martes, 21 de marzo de 2017

Un sastre de la ‘belle époque’ y 2


Ser citados para las pruebas genera expectativas muy diversas en los clientes que ya han disfrutado de la acogedora mamada. Así el primero del que he hablado, que había acudido a encargar un traje ignorante de las habilidades ocultas del sastre, pero a las que acabó entregándose muy gustosamente, duda de si aquello podrá tener repetición. No es que le incomodara ni mucho menos que tal cosa ocurriera y, en ese caso, está dispuesto a dejarse hacer. Con lo que le había gustado… Pero ni imaginar puede que la cosa llegara a tener una dimensión más extrema. Por el contrario los otros dos, que de forma más o menos explícita habían ido buscando lo que realmente ocurrió, fantasean con que el sastre les ofrezca nuevos placeres.

Por su parte el sastre, en este nuevo encuentro con los clientes, sustituye su completa y atildada vestimenta, por prendas más ligeras. Éstas consisten en una liviana camisola de finísimo lino blanco y un pantalón del mismo tejido. Así sus formas redondeadas con suave pilosidad se intuyen con mayor licencia. Desde luego tendrá preparada una motivación excusadora que moldeará en atención a las circunstancias de cada cliente.

Volvamos ahora al primero de ellos, que no las tiene todas consigo acerca del desenlace de esta sesión de prueba. Desde luego lo que le asombra de entrada es el cambio de aspecto del sastre, que éste se apresura a justificar. “Le ruego disculpe que lo reciba con esta ropa informal. Pero es la que suelo usar para mayor comodidad en mi taller, donde estaba dando los últimos toques a su traje para la prueba”. El cliente se apresura a decir: “Nada que disculpar. Su elegancia natural no se altera lleve lo que lleve y añadiría que así inspira mayor confianza”. El sastre se pone en acción. Si me permite, lo ayudaré a quitarse ese traje… Salvo que prefiera hacerlo usted mismo con más intimidad”. “¡No, no!”, contesta el cliente, “Ya sabe que me gusta cómo usa sus manos”. El sastre pues lo va despojando no sólo de la chaqueta, sino también de los pantalones. Y lo hace con sus toques cargados de intención y que empiezan a inquietar al cliente. Esta queda en camisa y calzoncillos blancos. El sastre se lo queda mirando. “Tengo en el taller una camisa de tono más crudo que realzaría mejor el traje que le he de probar… ¿Le incomodaría que le quitara la que lleva puesta?”. “¡Cómo no! Usted ya sabe lo que se hace”, acepta el cliente con una cierta ambigüedad. El sastre le descubre unas marcadas tetas que reposan sobre la redondeada barriga, todo poblado de vello entreverado de canas. “Ahora que puedo admirarlo confirmo con más motivo lo espléndido que resulta su torso ¿Sería mucho atrevimiento si posara mis manos en él?”. “Toque lo que le plazca… Es usted tan persuasivo que nada le puedo negar”, dice el cliente, que ya no se resiste a seguirle el juego. El sastre, con la licencia concedida, palpa con dedos expertos las abultadas tetas y hasta se permite frotar los pezones que se endurecen. “¡Uy, qué sensación me da eso!”, declara el cliente con voz trémula. Pero el sastre avanza en su táctica envolvente. “¿Sería mucho pedir que me deje ver el conjunto?”. “¿Quiere decir dejarme en cueros?”, pregunta el cliente. “Estoy seguro de que lo que me falta por ver y tocar no desmerece de lo que ya me ha dejado disfrutar tan generosamente”, insiste lisonjero el sastre. “Si es su deseo… Pero ya sabe el efecto que me producen sus tocamientos”, consiente el cliente. El sastre va bajando poco a poco los calzoncillos y acaba sacándoselos por los pies. La polla del cliente se yergue endurecida. “Me vienen recuerdos de cuando estuve dentro de su boca”, explica algo azorado. El sastre retrocede unos pasos para admirar la completa desnudez de su cliente. “¡Cuánta belleza irradia su madurez!”, exclama. Se acerca de nuevo y va manoseando mientras glosa: “Estos muslos como columnas que soportan el poblado pubis y flanquean una magnífica virilidad…”, “¡Qué duros testículos  que dan reposo  a tan preciado pene!”, “Yo también recuerdo su exquisito sabor”. Luego hace girar al cliente para contemplar el orondo culo. Planta las manos en las nalgas y acaricia el suave vello. “¡Qué preciosidad, tan recio y firme!”. Pero al tratar de separarle los glúteos, el cliente, que no las tiene todas consigo, avisa: “¡Cuidado con eso!”. “¡Tranquilo señor! Jamás profanaría su insondable misterio”, lo calma el sastre. El cliente vuelve a terreno más seguro poniéndose de frente, pese a la escandalosa erección que exhibe. Sin embargo el sastre, en lugar de ocuparse de ella, dice: “Permita que vaya un momento a mi taller a preparar unas cosas”. Esta ambigua explicación deja al cliente receloso de que en esta ocasión no vaya a ocurrir nada más de lo que tanto ansiaba. No tardó en volver el sastre y, para sorpresa del cliente, se había desnudado por completo también. “No me ha parecido justo seguir ocultándome a su vista cuando usted, tan generosamente, me ha entregado su maravilloso cuerpo… Espero que no le desagrade mi iniciativa”, dice mientras avanza pausadamente. El cliente posa su mirada en la figura regordeta del sastre, con un sexo pequeño medio enterrado entre los  muslos, y sonríe. “Si ya estaba yo teniendo curiosidad”, reconoce. “Pues aquí me tiene para lo que desee”, se ofrece obsequiosamente el sastre. Pero claro, el cliente, poco ducho en estas lides, no sabe qué desear. Solo sabe que la polla le sigue en ebullición. Por decir algo declara: “Nunca he tocado el cuerpo de otro hombre”. El sastre lo rebate: “Tampoco había estado en la boca de un hombre y, al parecer, no le desagradó”. “¡Oh, fue delicioso!”, exclama el cliente, que añade dando un paso más en su liberación de prejuicios: “Creo que nunca es tarde para experimentar cosas nuevas”. Tiende las manos a los hombros del sastre, más bajo que él, y las va resbalando hasta quedar sobre las tetas. “¡Sí que es agradable, sí! Tan gruesas y con este vello suave”, admite. “Sus caricias no me pueden resultar más gratas”, lo incita el sastre, “Estoy listo para proporcionarle nuevos placeres”. Intencionadamente se va dando la vuelta entre los brazos del cliente y realza el orondo culo. “Si el otro día recibí su poderoso miembro en mi boca, ahora le ofrezco mi más oculto orificio”. El cliente queda desconcertado y pregunta: “¿Quiere que lo penetre por ahí? Me resulta muy extraño”. “Me he untado una crema que hará que se deslice placenteramente”, lo incita el sastre, que va a apoyar los codos sobre una mesa y presenta el goloso culo. El cliente, que ya no resiste más la calentura, se acerca sujetándose la polla y el sastre, que se regocija en lo que le espera, lo anima: “Solo tiene que empujar un poco y ya verá…”. El cliente tantea por la raja hasta que la polla se le hunde como atraída por un remolino. “¡Oh!”, se sorprende, “¡Qué caliente presión!”. “¡Cómo lo siento dentro de mí!”, replica el sastre, “Bombee y el placer lo inundará”.  El cliente se le agarra a las caderas e inicia un vaivén cada vez más acelerado. “¡Qué gozo más intenso!”, exclama. “Y yo gozo con usted”, declara el sastre, “Ansío recibir su preciado regalo”. “Pues no va a tardar en tenerlo, porque la excitación se está apoderando de mí”, contesta el cliente con la voz entrecortada. Confirma su previsión con fuertes sacudidas y bramidos hasta detenerse como petrificado. El sastre se escurre por debajo de él y, agachado, encara la recién salida polla goteante. “Permítame recoger lo que aún destila” dice, y lame el mojado capullo. Al cliente lo recorre un escalofrío y se sincera: “Nunca pensé que algo así me gustaría tanto”. “Ya ve lo que se descubre cuando se viene a este sastre”, replica éste con una mezcla de orgullo e ironía. Pero de pronto, como si lo sucedido hubiera sido tan solo un paréntesis a borrar, el sastre desaparece hacia el taller, mientras el cliente, todavía en pelotas y alucinado, se reafirma en que eso de meterla en un culo gordo no está nada, pero que nada mal. Vuelve el sastre ya cubierto y trae las ropas que han de adecentar al cliente, así como el nuevo traje a punto para hacer los ajustes adecuados. Los roces que necesariamente comporta la prueba son ahora de lo más asépticos y lo mismo ocurre cuando el sastre ayuda al cliente a ponerse el traje que llevaba. Éste en realidad agradece la contención, saciado como está de emociones fuertes. Solo cuando se despiden hay un sutil intercambio de intenciones de futuro. “Ya solo falta la prueba final y, si todo está a su gusto, le será enviado su traje”, dice el sastre. “Espero que vaya tan bien como ha ido hoy”, replica el cliente. “No lo dude”, afirma el sastre sonriente.

¿Pero cómo puede el sastre salirse con la suya el día de las pruebas cuando un apetitoso cliente no había llegado a caer en sus redes al tomarle medidas? Ya no escoge el insinuante ropaje usado con el cliente anterior. Pero sí se cuida en aparecer en mangas de camisa, arremangado y con más de un botón desabrochado en la pechera. Finge sofoco. “Perdone el señor que lo reciba tan poco presentable. Pero estaba tan enfrascado en el taller con su traje que se me ha ido el santo al cielo”. El cliente le quita importancia e incluso bromea. “No se preocupe. Al fin y al cabo dentro de poco voy a estar tanto o más desarreglado que usted ¿No es así?”. “¡Claro! Habrá de desprenderse de la chaqueta y los pantalones”, confirma el sastre, “¿Me permitirá que lo ayude?”. La aparente indiferencia del cliente mientras se deja quitar la chaqueta no resulta demasiado esperanzadora para los deseos de sastre. Incluso es él mismo quien se adelanta a soltarse el cinturón y desabrocharse la bragueta. Sin embargo, en el momento de irse a sacar los pantalones, el cliente pide: “Para esto sí que necesito que me eche una mano… Como estoy tan gordo, me cuesta más y temo perder el equilibrio”. “¡De mil amores!”, dice enseguida el sastre, “Para eso está uno aquí”. Se agacha y, mientras el cliente se apoya en su hombro para ir levantando las piernas, él tira de las perneras para sacárselas, encantado de acceder a esta intimidad. Pero sucede que, a consecuencia del pataleo, por la bragueta no demasiado cerrada de los calzoncillos blancos asoma una polla bastante gruesa. El sastre se la encuentra tan cerca de su cara que ha de hacer esfuerzos apretando los labios para no caer en la tentación de sorberla. El cliente solo se da cuenta cuando tiene quitados los pantalones y la polla se mantiene salida. “¡Vaya!”, da un respingo y se la mete para dentro, “Usted perdone”. El sastre se aventura entonces a ser menos discreto. “¡Nada que perdonar! Si tiene usted ahí una bendición”. Al cliente le choca esta alabanza y, pensativo unos segundos, dice al fin: “A ver si va a ser usted el sastre del que se habla por ahí que le hace cosas a los clientes…”. Como usa un tono poco amistoso, el sastre no quiere seguir delatándose. “No sé yo de otro colega…”. Lo que a continuación suelta el cliente lo deja estupefacto. “¡Lástima! Porque también dicen que lo hace muy discreto y muy bien”. El sastre queda pillado en su propia trampa y, en lugar de reconocer de inmediato que él es precisamente a quien se refiere, decide tomarse un poco más de tiempo. Al fin y al cabo este cliente es ya pan comido más tarde o más temprano. Por eso deja pasar el incidente y recurre al truco del cambio de camisa que, con el anterior cliente, había resultado innecesario a la postre. Como si le hubiera surgido una idea mira al cliente en camisa y calzoncillos y le dice: “Tengo en el taller una camisa de tono más crudo que realzaría mejor el traje que le he de probar… ¿Le incomodaría quitarse la que lleva puesta?”. El cliente contesta en tono algo brusco: “¿Ahora me voy a quedar medio en cueros después de que se me haya salido el pajarito?”. Pero ya se ha empezado a desabrochar la camisa. Cuando se la saca, como el sastre se ha detenido con la vista clavada en el cuerpo grueso y peludo, suelta irónico: “Demasiado gordo ¿no?”. El sastre se apresura a rebatirlo. “¡En absoluto, señor! Tiene usted el tipo que más me gusta vestir”. “¿Solo vestir? Creo que sí que es usted el sastre del que me habían hablado. Pero me ha parecido, ya desde el otro día, que no le intereso para otra cosa”, se sincera el cliente. El sastre ya no disimula: “Lo que a mí me pareció fue que usted ponía distancias y yo en eso soy muy discreto”. “Tal vez ha sido por mi carácter algo tosco… Y además, aunque tenga curiosidad, me resulta raro que un hombre como usted me haga ciertas cosas”, explica el cliente. “¿Porque soy bajito y regordete?”, pregunta el sastre devolviéndole la pelota. “Eso no me importa. Hasta me da más confianza”, contesta el cliente. “Entonces estaré encantado de complacerlo”, dice el sastre. El cliente tiene una salida sorprendente: “Es que me da un corte… ¿Por qué no hacemos una cosa? Me pone esa bolsa de tela en la cabeza y así usted tiene vía libre”. El sastre encuentra de lo más morbosa la idea y, decidido, mete la cabeza del cliente en la bolsa hasta la barbilla. “¿Podrá respirar?”. “¡Sí, sí! Así no veo nada, que es lo que prefiero… Usted haga lo que tenga por costumbre”, contesta el cliente con voz emocionada. La primera licencia que se toma el sastre es bajar los calzoncillos, que el cliente ayuda a apartar levantando los pies. “¡Uy! Ya me tiene en pelotas”, farfulla éste ofreciéndose con los brazos caídos. La hermosa polla, que antes había asomado fugazmente, luce ahora bajo el  abultado vientre y en reposo sobre los sólidos huevos, que sobresalen entre los gruesos y velludos muslos. Aunque de buena gana el sastre se lanzaría a sobar y hasta chupetear tan exuberante cuerpo que se le entrega a ciegas, no se fía del todo de las incoherencias de este cliente. Por eso, pensando que tal vez lo encontrará más suelto en otra ocasión, decide ir directamente al grano y ocuparse de la polla, tan apetitosa por lo demás. Así que, agachado, se pone a manosearla y cosquillear los huevos al tiempo que comenta: “Lo que dije antes… Es una bendición lo que tiene usted entre las piernas”. El cliente, que acusa una cierta tensión, pregunta: “¿Me la quiere poner dura?”. El sastre confirma: “Si me lo permite, lo voy a dejar la mar de aliviado”. “¡Vale! Usted sabrá”, replica el cliente, cuyas aprensiones lo hacen mostrarse algo desabrido. Pero el sastre prescinde ya de todo y acaricia con tanta maestría la polla que esta no tarda en engordar… ¡y de qué manera! Al estirarse asoma un grueso y rojizo capullo, por cuya punta el sastre pasa un dedo para extender el juguillo que empieza a brotar. “¡Sí que tiene buenas manos, sí!”, admite el cliente, que se estremece cuando el sastre cambia el dedo por la lengua. Tiene que abrir bien la boca para que le quepa aquel pollón. Y lo engulle con tanto ímpetu que el cliente tiene que apoyarse en su cabeza. “¡Oh, me la va a chupar!”, exclama ante lo obvio. El sastre juega hábilmente con los labios y la lengua, metiéndose la polla hasta el fondo del paladar y sacándola hasta la mitad. “¡Uf, esto es mejor que hacerse una paja!”, afirma el cliente. El sastre le da ritmo a la succión, espoleado por el tembleque que percibe en el voluminoso cuerpo y las expresiones que va oyendo. “¡Cómo me estoy poniendo!”, “¡Me va a venir!”, “Le voy a llenar la boca”. Desde luego se la llena y al sastre apenas le da tiempo a ir tragando la abundante lechada, que le rebosa por los labios. El cliente se echa para atrás sacando la polla que aún gotea. “¡Vaya con el sastre! Lo ha conseguido ¿eh?”, dice como si fuera él quien ha hecho el favor. Se quita la bolsa de la cabeza y añade: “Ahora me puede ayudar a ponerme mis calzoncillos, que no me siento cómodo así… Y si quiere, traiga esa otra camisa de la que ha hablado para seguir con la prueba”. El sastre, que aún se relame, hace lo que pide el cliente y además hace la prueba del traje sin la menor alusión, por parte de ambos, a lo sucedido. Cuando el cliente vuelve a estar vestido con su ropa, el sastre indica: “Ya solo falta la última prueba”. “De acuerdo… Pero sin abusar ¿eh?”, replica el cliente al marcharse. El sastre se dice que, a pesar de las contradicciones y la tosquedad de este cliente, comerse aquel pedazo de polla ha valido la pena.

Viene para la prueba el cliente que, aunque ya en la toma de medidas iba buscando las atenciones especiales del sastre, había optado por disimular y dejarse seducir por sus artimañas. Ahora va a hacer otro tanto, seguro de que el sastre se prestará al morboso juego. Cuando éste lo recibe con su sutil ropaje de lino, alegando que así estaba trabajando en el taller, el cliente le alaba el gusto. “Usted tan creativo como siempre… Además le sienta a las mil maravillas ese atuendo”. “Siempre tan amable el caballero”, agradece el sastre, “¿Pero qué le parece sin empezamos a desvestirnos?”. Al cliente le hace gracia la frase y pregunta jocoso: “¿Los dos?”. El sastre ríe. “No me atrevería yo a tanto”. “Pues no sé yo quién saldría ganando en la comparación”, insiste el cliente. El sastre finge bochorno. “Ahora lo que interesa es que usted se ponga cómodo… ¿Lo ayudo?”. “¡Por supuesto!”, asiente el cliente, “Ya sabe que me agrada dejarme manejar por usted”. El sastre le saca parsimoniosamente la chaqueta y advierte: “Si no le incomoda, procederé a quitarle los pantalones”. “¡Claro! Hay que probarlo todo y usted ya sabe muy bien cómo se abre mi bragueta”, recuerda el cliente. “¡Y vaya lo que encontré!”, lo secunda el sastre. “¡Pues busque, busque, que sigue en su sitio!”, lo invita el cliente, que se ofrece descaradamente de cintura para abajo. El sastre suelta el cinturón y, a medida que va desabrochando la bragueta, sus dedos hurgan y cosquillean. “Ya sabe que soy muy sensible”, le avisa el cliente. El pantalón va bajando y el sastre, para sacarlo, levanta las pesadas piernas, que surgen velludas desde el borde de los calzoncillos. Con éstos y la camisa queda el cliente, todavía demasiado vestido para lo que desearía el sastre. Al cliente no se le escapa su mirada libidinosa y dice: “Si está pensando en quitarme más ropa, por mí no hay inconveniente”. “No sé si así quedaría bien la prueba…”, objeta el sastre, aunque se muere de ganas. “Usted mismo lo dice, es cuestión de hacer la prueba”, juega con la palabra el cliente. “¡Cómo sabe enredarme usted!”, ríe el sastre, “¿Así que quiere que le quite la camisa?”. “Si no se asusta de lo que va a ver…”, lo engatusa el cliente. “Lo que palpé el otro día me encantó”, corresponde el sastre. “¡Pues hala! A palpar y abrir la camisa”. El cliente presenta su abultado busto. “¡Cómo me tienta usted!”, dice el sastre que, primero, contornea las protuberancias por encima de la camisa y luego va desabrochándola con calma. Una vez abierta, el sastre tiene ante sí lo que no llegó a ver el otro día: unas tetas peludas de pronunciados pezones, que se vuelcan sobre la carnosa barriga. Ambos guardan un silencio tenso. El sastre desliza la camisa por los hombros y, como lo hace desde delante, casi queda abrazado al macizo torso del cliente. Al ser más bajo que éste, apenas tiene que inclinar la cara para lamer un pezón. “¡Qué atrevido!”, exclama el cliente estremeciéndose. Pero agarra la cabeza del sastre para ir pasándola de una teta a la otra, y las lamidas se convierten en succiones. “¡Uf, cómo me pone eso!”, masculla en cliente, “¡Muerda sin miedo!”. El sastre va aplicando sus dientes a los endurecidos pezones y arranca gemidos al cliente. Éste hace parar al sastre y avisa: “Creo que se me está poniendo duro algo por ahí abajo”. “Entonces le estorbarán los calzoncillos ¿no es así?”, dice el sastre tirando ya de ellos hacia abajo. En efecto, la gorda polla aparece bien dura y mucho más impresionante que cuando el sastre la había chupado el otro día asomada por la bragueta. Ahora se eleva sobre unos contundentes huevos, que se abren paso entre los rotundos y velludos muslos. “¡Qué maravilla la de sus bajos!”, exclama extasiado el sastre. “Eso se lo dirá a todos”, se burla el cliente. “A cada cual según sus méritos”, precisa el sastre. Éste termina de quitar los calzoncillos y ya tiene al cliente completamente en cueros. “¡Deje que admire su rotunda virilidad!”, exclama. Retrocede unos pasos y gira en torno a él para contemplarlo de espaldas. “¡Que posaderas más hermosas!”. “¿Me está llamando culo gordo?”, bromea el cliente. “Abundancia de dones llamaría yo a todo lo suyo” replica el sastre. “Pues disponga”, lo incita el cliente, “Seguro que por ahí también sabrá darme algún placer”. El sastre planta las manos en las nalgas y acaricia el suave vello. Luego prueba darles unos leves cachetes a los que el cliente reacciona. “¡Um! Creo que eso me va a gustar”, dice y se apoya en una mesa poniendo el culo en pompa. Entonces el sastre se enfrasca en un crescendo de cachetes hasta tortazos más contundentes. “¡Qué calor más agradable me está invadiendo!”, declara el cliente. “También me arden las manos”, añade el sastre. “No malgaste instrumentos tan valiosos… ¿No podría sustituir sus manos por algo más rudo?”, sugiere el cliente. “Si así lo desea…”. El sastre coge una regla de medir y con ella va dando palmetazos a las nalgas con no poca energía. “¡Oh, sí, castígueme! He sido malo ¿verdad?”. “¡Muy malo!”, corrobora el sastre, quien no obstante ha de atemperar sus azotes ante el enrojecimiento que van experimentado los glúteos del cliente. Por eso añade: “Si sigo castigándolo, luego va a tener problemas para sentarse”. “¡Uy, sí!”, comprende el cliente, “Y al salir de aquí tengo que presidir un consejo de administración”. El sastre, que disfruta de lo lindo jugando con tan soberbio culo, ofrece: “Si quiere, puedo calmarle los ardores”. “Se lo agradeceré infinito”, asevera el cliente. El sastre empieza a darle lametones y ensalivar abundantemente la extensa superficie. “¡Oh, que dulce alivio!”, declara el cliente. Pero la lengua del sastre no se limita al exterior, sino que pasa a ahondar en la oscura raja. “¡Qué atrevido es usted!... Pero me gusta cómo sabe despertarme las sensibilidades”, musita el cliente complacido. El sastre sigue adelante y ahora está metiendo el regordete índice por el ojete. El cliente da un respingo. “No tiene límites usted ¿eh?”. “Se me ha ido solo”, se excusa el sastre con el dedo bien adentro. “Pues ya que está ¿por qué no frota un poco?”. El sastre maneja con habilidad las falanges en un masaje que arranca gemidos al cliente. “¡Qué sensación más sublime!”, exclama. Aunque llega a saberle a poco. “Si pudiera introducirme algo más grueso…”. El sastre capta el mensaje pero, siendo más de tomar que de dar, trata de excusarse. “Estoy tan enfrascado en mis alivios manuales que no sé yo si podré complacerlo”. El cliente, sin embargo, no va a resignarse y ofrece: “Con mucho gusto lo ayudaría… Además también yo quiero conocer mejor su cuerpo, si no le perturba”. “¡En absoluto, señor! Es que temo parecerle poca cosa en comparación con sus generosas formas”. “No se minusvalore”, lo reprende el cliente, “O yo mismo lo despojaré de esos ropajes tan sugerentes que se ha puesto hoy”. Como el cliente siempre tiene la razón, al sastre no le cabe sino ponerse a su disposición. “Si es su deseo…”. Poco tarda aquél en arrebatarle la camisola y el liviano pantalón, dejándolo tan desnudo como él. El cuerpo bajito y redondeado, de piel clara y vello suave, no resulta ni mucho menos indiferente al cliente, que lo piropea. “La buena esencia se guarda en frasco pequeño”. El sastre hace como si se ruborizara. Pero el cliente, salido como está, ya le mete mano buscándole la polla. Como el sastre no está en forma, lo aúpa para que se siente en una mesa y le separa los muslos. “¡Qué rico manjar guarda usted ahí!”. Sin dudarlo se amorra a la polla que, aunque corta, llega a adquirir, por efecto de las chupadas, un grosor más que aceptable. El cliente entonces se da la vuelta y acopla su raja al miembro endurecido. Enseguida le queda clavado a tope y el cliente se balancea sacándole gusto. “¡Qué gorda y qué rica!”. Sus meneos acrecientan la calentura del sastre, que llega a avisar: “¡Señor, estoy a punto de vaciarme en su interior!”. “¡No se prive!”, lo incita el cliente que no cesa en su bombeo. “¡Ya, ya! ¡Cuánto placer me ha dado usted!”, exclama el sastre entre resoplidos. “No mayor que el que me acaba de proporcionar”, replica el cliente que, al apartarse, hace salir la polla como el tapón de una botella. “¡Qué encajadita la tenía!”. El sastre baja tambaleante de la mesa y observa la potente erección del cliente. “Ahora va a necesitar aliviarse”, dice solícito. El cliente se muestra comprensivo. “Me sabría mal seguir dándole trabajo”. Pero el sastre, que no le va a hacer ascos a aquella espléndida polla, lo tranquiliza. “Descuide, que uno está para servirlo”. Así que se amorra a la polla y no para de mamar hasta que el cliente, bufando y con temblor de piernas, le da una abundante descarga. El sastre, una vez relamido, afirma: “No podía desperdiciar tan sabroso néctar”. A partir de ese momento, la prueba transcurre en la más absoluta normalidad. El sastre, que no ha perdido el tiempo en cubrirse, va ajustando el traje por aquí y por allá. Una vez que lo deja a punto, ayuda al cliente a ponerse su ropa de calle. “Que le sea grato su consejo de administración”, desea al cliente. “Mis posaderas arderán recordando los deliciosos momentos que me ha hecho pasar”, declara el cliente agradecido.

El cliente que más había avanzado en su osadía, llegando a conseguir que le fueran tomadas las medidas sobre su cuerpo desnudo, con las consecuencias que de ello se derivaron, se toma la informal vestimenta con que lo recibe el sastre como una ofrenda a su persona. “¡Qué agradable sorpresa la de su provocativo atuendo!”. La falsa explicación del sastre, “Me gusta trabajar cómodo en mi taller…”, es cortada de raíz por el entusiasmado cliente. “No se excuse… Si está usted de lo más tentador y capto el mensaje de que hoy sea yo quien le despoje de prendas que usted mismo ha cuidado que sean fáciles de manejar”. El cliente se abalanza sobre el sastre, le saca la camisola por la cabeza y suelta la cinta que le ciñe el fino pantalón. El sastre queda así completamente desnudo y sus mullidas redondeces encantan al cliente. “He soñado yo con esto desde el otro día… ¿Permitirá que lo colme de caricias?”. El cliente, aún vestido de punta en blanco y mucho más grandote que el sastre, manosea a éste a su antojo. Le estruja las tetas, le soba la barriga y el culo… Hasta se agacha para palparle lo que casi se le oculta entre los regordetes muslos. “¡Qué agradable tacto el de sus suaves formas que incitan a saborearlas!”, exclama, “Mi boca ansía reavivar tan deliciosos atributos”. Acuclillándose con sorprendente agilidad, ya está recorriendo con la lengua la polla y los huevos de sastre, que gimotea indefenso. Se pone a mamar consiguiendo que la polla se endurezca. Pero el sastre ya ha tenido bastante por el momento y, apartándolo con delicadeza, le advierte: “Ya ve cómo mi cuerpo responde a sus gratas atenciones. Pero si continúa con ellas mucho me temo que pronto me va dejar fuera de juego, lo que puede perjudicar el celo profesional que deseo poner en las pruebas que he de hacerle”. El cliente reacciona a esta parrafada. “¡Cuánta razón tiene! Pero tenerlo entre mis manos, yo vestido del todo y usted cual juguetón fauno, me lleva al éxtasis”. El sastre insiste. “Permítame recordarle que está aquí para la prueba de su nuevo traje y difícilmente podríamos hacerlo si persiste en conservar su ropa”. Pero el cliente tiene la fantasía desatada y propone: “Si usted, que tan condescendiente se ha mostrado siempre conmigo, accede al capricho que tanto me ilusiona, después muy gustosamente dejaré que me pruebe todo lo que quiera”. “¿Qué capricho es ese? Por si puedo complacerlo”, pregunta el sastre intrigado. “Que tal como estoy ahora deje que lo penetre analmente”, declara el cliente sin ambages. El sastre, a quien te tienta el hecho en sí de acoger en su más íntimo reducto la verga del cliente, cuya magnificencia había saboreado en anterior ocasión, objeta sin embargo: “Me temo que conservar su ropa le incomodaría para una satisfactoria incursión entre mis nalgas”. “¿Acaso no tuvo ya constancia de la envergadura de mi miembro viril? ¿Qué lo podrían frenar unos trozos de tela?”. “Si es así, proceda como estime conveniente”, dice el sastre ajustando los codos sobre la mesa y ofreciendo generosamente su sonrosado trasero. El cliente, henchido de lujuria, se desabrocha la chaqueta, va soltando los botones de la bragueta y su joya oculta emerge con fuerza. Se aproxima al sastre y, con una limpia estocada, la delantera de sus pantalones se adhiere a las nalgas del sastre. Éste emite un sentido “¡Ooohhh!” y el cliente se jacta. “¡¿Qué, me quedo corto?!”. “¡No, señor! Bien adentro que lo tengo”, declara el sastre. El cliente empieza a agitarse en un vaivén que zamarrea al sastre. Su corbata se va deslizando por la espalda de éste, que rumorea gozoso. El cliente ser entusiasma. “¡Qué ardor me está recorriendo!”. El sastre lo incita. “No dude en convertirme en su recipiente”. El cliente descarga al fin toda su energía con fuertes resoplidos, hasta quedar parado e irse desprendiendo del sastre. Recompone su trajeada figura con la polla todavía asomando por la bragueta. “¡Gracias por acceder a tan singular pretensión!”, exclama. Pero el sastre enseguida asume su función. “Ahora espero que podamos llevar a cabo la segunda parte del acuerdo… Si tiene la bondad de aligerarse de ropa, iré entretanto al taller para traer el traje de prueba”. Deliberadamente se retrasa con la morbosa curiosidad de hasta qué punto llevará el insigne varón el aligeramiento de ropa. Cuando vuelve, comprueba que el cliente ha llevado al extremo la idea, ya que se halla provocadoramente en cueros y explica: “Me gustaría sentir sus finos tejidos sobre mi piel desnuda ¿Será ello un problema para usted?”. El sastre, al que subyuga aquel cuerpo robusto y velludo, deja de lado cualquier prejuicio profesional y consiente. “Usted manda y creo que con esa percha la prueba le quedará como un guante”. El cliente se ofrece con descaro y el sastre procede a ponerle los pantalones, con intencionados roces por los muslos. Ajusta la costura y va abotonando la bragueta, con los dedos que tantean la polla recién vaciada y se enredan en el pelambre del pubis. Luego centra la parta de atrás para que la costura coincida con la raja del culo. La chaqueta es encajada al torso desnudo. El sastre amolda las hombreras por dentro y alisa las solapas sobre las prominentes tetas. El cliente se deleita con el trato que recibe. “¡Lo que usted no acople al milímetro…!”. El sastre se muestra satisfecho, pero su desnudez le impide disimular la erección de su polla regordeta. El cliente se fija y pide: “Déjeme concluir lo que antes quedó interrumpido”. Aun a riesgo de desencajar y arrugar el nuevo traje, se agacha y toma con la boca el miembro del sastre. Éste, pensando que no hay nada que no arregle un buen planchado, se entrega a la generosa mamada y pronto la gratifica con sus jugos. El cliente se yergue exultante: “No me dirá que no ha sido una prueba magnífica”. El sastre se recupera rápido y extrae con cuidado las prendas al cliente. “Usted sabe poner las cosas fáciles”. El cliente recupera ya su ropa original y se despide deseoso de vestir pronto el nuevo traje salido de las mágicas manos de tan singular sastre.

3 comentarios:

  1. no me cansare de darte las gracias por estos relatos con tanto morbo es que son la leche no dejes de deleitarnos con muchos mas yo casi entro a diario en tu blog un besazo majo

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  2. Como siempre has dejado el listón bien alto. Muy buen relato, esperando con ganas el siguiente.

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  3. Excelente al igual que la primera parte, por supuesto uno queda muy excotado

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