domingo, 17 de diciembre de 2017

Papá Noel sale del armario (2)

2 – El sueño de Ernesto

Ernesto no encaraba con demasiada ilusión las celebraciones navideñas. Cincuentón con sobrepeso y medio calvo, desde hacía años mantenía con su mujer una relación de convivencia acomodaticia. En la Nochebuena estaban invitados a cenar en casa de su cuñada y el plasta de su marido, cosa que a Ernesto le daba cien patadas. Sabía que el concuñado, un hombretón extrovertido y parlanchín, se dedicaría todo el tiempo a presumir de lo bien que hacía todo, desde sus negocios a sus aficiones deportivas o culinarias. Efectivamente fue lo que ocurrió y Ernesto hubo de soportar estoicamente la inevitable cháchara. Claro que sus pensamientos volaban libres y se desahogaba con sus propias ocurrencias, tal como: “Te metería la polla en la boca, a ver si te callabas”. Y no solo para eso porque, eso sí y pese a todo, reconocía que el tipo tenía un buen revolcón.

De vuelta a casa, Ernesto y su mujer ocuparon sus respectivos espacios, que no traspasaban desde tiempo inmemorial, en el lecho conyugal. Con la pesadez de la cena y de las mezclas alcohólicas, Ernesto se sumió en un sueño inquieto…

Le pareció oír un ruido extraño en algún sitio de la casa. Miró a su mujer que no se había inmutado. Decidió salir de la cama y, en pijama y descalzo como estaba, salió de la habitación y fue bajando silenciosamente la escalera. En la sala había encendida una pantalla y una figura hizo sombra al pasar ante ella. Ernesto se asomó sigiloso a la puerta, con el corazón palpitante, y no podía creer lo que vio. Alguien se había repantigado relajadamente en su butaca favorita. Pero lo más insólito todavía era que ese alguien, cuyo rostro quedaba sombreado, estaba completamente desnudo ¡Y vaya desnudo más impresionante! “Te estaba esperando, Ernesto”, oyó éste, al que, en el tono de la voz campanuda, le pareció percibir algo vagamente familiar.

Con los ojos abiertos como platos y paralizado por el asombro, Ernesto sacó fuerzas para preguntar tratando de no alzar la voz: “¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?”. El intruso, sin darle respuesta, le dijo: “¡Acércate, hombre! Que estás en tu casa”. Ernesto, que se sentía ridículo con su pijama en el quicio de la puerta, dio unos tímidos pasos y ya no tuvo la menor duda. “¡¿Tú?!”, gritó saliéndole un gallo. Porque no era otro que el marido de su cuñada, con el que habían estado cenando hacía unas horas. “¡Sí, yo mismo!”, dijo el otro, “Estoy aquí para que puedas realizar un deseo que has tenido mientras hablaba en la cena,…aunque el motivo pueda parecerme algo ofensivo”. Rio relajado y separó las piernas provocador. “Pero eso ahora no importa… Quiero que disfrutes conmigo”. Se acarició lascivamente las tetas velludas y arrastró una mano por la barriga para palparse la entrepierna. Añadió: “¿Vas a decir que no te gusto?”.

Ernesto se debatía entre una completa incomprensión y el cosquilleo que empezaba a notar en la entrepierna. Aquel hombre, o lo que fuera, conocía sus pensamientos más íntimos y, por tanto, debía saber de las fantasías que se hacía de vez en cuando acerca de su concuñado imaginándolo desnudo –lo más que había visto de él era en la playa y entonces ya le había impresionado– y  de cómo sería poder meterle mano. Como confirmación de esta especie de telepatía, el intruso se puso de pie. “¡Ven! Acércate sin miedo y comprueba que no soy un ectoplasma”. Ernesto no pudo evitar avanzar hacia él y ponerle una mano en el pecho. El calor de su piel y hasta el latido del corazón lo electrificó. No se dio cuenta de que el otro había bajado una mano y le estaba tocando por encima de la bragueta del pijama. “Esto me dice que crees lo que te digo”, comentó. Porque, en efecto, la visión y ahora el tacto de su concuñado –sí, ya no dudaba–estaba haciendo que la excitación se hiciera más fuerte que el miedo y la incredulidad.

Ernesto se sintió de pronto ridículo con su pijama, mientras el concuñado le estaba sacando la polla y la acariciaba poniéndola aún más dura. De nuevo le leyó el pensamiento. “No deberías seguir con esto… ¿Te lo quitas tú o te ayudo yo?”. Sin esperar contestación, se puso a desabrochar los botones de la chaqueta, que ya Ernesto dejó que le sacara por los brazos. Luego, con la polla todavía en su mano, con la otra soltó el botón que sujetaba el pantalón del pijama, que se deslizó a los pies. “Me gusta estar los dos así”, dijo el concuñado. “¿Pero tú…?”, empezó a preguntar Ernesto dudando de que la atracción pudiera ser recíproca. Pero el otro lo interrumpió. “Olvídate de eso ahora… Me has deseado y aquí me tienes. Esta noche va a ser nuestra”. Ernesto pudo comprobar que presentaba una erección no menos real que la suya.

Cuando el concuñado abrazó a Ernesto y unió los labios a los suyos metiéndole la lengua, ya voló por el aire cualquier temor y prevención. Se olvidó de su mujer, de su cuñada y hasta de lo gordo que le caía su marido. Fuera como fuera, ahora lo tenía allí en carne y hueso tal como lo había deseado subrepticiamente. Jugó también con su lengua y, cuando hubo de parar para tomar un respiro, le salió del alma: “¡Hostia, qué bueno estás!”. Ahora usó las manos para palpar y sobar aquel cuerpo suculento que se le ofrecía. Porque además el concuñado, mientras Ernesto le estrujaba las tetas y pasaba los dedos por el vello de pecho y barriga, no solo se dejaba hacer con murmullos de placer, sino que a su vez le correspondía con caricias y besos, pronto convertidos en chupadas a los pezones, que a Ernesto le pusieron la piel de gallina. Es más, se soltó de éste y, sentándose en la mesita baja, lo atrajo hacia él por las caderas. “Esto es lo que quisiste hacer en la cena ¿no?”, dijo risueño. Entonces, con un cierto recochineo, abrió la boca y tiró de Ernesto para que su polla le entrara. La abarcó con los labios y chupó lenta y suavemente, cosquilleándole los huevos a la vez. A Ernesto le temblaban las piernas, y no solo por la deliciosa mamada, sino también por estar viendo a su concuñado, con todo su magnífico corpachón,  inclinado ante él comiéndole la polla.

De pronto Ernesto tuvo un imperioso deseo y pidió: “¡Deja que te lo haga yo también!”. “Te reservas ¿eh? Pillo”, dijo el otro que no dudó en ir a sentarse en la butaca, echado hacia atrás y abierto de piernas, mostrando provocador su contundente polla. Ernesto, fuera de sí, cayó de rodillas y se le agarró a los muslos. Lamió el capullo que destilaba un jugo salado y luego engulló todo lo que le cabía en la boca. Mientras chupaba estiraba los brazos para alcanzar las tetas que, desde la posición en que estaba, veía gordas y de duros pezones. De vez en cuando el concuñado le guiaba la cabeza. “¡Eres un fiera! Así me gusta”, lo incitaba. Poco después gemía y avisaba: “Vas a conseguir que me corra”. Ernesto no estaba ya dispuesto a frenarse e insistía ansiando beberse lo que fuera. Cuando por fin la leche fue brotando en abundancia, la tragaba como el elixir más exquisito. Ahíto levantó la cara con la barbilla chorreándole y miró al rostro satisfecho del otro, que le preguntó: “Te ha gustado ¿eh?”. Ernesto no contestó porque sabía que ya le leía en su mente que nunca había saboreado el semen de otro hombre.

El concuñado se sentó más derecho en la butaca y dijo al sofocado Ernesto: “No vayas a creerte que ya hemos acabado… Mira cómo estás”. Se refería a la erección que se le mantenía firme a Ernesto. “¡Sí, estoy muy caliente!”, reconoció éste. “Pues todavía tengo algo más que ofrecerte…”, manifestó insinuante el concuñado. Se levantó, se dio la vuelta e hincó las rodillas en la butaca. Volcando el torso sobre el respaldo, presentó provocador el culo en pompa. “¿No te gustaría desfogarte en él?”, preguntó con un lascivo meneo. Ernesto creyó enloquecer más todavía. Cuando aún notaba la leche en su boca, ahora lo tentaba con toda crudeza aquel culo esplendido, de nalgas anchas pobladas de vello suave. Éste oscurecía la raja que parecía latir pidiéndole que la abriera. Es lo primero que hizo al plantarle las dos manos y descubrir el ojete fruncido. Luego acercó la cara y lo lamió enfebrecido. El concuñado suspiró. “¡Oh, qué lengua tienes!”. Pero añadió retándolo: “¿Solo vas a hacerme eso?”. “¡No!”, exclamó Ernesto, “¡Te voy a follar!”. Ya se levantó y se dejó caer con todo su peso y la polla apuntando a lo que acababa de lamer. Al penetrar sentía una ardiente presión y no podía creer que estuviera dando por el culo a un tío, y menos al marido de su cuñada. Pero éste le dijo enseguida: “¡Sí, dame fuerte! ¡Tú sabes!”. Ernesto se puso a arrearle con una vehemencia inédita para él y la excitación le fue llegando al máximo. No le hizo falta oír “¡Lléname!”, para soltar una descarga que explotaba desde su cerebro.

El sueño, que hasta el momento había tenido un realismo increíble, se volvió confuso de pronto. Ernesto, obnubilado por el tremendo orgasmo, solo  pudo captar difusamente que una figura que parecía envuelta en algo rojo se diluía en la oscuridad. Ya sí que despertó con un sobresalto y oyó la voz de su mujer. “Ernesto ¿qué te pasa? No has parado de moverte en toda la noche y estás como congestionado… ¿Te sentaría mal algo de la cena?”. Ernesto contestó: “No te preocupes. He dormido estupendamente… Ahora me vendrá bien una ducha”. Al salir de la cama disimuló la humedad pegajosa del pantalón del pijama y también la sonrisa radiante que lució camino del baño ¿Con qué cara miraría a su concuñado la próxima vez que se encontraran?

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“¡Lo bien que me lo paso encarnado en el concuñado!”, exclamó Papá Noel al concluir el relato a los elfos. Porque él, gordo y más viejo que el tiempo, seguía conservando todo su vigor sexual, como había vuelto a demostrar ante aquéllos. Pero también disfrutaba alojándose en un buen cuerpo y ser objeto de deseo de un hombre hambriento ¡Y menudo lote se daba a costa del pardillo de Ernesto!


sábado, 16 de diciembre de 2017

Papá Noel sale del armario (1)

1 – Los elfos se divierten

Este año Papá Noel decidió salir del armario. Estaba harto de ir siempre haciéndole carantoñas a los niños y eso, con los tiempos que corren, podría dar lugar a malintencionadas habladurías ¡De él, que lo que le había gustado en toda su larga vida eran los tíos grandotes y peludos! Por ello convocó a sus elfos. Los de verdad, no esos enanitos asexuados de los que hablan las leyendas. Sí que tenían las orejas puntiagudas, pero aparte de eso los había ido reclutando a lo largo de los años de acuerdo con sus gustos, y de similares aficiones para evitar conflictos entre ellos. Hasta había tenido que llamarlos al orden algunas veces porque, distraídos en meterse mano unos a otros, ponían en riesgo la puntualidad de las entregas.

La consigna que les dio fue que, sin abandonar su misión de infundir dulces sueños a niños y niñas, que era algo en lo que estaban encasillados y que constituía el grueso de su negocio, se ocuparan también a partir de ahora en inspirar otro tipo de sueños. Papá Noel les habló, entre otros, de esos hombres maduros como ellos que, durmiendo junto a sus indiferentes esposas, agradecerían una ensoñación lo más realista posible de un revolcón con su jefe, el marido de su cuñada, su suegro… ¡Qué mejor regalo para ellos en la noche de Navidad! Como los elfos mostraran cierta inquietud por su falta de práctica en esta nueva misión, Papá Noel les informó de que, llegado el momento, conocerían un caso del que se estaba ocupando él personalmente…

(Hay que hacer notar que, en ese mundo mágico, no rigen las dimensiones de espacio y tiempo que conocemos, de modo que pueden estar pasando cosas diferentes a la vez. Así que es posible que Papá Noel esté de jolgorio con sus elfos y simultáneamente haga soñar a sus elegidos)

La convocatoria a los elfos, además de tener la finalidad de impartirles las nuevas directrices, también obedecía a la gran cena anual que precedía el inicio de los trabajos de reparto. Y en esta ocasión Papá Noel estaba decidido a que fuera sonada, para celebrar su liberación de prejuicios ancestrales. Iba ataviado con sus mejores galas: una casaca de terciopelo rabiosamente rojo y festoneado de piel blanca, que ceñía sobre su prominente barriga un ancho cinturón negro de hebilla plateada, y unos amplios calzones con las perneras remetidas en unos acharolados botines. NI siquiera le faltaba un gorro a juego, también bordeado de piel y con una borla que caía hacia un lado. De su rostro, poblado por una esponjada barba blanca apenas resaltaban unos vivarachos ojos.

Los elfos, a su vez, también debían cuidar su indumentaria, sobre todo porque Papá Noel les pasaba revista antes de que accedieran a la cena. Con su gorro rojo puntiagudo, a juego con sus orejas, tenían barbas rubias, oscuras o canosas, o bien lucían mofletes sonrosados. El resto de su vestimenta, que había sido diseñada a gusto de Papá Noel, tenía como elemento esencial unas mallas, que luego se llamaron leotardos y fueron derrotados por los más internacionales leggins, a rayas horizontales rojas y blancas. Todo encajaría en una cierta tradición si no fuera porque los elfos reales engullían en tan ajustada prenda sus generosas carnes. Ello les otorgaba un aspecto de lo más sexy, marcando los orondos culos y los robustos muslos y, por supuesto, realzando los cargados paquetes. Se completaba con una chaquetilla verde que ceñía el macizo torso y tan recortada, para que no tapara las mallas, que algunos mostraban el ombligo peludo.

Papá Noel se tomaba muy a pecho la revista a sus fieles servidores. Más que riguroso se mostraba ‘detallista’, y le gustaba comprobar cómo lucían sus enjundiosas figuras. Pasaba lentamente ante la fila que formaban, debiendo cada uno dar un giro en redondo para la inspección. “Ese paquete te queda torcido”, le decía a uno, y él mismo se lo ajustaba. A otro: “Siempre llevas bajas las mallas y enseñas media raja… Luego te quejas de que quieran darte por el culo”. “Mira estos dos, juntitos y empalmados… Habréis estado metiéndoos mano… Ya os podíais haber controlado un poco más”. Así iba observando y corrigiendo manualmente pequeños desajustes en la armonía del conjunto, lo que los afectados acogían agradecidos por la atención prestada.

Todo apunto ya para la cena, Papá Noel ocupó un sillón especialmente ornamentado en la cabeza de la larga mesa. Todos daban cuenta con gusto de los abundantes y exquisitos manjares, regados con no menos selectos vinos. Ni siquiera la invasiva barba constituía un obstáculo para que Papá Noel engullera como el que más. Igualmente disfrutaba con los chistes y chascarrillos subidos de tono que se cruzaban los alegres elfos, ya que creaban el ambiente más propicio para la sorpresa que les tenía reservada aquella noche.

Cosas de la magia, la gran mesa quedó despejada en un instante y el sillón de Papá Noel  se elevó hasta quedar al mismo nivel. Los elfos guardaron un silencio expectante al ver que su señor se ponía de pie majestuosamente. Su imponente estampa se reflejaba como en un espejo sobre la bruñida madera oscura de la mesa. Empezó a sonar una música de ritmo sincopado y Papá Noel dio unos pasos adelante tanteando con los pies. Poco a poco empezó a moverse con picardía al compás de la melodía, que cualquier humano habría identificado inequívocamente como típica de un striptease. A no otra cosa parecía que se iba a entregar el sicalíptico Papá Noel.

Con hábil gracejo, que contrastaba con la solemnidad del atuendo, empezó abriendo la hebilla plateada del cinturón que le ceñía la oronda tripa. Una vez quitado el cinturón lo volteó en el aire por encima de su cabeza y lo lanzó llevándose consigo el gorro de un elfo, que sin embargo rio divertido. A continuación fue soltando lentamente los botones bajo la tira de piel blanca que festoneaba el gabán. Éste se abrió y asomó su cuerpo velludo que, al desprenderse del todo de la prenda, se concretó en un provocador torso tetudo y barrigudo, que exhibió con orgullo. Se pavoneó dando vueltas, siguiendo la música, a lo largo de mesa, arrullado por los susurros y la emoción contenida que le venían del entorno. Dio unos gráciles pasos de baile para hacer salir los acharolados botines, calcetines incluidos, en que se remetían las perneras, y que arrojó de sí con danzarinas patadas. Eran recogidos por otros elfos como trofeo. Y siguió adelante… Los anchos calzones se sujetaban fruncidos por una cinta y el insólito stripper deshizo el lazo sujetando todavía la cintura. Hizo insinuadores amagos de dejarlos caer y la animación creció. Cuando al fin los calzones cayeron, aparecieron unos impolutos calzoncillos blancos que le cubrían hasta medio muslo,  lo que aumentó las risas y los aplausos. Pateó para sacarse los pantalones por los pies y los desplazó hacia un lado. Solo con esos calzoncillos, sus piernas recias y velludas iban completando la exposición del rotundo cuerpo.

Incrementó el ritmo de la danza a la vez que los gestos se hacían más y más explícitos. Se manoseaba las tetas e iba bajando las manos sobre los calzoncillos, tensándolos para marcar el paquete. Se daba la vuelta y ponía el culo en pompa sobándose las nalgas. Todo esto lo hacía además Papá Noel acercándose a los elfos sentados a uno y otro lado de la mesa convertida en pasarela. Dejaba que le dieran toques, agachándose para acercarles las tetas o arrimándoles el culo. Así iba subiendo la excitación de aquéllos, aunque se contenían para no interferir en la continuidad del espectáculo. Así, cuando se puso a tontear con la cinturilla de los calzoncillos, sembró la duda de si sería la última prenda que le quedaba. La estiraba y miraba con sonriente picardía a su interior. La bajaba por un lado mostrando parte de una nalga, hasta que, de un rápido tirón, los calzoncillos cayeron abajo. Lo que surgió ahora fue objeto de gran alborozo. Un minúsculo tanga rojo apenas contenía el abultado paquete, perdiéndose en su voluminoso y varonil corpachón, agitado por indisimuladamente lascivos pasos de baile. Al volverse de espaldas, la fina tira de sujeción se le hundía en la raja, de modo que sus gruesas y velludas nalgas, que él se encargaba de agitar y palmear, se mostraban sin recato.

Fue retrocediendo hasta el extremo de la mesa donde estaba su sillón y, sin ponerse de frente, soltó el diminuto broche que mantenía tersa la cinta del tanga y éste cayó a sus pies, con entusiastas aplausos. Aún se mantuvo de espaldas y, así, llevó una mano a la cabeza y se quitó el gorro, desvelando un cabello tan blanco como la barba. El gorro le sirvió a Papá Noel, al darse ya la vuelta, para que sujetado a dos manos, con su forma cónica invertida y la borla blanca colgante, le mantuviera oculto el sexo. Como la música había cesado, hubo la impresión de que tal vez con ello acababa lo que Papá Noel estaba dispuesto a mostrarles. Pero, con su expresión sonriente y satisfecha, lo que pretendía era justo lo que ocurrió. Que un sector enardecido de los elfos, desbordando la respetuosa contención que habían mantenido y dando palmadas en la mesa, pidieran insistentes: “¡Más, más!”, “¡Todo ya!”.

Papá Noel se dispuso entonces a complacerlos y, sin necesidad de acompañarse ahora con música, en un primer gesto provocador se volvió de nuevo de espaldas y flexionó las rodillas con las piernas separadas, de modo que, bajo el culo en pompa, se le veían los huevos colgantes. Entonces hizo balancear el gorro invertido que seguía sujetando por delante para que la bola que lo remataba le fuera bailando entre los muslos. Este impúdico juego levantó muchas risas. Pero cuando apremiaron de nuevo con el “¡Todo ya!”,  el gorro cayó al suelo y el stripper se puso de frente con brazos y piernas en forma de aspa. “¡Tachán!” soltó al lucir su completa desnudez. Una polla gruesa y para nada encogida destacaba en el pelambre de la entrepierna. Respondía a los aplausos girando sobre sí mismo con saltitos de autómata, que hacían que la polla se le balanceara. Concluyó la exhibición, o al menos esta parte,  con un sentido “¡Feliz Navidad!”.

Papá Noel todavía hizo una ronda triunfal para saludar a sus elfos a uno y otro lado de la mesa. Se inclinaba para estrechar las manos que le tendían, aunque algunos preferían acariciarle las piernas y los más osados incluso le daban algún que otro toque más arriba. Papá Noel lo aceptaba todo sonriente y sin disimular que tantas atenciones le estaban provocando una erección. Al volver ante su sillón, se sentó relajado. Al tiempo que la mesa desaparecía y el sillón quedaba al nivel del suelo, resultaron patentes los efectos que la exhibición de Papá Noel había producido en los alborotados elfos. Había  chaquetillas abiertas por la fogosidad de algunos, que aireaban las peludas tetas y los barrigones, e incluso mallas bajadas que liberaban las pollas comprimidas. También empezaba a haber desinhibidas metidas de mano. Esta relajación no molestaba ni mucho menos a Papá Noel, que lo contemplaba todo con satisfacción.

Pero el ritual navideño no había concluido todavía. Porque los elfos también tenían previsto un regalo sorpresa para su señor. Tras llamar al orden con autoridad, el más centenario de ellos, un vejete rechoncho, avanzó para hacer entrega de un paquete primorosamente envuelto a Papá Noel. Éste, gratamente sorprendido, extrajo un consolador vibrador de bastante buen tamaño. “¡Cómo me gusta! Tendré que probarlo ¿no os parece?”, exclamó blandiéndolo para que todos lo vieran. Hubo risas, pero también un acuerdo entusiasta de que procediera a hacerlo. Papá Noel no los iba a defraudar. “Vamos a ver cómo funciona”, dijo examinando el aparato, que contaba hasta con un mando a distancia. Alzó ambas piezas en las mano y las activó. El zumbido que se oía iba acompañado de unos temblores y unas rotaciones que variaban a medida que cambiaban las marchas. Los elfos, en semicírculo, lo observaban encantados y más todavía cuando empezó a pasárselo por las tetas, lo bajó sobre la barriga y terminó aplicándoselo por la entrepierna. “¡Uf! Si da tanto gusto por dentro como por fuera, lo voy a disfrutar”, declaró Papá Noel.

Se levantó del sillón y, tras quitar el mullido cojín, dejó los aparatos sobre la madera. Quiso obsequiar a sus servidores con una de sus procaces gracias e, inclinándose hacia delante con el gordo culo en pompa, les mostró la raja estirando hacia los lados las nalgas con las dos manos. “¿Creéis que me cabrá?”, preguntó burlón. “¡¡Sí¡¡”, fue la respuesta casi unánime de los elfos. Papá Noel rio. “¡Cómo lo sabéis, eh, pillos!”. A continuación asentó el vibrador, que se mantenía vertical sobre la base formada por dos medios huevos. Dándose la vuelta, fue tanteando con el culo el extremo del aparato y, una vez en el punto exacto, se dejó caer poco a poco, asido a los brazos del sillón para hacer más presión. A medida que su cuerpo descendía y el vibrador iba entrándole, Papá Noel emitía un continuado silbido con el rostro contraído. “¡Uuuhhh!”. Cuando llegó al tope, emitió un fuerte resoplido y notificó orgulloso: “¡Todo dentro!”.

Tras los aplausos de los elfos, dijo: “Ahora viene lo más divertido”. Cogió el mando a distancia y empezó a manipularlo. Con un zumbido cambiante, aunque ahogado por las nalgas que lo oprimían, las pulsaciones en el mando iban cambiando el modo y la intensidad de la vibración. La cual hacía que temblaran los muslos de Papá Noel, quien se había de sujetar firmemente a los brazos del sillón. “¡Oh, qué gusto da esto! ¡Qué buen regalo!”, iba proclamando. Tanto era su goce, que la polla se le iba endureciendo para deleite de los atentos observadores. Pero a la excitación de Papá Noel también contribuía que los elfos habían seguido desmadrándose y, ya despelotados del todo o en parte, no se privaban de meneársela ni de meterse mano unos a otros. El corro de elfos maduritos y robustos entregados a los placeres, en los que él mismo los había adiestrado, no dejaba de ser un acicate para el licencioso Papá Noel.

Tan eficaz resultó esa conjunción de factores que no necesitó Papá Noel ninguna otra ayuda adicional, ni siquiera la de sus manos, para que se le activara un fuerte orgasmo. Hasta a él, con toda su experiencia, le pillaron por sorpresa los chorros de leche que empezó a expeler su polla. No falló la ovación de los elfos que, por cosas de la magia, podían estar follando por algún rincón y a la vez no perder ni un detalle de las proezas de su señor. Éste, que había quedado exhausto, aún pudo darle al mando para que el artefacto parara. Pero cuando se levantó, el vibrador seguía bien encajado en el culo. Hubo de acudir un solícito elfo para tirar de él  y sacarlo con un sonido de descorche. Papá Noel comentó: “Es una maravilla este chisme… Pero donde se pone una buena verga…”. El elfo presumió de la suya, enorme y bien dura. “Ya la conozco, ya”, dijo Papá Noel, que rio mientras la palpaba, “Para otra ocasión”. Por muy Papá Noel que fuera, de momento había tenido bastante.

Una vez aliviados sus ardores, Papá Noel se dedicó a pasear relajadamente su desnudez entre los elfos que se hallaban inmersos en una auténtica orgía. Se iba deteniendo ante los que montaban números que le llamaban la atención y les gastaba amables bromas. “¿Cuántas veces te la han metido ya?”, preguntaba a uno que no paraba de poner el culo a todo el que se le acercaba. “¡Mira mi mamón preferido!”, le decía a otro cuya eficiencia sin duda había catado ya, “Te vas a emborrachar de leche”. A dos gordos que trataban de hacer un sesenta y nueve, les aconsejaba: “Tenéis que encajar bien las barrigas para poder llegar a las pollas”. “¡Vaya bocadillo  habéis hecho! Y el del medio dando y tomando a la vez ¡Qué hacha!”. “¡Tú, pajillero! A ver si eres más sociable y dejas de meneártela mirando a lo demás”… Así se divertía Papá Noel y daba alas a la lujuria de sus elfos.

Pero en un determinado momento, dio unas palmadas para pedir atención. “Ya hemos jugado todos bastante… Ha llegado la hora de que nos pongamos a repartir los regalos. Sobre todo, no olvidéis la nueva misión que os asigné de hacer soñar con las situaciones más lujuriosas, que colmen sus deseos ocultos, a hombres encerrados en su armario particular”. De modo que, antes de que todos se dispersaran por el mundo entero, con la presteza y eficacia que los ha hecho famosos, Papá Noel, tal como había anunciado, les dio a conocer con todo detalle el sueño que ya tenía en marcha para un tal Ernesto…

( Continuación en breve)

lunes, 4 de diciembre de 2017

El conductor de autobús

Después de esperar un rato en la parada, tomé un autobús urbano de regreso a mi casa. Nos habíamos ido acumulando algunas personas y ya venía bastante lleno. Al subir por la puerta de delante, me impresionó el conductor. Ya cincuentón, le resaltaba una barriguita muy bien puesta y, como al ser verano, llevaba la camisa reglamentaria de manga corta, lucía unos brazos vigorosos y velludos. Para colmo, correspondió a mi educado saludo con una sonrisa tan encantadora que de buena gana le habría dado un morreo allí mismo. Como los que subían detrás empujaban, hube de avanzar y abrirme paso para picar el billete. Casi perdí de vista al conductor, pero el efecto que me había causado se mantenía vivo. A medida que el autobús avanzaba en su ruta ya iba subiendo menos gente de la que bajaba y el personal se fue esponjando. Así que pude volver a estar más cerca y verlo mejor. Confirmé lo bueno que estaba  y observaba por el retrovisor su rostro viril de rasgos carnosos y bien rasurados. Tenía la mirada tan fija que me pareció que se daba cuenta. Cuando quedó libre el asiento inmediato a la puerta, no dudé en ocuparlo. Así tenía su visión en diagonal lo más cercana posible y cada vez que movía los brazos me dejaba embelesado, con la pequeña mancha de sudor que destilaban sus sobacos. Además, por los grandes retrovisores verticales de los lados, alcanzaba a verle casi toda la delantera. Llevaba un par de botones desabrochados, asomando el vello del pecho. Nuestras miradas se cruzaban con frecuencia y ya no me cupo duda de que era consciente de mi interés… Y yo me iba haciendo la fantasía de que fuera conduciendo desnudo.

El autobús se fue vaciando y ya solo quedaban unos pocos pasajeros por el fondo. Hacía rato que yo había dejado pasar mi parada. De pronto el conductor hizo unos gestos que me conmocionaron. Se soltó otro par más de botones de la camisa y metió una mano con la que se acarició el pecho. No era algo meramente mecánico, pues se  notaba a las claras que se iba apretando las tetas. Me estaba calentando cosa fina y había perdido la noción del tiempo. Ya había oscurecido cuando, al detenerse en una parada, el conductor proclamó con voz sonora: “¡Final de trayecto!”. Además de mí, solo había una ancianita que descendió enseguida. Me mantuve dubitativo, sin poder creer que allí se fuera a acabar todo. Entonces el conductor dijo mirándome por el retrovisor: “A no ser que quieras venir a las cocheras”. Me limité a seguir sentado, pues me pareció ridícula cualquier cosa que pudiera decir. El conductor se giró para verme en directo, me regaló una de sus acogedoras sonrisas y reemprendió la marcha.

Yo estaba más cortado de lo hubiese querido y sabía que seguir callado me hacía parecer un pusilánime. A pesar de todo no me venía a la cabeza nada que fuera a sonar elocuente,  así que opté por los hechos. Como circulábamos por una carretera poco iluminada y sin tránsito, me levanté y puse las manos sobre sus hombros. El gesto fue bien recibido porque se removió para sentir mejor mi contacto y pude percibir su calidez a través de la camisa. “¡Vaya miradas que me has venido echando!”, dijo risueño. “Me pareció que me las devolvías”, repliqué en el mismo tono. “Mira que si mañana aparece en la prensa: Autobús robado y conductor asesinado”, bromeó. “Como mucho, violado”, corregí. “¡Uy, muy fuerte vas tú!”. “La verdad es que no sé a dónde me llevas”, reconocí. “El que ofrece lo que puede…”, dijo él. Entonces pasé una mano hacia delante y la metí por dentro de la camisa. Di con el recio pezón de una carnosa y peluda teta. “¿Es esto lo que ofreces? Me gusta”. “Algo así… Pero no te pases ahora que ya falta poco”, contestó pidiendo tregua.

Llegamos a las cocheras donde había varios autobuses ya cerrados. El conductor me dijo: “Espera aquí un momento, que echaré una ojeada”. Solo había otro compañero que estaba subiendo a su coche particular para marcharse. Se saludaron y arrancó. El conductor volvió. “Estamos de suerte. Ya no quedan moros en la costa”. Así que bajé y me llevó hacia el fondo del hangar. Abrió una puerta y encendió una luz. “Verás que estamos bien equipados”. Accedimos a una especie de comedor de cantina, con nevera, microondas y máquina de café. “Antes la flota de autobuses era más grande y aquí siempre había actividad. Ahora ya ves… Aunque mejor para nosotros ¿no te parece?”, explicó el conductor.

Parecía tomarlo con calma y me preguntó: “¿No tendrás prisa, verdad?”. “Aquí estoy en tus manos… Si no me llevas tú, no sé cómo iba a poder largarme”, contesté. “Pues entonces vamos a tomar algo fresco”. Abrió la nevera. “¿Cerveza te va?”. “Vale”. Ahora pude verlo a plena luz y sin retrovisores de por medio. No muy alto, era macizo y llenaba bien la ropa con sus redondeadas formas, velludas en los brazos y el escote de la camisa que había dejado medio desabrochada. Pero lo que más me atrajo en ese momento fue de nuevo su provocadora sonrisa. Así que, cuando después de un trago sus labios quedaron perlados por espuma de la cerveza, no resistí el impulso de llevar mi boca sobre la de él, que se abrió para recibir mi lengua. La suya no quedó inactiva e intercambiamos durante un buen rato el amargo sabor de la cerveza. Ya habíamos dejado los botellines y nuestras manos palpaban e iban quitando las camisas. Su piel estaba caliente y algo sudada. Pero era un sudor limpio, que desprendía una varonil fragancia. “¡Qué buenísimo estás, oye!”, me salió del alma. Se rio. “Tú lo que quieres es aprovechar el ticket del autobús”.

Pero cuando iba a soltarle el cinturón, un ruido hizo que me parara en seco. “¿Qué es eso?”, pregunté alarmado. El conductor no se alteró mucho. “¡Vaya, hombre! Ya está ahí ese”. “¿Quién? ¿Esperabas a alguien?”, pregunté alarmado. “Es un jubilado que vive aquí cerca y toda su vida ha sido vigilante nocturno. Aunque ahora ya ves que no hay vigilancia, el gerente de las cocheras, que es sobrino suyo, le deja que de vez en cuando haga una ronda por aquí, que le hace mucha ilusión… Como ya estuvo ayer, no creía que hoy viniera también”, explicó. “Entonces nos va a pillar…”, dije inquieto. El conductor quiso tranquilizarme. “Es inofensivo y, además, ya me conoce… No es la primera vez que me ve con alguien y luego le doy una propina. “¡Jo, qué corte!”, solté contrariado. “Eso sí, es un mirón”, añadió. “Mejor me lo pones”, dije yo. Más sorprendente todavía fue que reconociera: “La verdad es que a mí no me importa… Incluso me pone ver cómo disfruta”. “O sea, me estás diciendo que follas aquí con el tío mirando… ¿Cómo quieres que me lo tome?”, repuse perdiendo la paciencia. Adulador se me arrimó, poniendo las manos en mis hombros, y como para engatusarme amplió los detalles. “Aunque mayorcete, el tío está muy bien. Tiene una buena polla, que aún se le pone muy dura, y hace unas mamadas increíbles”. No me aparté, pero dije: “Entonces ¿qué pinto yo aquí?”. “¿Qué más te da, hombre? La cuestión es pasarlo bien ¿no crees?”, insistió abrazándome más. La cabeza empezó a hervirme. Estaba en un sitio del que no podía largarme por mis propios medios; me apetecía muchísimo el revolcón con el conductor, y recordé que, después de todo, cuando iba a la sauna, no me solía importar la falta de intimidad. Así que aplaqué mi incomodidad. “No sé yo…”. El conductor, ante mi apaciguamiento, me provocó: “¿No me ibas a quitar los pantalones?”. Me cogió las manos y las llevó a su cinturón. Neutralizada mi reticencia, solté la hebilla y tiré hacia abajo de pantalón y calzoncillo juntos. Lo que se descubrió no era menos de lo imaginado. Una contundente polla a medio descapullar sobre unos compactos huevos que se habrían hueco entre los recios y velludos muslos. Sin que llegara a tocarle aún, él mismo se apresuró a acabar se sacarse la ropa, mientras me decía: “Quítate también lo tuyo… Que nos pille despelotados cuando aparezca ese”. Obedecí como un autómata, pero mi expresión de nuevo adusta le llevó a soltar para quitar hierro: “En mi pueblo hay un refrán, aunque un poco macabro, que dice ‘Lo que han de comer los gusanos, que lo vean los cristianos’.

Los ruidos se oían más cerca y era evidente que la luz de donde estábamos sería un polo de atracción. Desnudos ya nosotros dos, el conductor me abrazó con fuerza y llevó los labios sobre los míos. Los abrí con el deseo renacido y nuestras lenguas se enredaron. Asimismo las pollas se rozaban e iban engordando simultáneamente. De repente se abrió la puerta y asomó el intruso. Los dos miramos hacia él, aunque el conductor siguió abrazándome. A él se dirigió el recién llegado con la mayor naturalidad. “¡Vaya, otra vez de caza!...Y buena pieza te has traído”. Me miraba evaluándome. “Pero ya sabes que por mí santas pascuas… No me voy a asustar a estas alturas”. Esto parecía ir dirigido sobre todo a mí. Por mi parte, yo también lo examinaba. Y tuve que reconocer que tenía razón el conductor: el hombre no estaba nada mal. Regordete, de expresión simpática y ojos muy vivos, iba con un mono de trabajo enterizo y la cremallera bajada hasta el ombligo revelaba un torso redondeado y velludo. Señaló una puerta que debía ser un lavabo. “Con vuestro permiso, voy a refrescarme un poco”. Pasó junto a nosotros y con mirada pícara dijo: “Vosotros a lo vuestro, que ya se ve que estáis en forma”.

En cuanto desapareció, le reproché al conductor: “Me cuesta creer que esto no lo tuvieras ya previsto”. “¿Cómo iba a saber que ligaría contigo?”, intentó hacerme razonar. Siguió persuasivo: “Para qué darle más vueltas. La cuestión es que lo pasemos bien… y si hay un poco de morbo añadido por sorpresa se aprovecha y ya está”. En el fondo estaba dispuesto a aceptarlo y no sería la primera vez que hacía un trío. El conductor aprovechó que ya no volví a replicar y pasó ya a la acción. “Anda, ponte ahí”. Me echó hacia atrás para que me sentara encima de la mesa. Me separó los muslos y me sobó la polla. “Ésta se va a poner contenta otra vez”. Decidido empezó a chupármela y lo hacía tan bien que me olvidé del que estaba en el baño. Me había echado hacia atrás apoyado en las manos y estaba en pleno disfrute, cuando se abrió la puerta y el hombre pasó sigiloso por detrás de mí. No quise mirarlo y me concentré en disfrutar la mamada. Pero no pude evitar verlo cuando se dirigió a la nevera para sacar una cerveza. Para colmo se había quedado en calzoncillos y me di cuenta de que me estaba excitando más. Porque su cuerpo maduro, con velludas redondeces, tenía un particular atractivo. Tuve que pedir con voz temblona al conductor que parara para no correrme todavía.

Entonces me dejé caer de la mesa y, en cuclillas, atrapé con la boca la polla del conductor. La chupé con ansia, ya que la aparición del tercero había retrasado mi deseo de hacerme cuanto antes con la magnífica verga. Cómo no, el otro se plantó a escasa distancia y, con la botella de cerveza en una mano, con la otra se iba toqueteando por encima de los calzoncillos primero y luego por dentro, con la mayor desfachatez. “¡Qué buen saque tiene tu amigo, eh!”, le soltó al conductor. Éste, que me sujetaba la cabeza, no se abstuvo de darle cuerda: “¡No veas! Igual te gustaría chupárnoslas también”. Sin parar de meterse mano en los bajos, el hombre replicó muy serio: “A quién le amarga un dulce… Pero ya sabes que no soy de meterme donde no me llaman”. Al oír eso pensé: “Si lo llegas a ser…”. Y al mismo tiempo, aun con la polla del conductor en la boca, me vino un brote de risa, que casi me atraganta. El conductor lo notó y, soltándose de mí, comentó jocoso: “A éste parece que no le ha sonado mal la idea”. Me puse ya de pie sin saber cómo tomarme el curso que estaba tomando la situación, aunque reconociendo que no dejaba de tener su gracia. Y desde luego el hombre no daba tregua. Agarrándose la polla por encima de la tela de los calzoncillos, marcó un volumen considerable. “No será que no me esté poniendo burro, que uno no es de piedra”. Entonces, para no quedarme rezagado en lo que ineludiblemente estaba por venir, me descaré. “Como no te quites eso vas a hacerle un agujero”.

¿Para qué le diría nada? Porque inmediatamente el hombre echó para abajo los calzoncillos e hizo que me diera un vuelco el corazón. Le colgaba una polla descomunal, sin que ni siquiera hubiera alcanzado todavía el máximo de erección. “¡Pos aquí está!”, dijo cogiéndosela, “Que uno no anda con vergüenzas”. El conductor se tronchaba de risa. “No me dirás que no es un fenómeno el tío”. Pero en mí se produjo un cruce de cables que rozaba la esquizofrenia. Si ya estaba suficientemente caliente a cuenta del impresionante conductor, la sexualidad salvaje que irradiaba ese hombre trastocaba todos mis esquemas. Al conductor no le escapó mi desorientación y, divertido, echó leña al fuego. “¡Ven para acá!”, le dijo al hombre, invitándolo a entremeterse con nosotros. Por supuesto al otro le faltó tiempo para poner la directa y arrimársenos con toda vehemencia. Lo cual aumentó mi desconcierto, dudando entre agarrar al conductor como tabla de salvación o hacerlo directamente a aquella verga enorme que ya embestía en su máxima dimensión.

El conductor dio con una salida. Había una banqueta alargada y tiró de mí. “Vamos a subirnos aquí y que nos meta mano… A ver si se calma”. Nos plantamos los dos con las pollas tiesas y al hombre le brillaban los ojos de excitación al acercarse. “Calmarme no sé, pero os voy a dejar a punto de caramelo”. A dos manos, recias y calientes, se puso a palparnos los cuerpos. Lo hacía como un ciego que quisiera captar nuestras formas. Pero de ciego nada, porque su mirada pícara no dejaba de recorrernos. Me ponía a cien y estaba seguro de que al conductor también. Cuando nos agarró las pollas, las sobaba como si las amasara amorosamente, transmitiendo una calentura que llegó al colmo al ponerse a chuparlas pasando de una a otra. Su irrefrenable verborrea lo llevaba a irse parando para soltar de las suyas y, de paso hacerse publicidad. “Con la porra que tengo entre las piernas, pocos se atreven a metérsela en la boca”. Nos estaba poniendo negros y de pronto se apartó. “Me freno porque, si no, os voy a dejar sin salsa. Pero así quedáis a punto para seguir con lo vuestro. Que uno no es de entrometerse… Mi tranca y yo nos apañamos solos”. Dada la marcha que llevaba el tío era un detalle por su parte.

El conductor y yo nos miramos como tontos encima de la banqueta. Pero mi excitación había llegado a tal punto que, enfebrecido, y tirando de él por sorpresa, los dos bajamos a trompicones y, en el revuelo, lo empujé hasta hacerle quedar de bruces sobre una mesa. Ahora sí que no se me iba a escapar… Tampoco él se resistió sino que, por el contrario, afianzó los codos y las piernas para entregarme su espléndido culo, al que hasta entonces no había tenido ocasión de prestarle la debida atención. Cargado de excitación, le arreé una clavada que le hizo soltar un bramido. Cómo no, el que se había erigido en espectador privilegiado, despatarrado sobre una silla, dio su opinión. “¡Que no es para tanto! Ni que te hubiera metido lo que tengo yo aquí…”. Y era que, con el pollón escandalosamente tieso entre los muslos, se lo iba frotando a dos manos con obsceno deleite. Aunque su imagen no dejaba de impactarme, procuré concentrarme en la activación de mi propia polla, bien atrapada por el caliente culo del conductor. Empecé a bombear a un ritmo acelerado y el ardor que me invadía se incrementaba con los murmullos de aceptación del follado. “¡Uh, sí! ¡Qué gusto me das! ¡Sigue, sigue!...”. Irremediablemente me sacó de mi abstracción la enésima intervención del observador. “Avisa cuando te venga, que te quiero acompañar”. Como era lo que estaba a punto de ocurrir, casi sin darme cuenta me puse a exclamar: “¡Ya, ya”. No pude evitar, mientras me descargaba con fuerza, mirar por el rabillo del ojo al que al mismo tiempo resoplaba con estruendo y soltaba potentes chorros de su verga hinchada.

Tan alucinado estaba tras mi corrida y la visión de la del hombre que quedé inmovilizado todavía dentro del conductor. Hasta el punto de que éste llegó a preguntar no sin ironía: “¿Has acabado?”. Me aparté ya con la polla en retracción y el conductor pudo ponerse derecho. Comentó sonriente: “¡Qué a gusto me ha quedado el culo!”. Y mirándonos divertido añadió: “¡Anda que vosotros dos también habréis quedado a gusto!”. Por supuesto el hombre tuvo que decir la suya. “Con esa follada me he puesto burro total y he tenido que soltar el grifo”. Seguía abierto de piernas sobre la silla y la verga que se iba plegando aún goteaba.

Yo había quedado exhausto, pero el hombre mantenía intacta su lujuriante energía. Por ello, dándome por fuera de juego, no dudó en mostrarse dispuesto a atender las necesidades del conductor. Éste, efectivamente, tras apoyar el culo en la mesa y empezar a manosearse la polla, manifestó: “¡Qué ganas tengo de correrme yo también!”. Y el hombre lo cazó al vuelo. “A ti lo que te hace falta es una mamadas de las mías… que ya las conoces”. Dicho y hecho, se fue hacia el conductor y lo impulsó a sentarse sobre la mesa. “Veras qué contento te voy a dejar”. Pero antes de entrar en faena, se acordó de mí. “¡Y tú a mirar! Que igual se te vuelve a poner cachondo el nabo y tengo que darle un repaso”.

El conductor, rendido a la vehemencia del individuo, se echó hacia atrás sobre la mesa, con las piernas colgando desde las rodillas. Si las expertas mamadas que el hombre nos había hecho subidos a la banqueta fueron de mero calentamiento, ahora se disponía a dar un repaso completo a los bajos del conductor hasta llevarlo a las últimas consecuencias. Para empezar le levantó las piernas y las puso por encima de sus hombros. Con tal dominio del terreno, se afanó en un morboso chupeteo por la parte interior de los muslos y en lengüetazos a los huevos y bajo éstos. “Todavía queda leche de tu amigo”, comentó. La polla del conductor se iba elevando mientras sus resoplidos se hacían más sonoros. La lengua del hombre relamía el capullo y, cuando al fin engulló el miembro entero, emitía sonidos como de gargarismo. Las manos del conductor iban pasando frenéticas de dar palmazos en la mesa a agarrar la cabeza del hombre. “¡Cómo me estás poniendo, cabrón!”, imprecaba.

Por mi parte, la forma en que el buenorro del conductor era sometido a tan lascivos manejos me estaba haciendo perder la calma consiguiente al polvazo que acababa de arrearle. Para colmo, la voluptuosidad que irradiaba aquel hombre volcado sobre él, y que parecía devorarlo, me infundía los más morbosos deseos. Éstos se proyectaban sobre todo en el gordo culo, peludo y de raja tentadora, que iba meneando en su agitada tarea. Obedeciendo a un impulso irrefrenable me fui arrimando para plantarle las manos y sobarlo, mientras mi polla iba recuperando la rigidez. El hombre ni se inmutó, aunque mostró su receptividad poniendo el culo aún más en pompa. Como ya le hurgaba en la raja y hasta hundía dedos en su ojete, se interrumpió unos instantes para invitarme. “Arréame si te han vuelto las ganas… Así me metéis leche por partida doble”. Es lo que me faltaba para darle una embestida en que pareció que la polla era succionada a tope. “¡Buenas tragaderas que tengo, eh!”, declaró orgulloso. Pero ya reanudó sin hablar más la mamada del conductor, aunque no descuidaba aplicarme unas lúbricas contracciones que incrementaban mi excitación. El conductor gemía más fuerte mientras yo resoplaba, y el hombre debía sentirse en la gloria con tanto protagonismo. Llegó un momento en que los clamores del conductor y míos se unificaron y, como en un licencioso flashmob, los tres cuerpos pegados quedaron inmovilizados.

Empezamos a adoptar posturas más definidas. El conductor yacía desmadejado sobre la mesa. Yo tuve que apoyarme en el respaldo de una silla para no perder el equilibrio. Pero el hombre nos miró con una sonrisa brillante de babas y leche mientras se sobaba la verga morcillona. “¡Vaya pareja de la ostia! Si me la llego a perder…”. Ni al conductor ni a mí nos quedaba capacidad de respuesta. Más aún cuando el hombre soltó tan pancho: “Bueno, no me gusta interrumpir. Así que os dejo tranquilos… Igual luego en casa me hago otro pajón a vuestra salud”. Se vistió rápidamente y se despidió. “¡Hala! A aprovechar, que la noche es corta”. Me fijé en que el conductor no hizo el menor gesto de darle una propina al hombre. Desde luego había quedado bien pagado y desapareció tal como había llegado.

Al faltar la contundente presencia del intruso, se palpó un vacío en el espacio solitario. “¡Al fin solos!”, exclamó el conductor bajando de la mesa. “Y exprimidos hasta el tuétano”, apuntillé yo. Lo que los dos teníamos claro era que ya no nos quedaba nada más que hacer allí, después del tornado que nos había pasado por encima. Maquinalmente nos pusimos a vestirnos y el conductor esbozó una especie de excusa. “Es que cuando aparece ese tío se hace el amo de la situación”. Repliqué irónico: “Esa impresión me ha dado”. El conductor se picó. “No te quejes que nos has dado por el culo a los dos… Y bien entusiasmado que estabas”. “Contigo sí que tenía ganas desde que me subí al autobús… Con el otro se me ha desatado la bestia”, distinguí. El conductor rio de mi sinceridad. “Otro día me invitas a tu casa y allí espero que no tengamos sorpresas”. “No lo dudes. Un revolcón tú y yo solos ¡Qué maravilla!”, contesté.

En su coche volvimos a la civilización. Me dejó en casa, donde caí agotado en la cama. Pero con un compromiso firme de un nuevo encuentro… sin gato encerrado.