación. Las manos se le disparaban hacia las caderas del director, más para encontrar asidero que para prestar una ayuda innecesaria, porque aquél se bastaba a sí mismo en su cabalgada, apoyado con fuerza en sus rodillas. “¡Voy a hacer que te corras bien adentro!”, pronosticaba. Y Julio expresaba con suspiros la crecida de su éxtasis. Sin ningún control por su parte, fue entregándose a un dulce derrame, que el director captó y ralentizó su meneo. Al fin se echó hacia delante cayendo de bruces. "¡Uf estas posturas a mis años me matan!”. “Pero si parecías el enano saltarín…”, bromeó Julio eufórico en su satisfacción. “¡Gracias por lo de enano!”, devolvió el director divertido por la ocurrencia.

“Habrá que prepararse para ir a la Facultad ¿no te parece?”, dijo el director volviendo a la realidad. “Sí, lástima”, contestó Julio cariacontecido. “No te vayas a volver un gandul ahora ¡eh!”. Compartir la ducha era imposible dadas sus reducidas dimensiones. Pero Julio aprovechó para afeitarse mientras disfrutaba la intimidad del director en remojo. Éste comentó al observar a Julio: “¿Ves? Eso que me ahorro al llevar barba”. Julio tomó su turno de ducha y el director, secándose, dijo: “Ahora voy a tener que repetir camisa y ropa interior”. A lo que Julio replicó: “Te puedo dejar algo de lo mío,…si te entra”. “¿Me estás llamando gordo? …Tú lo que quieres es que te lo tenga que devolver”. “¿No pensabas verme más?”. “¿Tú que crees…?”.

¿Continuará…? 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Nota informativa


En breve retomaré la publicación de nuevos relatos que se me han ido ocurriendo y que he conseguido acabar. La novedad, que tal vez no guste a muchos, es que renuncio a adornarlos con imágenes, tarea casi más dificultosa y mareante que escribirlos. Si acaso caerá alguna que otra ilustrativa. De todos modos, en el listado de los blogs que sigo, podéis encontrar cantidades ingentes de fotos seductoras con los tipos a los que me refiero en mis historias. Espero que, a los que os interesa sobre todo la lectura, encontréis en ella materia suficiente para hacer volar vuestra imaginación.

Agradezco los cometarios y correos que me han seguido llegando entretanto, y pido disculpas por no haberlos atendido. Aunque a los que sienten curiosidad sobre mi persona, les digo que lo que importa son los relatos y no tanto quien los escribe. Prefiero quedarme en la nebulosa de si soy mayor o joven, gordo o delgado. Pero tened por seguro que no he hecho ni mucho menos todo lo que les pasa a mis personajes.

Hasta pronto, un abrazo.