martes, 14 de marzo de 2017

Un sastre de la ‘belle époque’ 1


En una época en que hacerse los trajes a medida era un signo de distinción, había un sastre que consiguió una importante y fiel clientela. Pero no era solo por la calidad de los tejidos empleados y la cuidada confección de que aquél hacía gala, sino también por el particular trato que podía recibirse en el probador. El susodicho sastre era un cincuentón regordete, de aspecto muy afable con su cortita barba canosa y, dada su larga experiencia, tenía una habilidad especial para detectar quiénes de los que acudían a que les vistiera iban a agradecer o, incluso, buscar algo más que dejarse tomar medidas y hacer pruebas. Desde luego evitando siempre malentendidos o reacciones adversas que pudieran desprestigiarlo. Como una mayoría de sus clientes era de hombres más bien maduros y de una cierta robustez, que constituían a su vez los que  encajaban en sus preferencias, tenía un campo bastante amplio para poner en práctica su peculiar forma de trabajar.

Era sobre todo al tomar las medidas para que el pantalón se amoldara a la perfección cuando el sastre tanteaba las posibilidades que presentaba cada nuevo cliente. Hay que tener en cuenta que, en la época de la que hablo, aún no se habían impuesto los eslips o, más tarde todavía, los bóxers que mantienen sujetos los colgantes de la entrepierna, sino los clásicos calzoncillos blancos que los dejaban a su aire. De ahí que fuera muy importante comprobar hacia qué lado cargaban de forma natural esos atributos, para que el pantalón ajustara convenientemente. En este delicado examen, el sastre sabía determinar si el roce de sus manos al manejar la cinta métrica era recibido como algo inevitable que no debía pasar más de lo justo y necesario o bien con un punto de agrado que le permitía tantear otra fase. En el primer caso, descartaba cualquier extralimitación y el trato al cliente se desarrollaba con la más absoluta decencia profesional. Aunque algún caso se daba en que la frialdad inicial se llegaba a caldear cuando tenían lugar las pruebas de la prenda. En el segundo caso, el avance se iniciaba con el elogio de lo que se estaba rozando, lo cual daba lugar a diálogos de este tenor: “¡Uy! Está usted muy bien dotado… Si no le importa, voy a tener que tomar mejor las medidas” - “¡Qué me va a importar! Usted es el profesional ¡Haga, haga!”. Una relajación de las piernas daba pie al sastre para pasar del roce al manoseo. “Realmente magnífico” - “¿Usted cree? Es que me está haciendo cosquillas…” - “¿Le molestan?” - "¡Para nada! Me pongo en sus manos”. Y ya se liaba… Esto ha sido solo un ejemplo de un primer contacto, que más tarde tendré ocasión de completar.

Porque también se daba el caso de que, en una sociedad tan conservadora y puritana, funcionaba un discretísimo y clandestino boca a boca que le atraían clientes que ya sabían a lo que venían con la excusa de hacerse un traje. Pero el sastre también se permitía escoger y, si el que acudía con la pretensión de que le metiera mano no era de su agrado, se las apañaba para que se conformara con un traje nuevo. En cambio, si el nuevo cliente se le insinuaba y a él le gustaba, la cosa estaba hecha. Algo así, por ejemplo: “Querría que el pantalón no me hiciera arrugas en la entrepierna… Tengo entendido que usted es un maestro en eso” - "Si me permite, comprobaré lo que puede causarle esas arrugas” - "Ya sé que lo hace de maravilla… No se prive”. Y ya entraban en faena… También habré de dar continuidad a este supuesto.

Cuando el cliente tenía que volver para probarse lo confeccionado hasta el momento, podrían plantearse tres situaciones. Las dos más claras se corresponden con los casos en que, ya en la anterior toma de medidas, se hubiera entrado en acción, bien por las dotes de seducción del sastre, bien porque era lo que buscaba el cliente. A ellas dedicaré más atención en breve. La tercera y última resulta más compleja. Se daría si el cliente, pese a no haber dado pie a que el sastre se pasara de raya al tomarle medidas, resultaba lo suficientemente apetitoso para que mereciera la pena un nuevo intento. Muy discreto, eso sí, pero que alguna vez funcionaba, como ya he dicho. También tendré que ilustrar con un supuesto cómo tal cosa podía ocurrir.

Montaré una primera historia: nuevo cliente que, en principio, tan solo acude al sastre por su prestigio profesional, pero al que no le desagradan ni mucho menos los mensajes en forma de roces que le llegan. Pongamos que se trata de un señorón próximo a cumplir los sesenta, robusto y barrigudo. NI que decir tiene que al sastre le causa una magnífica impresión. Las maniobras envolventes de éste comienzan ya antes de la crítica toma de medidas sobre los pantalones. “Si me permite el señor, le quitaré su chaqueta para, con mi cinta métrica, poder perfilar las formas de su torso” - "¡Faltaría más! Haga lo que estime oportuno”. El sastre deja al cliente con su camisa blanca y va midiendo el ancho de hombros, el largo de brazos, la sisa… El cliente, por su parte, se deja hacer y le va resultando agradable la delicadeza con que las manos del sastre van recorriéndolo. El diámetro del pecho permite a éste recurrir a las lisonjas. “Disculpe el atrevimiento, pero tiene usted unos magníficos pectorales”. El cliente ironiza. “¿Quiere decir que soy tetudo?”. “Nunca diría yo eso”, protesta el sastre, que aprovecha para palparle las tetas. “Los tiene muy firmes ¿Ve cómo resaltan bajo la camisa? Habré de tenerlo en cuenta para moldear la chaqueta”. “¡Claro, claro!”, acepta el cliente, que empieza a sentir cierta inquietud. No podía faltar la medición de la prominente barriga, que el sastre casi abraza. “¡Sí señor! Este vientre le confiere una gran nobleza que me gustará vestir”. El cliente vuelve a acudir a la ironía. “La primera vez que me piropean por mi tripa”. “Ya verá lo elegante que queda con su nuevo traje”, insiste el sastre dándole unos cachetitos en la panza. Una vez trabajado el torso, llega el momento álgido del pantalón. Y el sastre intuye que este cliente ya está preparado. “Si no está cansado, voy a tomarle las medidas de lo que, para mí, es una pieza especial”. “¡Adelante! No me cansa en absoluto”, declara el cliente. Largo, ancho de piernas, ya con tanteo de los muslos, y, lo más delicado, encaje del paquete. “Disculpe, pero es muy importante que compruebe hacia qué lado carga usted”. “No se preocupe. Ya sé que eso se hace”, accede el cliente. El sastre esgrime la cinta métrica y sus dedos contornan el paquete. “A la derecha, como me había parecido”, explica. Nota una cierta tensión en el cliente, que no le arredra. “¡Tiene usted mucho ahí, eh!…A ver cómo mido para que le quede más disimulado”. “Uno tiene lo que tiene”, dice el cliente halagado, “Usted ya sabrá lo que ha de hacer”. “Pues veamos… Éstos son los testículos y esto otro… muy buen tamaño”, comenta el sastre palpando ya más descaradamente. “¿Usted cree? No será para tanto”, replica el cliente con leve temblor de piernas. “Llevo amoldados muchos pantalones y le aseguro que, en su caso, estoy sorprendido… Habré de darle cabida por si en cualquier momento tiene una erección”. “Usted sabrá lo que hace. Pero si sigue así…”, admite el cliente que ya le está tomando gusto. “Si fuera posible, me quedaría más claro… Pero comprendo que le resulte violento”, deja caer el sastre con una de cal y otra de arena. “Haga lo que estime oportuno, ya que estamos”, concede el cliente, que nota que ya se le empieza a poner dura. “Entonces, con su permiso”, dice el sastre desabrochando el pantalón y bajándolo. La polla tensa ya los calzoncillos blancos. “Lo que yo decía… Se le pone mucho más grande”, afirma el sastre, que marca con los dedos la forma de la polla. “Con tanto toqueteo…”, dice el cliente que, sin embargo, se deja hacer. “¿Se siente molesto?”. “Pues no… Aunque es algo que no me esperaba”, admite el cliente. Resultaba que, haciendo años que no follaba con su mujer y casi más que no se desfogaba extramaritalmente, esta sorpresiva admiración por su polla en la intimidad del probador y lo bien que lo tocaba el pícaro sastre, le estaba neutralizando cualquier prejuicio. “¿Puedo?”, pide el sastre, que ya se la estaba sacando por la bragueta. Desde luego la polla no estaba nada mal, descapullada, húmeda y cada vez más dura. “A ver qué es lo que me va a hacer ahora”, avisa el cliente que ya no sabe qué desear. “Sería una lástima dejarlo así ¿no le parece?”. “Entonces haga lo que le apetezca”, concede el cliente con voz algo quebrada. El sastre, mientras la acaricia, se va agachando para acercar la boca a la polla. El temblor de piernas del cliente, que mira a lo alto, lo excita aún más y ya la sorbe metiéndosela entera. “¡Uy, qué sensación!”, exclama el cliente que ya ni recordaba cómo era una mamada. El sastre va a la suya y chupa con vehemencia. “¡Qué maravilla! ¡Cómo me gusta!”, va soltando el cliente, y el sastre calla con la boca ocupada. “¡Uf, uf! Creo que me viene”, avisa aquél. El sastre aprieta los labios en torno a la polla, para que no escape nada, y va tragando todo lo que descarga el cliente con un sonoro “¡Aaahhh!”. El sastre se va apartando y exhibe un rostro sonriente. El cliente respira agitado y baja la mirada. “¡Qué a gusto me he quedado!”, declara. Pero como si ahora le cayeran encima todas las vergüenzas, se guarda la polla y se ajusta los pantalones. El sastre, enderezándose, dice con cinismo: “Ya tengo todos los datos que me hacían falta”. El cliente, eludiendo lo ocurrido, replica: “Espero que me avise para hacer las pruebas”. “No lo dude. Lo antes posible”, dice el sastre ayudándolo a ponerse la chaqueta. Se estrechan las manos y el cliente se marcha con el paso algo inseguro. Lo de las pruebas lo trataré después

Este otro cliente ya ha tenido noticia de las habilidades del sastre, pero prefiere hacerse el sueco y explotar el morbo de la situación. Desde luego, siendo un hombre maduro y grandote, va ser presa segura de las maniobras de aquél. Nada más dejarse quitar la chaqueta, el cliente tiene una cumplida muestra de los sutiles roces que, por encima de la camisa, va dándole el sastre al tomarle las medidas y que empiezan ya a excitarlo. No faltan los comentarios laudatorios sobre su anatomía. “Si le soy sincero, prefiero vestir un cuerpo lleno como el suyo que un saco de huesos”, declara el sastre mientras va circundando pecho y barriga. “¿Así de gordo?”, lo provoca el cliente. “Usted no está nada fofo… ¡Mire!”, le palpa descaradamente tetas y barriga, “Verá lo bien que le cae su chaqueta nueva”. “Tiene usted muy buena mano”, dice el cliente encantado con el creciente sobeo. El sastre decide pasar a los pantalones, seguro de que ya tiene al cliente en el bote, por lo que no le harán falta muchos rodeos. “En esta prenda hay que tomar algunas medidas que, como sabrá, son un poco delicadas”, avisa. “¡Claro! Habrá de comprobar hacia qué lado cargo ¿no?”, replica el cliente poniéndose firmes, “Por eso no se preocupe. Mida todo lo que le parezca oportuno”. Los recorridos de las manos del sastre a lo largo de las piernas y entorno a los muslos empiezan a producirle al cliente una erección. De modo que, cuando el sastre alarga por esa zona crítica la cinta métrica, encuentra más dureza de la esperada. “¡Vaya! Sí que habrá que dar cabida a todo esto”, dice aparentando naturalidad. “Perdone, pero es que soy muy sensible y usted tiene unas manos muy cálidas”, reconoce cínicamente el cliente. “Nada que perdonar… Tiene usted unos atributos envidiables”, replica el sastre, que sigue palpando la polla por encima del tejido. “Si quiere usted verlos para hacerse mejor idea no tengo inconveniente”, ofrece salido el cliente, que se deja abrir la bragueta. El sastre saca una polla bien gorda y dura. “Lo que suponía… Un pene perfecto”. “Pues es suyo, si le apetece”, lo incita el cliente. El sastre ya no se lo piensa y se afana en una mamada de las suyas, que han contribuido a su fama. El cliente resopla y le sujeta la cabeza. “¡Sí, sí! ¡Vaya si merece la pena hacerse un traje con usted!…Me va a dejar seco”. No otra cosa pretende el sastre, que se afana sin soltar la polla de la boca. “¡Uf, qué gusto! ¡Todo, todo me está saliendo!”, tremola el cliente. Una vez bien succionado, el sastre recupera la compostura. “Espero que el señor haya quedado satisfecho y que vuelva para las pruebas”. “No lo dude… Ya me habían dicho que no me arrepentiría”, declara el cliente reconfortado. El sastre no parece demasiado sorprendido. “Así que tengo buena prensa por ahí ¿no?”. “Y no solo por la calidad de sus trajes…”, contesta ladino el cliente. “En tal caso espero que usted también dé buenas referencias de mí”, pide el sastre halagado. “¡Por supuesto! De las mejores”, asegura el cliente. Se dan la mano con un “¡Hasta pronto!”.

Un caso como el anterior, en que el cliente también sabe de lo que es capaz el sastre, pero que ni siquiera tiene claro que le interese en realidad hacerse un traje. Él va a lo que va y así lo revela sin ambages. “Vengo a ponerme en sus manos, porque ya me han informado de que tiene unos toques muy especiales…”. Aquí el sastre, a pesar de que este cliente está tan bueno o más que los anteriores, quiere dejarle las cosas claras. “Le agradezco su confianza, pero ha de saber que esos toques a los que usted se refiere van indisolublemente ligados a la toma de medidas para la confección de un traje, que es lo que me da prestigio y de lo que me siento orgulloso… Así que, si tal cosa no entra en sus planes, sintiéndolo mucho no podría atenderlo como desea”. El cliente queda un poco cortado, pero no se echa atrás. “Por supuesto que no tengo inconveniente en hacerle el encargo de un traje ni en que me tome cuantas medidas estime necesarias… Sin embargo ¿sería mucho pedir que introdujéramos una variante en dicho proceso?”. “Usted dirá”, admite el sastre receloso. “Me agradaría sobremanera que las medidas me las tomara sin artificios intermedios”, plantea el cliente. “¿Quiere decir despojado de toda la ropa que ahora lleva?”, pregunta el sastre, aunque ya lo ha entendido perfectamente. “Eso mismo,…si no le causa ningún quebranto”, confirma el cliente. El sastre ya no duda e, incluso, ofrece: “En tal caso, permítame que sea yo quien lo ayude a quedarse tal como desea”. “Nada me gratificará más que entregarme a sus sabias manos”, declara el cliente, que se pone a su disposición con los brazos caídos. El sastre empieza por quitar la chaqueta al cliente, como tantas otras veces ha hecho. Pero con el aliciente añadido de que no es solo de esa prenda de lo que va a despojarlo en esta ocasión, siente un morbo especial que se manifiesta en la forma de usar sus manos y que le llega a trasmitir a aquél. Porque de la chaqueta pasa a los pantalones, cuyo cinturón suelta, y, sin dudarlo, va desabotonando la bragueta. “¿Querrá ver lo que noto que va palpando?”, pregunta el cliente que está excitándose cada vez más. “Todo a su tiempo, caballero. Me gusta proceder con orden”, replica el sastre, que saca cuidadosamente los pantalones levantándole los pies. El cliente, al que cubren ya solo la camisa y los calzoncillos, asoma bajo éstos unas robustas y velludas piernas. El sastre no se priva de comentar: “Hermosas extremidades luce usted”. El cliente, ufano, precisa: “Espero que diga lo mismo del resto”. El sastre se afana ahora en desabrochar la camisa y va descubriendo un torso con redondeces pobladas de vello y que al fin queda completamente desvelado cuando saca las mangas. Pero el sastre no posa todavía las manos en la piel desnuda, pues ya está poniendo todo su interés en quitar la última prenda. Se recrea soltando la presilla de los calzoncillos y va tirando de ellos hacia abajo. Aparentemente no se inmuta cuando la polla tiesa, al liberarse, casi le da en la cara, porque aún ha de completar la extracción de aquéllos. Una vez completamente desnudo el cliente, quien sin duda, rollizo y peludo, colma todas las apetencias del sastre, éste sin embargo se aparta y toma distancias, como si la mirada con que lo recorre de arriba abajo solo se ocupara de comprobar qué medidas habrá de tomar. “Creo que, tal como está, me va a ser más fácil trabajar en los cálculos que necesito, sin estorbos de costuras y pliegues”. El cliente, que desvergonzado exhibe su excitación, dice con cierto tono intencionado: “Pues aquí me tiene para calcular cuanto le plazca”. El sastre empieza a acoplar a la voluminosa figura del cliente la cinta métrica y sus dedos, al manejarla, van dando unos roces que le avivan la sensibilidad. Mide el ancho de espaldas y cosquillea el vello de los hombros. Luego, el largo de los robustos brazos, que levanta para calcular la sisa poniendo el extremo de la cinta en las peludas axilas. Casi lo abraza para rodearle el busto y, a continuación, la barriga. Se entretiene con la delantera del cliente, lo cual explica. “Habré de tener en cuenta sus magníficas protuberancias para que las abarque adecuadamente la chaqueta”. Palpa las gruesas tetas y roza los pezones hasta endurecerlos, acaricia el vello del prominente vientre y ciñe la ancha cintura. “Sus manos desde luego tienen magia”, murmura el cliente, a quien el parsimonioso manoseo del sastre tiene cada vez más excitado. Nota que la polla se le humedece y hasta le va cayendo alguna que otra gota del transparente jugo. Desea ardientemente que el sastre se ocupe pronto de sus bajos. Lo cual llega al fin y el sastre lo aborda con sus morbosas maneras. “Veamos lo que hay que medir para que el pantalón le caiga perfecto”. Su mirada se concentra desde el ombligo para abajo y omite de momento cualquier alusión a la polla que muestra todo su vigor. Va deslizando la cinta a lo largo de las recias y velludas piernas, tanto por el exterior como por el interior. Para lo segundo, lleva un extremo de la cinta a las ingles apartando los testículos, que le bullen al cliente. Éste siente que la piel de todo su cuerpo se le eriza y su polla vuelve a gotear. Otro tanto ocurre cuando el sastre va midiendo el perímetro de los muslos. Al acabar, vuelve a hablar. “Mi pantalón se adaptará como un guante a sus sólidas piernas… Aunque aún me queda lo que probablemente sea lo más delicado”. Se queda agachado mirando la polla que sigue bien dura y luego reflexiona en voz alta. “Claro que, al no llevar puesto ningún pantalón, me va a resultar más complicado determinar hacia qué lado carga usted… ¿Tendría inconveniente en que maniobre con sus atributos para hacerme una idea más cabal?”. “Maniobre cuanto estime necesario… La delicadeza con que me está tratando no tiene parangón”, accede rápidamente el cliente. Entonces el sastre empuña la polla y la va llevando de un lado a otro, al tiempo que sopesa los huevos buscando la mejor posición. Estos arteros sobeos inflaman la voluptuosidad del cliente, al que le empiezan a temblar las piernas. “Espero que el señor no se sienta incómodo”, dice el sastre sin detener sus manoseos. “¡Al contrario!”, exclama el cliente, “Todo lo que me hace usted me resulta delicioso”. El sastre que, como al descuido, está deslizando la piel para sacar todo el  mojado capullo, se apresta a culminar lo que caracteriza su toma de medidas a los clientes que son de su agrado y dice: “Creo que ya lo tengo todo bien calculado, pero no me quedaría plenamente seguro si no lo alivio para que esta espléndida erección no distorsione las formas que habré de darle a su pantalón ¿Me permitiría hacerlo?”. El cliente apenas puede responder: “¡Nada me dejará más a gusto!”. El sastre ya está pasando la lengua por el hinchado capullo y sorbiendo su juguillo. Luego va succionando la polla hasta tenerla entera dentro de la boca. El cliente tiene que apoyarse en una mesa para no perder el equilibrio. El sastre mama y mama con afición. “Su boca supera en destreza a sus manos”, afirma el cliente. Éste ya solo resopla tensando el grueso cuerpo. “¡Qué felicidad!”, exclama cuando ha acabado de derramar todo su semen en la boca del sastre, que va tragando y mantiene atrapada la polla hasta que se va aflojando. Cuando abre la boca, el miembro en retracción tiende a desviarse hacia la derecha. “Ahora sí que lo tengo todo claro”, afirma el sastre. El cliente, que se está vistiendo, declara: “Deseando estoy volver para la pruebas ¿Serán tan provechosas como lo de hoy?”. “Tal vez más…”, deja caer el sastre como  un astuto señuelo para prevenir que no le dejarán colgados los trajes iniciados.

5 comentarios:

  1. Cada relato que escribes supera al anterior.
    Muchas gracias por un momento de lectura tan lleno de morbo.
    Yo también quiero un traje hecho por ese sastre :-)!!!

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  2. muchas gracias de nuevo majo de verdad que es una gozada leer tus relatos el morbo que les das me encantan un abrazo grande de este asiduo de tu blog

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  3. Divertido y morboso, como siempre. Me encantan tus relatos.

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  4. Como siempre espectacular, A los dos renglones ya tenía la pija totalmente parada

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  5. Espectacular !!! como me gustaria que me hicieran un traje ese sastre, dos uno para invierno y otro para verano.

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