lunes, 30 de marzo de 2015

El diácono


Diego, acabados sus estudios en el Seminario, había llegado a ser ordenado como diácono, paso previo a su consagración al sacerdocio. Era un joven regordete y risueño que aparentaba menos de los veintiséis años que tenía. De una sólida vocación, se mantenía fiel al voto de castidad que su estado comportaba. Con tesón se había mantenido alejado de las tentaciones derivadas del contacto con el sexo femenino. El apego que había sentido por algunos de sus superiores los vivía más bien como muestra de respeto y deseo de imitación, sin apreciar en ello ninguna connotación de otro orden.

Por su parte, el padre Emilio era párroco en la iglesia de una población mediana. Grueso y superados los cincuenta años, su carácter extrovertido y campechano le había hecho acreedor de mucho predicamento entre sus feligreses. Con el propósito de lograr alguna ayuda en sus tareas de culto y pastorales, acudió al obispo de la diócesis. Le fue asignado precisamente el recién ordenado diácono Diego, que cayó muy bien al padre Emilio nada más conocerlo.

Ambos congeniaron enseguida y, además de sus tareas en la iglesia, compartían la casa parroquial. Ésta era antigua y necesitada de reformas, pendientes del siempre aplazado presupuesto. Como era lógico, el padre Emilio siguió ocupando la habitación más confortable y Diego se instaló en otra más pequeña y algo incómoda. Lo cual no le importó dado su espíritu humilde.

Aparte de esas relaciones cordiales, a un nivel más personal, Diego fue experimentando hacia Emilio, quien pronto le pidió que lo tuteara, la veneración que siempre había sentido por sus superiores. En cuanto a Emilio, la lozanía e incluso candidez de Diego empezaron a remover en su interior ciertas pulsiones poco ortodoxas, que además se hacían cada vez más intensas.

En esta línea, Emilio empezó a desplegar un cierto espionaje de la intimidad de Diego. Más de una vez, cuando oía el sonido de la ducha, había irrumpido en el baño y tras la falsa excusa de “¡Perdona, no sabía que estuvieras aquí!”, aprovechaba para echarle una ojeada antes de volver a cerrar la puerta. Maliciosamente se llegó a alegrar el día en que, tras volver Diego de una excursión con los niños de la catequesis, mostrara un desgarro sangrante en una pierna, producido por una piedra a consecuencia de una caída. Poder decirle “Quítate los pantalones, que eso habrá que limpiarlo y desinfectarlo”, le produjo un gran alboroto interior. De este modo Diego quedó en calzoncillos y se sentó en una silla con la pierna estirada. Emilio pudo aprovechar sus desvelos curativos para palpar la recia y suavemente velluda pierna. Ante la visión del bulto que hacían los calzoncillos enterrados entre los muslos, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para resistir el impulso de echarlos abajo y desvelar su contenido. Diego, ante lo que podía parecer un exceso de celo en el manoseo de Emilio, solo lo interpretó como una muestra de afecto.

Llegó el invierno, que en aquella comarca solía ser bastante frío. Resultaba que a la habitación de Diego no llegaba la calefacción y el pobre había de soportar resignadamente las desapacibles noches. Fue entonces cuando Emilio tuvo una idea, que le trasmitió a Diego. “Esta dichosa casa es un desastre… Me sabe mal que tu dormitorio sea tan gélido. Se me ocurre que podías pasarte al mío, si no te importa. Hay un catre donde al menos no pasarías frío”. Diego, al que en un principio le daba un cierto corte, acabó aceptando la oferta, agradecido por la generosidad de Emilio. Pero resultaba que el catre era duro y demasiado estrecho para el rollizo Diego quien, si bien no tuvo frío, apenas pudo dormir y amaneció con el cuerpo baldado. Emilio tampoco pegó mucho el ojo, pero por otro motivo. Oír la respiración y los movimientos inquietos de Diego, tan cerca de él, lo mantuvo en un intenso desasosiego. Por la mañana le comentó: “Me parece que no has estado muy cómodo…”. Diego reconoció: “Al menos no he tenido frío… Pero igual te he estado molestando”. “En absoluto”, replicó Emilio.

La noche siguiente cada uno volvió a ocupar su cama en la habitación de Emilio. Pero éste, al cabo de un rato, se decidió a dar el paso que llevaba barruntando todo el día. Así que dijo: “Anda, entra en mi cama que estarás mejor… Es lo suficientemente ancha para que quepamos los dos”. Esto sí que sorprendió a Diego, que no se atrevía a hacerlo. Emilio insistió: “¡Venga! No tengas reparos, que te lo pido yo”. Diego ya no pudo menos que corresponder a  ese gesto de confianza. Salió del catre y, con su casto pijama, se deslizó dentro de la cama de Emilio. Se mantuvo lo más apartado posible, pero lo turbó sentir unas palmaditas en el muslo. “Veras qué bien estamos los dos”, decía Emilio. Azorado, a Diego solo se le ocurrió contestar: “Gracias… Buenas noches”. Optó por ponerse de lado dando la espalda a Emilio e intentó conciliar el sueño.

Emilio había quedado preso de una gran excitación, que se le mostraba en la entrepierna con una fuerte erección. Pero asimismo se hallaba sumido en total confusión. Porque estos primeros pasos que había dado lo arrastraban a dar más, y cada vez más descarnados ¿Cuánto podría dar de sí la buena fe de Diego? ¿Y si éste llegaba a plegarse a sus deseos o incluso también los tenía ocultos? Sin poder salir del atolladero mental, se giró acercándose al cuerpo del Diego. Oír su plácida respiración lo enervaba, pero a la vez indicaba que estaba sumido en el sueño. Se atrevió entonces a posarle una mano en el culo, lo que le hizo sentir una especie de descarga eléctrica. Se quedó así hasta que un movimiento inconsciente de Diego lo hizo apartarse. Esa primera noche en que compartían cama no intentó nada más. Mejor aguardar a que Diego asumiera con más confianza la intimidad que así se creaba.

Emilio había conseguido dormirse tardíamente y, cuando despertó, Diego ya se había levantado y sonriente le dijo: “Espero no haberte dado una mala noche”. Emilio respondió: “¡Qué va! ¿Y tú qué tal estás?”. “Estupendamente… Eres muy amable conmigo”. Emilio quiso entender esto como una confirmación por parte de Diego de que no rehuía seguir compartiendo cama.

Esa noche Emilio se fue antes a la habitación sin esperar a que Diego acabara de recoger en el cocina. Se limitó a decirle: “No tardes”. Deseando volver a tenerlo en la cama, le vino además la lasciva ocurrencia de no ponerse el pantalón del pijama. Le satisfizo que Diego ya no dudara en meterse a su lado. Para colmo, agradecido de que compartiera la confortable y abrigada cama, le dijo: “Te portas tan bien conmigo…”. Hasta se atrevió a ser el que le diera una cariñosa palmadita en el muslo. Le extrañó el roce directo de la piel velluda y retiró enseguida la mano. Algo turbado, ya solo dio las buenas noches y se giró de espaldas.

Emilio estaba de nuevo excitado al máximo y llevó una mano hacia la desnudez de sus bajos. Se acarició el pene erecto y de buena gana se habría masturbado de no ser por la agitación de la cama que ello hubiese provocado. Además estaba decidido a un tanteo más osado de Diego. Esperó a que la respiración de éste indicara que se había sumergido en un sueño profundo. En esta ocasión subió con cuidado la chaqueta de pijama y metió una mano por la cintura del pantalón para acariciar el suave culo. De pronto oyó: “¿Qué haces?”. “Nada. Sigue durmiendo”, y siguió con el manoseo. Diego llevó una mano hacia atrás para apartarlo y fue a dar con la polla tiesa de Emilio. Sobresaltado dijo: “Eso que haces no está bien”. Emilio sacó la mano pero se arrimó más y vio llegado el momento de desplegar la argumentación que venía construyendo desde que decidió no seguir reprimiendo su deseo. Dijo con todo cinismo: “Son necesidades que uno tiene”. Diego, desconcertado, se dio la vuelta  de cara a Emilio y le replicó sin mostrar enfado: “Pero nosotros no podemos dejarnos llevar por ellas… y menos así”. Emilio contraatacó: “Precisamente así es como puedo hacerlo yo”. A Diego le sorprendió tanto esto último que se incorporó para quedar sentado. “No entiendo  de qué hablas”. Emilio, sin inmutarse, se dispuso entonces a hacer una pedagogía que resultara convincente para sus intereses. “Veo que eres más inocente de lo que esperaba. Sabes poco de la realidad de la vida eclesiástica…”. Diego no pudo estar más intrigado. Emilio prosiguió: “El voto de castidad se impuso para que los clérigos no formaran familias y procrearan hijos que dificultaran sus tareas. Pero lo que sí se permitió, y se sigue permitiendo, es que las necesidades que tiene todo hombre se satisficieran discretamente entre los propios eclesiásticos ¿Cuáles crees que son las funciones de un diácono?”. “Ayudar y asistir al sacerdote”, recitó Diego. “Pues ahí puede entrar también lo que yo necesito de ti”, añadió Emilio. “Nadie me había hablado antes de eso”, replicó Diego escéptico. “Precisamente por la discreción que lo rodea… Es el sacerdote el que puede hacerlo, si cree que el diácono es adecuado”, siguió fabulando Emilio. Cuando Diego preguntó: “¿Y tú crees que yo lo soy?”, supo que había allanado el camino. “¡Claro que sí! Sabes que te encuentro muy agradable”. A Diego le costaba asimilar que aquello se le planteara como un deber para con su superior. Por otra parte, Emilio ejercía sobre él un sentimiento de adhesión semejante al que le habían inspirado otros prelados y que, en las actuales circunstancias, podía tener una manifestación que hasta entonces había eludido. Por eso su actitud de rechazo inicial se fue debilitando. “Es que me va a resultar muy difícil…”. “Tal vez te parezco demasiado mayor y gordo”, dejó caer Emilio. “¡No, qué va! Eso nunca me provocaría rechazo”. “¿Entonces te atrae?”. “No te diría que no… Pero llegar al sexo…”. Le resultó raro pronunciar esta palabra, aunque era la que planeaba en toda la conversación. “Ya te he explicado por qué está justificado… Para ti sería un acto de servicio”, le recordó Emilio, que veía cada vez más cerca la meta. “No querría tomármelo solo así”, replicó Diego. Pero esta casi definitiva aceptación dio un giro inesperado, porque Diego dijo con tono de súplica: “Te pediría que esta noche nos limitemos a dormir… Necesito poder asimilar algo tan inesperado para mí”. Así pues durmieron, más o menos, pero desde luego sin tocarse.

Al día siguiente se comportaron con total normalidad, sin la menor alusión al tema. Al llegar la noche, Emilio volvió a irse antes a la habitación. Solo dijo: “Mi cama sigue abierta para ti”. Pese a las dudas sobre el comportamiento de Diego, decidió acostarse sin el pijama, pero con la ropa de cama subida hasta el cuello. Le dio un vuelco el corazón cuando Diego abrió la puerta. Sin embargo éste, ya cambiado con el pijama como de costumbre, hizo amago de volver a ocupar el catre. Emilio le preguntó extrañado: “¿No vienes a la cama?”. Diego titubeó y al fin dijo: “Sigo creyendo que no está bien”. Emilio exageró su expresión de asombro y personalizó. “¿Tan desagradable te resulto?”. “No es por ti… Si te agradezco tu sinceridad”. “Entonces no te entiendo…”, insistió Emilio. “Es todo tan extraño… Nunca había tenido dudas sobre lo que consideraba correcto”. Porque en realidad a Diego le inquietaba darse cuenta de que había algo más que veneración y respeto hacia el sacerdote que lo acogía, por más que se lo hubiera negado a sí mismo. Emilio no estaba dispuesto a desaprovechar la actitud dubitativa de Diego. Al fin y al cabo había llegado a ir a su habitación, pese a saber lo que se esperaba de él. En un gesto de osadía apartó la ropa de la cama, desvelando sin pudor su rollizo y peludo cuerpo, en el que destacaba una patente excitación. “¿No ves cómo estoy?”, exclamó en un tono algo irritado. Diego no pudo evitar recorrerlo con la mirada, pero guardó silencio. Emilio pidió entonces: “Al menos podías dejar que te vea yo también…”. La firmeza de Diego se tambaleó y al fin dijo: “Si es lo que necesitas…”. Con manos temblorosas se fue quitando las dos piezas del pijama hasta dejar completamente desnudo su cuerpo relleno y algo velludo. Emilio lo contempló ardiendo de deseo. “Necesito algo más…”, dijo y le tendió una mano. “¿Por qué no vienes a mi lado?”. Diego, en la indefensión que acrecentaba su desnudez, y más allá de su voluntad, le tomó la mano y dejó que Emilio tirara de él hasta hacerlo caer sobre la cama. Diego, no obstante, se mantuvo con un cierto recato, procurando no rozarse con Emilio. A éste, aun ardiendo de deseo, le quemaba también la actitud meramente resignada de Diego. “¿Solo te mueve la obediencia?”, le preguntó. Diego fue ya sincero. “No lo sé. Enséñamelo tú”.

Emilio, una vez que la seducción de Diego había quedado consumada, pensó que, pese a la urgencia de su excitación, no debería abrumarlo con su lujuria. Por ello se volvió hacia él, sin arrimarse demasiado, y se puso a acariciarlo con delicadeza. Por lo demás, el cuerpo redondeado y de piel limpia poblada de un vello suave lo merecía. Repasaba con los dedos los pechos turgentes para irlos resbalando luego por la barriga, donde el vello se aclaraba. Llegó con contención a la zona más íntima, que primero bordeó para rozar los fornidos muslos, en uno de los cuales quedaba la sombra del rasguño que había curado. Diego se dejaba hacer respirando profundamente. Ya Emilio palpó el inerte pene y cosquilleó los testículos. Notó el estremecimiento de Diego, que lo alentó a manosear con más decisión. Le encantó percibir que el miembro acusaba un efecto endurecedor. Por su parte a Diego, cuyo cerebro había quedado lavado a fondo en el rechazo al sexo, le resultaba difícil comprender la revuelta que se estaba produciendo en todos sus sentidos. La hinchazón de su pene, inicialmente estimulada por las caricias de Emilio, se consolidaba ahora con total autonomía y le provocaba una extraña sensación, casi dolorosa, en los testículos. Se oyó a sí mismo preguntar con lengua pastosa: “¿Debo tocarte yo también?”. Nada mejor podía desear Emilio que, no obstante, inquirió: “¿Lo quieres tú?”. “Creo que sí”, respondió Diego, que miraba ahora con nuevos ojos aquel cuerpo más grueso y maduro que el suyo y con vello más poblado y oscuro, que lo atraía con una intensidad desconocida para él. Emilio se tendió complaciente y Diego empezó a remedar las caricias que él mismo había recibido. Se detuvo ante la verga erecta, cuyo capullo rojizo y húmedo desbordaba la piel. “Dime qué he de hacer…”, consiguió pedir para que Emilio le marcara la línea a seguir. “Quiero que tus manos me den calor… Yo te lo daré también a ti”. Como Diego se hallaba erguido sobre las rodillas, Emilio, apoyado sobre un codo, tomo con la mano libre la polla de aquél para frotarla. “Hazme lo mismo”, dijo ofreciéndose a su vez. Diego entonces palpó la verga de Emilio imitando la cadencia. “¡Acércate más!”, exigió Emilio y, por sorpresa, alcanzó con la boca la polla de Diego. “¡¿Qué haces?!”, exclamó éste sobresaltado. Pero Emilio se reafirmó en su mamada y la oleada de placer que recorrió a Diego la equilibró intensificando el manoseo de la verga de Emilio. Diego sintió que se vaciaba de una forma irrefrenable y, casi simultáneamente, su mano quedó desbordada por el semen de Emilio. Diego tuvo que buscar apoyo con la mano limpia y dejarse caer junto a Emilio, quien, con la respiración entrecortada, llegó a decir: “Esto es lo que te daba tanto miedo… ¿Tan malo te ha parecido?”. Diego se limitó a responder: “Será mejor que ahora durmamos”. Emilio aún pidió: “¿Te molestará que te abrace?”. “Claro que no”.

Cuando Emilio despertó, Diego ya no estaba. Se levantó de la cama y lo encontró en la cocina preparando el desayuno. Ante su semblante taciturno, le preguntó: “¿Cómo estás?”. Diego, rehuyendo su mirada, respondió: “Debería estar bien ¿no? He cumplido con mi obligación, según tú”. Emilio reaccionó: “Yo no te obligué… Podías haber seguido negándote y lo habría tenido que aceptar”. “Eso es lo malo, que no me negué…”. “Dejaste libre a tu instinto y ahora sientes herido tu orgullo”, replicó Emilio. “Pareces conocerme mejor que yo”, añadió Diego más calmado. “Son los muchos años de diferencia que nos llevamos…”. “Quizás deberías haber buscado otro diácono”, dijo Diego con un punto de ironía. “Estoy muy a gusto contigo… ¡Ven aquí!”. Emilio tendió los brazos y Diego se le acercó dejándose rodear por ellos. Lo labios de Emilio buscaron los de Diego que se entreabrieron. Las salivas se mezclaron en el choque de lenguas y el cuerpo de Diego se estremeció. Al separarse Emilio preguntó: “¿Lo tomamos como un beso de paz?”. “Si quieres llamarlo así, lo admito”, contestó Diego ya entregado. Desayunaron ahora tranquilamente y se dedicaron a sus tareas del día.

Los dos esperaban con ansiedad la noche, en que no habría lugar para el desencuentro. Igualmente Emilio se adelantó mientras Diego acababa de recoger. Se echó desnudo sobre la cama con un deseo más tranquilo. Disfrutó viendo cómo se desvestía también Diego y se tendía junto a él. Aún no se habían tocado y ya sus erecciones eran firmes. Diego dijo entonces: “Quiero hacerte lo mismo que me hiciste anoche”. “¿Te atreves?”, previno Emilio. “¿Por qué no? ¿Eres más venenoso que yo?”. Tomó posiciones y, primero, sujetando la polla, lamió el capullo. Luego fue succionando hasta llegar casi a atragantarse. “Poco a poco”, le recomendó Emilio. Con más decisión ya chupó y lamió simultáneamente. Se interrumpió para preguntar: “¿Así está bien?”. “¡De maravilla!”. Contestó Emilio, que no tardó mucho en avisar: “Estoy a punto ¿Quieres seguir?”. Diego asintió con la cabeza y dio más impulso a la mamada. Emilio resopló y notó como su leche se expandía en la boca de Diego. Éste apretó los labios para recogerla y tragarla con su sabor desconocido para él. Se había excitado tanto que casi se marea. Se derribó junto a Emilio, que lo abrazó. “¡Qué feliz me estás haciendo!”, exclamó éste. “¿Es verdad eso?”, aún preguntó Diego. “No vuelvas a las andadas”. Emilio, sin deshacer del todo el abrazo, llevó una mano a la polla de Diego y se puso a acariciarla. “Esto te vendrá bien”. “Haz conmigo lo que quieras”, asintió Diego. Mientras lo masturbaba, sin embargo, esta frase de Diego despertó en Emilio un deseo que no dudaba que podría satisfacer también…

A la noche siguiente Emilio le dijo a Diego: “Cuando vengas a la habitación trae un vasito con un poco de aceite”. “¿Vas a encender alguna lamparilla?”, preguntó Diego extrañado. “Tú tráelo y ya te explicaré…”. Al llegar Diego al cuarto, con el vasito en la mano, Emilio lo esperaba en cueros sentado en el borde de la cama. “Deja eso en la mesilla y desnúdate”, le dijo. Diego hizo lo que le pedía con total candidez y Emilio lo atrajo hasta ponerlo entre sus piernas. Le acarició la polla, que pronto empezó a responder. Aunque enseguida le asió de las caderas para que se diera la vuelta. “Tienes un culo precioso”. Se puso a acariciarlo y darle besos, lo cual hizo reír a Diego, quien bromeó: “Me alegro de que te guste”. Pero los dedos de Emilio iban más allá, hurgando por la raja y tratando de profundizar. Diego se contrajo. “¿Qué haces?”, preguntó alarmado. “Tienes ahí una joya que podría hacerme aún más feliz…”. A la mente de Diego acudió la palabra que siempre había relacionado con el calificativo de nefanda: sodomía. Sabiendo que Emilio lo entendía, se limitó a preguntar: “¿Serías capaz?”. Emilio lo desafió. “¿Lo serias tú?”. No había dejado de manosear el culo de Diego y éste tampoco se había apartado. Diego no contestó, sino que hizo otra pregunta: “¿Para eso querías el aceite?”. “Así no te haría daño…”. “Parece que tienes experiencia”. “¡Qué más da eso ahora! Es algo entre tú y yo… Bien que dijiste que hiciera contigo lo que quisiera”. “Y pensaste en esto…”. Diego estaba tan conmocionado que no reaccionaba al hecho de que los dedos de Emilio se le hubieran adentrado osadamente por la raja. Solo la sensación que le produjo la suave presión en el ojete le indujo a decir: “No pararás hasta que lo consigas ¿eh? …Como haces siempre”. Emilio insistió: “Lo deseo tanto… Deja al menos que pruebe con el dedo”. Ya había metido el índice en el aceite. Diego seguía encajonado de espaldas entre los muslos de Emilio, y se debatía entre el rechazo y la morbosidad que lo acababa plegando a las instigaciones de Emilio. Cuando el dedo resbaloso tanteó en el ojete aguantó la respiración. Sintió cómo le entraba sin demasiada presión y un escalofrío lo sacudió. Emilio giró el dedo y notó que movía la punta. No era tanto dolor como sensación extraña. Emilio sacó el dedo y empujó sus caderas hacia abajo. “¡Siéntate!”. Entonces la verga gruesa y ardiente le produjo un efecto de desgarro interior. “¡Aaahhh!”, se lamentó. “¡Sí, aguanta ahí!”, exclamó Emilio que se había echado hacia atrás. Diego no se atrevía a moverse, pero Emilio ordenó: “¡Ahora ponte sobre la cama!”. Al desacoplarse Diego experimentó un brusco vacío y no se resistió a obedecer. Se tumbó bocabajo con las manos crispadas sobre la almohada y Emilio le vertió un poco de aceite por la raja. Los dedos hurgaron y, a continuación,  la polla se abrió paso de nuevo, mucho más a fondo. La quemazón que sentía Diego le impedía hasta quejarse. Fue Emilio quien dijo con una gran excitación: “¡Oh, cuánto lo deseaba!”. Empezó a moverse y a bombear cada vez con más energía. Los gemidos de Diego todavía lo enervaban más. Porque éste, junto al dolor, sentía una especie de conmoción interior que no sabía cómo definir. Ansiaba que aquello terminara y, a la vez, saberse poseído por Emilio, que acabaría llenándolo con su semen, lo arrebataba. Emilio resoplaba con fuerza en sus arremetidas. “¡Qué caliente estoy! ¡Me voy a correr!... ¡Ya, ya!”. Sus temblores sacudieron a Diego, que notó los latidos de la polla al vaciarse. Luego, un efecto de ventosa inversa fue liberando su ano, con Emilio derrumbado sobre él. “¡Cómo me has hecho disfrutar!”, declaró Emilio con voz entrecortada levantándose del cuerpo de Diego. “Lo conseguiste…”, replicó éste al darse la vuelta poco a poco.

Las relaciones entre ambos se desenvolvieron ya con una sexualidad sin tabúes. Emilio se sentía satisfecho con la forma plena en que Diego se le entregaba. Y éste iba dejando atrás sus prejuicios para disfrutar de la vía que Emilio le había abierto. Pero el tiempo corría rápido para ellos, y a Diego le llegó el momento de ser ordenado sacerdote. Emilio asistió emocionado a la ceremonia, aunque apenado por la separación que ello fuera a suponer. ¿Seguirían visitándose al menos? ¿Le asignarían a Emilio un nuevo diácono? La vida puede dar muchas vueltas…

domingo, 22 de marzo de 2015

La campaña electoral


El alcalde de una capital de provincia se enfrentaba a una durísima campaña electoral. Aunque había sido reelegido varias veces, la pujanza de una oposición renovada y algún asunto urbanístico poco claro ponían difícil en esta ocasión su permanencia en el cargo. De carácter extrovertido y vitalista, su aspecto de bon vivant, que a punto de cumplir los sesenta reflejaba su oronda figura, había suscitado desde siempre la simpatía de sus conciudadanos.

En el plano personal, sus ambiciones políticas habían condicionado considerablemente sus más íntimas inclinaciones. Cuando era estudiante universitario, había tenido una relación clandestina y de traumático desenlace con un profesor bastante mayor que él. Pero desde entonces había mantenido reprimida esa faceta de su sexualidad. Incluso para dar a su vida pública un lustre de respetabilidad, había llegado a contraer un matrimonio más o menos de conveniencia. Aparentemente compensaba la inanidad de su mundo afectivo con la vorágine del poder e influencia social.

Pero ahora corría el riesgo de que su carrera política, en la que tanto entusiasmo había puesto, se viera truncada prematuramente. Por supuesto la situación preocupaba de manera especial a su partido, que decidió poner toda la carne en el asador para asegurar su candidatura. Entre los recursos dispuestos a tal efecto, se acudió a un asesor de imagen que planificara la campaña centrada en la persona del alcalde. El contratado para ello era un experto con un largo currículo de éxitos, que había de hacer un seguimiento constante y milimétrico desde las intervenciones y actos públicos hasta la apariencia física. El alcalde, que siempre había confiado en su espontaneidad y sus dotes personales de seducción, aceptó a regañadientes esta imposición de su partido. Sin embargo se llevó una sorpresa al conocer al asesor asignado. Supuso que se trataría de un joven moderno, puesto al día en las últimas estrategias. Pero resultó ser de pocos años menos que él y parecida exuberancia corporal. Eso sí, dotado de un savoir-faire y de una capacidad de inventiva extraordinarios. En particular hubo algo que removió los más recónditos sentimientos del alcalde, ya que el asesor le trajo inesperadamente remembranzas del profesor con el que había tenido su único y oculto romance de juventud.

Pasado el desconcierto inicial, hubo enseguida muy buena compenetración entre el alcalde y el asesor. Éste desde luego, con sus dotes de persuasión, supo crear un clima de confianza, empezando por el tuteo inmediato, ya que, siendo ambos de edad e incluso aspecto similares, el trato como colegas facilitaba las cosas. Aunque, razones profesionales aparte, el alcalde le había caído muy, pero que muy bien…

A fin de no perder tiempo con desplazamientos, se escogió un céntrico hotel como cuartel general de la campaña. Al alcalde se le ubicó en una suite con antecámara y dos habitaciones, una de las cuales ocuparía el asesor personal para garantizar su permanente presencia junto a aquél. Allí se instalarían una semana antes del comienzo oficial de la campaña, que habían de aprovechar para adaptar al candidato a las exigencias del marketing electoral.

Cuando el alcalde entró en su suite, tuvo un sobresalto al ver que parte de la antecámara estaba convertida casi en una sala de fitness, con bicicleta estática, cinta de correr y hasta una camilla de masajes. El asesor, muy persuasivo, le explicó que el buen estado físico era esencial para afrontar un reto como el que les aguardaba y que no tenía de qué preocuparse porque él mismo se ocuparía de dosificarle unos ejercicios muy suaves, que le harían sentirse en forma.

El asesor estaba dispuesto a desplegar inmediatamente sus competencias. El alcalde, aunque vestía siempre con corrección, se sentía cómodo con sus trajes usados y no se preocupaba demasiado de su renovación. Ésta era la cuestión que el asesor iba a abordar enseguida. “Desde luego hay que actualizar ese vestuario… Vamos a tu habitación y te enseñaré lo que he preparado”. Abrió el armario donde había varios elegantes trajes, así como camisas, corbatas, y hasta zapatos y ropa interior. “Por estos detalles empezarás a ser un hombre nuevo… Espero haber acertado con tus medidas”. El alcalde estaba asombrado y aún lo estuvo más cuando el asesor le sugirió: “Deberías probártelo, por si hay que hacer algún cambio”. “¿Aquí? ¿Ahora?”, preguntó el alcalde desconcertado. “¡Pues claro! Ya que estamos, aprovechemos”. El alcalde se quitó la chaqueta y fue a ponerse la de uno de los trajes. “¡Eso solo no!”, lo interpeló el asesor, “El traje completo… y una camisa que combine. Luego elegiremos la corbata”. El alcalde, cada vez más nervioso, transigió pero, dando por supuesto que el otro se ausentaría, dijo: “Me cambio y ya saldré”. “¡No, hombre, no! Si voy a ser tu sombra todos estos días no te importe que siga aquí”, replicó el asesor como un aviso de que quedaba descartada cualquier pretensión de privacidad.

El alcalde se resignó a mostrarse en paños menores a su asesor. Lo cual le producía sin embargo cierto desasosiego, no tanto por un exceso de pudor como por el gusanillo de turbación que aquel hombre le causaba, acrecentada por la intimidad que le imponía. Ya en calzoncillos tan solo, fue rápido a coger una camisa para cubrirse cuanto antes. Pero el asesor lo retuvo. “¡Espera! Deja que vea cómo estás de físico”. El alcalde quedó parado, con su torso barrigudo y tetudo, bastante poblado de vello. No sabía a dónde mirar, pero el asesor sí que lo sabía. “Estás mejor de lo que me pensaba… Grueso, pero no fofo”. “¿Puedo vestirme ya?”, casi suplicó el alcalde, al que empezaban a temblarle las piernas. El asesor siguió implacable. “¡Venga! Verás lo elegante que vas a estar”. Hasta le ayudó a ponerse la camisa, ya que el alcalde, nervioso, se liaba con los botones. Con el traje completo, el asesor se mostró satisfecho. “He tenido buen ojo. Es tu talla clavada ¿Te queda cómodo?”. El alcalde no pudo menos que asentir. “Ahora elegiremos una corbata ¿Cuál crees que irá mejor?”, dijo el asesor. “No sé… La que te parezca”. “¡Pues ésta! Pero ya te la pondré yo, porque el nudo que te haces es un poco anticuado”. Los toqueteos que a tal fin le prodigó el asesor, tan cerca y emanando un limpio y suave perfume varonil, enervaron sobremanera al alcalde, haciéndole experimentar sensaciones ya casi olvidadas.

Después de una agitada jornada de reuniones y diseño de estrategias, recalaron en el hotel para descansar un poco y prepararse para la cena prevista. Cada uno fue a su habitación y el alcalde decidió tomar una ducha. Se desnudó y pasó al baño compartido. Estaba disfrutando de los reconfortantes chorros cuando se abrió la puerta que daba a la habitación del asesor. Éste entró sin inmutarse por el estado del alcalde, mojado y en pelotas, solo separado por una mampara completamente transparente. “Buena idea, porque después te va a venir muy bien un masaje que te rebajará la tensión”, dijo el asesor, insensible a la vergüenza del alcalde, quien preguntó un tanto ingenuamente: “¿Vas a traer ahora un masajista?”. “¡Qué va! Eso es cosa mía. Soy diplomado en varias técnicas de relajación”, contestó el asesor, que añadió: “Cuando te seques, te puedes poner este paño a la cintura… Yo voy a ir preparándolo todo”. Le señaló una tela blanca y volvió a su habitación. El alcalde tuvo que acabar la ducha con agua fría para atemperar su desconcierto ante el crescendo tan turbador que estaba tomando su relación con el asesor.

Salió tímidamente de su habitación, con el paño bien sujeto, y se llevó una gran impresión al ver que el asesor también se había desnudado entretanto y solo se cubría con un paño similar ceñido a la cintura. No le escapó la sorpresa del alcalde y enseguida explicó: “Yo también he de estar cómodo para dar el masaje”. “¿Cómodo?”, pensó el alcalde, “…Lo que estás es de provocación absoluta”. Porque el asesor, así presentado, respondía con creces a lo que ya había intuido. Algo menos grueso que él y de carnes más firmes, con un vello suave bien repartido, evocaba recuerdos de otro cuerpo que tanto lo había subyugado en su juventud.

“Vamos a echarte primero bocabajo en la camilla”, decidió el asesor y el alcalde se dejó ayudar para acomodar su voluminosa figura a la horizontal. Los toques a brazos y piernas desnudos empezaron a ponerle la piel de gallina. Para colmo el asesor, con su característico desparpajo, le soltó y  arremangó el paño, que quedó cubriendo precariamente el orondo culo. “Así está mejor”, se limitó a decir. El alcalde, con la barbilla clavada en una toallita, se abstenía de cualquier comentario, resignado a dejarse hacer, aunque con temor a la reacción de su cuerpo a tanto manoseo. Porque el asesor, con habilidad profesional, iba recorriéndolo desde los pies hasta la nuca con las manos untadas de olorosa crema. “Cada músculo debe ir quedando suelto y relajado”, explicaba. Y entre esos músculos no podía faltar un cuidado específico de los glúteos, que el asesor sobó y estrujó dejando resbalar el paño. Estas manipulaciones llevaron ya al alcalde al borde del desmayo.

Sintió alivio cuando oyó decir: “Esto ya ha quedado bien por ser la primera vez”. Pero poco le duró, pues el asesor añadió: “Ahora bocarriba, que no podemos dejarlo a medias”. El alcalde agarró el paño medio caído para preservar tapadas las vergüenzas mientras se giraba. Por suerte para él, la presión a que había tenido sometida la entrepierna la mantenía de momento controlada. Sin embargo, los pases de manos resbalosas sobre sus tetas lo empezaron a poner fuera de control. El paño iba marcando un delator abultamiento y, cuando el asesor se puso a sobarle los muslos pasando por debajo de aquél, la erección era ya escandalosa. Ante ello, el asesor dijo con toda naturalidad: “Eso es muestra de buena circulación de la sangre por la relajación. No te preocupes”. Como los dedos que se movían bajo el paño llegaron a rozar los huevos del alcalde, el asesor se lo quitó con una descarada excusa. “Será mejor que vea por donde toco ¿no te parece?”.

Lo que desde luego pudo ver el alcalde fue su firmísima erección, que sobrepasaba la curva de su barriga. Optó por cerrar los ojos y limitarse a sentir el cosquilleo de dedos por su bajo vientre, que hacían oscilar su polla. De ningún modo podía esperarse sin embargo que el asesor llegara a ofrecerle: “¿Quieres que te relaje un poco más? Te vas a quedar en la gloria…”. Arrebatado como estaba y sin pensar demasiado el alcance de la propuesta, el alcalde se limitó a decir: “¡Haz lo que quieras…!”. Pero lo que había aceptado fue que el masaje se centrara directamente en la polla, con un hábil manoseo, suavizado por la resbalosa crema, que puso al alcalde en el disparadero. “¡Me voy a correr!”, acabó exclamando entre resoplidos. “De eso se trata”, dijo el asesor esmerándose en los toques finales. Una leche espesa fue saliendo de la polla enrojecida. “¡Qué barbaridad!”, farfulló el alcalde ofuscado por lo que acababa de ocurrir. “No me dirás que no te has quedado a gusto…”, dijo el asesor con todo descaro. “¿Esto forma parte siempre de tu asesoramiento?”, preguntó el alcalde con un punto de ironía. “Si intuyo que va a haber receptividad… Y en tu caso estoy seguro de que tienes bastante escasez de estos desahogos”. “¿Cómo te diría…? ¡Años que no me tocan así!”, reconoció el alcalde. “Eso que se han perdido…”, dejó caer el asesor. “Con esta facha que tengo…”, recalcó el alcalde, todavía despatarrado en pelotas sobre la camilla. “Yo diría que ni te sobra ni te falta”, replicó el asesor mientras le limpiaba con el paño la entrepierna. “Eso suena muy profesional…”, comentó el alcalde. “Si prefieres considerarlo así…”, repuso el asesor con pillería.

El asesor ayudó a bajarse de la camilla al alcalde, que todavía estaba temblón. “Date un repaso por la ducha, que luego lo haré yo… ¡Y como nuevos para la cena!”. El alcalde ya no necesitaba taparse nada y agradeció el agua refrescante. Aunque el asesor le obsequió de nuevo con su desfachatez. Se había quitado el paño de la cintura y esperaba tan tranquilo su turno en la ducha. Si al alcalde ya le había trastornado su visión con el paño, sin él se le reprodujo la taquicardia. Porque además la polla que el asesor exhibía sin recato no estaba precisamente en su lugar descanso. Menos mal que su reciente descarga lo tenía más calmado. Por ello se permitió comentar: “Igual habrías necesitado relajarte también…”. El asesor, riendo, se limitó a replicar: “Ya habrá tiempo para eso…”.

El alcalde se fue adaptando a las imposiciones de su asesor. No se resistía al uso moderado de la bicicleta estática o de la cinta de correr ni, por supuesto, a los masajes. Para éstos, tanto uno como otro llegaron a prescindir de los paños y el alcalde agradecía que sus erecciones solieran ser calmadas con una eficaz masturbación. Lo cierto era que los peculiares métodos del asesor le estaban elevando considerablemente la moral. No obstante, parecían existir unos límites tácitos por parte del propio asesor. Si bien usaba su desnudez como estímulo y no dejaba incluso de empalmarse cuando sus tocamientos eran más lúbricos, impedía hábilmente que al alcalde se le fuera a ir la mano. Y éste se sentía obligado a respetarlos en la idea de que formarían parte de su estrategia en cuanto asesor. Por eso, en un papel meramente receptivo, reprimía cualquier manifestación de deseo. Ni siquiera cuando la polla endurecida del asesor, en los procesos del masaje, se arrimaba a su mano extendida sobre la camilla, se atrevía a propasarse. Y bien que le costaba resistirse desde luego…

Este distanciamiento se mantenía por supuesto en las noches, que cada uno pasaba en su habitación. Sin embargo, cuando un día se recogieron después de haber conocido una encuesta algo desfavorable, el alcalde comentó: “Me temo que esta noche no voy a pegar ojo”. Esperaba que el asesor tratara de animarlo, pero no en la forma en que lo hizo. Porque dijo: “Si quieres puedo acostarme contigo”. La novedad sorprendió al alcalde, que tampoco sabía el alcance que podía tener el ofrecimiento. De todos modos le salió del alma: “Sí que me gustaría, sí”.

Así pues ambos se metieron desnudos en la cama del alcalde y el asesor se le puso bien arrimado, transmitiéndole su calor. Las preocupaciones que perturbaban a aquél no fueron obstáculo para que se le fuera endureciendo la polla. Porque además el asesor, mientras comentaban los avatares de la campaña, no dejaba de darle toques por las zonas más sensibles de su cuerpo. Al fin anunció: “Creo que te va a convenir un tratamiento especial”. Le instó a relajarse con los ojos cerrados y, cuando lo que esperaba el alcalde era la ya habitual masturbación, sintió la húmeda boca del asesor tomando posesión de su polla. Emitió un profundo suspiro de placer. No podía recordar cuándo había experimentado algo semejante, si es que alguna vez lo había hecho. La cálida mamada le provocaba oleadas de delicia cada vez más intensas. “¡¿Qué estás haciendo?!”, exclamó, aunque bien que sabía lo que era. El asesor, en lugar de responder, intensificó las succiones. El alcalde se dejaba ir y la idea de que aquella boca estuviera dispuesta a recoger el semen que buscaba salida lo enervaba en extremo. Porque el asesor mantenía los labios bien ceñidos aguardando la descarga. El alcalde ni siquiera avisó cuando se saltaron todas las barreras y solo se retrajo cuando el miembro hipersensibilizado no soportó más la prisión de la boca tragona. “¿Qué tal?”, preguntó el asesor con toda tranquilidad. “¡Demasiado!”, contestó el alcalde con el resuello agitado. “He hecho lo que creía que te convenía”, replicó el asesor aparentemente impasible. Esa noche el alcalde logró dormir plácidamente con el cuerpo del asesor a su lado.

A la siguiente noche fue el alcalde quien se levantó de su cama y se desplazó a la habitación del asesor. La desazón que lo impulsaba a ello se debía a que cada vez le resultaba más difícil entender la actitud de éste. Sin reparos a la hora de darle placer, parecía que todo lo hiciera con una dosificada estrategia. Aunque tampoco ocultaba la excitación que revelaba su cuerpo, se mantenía firme en no darle salida. Y la contención del deseo de reciprocidad estaba volviéndose insoportable para el alcalde. Así, cuando el asesor, sin extrañarse de la visita, le ofreció cobijo diciendo “¿Necesitas que te vuelva a relajar?”, en la aséptica terminología que usaba, el alcalde se mantuvo de pie junto a la cama y contempló con fijeza la espléndida desnudez de asesor. “No es solo eso…”, contestó. El asesor demostró ser consciente de los sentimientos del alcalde y, sin recatarse lo más mínimo, dijo: “Sabía que llegaríamos a este momento…”. El alcalde lo interrumpió. “¿También lo tenías calculado?”. “Mira, no soy de piedra… Creo que lo has podido ver de sobras”, replicó el asesor, “Pero no era cuestión de liarnos desde el primer momento. Ante todo yo tenía que estimularte… Y no dudes de que me ha costado mantener las distancias”. “¿Entonces vas a seguir así?”, preguntó el alcalde confuso. El asesor se puso a acariciarse descaradamente la entrepierna mientras decía: “Mañana empieza la campaña oficial y vamos a estar muy ocupados… y cansados. No estaría mal que nos demos un gusto los dos ¿Te parece bien?”. Palmeó el lado vacío de la cama invitando al alcalde. Éste se dejó caer lleno de excitación y ya no tuvo freno para disfrutar del cuerpo del asesor, que se entregaba definitivamente. “¡Ahora el masaje te lo voy a dar yo!”, exclamó. Pero no fue solo las manos lo que usó, pues su boca también se cebó con las apetecibles tetas y todas las velludas redondeces del asesor. Tanto estrujaba y chupaba que éste lo tuvo que frenar riendo. “Lo tuyo no es sexo, sino venganza…”. “Es que me has tenido muy hambriento”, se justificó el alcalde. “Si quieres comer, ya sabes…”. La invitación no hizo dudar al alcalde en amorrarse a la jugosa polla del asesor. Sus lamidas pasaban del capullo a los huevos, y todo era objeto de succiones que estremecían al receptor. De pronto el alcalde se interrumpió para preguntar: “¿Me quieres follar?”. “¡Vaya!”, exclamó el asesor, “Esa afición no te la conocía”. “Me lo han hecho pocas veces y hace mucho tiempo… Pero me gustaba ¿Lo harás?”. El asesor estaba dispuesto. “Con ese culazo que tienes quién se negaría…”. El alcalde se puso bocabajo ofreciendo su orondo trasero. “Pero hazlo con cuidado que estoy muy estrecho”, advirtió. “¿Cuándo he sido bruto contigo?”, protestó con profesionalidad el asesor. De su surtido de cremas escogió un frasco. “Esto te va a dejar como la seda”. Untó con precisión la raja y el índice se deslizó fácilmente por el ojete. “¡Uh, esto es mejor que un masaje! ¿Estoy a punto ya?”, dijo el alcalde excitado e impaciente. “El que está a punto soy yo”, replicó el asesor apuntando la verga. Empujó y la crema surtió su efecto. Quedó clavado a tope. “¡Wow, eso es una polla!”, exclamó el alcalde. “¿Te trae buenos recuerdos?”, bromeó el asesor acomodándose. “¡Calla y folla!”, lo instó el alcalde. El asesor lo hacía cambiando los ritmos para hacer durar el gusto que sentía. “¡Joder, cómo me gusta! ¡Dale, dale!”, pedía el alcalde. El asesor estaba ya al borde de la resistencia. “¡Me voy a correr bien adentro!”. “¡Sí, sí, quiero toda la leche!”. Y fue lo que le dio el asesor en sus últimas arremetidas. Los dos se derrumbaron respirando acelerados. “¡Vaya culo más tragón! Y eso que lo has usado poco…”,  glosó el asesor. “Por eso tenía tantas ganas”, aclaró el alcalde. Una vez repuestos, el asesor dijo: “Ahora a dormir, que mañana empieza el no parar”. Lo hicieron juntos, enredándose uno en el otro.

La campaña fue viento en popa. Alcalde y asesor apenas llegaban a quedarse a solas. Por las noches estaban demasiado agotados para permitirse expansiones. Además cada uno volvió a ocupar su habitación ya que, en cualquier momento, podía irrumpir alguien con las últimas noticias. Pero por fin el alcalde revalidó su cargo. ¿Llegaría el asesor de imagen a convertirse en asesor personal para todo el mandato?