miércoles, 25 de noviembre de 2015

El pintor descocado

(Variación sobre uno de los primeros relatos)

Cuando decidí cambiar mi bañera por una amplia ducha, para las obras necesarias me habían recomendado unos paletas de buen precio, rapidez y limpieza. De paso quise aprovechar el inevitable trastorno para dar también un repaso de pintura al piso. Me dijeron que vendría un pintor que trabajaba con ellos. Los primeros eran dos tipos muy serios sin ningún atractivo físico. Siempre me lamentaba en mi interior de la mala suerte que tenía con los operarios que me venían a casa; ni siquiera me podía alegrar la vista. El día concertado llegaron ambos para iniciar el trabajo, pero poco después apareció un tercero, que me presentaron como el pintor. Y ahí dejé de quejarme del destino. Era un tipo gordote  de unos cincuenta y pico de años y aspecto rudo, aunque muy simpático y dicharachero, en contraste con sus compañeros. Yo me recluí en el despacho, que quedaría para el final, aunque daba paseos para supervisar el trabajo. Pero esas salidas se hicieron más frecuentes a partir del momento en que vi al pintor en acción. Como ropa de faena se había puesto una camiseta encogida por los lavados, que le marcaban las gruesas tetas, y un pantalón corto de chándal muy suelto. Los robustos brazos y piernas lucían bastante velludos. Pero lo más llamativo era que, cada vez que se agachaba, el pantalón se le bajaba y dejaba al aire media raja del culo, voluminoso y peludo. Y eso no una vez por casualidad, sino que parecía tenerlo por costumbre. Pocas veces rectificaba y cuando lo hacía tiraba para arriba del pantalón con tanta vehemencia que,  si lo veía de frente, le marcaba un buen paquete. Pero no se molestaba en ajustarlo a la cintura, por lo que volvía a bajar. Mi interés aumentaba cuando venía a hacerme alguna consulta y, mientras hablábamos, para secarse el sudor de la cara, usaba el borde inferior de la camiseta. No muy higiénico; pero mi mirada viajaba en esos segundos desde la raíz de la polla al pecho descubierto: vientre redondeado sobre la pelambre hirsuta y tetas salidas con pezones oscuros entre un vello recio y con algunas canas. La naturalidad con que lo hacía todo le daba aún más morbo. Al parecer sus colegas debían estar acostumbrados a su indumentaria, porque iban y venían sin prestarle la menor atención.

Cuando los tres acabaron la jornada, los del baño avisaron que al día siguiente no vendrían porque era conveniente que se secara el mosaico que habían instalado. Pero el pintor me aseguró que él sí continuaría. Cuando los vi marcharse con su ropa de calle, me quedé con las ganas de haber mirado cómo se cambiaba el pintor. Pero iba a tener compensación…. En efecto volvió con su sonriente expresividad y me dijo que iría haciendo y procuraría molestarme lo menos posible. No le contesté que de molestia nada por prudencia. El primer sofoco me vino cuando, para cambiarse de ropa, en lugar de irse al baño como los otros, dejó la bolsa en el pasillo y en un instante se quedó en pelotas. Lo veía de espaldas mientras se ponía el pantalón corto y, en lugar de la camiseta del día anterior, otra imperio no menos cutre. El reverso completo del hombre resultaba de lo más tentador. En los primeros movimientos el pantalón ya se bajó y, como esta camiseta era aún más corta, además del trozo de raja de siempre, por delante lucía desde el ombligo hasta los pelos del pubis. Buen comienzo para su trabajo en solitario.

Sin dejar de hacer sus cosas, se notaba que tenía ganas de charlar y yo le seguía la corriente impulsado por mi calentamiento. Me contó que tenía dos hijos y que le habría gustado seguir en el pueblo, pero en la ciudad había más trabajo. Subido a una escalera y poniendo las cintas protectoras del techo, la caída del pantalón llegó a límites alarmantes. El recurso de soltar una mano y dar un tirón para arriba tenía una breve eficacia. No pude reprimirme y le dije: “Quiere que le deje algo para sujetarse el pantalón… No vaya a enredársele y se caiga”. Él se rio y, como si no hubiera oído mi oferta, comentó: “Mis colegas se meten conmigo por eso… Pero, si pudiera, no me pondría nada, que es como más cómodo me siento… En mi casa siempre lo hago todo en cueros”. No podía desaprovechar la oportunidad, así que, con el tono de mayor indiferencia posible, dije: “Hoy sus colegas no están y, por mí, puede trabajar como se sienta más a gusto… No doy importancia a eso”. Reaccionó enseguida. “¡Vaya, gracias! Si es lo que yo digo: todos tenemos los mismo”. Bajaba de la escalera dispuesto a ponerse cómodo tal como él lo entendía y, para reforzar mi actitud, dije: “Si quiere lo dejo solo…”. Me interrumpió. “¡No, hombre, no! Que está usted en su casa”. En éstas ya se había quedado en cueros vivos y, para colmo añadió: “Además me gusta la compañía… Si no tiene nada mejor que hacer”. Me reí para aliviar lo nervioso que estaba. “Es usted de lo más divertido… En pelotas y pegando la hebra”. Le hizo gracia mi comentario y replicó volviendo a trepar por la escalera: “Gordo y feo pero ¿de qué hay que avergonzarse?”. El culazo peludo sobre los muslos recios casi me quedaba a la altura de la cara y para congraciarme mientras lo contemplaba dije: “Yo siempre voy a playas nudistas. Es donde mejor se está”. “Me costó trabajo convencer a mi mujer, pero ahora también vamos”. Se interrumpió y se giró hacia mí. Ahora lo que tenía cerca de la cara era un conjunto que no se lo saltaba un galgo. Unos huevos gordos enmarañados de pelos y un pollón ancho a medio descapullar. “Fíjese lo que le voy a contar… Una vez nos metimos mi mujer y yo entre unos pinos y me puse a follármela. En plena faena levante la cabeza y vi a un tío que nos estaba mirando. No le dije nada a ella y seguí tan pancho. El tío hasta se hizo una paja ¿Creerá que me puso más cachondo?”. “Esas cosas tienen su morbo”, dije con la boca pastosa de excitación. Pero quería aprovechar lo suelto de lengua del hombre y no me privé de comentarte: “Con eso que tiene usted ahí debe poner bastante contenta a su mujer…”. Se rio de nuevo. “¿Esto?”, y se tocó la polla. “Con el tiempo que llevamos ya de casados, todavía, si antes no me echo yo encima, me lo pide ella… Y de gatillazos, ni uno ¡oiga!”. “Si ya se le ve un hombre vigoroso…”, dije medio embobado. Estaba echado sobre la escalera y la polla le había quedado apoyada sobre un travesaño. “Es que a mí se me levanta enseguida… Nada más que me roce por aquí y se me dispara”. ¿Lo hará o no lo hará?, me pregunté. Pues lo hizo. “¡Fíjese! Sin manos ni nada”. Hizo un movimiento de vaivén y, en efecto, la polla fue desbordando el travesaño. “¿Ve?”. Se separó y se giró hacia mí. La polla, grande y dura, estaba en horizontal. Tuve que esforzarme para no echarle mano y limitarme exclamar: “¡Qué facilidad más envidiable!”. “Cada uno es como es”, filosofó, pero añadió: “Y lo que me dura…”.

Así siguió con lo suyo y yo con la boca produciendo saliva. Pero enseguida recuperó el tema… y ampliado. “Lo único que no consigo de mi mujer es que me la chupe. Para eso es antigua y dice que le darían arcadas con lo gorda que la tengo… Hasta una vez fui de putas solo para eso. Me tumbé con los ojos cerrados ¡y cómo me gustó!”. Se quedó parado unos instantes y añadió: “No sé si contarle otra cosa…”. Dije todo expectante: “A estas alturas no me voy a asustar”. Al fin se decidió. “No hace mucho en el pueblo me encontré con un amigo. Estuvimos bebiendo bastante por varios bares y nos metimos en un callejón para mear. De pronto me bajó los pantalones y, casi sin darme cuenta, se puso a chupármela ¡Mejor que la puta, oiga! …Y con la corrida que le eché en la boca, no me iba a quejar ¿no cree?”. “Una boca es una boca”, sentencié con un brote de esperanza. “Eso me dije yo…”, replicó tranquilizado porque yo no me hubiera escandalizado. Por ello remaché: “Si a él le gustó y a usted también ¿qué malo hay?”. Se quedó pensativo y, cosa rara en él, le costó preguntar: “¿A usted se lo han hecho?”. Estaba claro que se refería a hombres y fui sincero. “Sí… No hablo de oídas”, y me atreví a añadir: “Y lo he hecho”. Puso cara de asombro. “¡Vaya! ¿Quién lo iba a decir?”. “Tampoco lo iría a decir de su amigo y ya ve lo a gusto que lo dejó”, repliqué.

Temí que le fuera a resultar incómodo seguir con su desnudez ante mí. Pero se puso a pasar el rodillo por la pared con aire concentrado. Su silencio era muestra más bien de que la tentación lo estaba rondando. “No se lo habrá hecho a un tipo como yo…”, reflexionó en voz alta. Medité la respuesta. “No me ha parecido que le acompleje su cuerpo…”. “¡Eso no!”, reaccionó. Y hasta hizo una broma que me sorprendió. “Además tengo mucho para chupar”. “Lo mismo pienso yo”, dije en el mismo tono. Su erección, que durante la última parte de la conversación se había atenuado, se reafirmaba con toda evidencia. “¡Uf, cómo me estoy poniendo otra vez!”, casi se disculpó. “Ya se ve lo que le está pidiendo el cuerpo…”, dije persuasivo. “¿Usted me la quiere chupar?”, preguntó dubitativo. “¿Lo tengo que decir más claro?”. Había subido un par de travesaños de la escalera y fue dándose la vuelta para quedar apoyado con los talones y echado hacia atrás. La polla estaba tiesa y palpitante, y él miraba hacia arriba. De buena gana, antes de proceder a lo que me ofrecía, me habría lanzado a sobarlo y chupetearlo por todo el cuerpo. Pero temí que esto le resultara demasiado extraño y solo esperara el contacto de mi boca. Sí que manoseé primero la polla, que latía húmeda en mi mano. Notaba su exuberante humanidad en tensión y, cuando rocé con la lengua el capullo que asomaba casi entero para rebañar el traslúcido jugo que emanaba, se estremeció emitiendo un sordo silbido. Fui metiendo la polla en mi boca poco a poco, al tiempo que la descapullaba por completo. Me llegó al fondo del paladar y succioné con fuerza. Ahora se relajó con la respiración agitada. Ya chupé a conciencia, variando la cadencia y jugando con la lengua. “¡Oh, qué gusto!”, “¡Esto es la gloria!”, “¡Jo, qué boca!”, iba exclamando. Se agarró con fuerza a la escalera y avisó: “¡Hará que me corra!”. Como no alteré mi ritmo, al poco declaró: “¡Pues ahí va!”. No paraba de soltar una leche espesa que me llenaba la boca y a duras penas lograba tragar.

Luego se deslizó de la escalera con una respiración agitada que inflaba su barriga. “¡Qué gusto me ha dado, oiga!”, me agradeció. “Yo también he disfrutado”, afirmé. “Si usted lo dice…”. Pero luego reflexionó. “Lo habrá puesto cachondo ¿no?”. “¡No sabe cómo!”, reconocí. Se mostró comprensivo. “Yo eso no… Pero si quiere le puedo hacer una paja, como hacíamos en el pueblo de chicos”. “¿Lo haría?”, pregunté. “¡Sí, hombre, sí! No soy un desagradecido… ¡Bájese los pantalones!”. Lo hice, algo confundido por el escaso contenido erótico de su ofrecimiento. Al verme comentó: “¡Vaya chirimbolo que se le ha plantado!”. Se puso a mi lado y, sin mirar, alargó un brazo y cerró el puño en torno a la polla. “Le doy ¿eh?”. Tenía la mano muy caliente y frotó mecánicamente. No era muy mañoso, pero no se le podía pedir más. La imagen reciente de su entrega en la escalera puso el resto y no tardé en correrme. “¡Gracias!”, me salió del alma. “¡De nada, hombre! ¿Qué menos?”, dijo limpiándose la mano con un trapo. “Pero esto que quede entre nosotros ¿eh?”, añadió un tanto innecesariamente.

Los días restantes no volvió a quedarse solo. Siguió con su descaro habitual, ante la indiferencia de sus colegas. Pero yo me la meneaba recordándolo con deleite en cuanto se marchaban.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Auxilio en carretera


Mi amigo Javier, cincuentón de muy buena presencia, alto, bastante robusto y velludo, ha sido protagonista de muchos de mis relatos. En alguno de sus lances he participado o, al menos, he sido testigo. Esta nueva peripecia suya no la presencié, pero doy forma a lo que él me contó con la minuciosidad en la que se recrea al hacerlo.

El caso es que volvía un día de la playa en su coche. Se había quitado el traje de baño mojado y, para conducir se limitó a sentarse sobre la toalla que colocó en el asiento. Adelantó a un motorista de vigilancia en carretera de forma absolutamente correcta. Pero al poco este aceleró y le hizo luces. Javier se detuvo en el arcén y tuvo la precaución de tirar de una esquina de la toalla para taparse mínimamente el paquete, no fuera a ser que lo denunciara por conducción indecente. El motorista descendió y se acercó a la ventanilla. Fornido y guapetón dijo muy educadamente: “Buenas tardes ¿Sabe usted que tiene un intermitente trasero roto?”. Javier pensó que lo habría visto al hacer el adelantamiento. “Sí que lo sé. Precisamente llevo un repuesto en el maletero. Tendría que ir a un taller para que me lo cambien”. “No es conveniente circular así ¿No sabría hacerlo usted mismo?”. Javier captó que al guardia se le iba la vista a lo que tan precariamente tapaba la toalla. “Es que soy un manazas para estas cosas… Si pudiera ayudarme usted…”. Sabía que había dado en el clavo, porque el motorista, tras pensar unos segundos, dijo: “De acuerdo… Pero aquí estamos a pleno sol. Si se adentra en aquel grupo de árboles será más cómodo”. Javier tuvo que contener una sonrisa al responder: “Es usted muy amable. Allá voy”.

Coche y moto se adentraron en el discreto paraje indicado. El guardia bajó de la moto y se extrañó de que Javier siguiera en el coche. “¿Qué espera?”, preguntó asomándose. Javier puso voz de falso pudor. “Es que ya ve cómo voy…”. “¡Bah, hombre! Póngase la toalla, si quiere”. A este ‘si quiere’ le encontró Javier un punto de morbo. Pero, con una cierta prevención de respeto a la autoridad, optó por no precipitarse. De todos modos bajó del coche dándole la espalda al policía aparentando recato, aunque se tomó su tiempo para sacar, estirar y ceñirse a la cintura la toalla que, al no ser demasiado grande, quedó precariamente sujeta. Iba pensando: “Mírame el culo, que lo demás te lo enseñaré luego”. “¡Vamos, vamos!”, lo apremió el guardia algo nervioso. Calmosamente para que éste llenara su vista con sus exuberantes formas, abrió el maletero atestado de cachivaches. Sabía perfectamente dónde estaba la caja con el accesorio nuevo, pero revolvió por el lado contrario. “Yo diría que estaba por aquí”. El policía se le arrimó y empezó a buscar también. Se rozaban y, al sentir el vello del brazo del guardia contra el suyo, empezó a ponerse cachondo. No dudaba de que al otro le pasaba algo parecido.

Al fin dieron con la caja pero, para sacarla, había que apartar una tumbona plegable que se había enganchado con el respaldo del asiento posterior. Javier adentró el cuerpo para intentar moverla sin mucho éxito. Entonces el policía, impaciente, se abrió paso casi echado sobre Javier. “Espere, hay que levantarla de aquí”. Con el cuerpo tenso, el guardia mantuvo subido un extremo de la tumbona y Javier pudo así sacar la dichosa caja. Pero al enderezarse con ella en la mano, la toalla se le aflojó de la cintura y cayó al suelo. El policía quedó paralizado, todavía medio tumbado dentro del maletero innecesariamente, y con la  descocada entrepierna de Javier en la línea visual. Éste con la caja en alto y una sonrisa cínica preguntó: “¿Vamos a cambiar el piloto ahora?”. “¡Sí, claro!”, contestó el guardia confuso. “Entonces voy a tener que buscar un pantalón…”, dijo Javier. “No nos entretengamos más… Si no hay nadie por aquí”, contestó el policía poniéndose ya derecho. “Está usted…”, replicó Javier con intención. “No lo multaré por eso”, quiso bromear el guardia. “Entonces no tengo nada que ocultar”, dijo Javier en el mismo tono. Se puso a abrir la caja para sacar la pieza, consciente de que el policía, que extraía mientras una bolsa de herramientas de la mochila de su moto, no le quitaba ojo. “Supongo que ajustará bien… Usted es el que entiende”, dijo  Javier con la pieza en la mano. El guardia se agachó para desatornillar le piloto roto y Javier descaradamente se puso a su lado con todos los ornamentos viriles a la altura de su cara. Los tornillos se resistían a salir y el policía se ponía nervioso. Su camisa marcaba manchas de sudor cada vez más extensas. Se enderezó resoplando. “¿Por casualidad no tendrá 3-en-uno o algo similar?”, preguntó. “Creo que sí. Miraré en la guantera”, dijo Javier y añadió: “¡Pero hombre, quítese la camisa, que la está empapando! … Si no hay nadie por aquí”. Empleó la misma frase que había pronunciado el guardia.

Cuando volvió con el lubricante, el policía lucía ya un torso robusto y velludo, brillante por el sudor. Se agachó de nuevo para rociar los tornillos y el pantalón se le bajaba por detrás haciendo visible el comienzo de la raja del culo. Javier no pudo evitar, ni quiso, que la polla le fuera engordando. La nueva broma del guardia fue algo más que condescendiente. “Eso sí que lo podría multar…”. “Debería cachearme”, lo provocó Javier. “Si quiere que juguemos… ¡Ponga las manos sobre el techo del coche y separe las piernas!”. Javier obedeció encantado. “¡A fondo, eh! Que nunca se sabe”. Las manos del policía, cuyo temblor notaba Javier, cayeron sobre él siguiendo un método profesional, carente de sentido en este caso, en que todo estaba al descubierto. Iba palpando los brazos hasta las axilas y recorría los costados. Arrimándose y rozando con el velludo pecho la espalda de Javier, llevaba las manos hacia delante. Agarraba las tetas que, en la postura que ponía Javier, estaban colgantes. Siguió manoseando la peluda barriga, pero se detuvo bajo el ombligo. De ahí pasó a las piernas, de una en una y de abajo arriba. Cuando subía por los muslos, Javier sentía los dedos cosquilleándole los huevos. El culo fue objeto de una inspección especial. Las nalgas eran manoseadas y la raja escrutada. Javier se atrevió a decir: “La de cosas que se pueden meter ahí…”. Pero el policía dio una nueva orden. “¡Ahora de frente y con las manos tras la nuca!”. Javier se plantó sin poder evitar una sonrisa socarrona. En paralelismo con su firme erección, el guardia marcaba un inequívoco abultamiento en el pantalón. “Le convendría airearse también por ahí abajo… Lo puedo ayudar”, le soltó Javier. Pero el policía lo atajó. “Está resultando ser un sujeto peligroso”, replicó severo, “Voy a tener que esposarlo”. Javier le tendió los brazos juntando las muñecas. “Usted es la autoridad”. “¡No, a la espalda!”, ordenó el guardia, que tomó las esposas y se las puso a mi obediente amigo. Luego las sujetó a una de las manillas del coche. La postura de Javier, con el torso ligeramente arqueado hacia atrás, resaltaba aún más la turgencia de su polla. “Ahora sí que estoy en sus manos”, dijo provocador.

El policía se decidió ya y, desviando su mirada de la de Javier, se soltó el cinturón y bajó la cremallera del pantalón. Este se escurrió hacia abajo y, por la bragueta de los bóxers, asomaba la incontrolada polla. Los bajó también y toda la robusta delantera quedó al descubierto. Obviando comparaciones, Javier se dijo que aquella verga tan dura le podría poner la mar de contento el culo. Pero el guardia tenía de momento otras intenciones. Con Javier inmovilizado, se le acercó con los ojos cargados de lujuria. Le plantó las manos en las tetas y las amasó para, a continuación, pinzarles los pezones. “¡Uf, uf!”, emitía Javier dramatizando el gusto que le daba. Como en un impulso irrefrenable, los tomó con la boca, chupándolos y mordisqueándolos. “¡Aj, aj!”, seguía Javier. Mientras la mano del guardia iba resbalando por la barriga y el pubis hasta agarrar la polla. La frotó y sacudió con energía, lo que hizo que Javier se encogiera. Más calmado, fue bajando hasta caer de rodillas. Levantó la polla y metió la cara para alcanzar los huevos con la lengua. La pasaba de uno a otro con lamidas que hacían estremecer a Javier. Volvió a ocuparse de la polla y, con un dedo, extendió por el capullo la gota brillante que destilaba la punta. De un sorbetón engulló la polla casi entera. Javier resoplaba totalmente entregado. El policía combinaba la mamada con frotaciones manuales, que provocaban un enervante subibaja en el deseo de Javier. “¡No me aguanto!”, decía éste, y el otro frenaba, para reanudar con más intensidad. Cuando el primer borbotón de leche empezó a brotar, la boca del guardia se acopló a la polla para recogerla toda, mientras a Javier gimiente se le aflojaban las piernas. Una vez hubo tragado, el policía, como si aquello hubiera tenido que hacerlo por obligación, dijo muy serio: “¡Vaya trabajo que me está dando!”. Javier, que prefirió seguirle la cuerda, calló humildemente.

El guardia soltó ya a Javier de la manilla, aunque solo abrió una de las esposas y, pasando los brazos hacia delante, volvió a cerrársela. “¡Apoye los antebrazos sobre el capó!”. Javier captó enseguida de qué iba y se colocó con el culo en pompa. “¡Soy todo suyo!”, declaró. El policía ignoró esto último y le ajustó las piernas a su gusto. Volvió a sobar el culo y se centró ahora en la raja. La abrió al máximo y escupió sobre el ojete. La súbita humedad sobrecogió a Javier que, no obstante, hubo de soportar una inmisericorde metida de dedos. “La verga será más agradable”, se dijo.  Y aunque le dio una brusca clavada, rezongó más que a gusto. Éste aumentó a medida que el bombeo se hacía intenso y persistente. “¡Qué buenos métodos tiene!”, “¡Cómo va al fondo!”, lo estimulaba Javier sin salirse de su papel. El policía crispaba las manos en las caderas y, con los meneos que le daba, Javier tenía que afirmar los codos para no resbalar sobre el capó. Sintió la tensión del cuerpo del policía y las sacudidas que daba entre resoplidos. Javier se regocijó por la leche que debía estarle inyectando. Al fin le quedó vacío el culo y, cuando se enderezó todavía esposado, el guardia ya se estaba subiendo los pantalones.

Mantuvo el tipo hasta el último momento porque, tras quitarle las esposas, se puso la camisa y se ajustó el casco. Muy serio dijo: “Ahora se podrán sacar los tornillos. Cambie usted mismo el piloto”. Arrancó la moto, se montó y, con un saludo marcial, salió disparado. A Javier, divertido y satisfecho, no le quedaban ganas desde luego de seguir con el bricolaje. Así que echó la caja nueva en el asiento de atrás y se metió en el coche para reanudar su camino. Si lo paraba otro guardia de tráfico, ya se apañaría...

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Confesión de un casado


Un cura sesentón, ardoroso y libertino si se terciaba, se hallaba sentado en su confesionario a la espera de que apareciera algún alma atormentada. Para matar el aburrimiento, leía una novela picante que camuflaba bajo las tapas de su breviario. De pronto vio que un hombre se arrodillaba en un banco próximo. Era no muy alto y regordete, más próximo a los cincuenta que a los cuarenta años. Su rosto, de rasgos viriles, afables y arrebolados, denotaba preocupación. El cura soltó el breviario y corrió la cortinilla delantera. El penitente se levantó y fue a arrodillarse ante la celosía lateral. “Te escucho, hijo”, dijo el cura. En lugar de una rutinaria confesión, el hombre expuso directamente: “De un tiempo a esta parte me acosa un problema, padre”. “Puedes contármelo, hijo”. “Verá. Soy un hombre casado y, últimamente, no consigo apartar pensamientos malsanos”. “¿Sobre otra mujer?”. “Peor todavía. Sobre un hombre”. El cura se interesó más. “¿Solo pensamientos?”. “Desde luego… Es que se trata de mi suegro… Bueno, no exactamente. Mi suegra era viuda y hace poco se volvió a casar”. “¿Y qué te ha pasado entonces, hijo?”. El hombre fue explayándose: “Cuando lo conocí me causó una impresión extraña. Pero este verano estuvimos en su casa y verlo en la piscina, y hasta una vez desnudo en la ducha, me trastornó. Desde entonces no consigo quitármelo de la cabeza”. Al cura se le aguzó la curiosidad y preguntó algo que no venía mucho al caso: “¿Cómo es tu suegro?”. “No sabría decirle…”. Pero el hombre añadió cándidamente: “Más o menos como usted”. Al cura se le encendió la lujuriosa lucecita de presa a la vista. Como ya revoloteaban algunas beatas que esperaban su turno, el cura dijo: “Me hago cargo de tu preocupación y me gustaría que lo habláramos con más calma… ¿Por qué no vienes esta tarde a mi despacho para poder atenderte cuanto sea preciso?”. El hombre quedó más tranquilo. “Así lo haré, padre. Es usted muy amable”. “Es mi deber, hijo… Llama directamente a mi casa, que está aquí al lado”.

El cura por supuesto no se enteró de lo que confesaban las beatas, distraído como estaba acariciándose la entrepierna mientras maquinaba la mejor manera de seducir al atribulado varón. Una vez liberado de la tediosa carga, se dedicó a calcular al milímetro la puesta en escena. Primero se cuidó de dejar abierta la puerta que comunicaba el despacho con su habitación, de forma que se viera la cama, que dejó a medio deshacer. Nada de mesa de despacho por medio para la entrevista. Colocó dos butacas casi enfrentadas y no demasiado separadas. En cuanto al atuendo, la asociación con el suegro era fundamental. A falta de poder mostrarse desnudo, ni siquiera en bañador, acentuaría el desenfado. Desde luego quedaba descartada la sotana. En su lugar, viejo pantalón de andar por casa, casi de pijama, sin calzoncillos y con algún botón suelto de la bragueta, por si su prominente vientre se encargaba de dejar asomar alguna pizca de piel velluda. Los pies sin calcetines y con unas simples chanclas aumentaban la sensación de confianza y daban una cierta nota erótica. La camisa bien arremangada y por fuera del pantalón, estaría deficientemente abotonada.

El cura esperó impaciente y con una calentura incrementada por su deseo de seducción. Cuando sonó el timbre de la puerta, tardó un poco en abrir. Lo hizo entonces con fingida premura y aspecto apurado. “¡Perdona, hijo! Me había echado para una siesta, porque últimamente duermo muy mal, y se me ha ido el santo al cielo”. El visitante se disculpó. “¡Oh, lo siento! Puedo volver en otro momento”. “¡De ninguna manera! ¡Pasa, pasa!”. Conduciéndolo al despacho, el cura comentó: “Mira cómo me has pillado… Me debería dar vergüenza”. “Para nada”, replicó el hombre educado, “Está usted en su casa”. En el despacho el cura dijo: “Sentémonos aquí. Será más cómodo… Por cierto ¿cómo te llamas?”. “Carlos, padre”. “Bienvenido, Carlos”. Ocuparon sus butacas que, al no ser muy altas, les hacía mantener las piernas separadas y las rodillas algo subidas. Orondos como eran los dos, las llenaban bastante. El cura puso su cara más afable y, en silencio durante unos segundos, miró a Carlos intensamente, al tiempo que se hacía mirar. Sabía que el paquete le había quedado bien marcado al borde de la butaca y la camisa, con los faldones hacia los lados y el botón de abajo suelto, mostraba el triángulo del ombligo sombreado por el vello. Comprobó que la inquieta vista de Carlos no sabía dónde posarse, y entonces habló. “Decías que la imagen de tu suegro de este verano te atormentaba… ¿No te había pasado antes algo semejante?”. “Ahora comprendo que he vivido en una cierta confusión… Siempre he sentido admiración por los hombres mayores y de presencia rotunda, pero esto…”. El cura afirmó más que preguntó: “Es deseo carnal ¿no?”. Carlos se ruborizó. El cura prefirió no incidir más en ese tema de momento. En un gesto tranquilizador se echó hacia delante y puso una mano en la rodilla de Carlos. “¿Cómo llevas tu matrimonio?”. “Al principio bien, en todos los sentidos. Pero poco a poco, como no llegábamos a tener hijos, fuimos abandonando el sexo. Desde hace años simplemente nos llevamos bien”. “Eso pasa en los matrimonios más de lo que te imaginas”, dijo el cura con autoridad. Enseguida volvió al tema que le interesaba. “¿Por qué dijiste antes que tu suegro era como yo?”. Carlos volvió a sentirse cortado. “Bueno… Son de edad similar y los dos bastante robustos”. “Viejos y gordos”, bromeó el cura. “Yo no lo diría así”, replicó Carlos. “Tú también tienes sobrepeso”, dijo el cura en el mismo tono alegre y presionándole la rodilla. Carlos asintió con un nuevo acceso de rubor.

El cura entró en una nueva fase y, echándose hacia atrás, dijo como hablando para sí: “Habremos de ver cómo te libramos de esas inquietudes”. Pero, como si la intensidad de sus reflexiones le hicieran desligarse de los movimientos de su cuerpo, al estirase sus rodillas llegaron a rozar las de Carlos y la camisa dejó ver aún más porción de barriga. Se incorporó levemente para mirar a Carlos y, en cierta contradicción con su postura desenfadada, le dijo ya directamente: “La verdad es que ahora veo incorrecto haberte recibido con esta pinta tan poco sacerdotal…”. “No se preocupe. Ha sido una actitud de confianza”, trató de transmitirle Carlos una tranquilidad que él mismo no tenía. El cura insistió. “Al saber que me encuentras parecido con tu suegro…”. “¿Qué quiere decir?”, preguntó Carlos algo alarmado. El cura contestó como si le costara expresarse. “Que ese deseo carnal del que hemos hablado puede surgir cuando menos se espera”. Carlos quedó callado unos instantes hasta que llegó a decir: “Creo que no lo entiendo…”.

El cura quiso aflojar la presión sobre Carlos. Pero se echó hacia delante y volvió a propiciar que el paquete rebasara el borde de la butaca. Como la barriga le presionara el vientre, la bragueta dejó alguna abertura por el que salió algunos pelos del poblado pubis, que precisamente resaltaban por el color claro del pantalón. “Vamos a reflexionar…”, dijo con voz conciliadora. “Piensa en cuál habría sido tu reacción en el caso de que tu suegro también se hubiera sentido atraído por ti o incluso te hubiera provocado”. “Es que estoy seguro de que eso no podría haber ocurrido…”, protestó Carlos. “Pero haz el esfuerzo de ponerte en la hipótesis y no te engañes a ti mismo ¿Te habrías dejado llevar por el deseo?”, insistió el cura. “Menudo problema familiar…”, desvió el tema Carlos. “Prescinde de eso ahora, por favor. Ponte en la situación de una persona que desea y es deseado”. Con dificultad y voz débil, Carlos acabó reconociendo: “Es posible que me hubiera dejado llevar”. El cura volvió a apretarle las rodillas para darle ánimos y dijo: “Sería una reacción natural, no se puede negar”. La sorpresa de Carlos superó su incomodidad. “Que sea usted quien me diga eso…”. “¿Porque soy sacerdote? Muchas veces se dicen cosas que no son las que se piensan, y eso pasa también entre nuestra casta”. “Vuelvo a no seguirlo, padre”, se quejó Carlos.

Entonces el cura se puso de pie diciendo: “¡Deja ahora eso de ‘padre’!”. Inició un discurso yendo lentamente de un lado para otro y llegando a pasar por detrás de Carlos, que lo escuchaba cabizbajo. “Aunque seas un hombre casado, me has dicho que el sexo ya no forma parte de tu matrimonio. Sin embargo, sigues estando en la plenitud de tus facultades. ¿Es tan insólito que en un momento dado de tu vida hayas sentido una atracción nueva por otra persona? Claro que era tu suegro. Pero eso lo ha propiciado la cercanía. Y resulta que se trata de un hombre. Eso es algo que no se escoge. Negártelo a ti mismo es lo que te ha sumido en la angustia. ¿Se ha de vivir con ella? Sinceramente te digo que no”. En una de sus vueltas puso las manos por detrás sobre los hombros de Carlos y los presionó suavemente. “Dime qué efecto te produce esto”. Carlos musitó: “Agradable”. “Pues a mí también me agrada hacerlo”. Carlos entonces llevó una mano a un hombro y estrechó la mano del cura. “Gracias”, dijo tenuemente.

El cura se decidió a dar un paso definitivo. Se plantó ante Carlos y dijo: “Estoy dispuesto a hacer un experimento que te puede parecer osado y hasta escandalizarte”. Hizo una pausa creando expectación y añadió: “No tengo el menor reparo en desnudarme ahora aquí mismo”. Carlos no pudo menos que sorprenderse, pero permaneció callado. El cura entendió que no había rechazo y, tras decir: “Quiero saber tu reacción sincera”, fue quitándose la camisa, que dejó sobre la butaca, y todo seguido echó abajo los pantalones, de los que se deshizo con los pies descalzos. Su pulsión exhibicionista estaba colmada y, para completarla, se agachó para recoger los pantalones dándole la espalda a Carlos y luciendo el gordo culo. Volvió al frente y allí estaba, tetudo, barrigón y velludo, con el contundente sexo emergente de la intersección del poblado pubis y los robustos muslos. “Ya me ves… ¿Encuentras algo malo en ello?”. A Carlos le parecía que le iba a salir el corazón por la garganta, pero aún pudo decir: “Desde luego que no”. El cura se permitió ironizar. “¿Me sigues comparando con tu suegro?”. “No sabría decirle… Usted me parece más real”. “Y más disponible”, agregó el cura. “¿En qué sentido?”. “Eso lo decides tú”.

Carlos se puso ya de pie y se acercó al cura. Llevó las manos a los brazos de éste y los acarició lentamente. “Nunca pude imaginar que llegaría a hacer esto”. “Es una de las cosas hermosas que nos depara la vida”, replicó el cura. Las caricias se extendieron al pecho y el cura noto que empezaba a excitarse. Pero no quería todavía presentar por las buenas una erección. Por eso dijo: “¿No deberías seguir mi ejemplo?”. “¿Quiere decir que me desnude?”. “Sería lo justo a estas alturas ¿no te parece?”. “Temo decepcionarlo”. “Estoy seguro de que no lo harás”. Carlos se separó y se quitó la cazadora que llevaba sobre un polo. Éste se lo sacó por la cabeza y mostró un torso bastante lleno con unos pechos pronunciados. Su piel era clara y el vello, nada escaso, tiraba a rojizo. Titubeó al ir a sacarse los pantalones tras descalzarse, pero al fin se los bajó arrastrando con ellos los calzoncillos. Se lo había quitado todo con más agilidad de la que mostró el cura. El vello algo más oscuro del pubis enmarcaba una polla regordeta que elevaban los huevos bien pegados. Toda su piel se sonrosó cuando se situó ante el cura y dijo: “Aquí me tiene también”.

El cura puso las manos sobre los hombros de Carlos, con los brazos estirados para contemplarlo bien. “Hazte a la idea de que te deseo, hijo”, declaró. Carlos bajó la mirada azorado. El cura añadió: “Me gustaría oírte si tú me deseas también”. “Creo que empecé a sentirlo desde que me abrió la puerta”, confesó Carlos. El cura se congratuló por la eficacia de su provocación y la neutralización de los prejuicios de Carlos, aunque no pensaba enseñar todas sus cartas. Ahora había que pasar ya a la acción. Así que preguntó: “¿Ya sabes lo que pueden hacer dos hombres que se desean?”. “No mucho, pero enséñemelo usted, que sabe de todo”, contestó Carlos mostrando su disponibilidad. El cura sujetó la cabeza de Carlos y pegó los labios a los suyos. Apretó con la lengua que ocupó la boca de Carlos. Hubo enredo de lenguas, más activa la del cura. El choque de barrigas dificultaba que los bajos se acoplaran. El cura se inclinó luego para llevar la boca a una de las ricas tetas, mientras con una mano estrujaba y pellizcaba la otra. Carlos tuvo un subidón de placer, más electrizante cuanto más fuerte era la succión. Pensó que, en un tiempo ya lejano, su mujer tal vez se las había besado, pero nada comparable a esta intensidad.

Embelesado como estaba, no se dio cuenta de que, al pasar la boca del cura a chupar la otra teta, también había bajado una mano, y se sorprendió al sentirla asiendo su polla erecta. Emitió un suave jadeo y a su vez buscó la verga del cura. La dureza y gordura que notó en la mano le dieron vértigo ¿La tendría así su suegro? Pero el cura acaparó enseguida su atención. “Ya ves que me entrego por completo a ti… ¿Qué deseo ha sido el primero que te ha venido ahora a la cabeza?”. Carlos presionó la verga del cura. “Me da vergüenza decirlo… pero querría besarla”. Al cura le excitó aún más la idea de la ansiosa boca de Carlos bajándole a la entrepierna. “¡Pues claro! Yo deseo hacer lo mismo contigo”. Pero antes quiso darle una lección práctica al inexperto Calos. Tiró de él para llevarlo ya al dormitorio. Lo empujó suavemente hasta hacerle echarse sobre la cama. La polla de Carlos se elevaba en vertical. El cura se inclinó mientras decía: “Ésta es mi otra forma de besarte”. Cerró los labios en torno al capullo y los fue resbalando hasta tener la polla casi entera en la boca. Todo el cuerpo de Carlos se estremecía con cada succión. Pero el cura no quería ni mucho menos que Carlos, en su excitación, se fuera a correr anticipadamente. Por lo que soltó la polla y ofreció: “Ahora puedes tener la mía también”. Carlos resbaló de la cama y se arrodillo ante el cura. Cogió la verga con veneración y, primero, la fue cubriendo de besos. Luego se decidió a hacer lo que acababa de aprender.

Al cura, más que la eficiencia de la mamada, lo que lo henchía de excitación era comprobar cómo Carlos se iba amoldando a sus designios, lo que le incitaba a avanzar hacia la posesión total. Detuvo a Carlos y lo levantó. Lo abrazó de nuevo con ardor y buscó su boca, fundiéndose en un intercambio de saliva con sabor a sexo. “¡Vamos a unirnos cada vez más!”, declaró. Carlos, enfebrecido, no quería ya sino dejarse llevar por donde el cura lo condujera. “¡Sí, es lo que deseo!”. Pero cuando el cura lo puso bocabajo sobre la cama diciendo: “Así es como culmina el amor entre dos hombres”, lo recorrió un escalofrío de pavor al intuir de qué se trataba. “No sé si estoy preparado…”, se atrevió a expresar. El cura, sin embargo, no tenía ya freno y le estaba sobando las nalgas que separaba para recrearse en la raja. “Es el sacrificio que me debes”, proclamó. Varios salivazos corrieron por el canal y Carlos sintió con sobresalto que un grueso dedo se le removía en el ano. Aguantó ofuscado por lo que vendría a continuación. Que en efecto fue la verga del cura penetrándolo con toda su envergadura. Su respeto reverencial hacía que ahogara los gemidos que le llenaban la garganta. El cura impulsaba ahora la verga con ahínco y la quemazón que traspasaba a Carlos se intensificaba.

Fue la propia lujuria desatada del cura lo que, para alivio de Carlos, hiciera que cambiara de tercio. Mejor que correrse dentro del culo de Carlos, el cura prefirió un acto de dominación aún más lascivo. Blandiendo la verga recién sacada, buscó la cara de Carlos. “¡Abre la boca, que te voy a dar todo lo que está a punto de salirme!”. Carlos, aturdido,  se amorró a la verga y, en pocos segundos, fue recibiendo borbotones de ácida leche. El cura le sujetaba la cabeza obligándolo a tragar hasta que la verga empezó a aflojarse. Antes de que Carlos asimilara todo lo ocurrido, el cura dio cobertura solemne a su arrebato. “He hecho por ti todo lo que estaba en mi mano”. Carlos balbució: “¡Sí! Creo que es lo que deseaba”. El cura hurgó en la herida desencadenante de la situación. “¿Habrías preferido hacer todo esto con tu suegro?”. Carlos suspiró rendido. “Pienso que ya me olvidaré de él… Con usted ha sido todo tan intenso…”. “Sabes que siempre puedes acudir a mí para reconfortarte”, ofreció cínicamente el cura, aunque ya empezaba a tener ganas de desembarazarse del neófito.

Sin embargo Carlos todavía se atrevió a reconocer: “Sigo muy excitado… Si no me desfogo reviento”. “¡Claro, claro! Es lo que te conviene”, dijo el cura desentendiéndose ya, “Alíviate tú mismo sin vergüenza”. “¿Podré mirarlo mientras?”, pidió Carlos que ya se había echado mano a la polla. “Aquí me tienes… Yo también quiero ver cómo te vacías para mí”, respondió el cura, que no se ofrecía para más. Carlos, con un cierto desamparo, se la meneó con ansia y la vista clavada en el cuerpo que, con su obscena exuberancia, se había plantado ante él. No tardó en resoplar al tiempo que su polla lanzaba chorros de leche sobre su barriga. El cura aún tuvo un detalle lujurioso. Pasó una mano por el mojado vientre de Carlos y le extendió la leche hasta el pecho. Luego le metió los dedos pringados en la boca. “Une tu semen al mío que acabas de beber”.

El cura ni siquiera ofreció ducharse a Carlos y pareció dar la visita por acabada. Carlos se vistió lentamente, todavía con la cabeza dándole vueltas. El cura no siquiera de molestó en cubrirse, ufano del impacto que su desnudez causaba a aquél. No obstante reiteró su ofrecimiento, pero obviando el contenido sexual del encuentro. “Cuando necesites hablar conmigo, llámame por teléfono y te daré cita”, dijo escuetamente, ocultándose tras la puerta que cerró en cuanto la traspasó Carlos. En realidad ya pensaba que, dado el caso, le iría dando largas. Precavidamente prefería que estos penitentes de sexualidad confusa no se le engancharan. Con sarcasmo se dijo que si el suegro no aprovechaba lo a punto de caramelo que le había dejado a Carlos, él se lo perdía.