lunes, 20 de noviembre de 2017

Car wash

Una noche fui a tomar una copa a un bar de osos que suele tener un ambiente agradable y una música vintage que resulta muy relajante. Ocupé un taburete en la barra y pedí mi bebida. Al poco rato se sentó a mi lado, en el hueco que estaba libre, un tipo alto y gordote. Debería tener algo más de cincuenta años y derrochaba simpatía en las bromas que se gastaba con el camarero. Su corpulencia le hacía mantener separadas las piernas invadiendo mi espacio. Desde luego no me molestó en absoluto que una de ellas se juntara con otra mía como forma de establecer contacto. Cuando le trajeron su bebida, miró la que yo tenía ya y comentó sonriente: “Veo que tomamos lo mismo”. Lo suficiente para dar pie a una de esos inicios de conversación intrascendente, típica de estas situaciones. “¿Vienes mucho por aquí?” … “No te había visto nunca” … “No está mal este sitio” … Lo más interesante era que, al hilo de la charla, habíamos ido girando los taburetes hasta quedar enfrentados y nuestras piernas se ensamblaban en una agradable intimidad. Mi recién conocido era además muy expresivo, con gesticulaciones de sus recios brazos suavemente pilosos, que a veces llevaban sus manos a palmear mis muslos. Por supuesto no me privé de toquetear también los suyos. En uno de sus meneos, me di cuenta de que se le había soltado el botón de la camisa que moldeaba su barriga por encima del cinturón, y el óvalo abierto dejaba ver el ombligo velludo. Le dije divertido: “Te va a reventar la camisa ¿eh?”. Él rio y desabrochó un botón más. “¿No te gusta?”. Enseguida propuso: “Pedimos otra copa y nos vamos a ese sofá”. Éste había quedado vacío y permitía mayor relajación.

El sofá, bajo y mullido, permitía estar medio estirados. Pese a que era espacioso, mi acompañante se dejó caer con todo su volumen muy arrimado a mí. Nuestros brazos y piernas, más que rozarse casi se entrelazaban. Me encantó sin embargo que, para un mejor acomodo, me pasara un brazo por encima de los hombros y notar su calor y el cosquilleo de sus vellos en mi nuca. Pero aún más, con la mano libre volvió a soltarse botones de la camisa, ahora los de arriba, de forma que solo uno quedó sujetándola. “Me gusta que me toquen”, dijo entre oferta y petición. Mi mano se fue directa a aprovechar la abertura y dar con un pecho grueso y consistente. Deslicé los dedos por los pelos y pasé sobre la roseta del pezón, que se endureció al contacto. “Creo que nos vamos a entender”, susurró manteniéndome sujeta la mano en su pecho y girándose para buscar mi boca. Nos besamos enlazando las lenguas y libando las salivas. Sentía su peso sobre mí y la calentura se me aceleraba, sabiendo que la suya también lo hacía.

Lo que menos me esperaba, no obstante, fue el sesgo que tomó nuestro ligue. De pronto me preguntó: “¿Tienes coche?”. Pensé que sería para que nos fuéramos a un sitio a revolcarnos. Contesté casi disculpándome: “Sí, pero no he venido en él”. “No importa”, replicó, “¿Podrías venir con él mañana a mi casa?”. “Supongo que sí…”, me mostré desconcertado. Él sonrió. “Son cosas mías… Es que me encanta lavarlos”. Mi expresión de asombro habló por sí misma y él siguió explicando. “No te asustes… Es una fantasía que tengo. Creo que te gustaría”. Me vinieron a la cabeza algunas fotos y vídeos que había visto en internet y aventuré una pregunta: “¿Cómo esos lavacoches ligeros de ropa?”. “No vas desacertado”, reconoció, “Pero ahora no te daré más pistas”. “¿Eso lo puedes hacer en tu casa?”, insistí incrédulo. “Vivo en las afueras y tengo un patio que sirve para dar un buen lavado a un coche… Lo dejo como nuevo”. “¿Y el conductor?”, seguí preguntando, encontrándole cada vez más morbo a la idea. “Servicio completo”, afirmó con picardía. Estaba tan sorprendido que me hice de rogar. “No sé yo… Un poco rara tu fantasía”. “Divertida más bien”, corrigió, “Me vas a tener a tu entera disposición”. La verdad era que, nada más imaginarlo, se me estaba reavivando la excitación. Así que acepté y él me dio las indicaciones para llegar a su casa.

Con una emoción contenida, a primera hora de la tarde del día siguiente enfilé con el coche el camino a su casa. Tal como me había indicado, encontré abierto el ancho portón de acceso al patio. Siguiendo sus instrucciones, entré, paré el coche y salí para cerrar el portón. El patio era bastante amplio y, a un lado, había otro coche, impoluto y brillante. Además me había pedido que esperara dentro del coche. Cosa que hice, impaciente y con la mirada fija en la puerta que daba acceso a la casa. No tardó en abrirse y allí apareció la sorpresa. Apenas reconocí a mi ligue de la noche anterior, con una gorrita calada que ensombrecía su cara. Pero lo espectacular era que llevaba tan solo un eslip de talla tan reducida que apenas asomaba un triángulo azul enterrado entre sus abundosas carnes. Éstas se agitaban orondas y velludas mientras se acercaba rápido al coche. Al verlo bajé el cristal y él se inclinó sonriente con las manos en el marco. Las tetas le colgaban generosamente mientras preguntaba: “¿Qué te parece tu lavacoches?”. “¡Impresionante!”, afirmé. Y como sabía que sería de su gusto, añadí: “Con mucho que tocar”. Se arrimó aún más y entonces saqué una mano para palparle las tetas. Se dejaba hacer con rumores de placer. Hasta que, poniéndose derecho, llegó a apoyar el llamativo triángulo azul con un descarado abultamiento. “Mira lo que estás provocando”, le oí decir con la cara por encima del techo. Se lo acaricié notando su dureza, pero le quedaba tan ajustado que no pude sacar lo que ocultaba. Ya se apartó y volvió a asomarse. “No te precipites, que el coche lo tienes muy sucio”. Casi me había olvidado del guión preestablecido. Pero él siguió con lo suyo. “Sube el cristal, que voy a empezar dándole un manguerazo”. Se volvió y, al agacharse para coger la goma, me ofreció la visión de su culazo, del que el pequeño eslip dejaba al aire más de la mitad.

Sin más dilación abrió el agua y proyectó un fuerte chorro sobre el coche. Había quedado tan encandilado que solo entonces tomé conciencia de encontrarme atrapado, como si estuviera en un peculiar túnel de lavado. A través de los regueros en los cristales, veía distorsionada la gruesa figura semidesnuda que, de un lado para otro, manejaba la manguera. Más aislado me sentí todavía cuando, con una gran esponja que iba empapando en un cubo espumoso, se puso a frotar por todas partes. Ahora el contacto era más próximo. Volcaba el cuerpo sobre el capó para repasar toda su superficie y, cuando se pegaba a las ventanas para alcanzar el techo, los pelos de su barriga se aplastaban contra el cristal enjabonado. Él mismo parecía empapado y el eslip mojado adquiría un tono más oscuro. Nuevos manguerazos de agua clara fueron diluyendo la espuma y enseguida pude ver con más nitidez que también proyectaba los chorros hacia su cuerpo, en un gozoso y sicalíptico enjuague. La carrocería brillaba secándose al sol, pero los cristales fueron objeto de un repaso adicional con una gran bayeta.

Llegados a este punto, me debatía entre salir del coche, abalanzarme sobre él y arrancarle el eslip, o bien alargar el morbo dejándome llevar en su voluptuoso capricho. Pero me sacó de dudas al ser él quien abrió la puerta del coche. Pegado al hueco y secándose con una toalla, le veía de las tetas para abajo y ponía deliberadamente ante mí el dichoso triángulo que, mojado, parecía más dado de sí. Ya lo tuve claro. Eché abajo el eslip y una polla gorda y a medio descapullar se desperezó sobre los huevos que se esponjaban entre los muslos. Él tan solo emitió un resoplido y oí que sus manos caían sobre el techo del coche. Acerqué la cara y sorbí la polla, que empezó a endurecerse en mi boca. Me daba facilidades arrimándose más y balanceando las caderas con provocativa lubricidad. Cuando la polla estuvo tan crecida que necesité respirar, aprovechó para agacharse hasta mostrar la cara sonriente. “¡Qué buen chico has sido! Ni siquiera te has desabrochado el pantalón”, dijo burlón. Entonces introdujo el busto y, pasando sobre mí, estiró el cinturón de seguridad, que me había soltado al llegar, y lo sujetó. Salió fuera y cerró la puerta tras avisar: “¡Ahora veras! ¡Espera!”. Dio la vuelta y abrió por el otro lado. Se sentó pero, con evidente conocimiento de los mecanismos del coche, llegó a poner los dos respaldos casi horizontales.

El corazón me iba a tope allí tumbado y sujetado, a disposición aquel hombre voluminoso que se volcaba sobre mí. Aunque había dejado abierta la puerta de su lado, me asombraba la facilidad con que se manejaba por allí dentro, como si fuera un terreno dominado de sobra por él. Con delicadeza empezó por abrirme la camisa y, al no poder quitármela del todo, la apartó hacia los lados. Entretanto iba lanzando murmullos de complacencia: “Umm”, “Umm”…  Yo me dejaba hacer fascinado por la  peculiaridad de la situación. Luego se ocupó de mis pantalones por debajo de la tira del cinturón. Hube de levantarme ligeramente para que pudiera sacarlos y arrastró con ellos los calzoncillos. Mi polla había experimentado varios episodios de empalme a lo largo del proceso y ahora estaba en plena expansión. “Esto quería ver”, dijo él al acabar su tarea. La acarició con una mano mientras con la otra me palpaba los huevos. Mi excitación se aceleró sabiendo lo que iba a venir. En efecto, tras mirarme a la c ara con picardía, me lamió el capullo. Se interrumpió para decirme: “Es lo que me has hecho tú antes ¿no?”. Ya se metió la polla entera en la boca y chupó de forma tan deliciosa que me puso la piel de gallina y mi calentura se desbocó. Ponía una mano sobre su cabeza y estiraba la otra para manosearle la espalda y llegar a darle palmadas en el culo.

Cuando ya estaba al límite, supo parar prudentemente. Entonces me soltó el cinturón y, con una habilidad increíble, maniobró con su respaldo hasta ponerlo al nivel del asiento trasero. A continuación se colocó a cuatro patas, dejándome espacio para que me metiera por detrás de él. Superando cualquier incomodidad, el morbo de presentarme el culo de tal forma arrastró mi deseo de hacerme con él. Si bien ya había tenido algún que otro escarceo dentro de un coche, lo reducido del espacio distorsionaba las proporciones y aquella inmensa grupa que parecía tener vida propia con su hendedura palpitante me alucinaba. Por ello contuve mi impulso de montarlo inmediatamente para recrearme en un disfrute previo. Sobé la extensa y velluda superficie, sólida y mullida a la vez. Aparté las nalgas y la raja que se abrió atrajo mi cara. Chupeteé y mordisqueé los bordes más blandos, hasta que mi lengua se hundió con enérgicas lamidas. Los suspiros que oía se trocaron de pronto en un imperioso “¡Fóllame ya!”. Su llamada hizo que me levantara y buscara el equilibrio para que mi polla alcanzara la raja. La saliva que le había dejado ayudó a que la deslizara y encontrara fácilmente el punto donde no hubiera resistencia. Empujé y fui absorbido hasta que mi pubis quedó aplastado entre las nalgas. El “¡Oh, sí!” que soltó el follado me cargó de energía. Bombeé cada vez más decidido y él daba facilidades procurando mantenerse elevado sobre las rodillas. Yo me sujetaba a sus hombros para mayor precisión y ya me olvidé de la precariedad del sitio y la posición. La calentura me iba subiendo, alentada por sus denuedos: “¡Qué bueno!”, “¡Dale, dale!”, ¡Lléname!”… “¡Ya voy!”, avisé y me descargué con temblores por todo el cuerpo.

Quedó planchado y yo sobre él. Después de un rato, cuando recuperé el habla, dije tomando de nuevo conciencia de donde estábamos: “A ver cómo salimos de aquí”. Ahora fui yo quien tuvo que maniobrar para salir de culo por la puerta que afortunadamente había quedado abierta. Asimismo le ayudé para que pudiera darse la vuelta y seguir mis pasos. Al fin quedamos junto al coche los dos, de pie, entumecidos, sofocados y en pelotas. No se le ocurrió otra cosa que preguntarme: “¿Ves lo limpio que ha quedado?”. Mo pude menos que reírme. “¿Y cómo hemos quedado nosotros?”. Respondió categórico: “Bien follados, al menos yo, y de una forma muy original ¿no te parece?”. “Original sí que ha sido, pero me ha dejado baldado”, repliqué. Riendo me echó un brazo por los hombros. “Vamos adentro y nos reponemos”. Aun a riesgo de que me enredara en otra de sus ocurrencias ¿quién se iba a negar? Así que, sin preocuparme de mi ropa que había quedado dispersa por el suelo de coche, me dejé guiar tan desnudo como él.

Al entrar en la casa me dijo: “Anda, ponte cómodo en el sofá que enseguida te atiendo como te mereces”. Con cierta suspicacia vi cómo desaparecía, aunque no pude dejar de admirar su oronda e imponente presencia. Aproveché el poco tiempo en que me dejó solo para inspeccionar ocularmente el entorno, por si hallaba indicios de alguna otra extravagancia. Pero todo estaba en orden y mi inquietud se disipó cuando reapareció trayendo un carrito en el que, además de bebidas, había unos apetitosos aperitivos, que debió tener ya preparados. Lo dejó ante el sofá y se sentó a mi lado, arrimándose como había hecho en el bar la noche anterior. Aunque con los cuerpos desnudos el contacto resultaba más voluptuoso. Volvió a sacar el tema de utilizar como elemento erótico el lavado de coches y quiso ponerlo en un contexto que pareciera más coherente. “Aparte de que la afición me venga de que mi familia tenía una gasolinera con túnel de lavado, lo que me hacía fantasear con sus morbosas posibilidades, también me sirve para liberar mis complejos”. Hizo una pausa que aproveché para expresar mi asombro. “¿Acomplejado tú?”. Me achuchó con cariño y siguió. “Aunque no te lo creas, me veo tan grandote y gordo que temo que en el momento de la verdad eche atrás a más de uno…”. Lo interrumpí con énfasis. “¡Pero si estás buenísimo! Desde que te vi ayer estaba deseando un revolcón contigo”. “¡Gracias, guapo!”, me dio un sonoro beso, “Pero en pelotas a la luz del día no tenía yo muy claro que no salieras corriendo… Con el truco del lavado y el juego dentro del coche quedaba todo más adornado”. Ahora reí yo. “Desde luego lo has bordado… Pero mira: Estamos aquí y no se me pasan las ganas de meterte mano”. “Entonces no te prives”, dijo poniéndose esponjoso. Aunque los ardores de la entrepierna se me habían apaciguado, el ofrecimiento de aquel cuerpo tan mullido me atraía como a una mosca la miel.

Me faltaban manos para sobar, estrujar y lamer las generosas y vellosas curvas. La entregada complacencia con que me daba facilidades me incitaba a seguir adelante. Chupé las tetas y mordisqueé los pezones, haciendo que se estremeciera y suspirara. Más lo hizo todavía cuando le palpé los huevos y la polla que, sin descargar todavía, se endurecía progresivamente. Recorrí con la lengua la balumba de la barriga y me fui deslizando hasta quedar en el suelo entre sus piernas. La polla se erguía allí tentadora y, apoyado en sus muslos, la sorbí con mucha más vehemencia de la que había empleado cuando le bajé el eslip. Porque ahora quería bebérmelo y nada me iba a parar. Sus suspiros se convirtieron en gemidos y sentía sus manos sobre mi cabeza. Chupé y chupé hasta que sus piernas empezaron a temblar y, con un silbido como el de una cafetera, me fue llenando la boca de abundante leche. La saboreé y tragué mientras su corpachón se destensaba. Todavía no había llegado a levantarme cuando soltó: “¡Uf, vaya mamada!”.

Tuvo que ayudarme a subir al sofá junto a él y buscó mi boca para diluir con su saliva la leche que aún impregnaba mis labios. Con la lujuria atemperada, quedaban caricias y arrullos que nos relajaban a ambos. Me preguntó si me apetecía ducharme. “¿También a manguerazos?”, bromeé. “Eso ya pasó por hoy”, replicó, “Tengo una ducha muy normal… y de mi talla”. “Si lo hacemos juntos, de acuerdo”. Rio. “No hay quien te pare ¿eh?... ¡Anda, vamos!”. Compartimos el espacio de la ducha con una relativa calma. Eso sí, enjabonándonos mutuamente con morbosa delectación. Cuando ya nos enjuagábamos, sin embargo, mi compañero de aguas me impulsó para dejarme con la espalda pegada a la pared.  Se agachó y se puso a chupármela, no ya como mero juego, sino con la evidente intención de no soltarme hasta conseguir su propósito. En su boca la polla se me endureció inevitablemente y se me renovaron las ganas que creía atemperadas por la enculada. “¿Sabes lo que va a pasar?”, pregunté sin respuesta. Porque precisamente fue lo que pasó gracias a su perseverancia. Quedé traspuesto sujetándome a la pared y él se fue levantando oscilante. Abrió la boca bajo el chorro, que había seguido fluyendo sobre nosotros, y la mezcla del agua con mi leche le fue resbalando por la barbilla y el pecho.

Desnudos salimos al patio, donde yo tenía que recuperar la ropa que había quedado en el coche. Mientras me vestía preguntó sonriente: “¿Volverás?”. Evocando lo que había pasado en el coche, contesté: “Otro polvo como el de hoy puede afectar a mis vértebras”. Pero él tuvo réplica: “Podríamos lavar el coche entre los dos. También tendría su morbo ¿no crees?... Y más si me follas sobre el capó”. Me prometí a mí mismo que volvería.


lunes, 6 de noviembre de 2017

Padre, hijo y… Miguel

Miguel era un gordito, de veinticinco años, tímido y débil de carácter. Trabajaba en una entidad bancaria y, muy eficiente en sus tareas, le costaba sin embargo relacionarse en el ambiente laboral. Fue Ramón, un compañero diez años mayor que él, quien más se interesó por cultivar su amistad. Fornido y abierto, supo crear un clima de confianza entre ellos que Miguel agradeció. Como Ramón no tuvo inconveniente en reconocer desde el principio su homosexualidad, Miguel llegó a atreverse a contarle las azarosas circunstancias en que había sido iniciado en unas relaciones que, hasta entonces, no había tenido claro que se correspondieran con sus inclinaciones naturales.

Miguel, muy religioso desde niño, había colaborado con entusiasmo en las actividades de catequesis de su parroquia. Hacía ahora unos tres años, llegó un nuevo párroco. Cincuentón, grandote y afable, quedó encantado con el buen hacer de Miguel. Aunque éste no tardó en sospechar que podía haber algo más en el interés del cura hacia él, su buena fe lo impulsaba a descartar algo así. Además se sentía a gusto con el trato afectuoso que le dispensaba, sin llegar a admitir que también se sentía atraído por el sacerdote. Convertido ya en su mano derecha para las tareas sociales de la parroquia, se hizo frecuente que ambos permanecieran en sus dependencias hasta altas horas departiendo sobre lo divino y lo humano. Así el cura supo de la poca incitativa de Miguel para su trato con las chicas, que éste achacaba a su excesiva timidez. Además, en su candidez, incluso le confesó que prefería los ratos que pasaban juntos a salir con los amigos.

Hasta que llegó el momento en que el cura debió estimar que Miguel estaba a punto para pasar a la acción. Con la excusa de repasar unas cuentas, le instó a que se sentara a su lado. El deliberado roce de las piernas tenía desasosegado a Miguel, que apenas podía concentrarse en lo que estaban tratando. El cura aprovechó este despiste para llamar su atención plantándole una mano en el muslo y diciéndole afectuosamente: “¡A ver si espabilas, Miguel!”. Éste se ruborizó y su inquietud se aceleró cuando la mano no solo siguió oprimiéndole el muslo sino que se desplazó hasta rozarle la entrepierna. Dándose cuenta entonces de que estaba empalmado, sintió una gran vergüenza de que el cura lo notara. Desde luego que éste lo notó, ya que no era otra su intención, e incluso palpó descaradamente el miembro endurecido. “Es lo que esperaba encontrar”, dijo el cura persuasivo, “Y no eres el único”. Entonces tomó una mano de Miguel y la llevó a su entrepierna, donde también había una dureza equivalente.

A partir de ese instante Miguel supo que no iba a hacer sino dejarse llevar por la voluntad del sacerdote. Mansamente facilitó que le bajara los pantalones y le toqueteara con avidez. Cuando el cura hizo lo propio y le mostró la inhiesta verga, no rechazó metérsela en la boca y chuparla como le pedía. Sintió algo de temor cuando fue su culo el objeto de intensos manoseos, pero no se resistió a ser impulsado a volcar el  torso sobre la mesa y recibir los embates que lo penetraban. Dolerle sí que le dolía, pero aguantó hasta que el cura se satisfizo dentro de él. Miguel no recuerda más que, cuando estuvo solo, se preguntó si era aquello lo que deseaba y no supo responderse. Sin embargo sintió una urgente necesidad de masturbarse, que resolvió con ansia.

A Miguel le desconcertó que después de ser estrenado por el cura, éste empezara a marcar distancias, como si no quisiera comprometerse más allá de aquel polvo furtivo. Esto supuso tal decepción para él que le hizo abandonar su relación con la parroquia.

Tras haber conocido esta historia, Ramón estuvo seguro de que Miguel iba ser presa fácil para sus propósitos. Por supuesto, le gustaba Miguel, con un cuerpo que intuía muy apetitoso, y no dudaba que éste habría de ser receptivo si le proponía un revolcón. Pero en vista de la disponibilidad con que Miguel había respondido a la seducción del cura, prefirió reservarlo para un plan más complejo.

Aquí entraba en juego la figura del padre del propio Ramón. Éste nunca había tenido problema con su familia para salir del armario. Pero después de que sus padres se separaran, descubrió por casualidad que al padre también le iba el rollo. Se lo encontró en una sauna y, lejos de resultarle violento, tranquilamente le presentó a su ligue del momento, que acabaron compartiendo. Desde entonces se creó entre padre e hijo una relación peculiar. Sin llegar al incesto, pues se tenían ya muy vistos, no hallaban el menor reparo en cepillarse al alimón a cualquiera que les apeteciera a ambos. Precisamente era Ramón, por ser más activo en esos ambientes, quien solía proporcionar materia prima a tan especial entente familiar ¿Y quién mejor que Miguel  para introducirlo en ella?

“A mi padre le encantaría conocerte”, soltó un día Ramón a Miguel. “¿Tú crees?”, preguntó éste alagado. “¡Seguro! …Y a ti también te gustará. Es tan grandote como yo y muy afectuoso”, añadió Ramón. Miguel no llegó a captar la intención de la descripción del padre y Ramón insistió en ir situándolo. “Fíjate que también le van los hombres… Aunque lo descubrió mucho más tarde que yo”, dijo divertido, “En ese sentido nos llevamos muy bien”. Siguió engatusando a Miguel para planear ya un encuentro. “Un día de estos te llevo a su casa y verás lo bien que lo pasamos. Tiene una piscinita y haremos una buena barbacoa… Supongo que no te dará corte que los dos seamos gais”. “Ya conoces mi experiencia…”, dejó caer tímidamente Miguel, al que sí le daba cierto corte la propuesta. Pero dado que Ramón nunca había intentado nada con él, habiendo podido hacerlo, pensó que nada raro podría pasar al estar con padre e hijo.

Llegaron a casa del padre que, por supuesto, estaba ya bien informado por Ramón y acogió a Miguel con gran cordialidad. “Veo que mi hijo sabe escoger a los amigos”. Tenía ya en marcha la barbacoa y los pantalones cortos y la camiseta que llevaba le daba un aspecto juvenil, aunque ya contara los cincuenta largos. Miguel pensó que no había errado Ramón al describirlo como un hombre robusto, de lo que daban fe la barriga abultada y las recias y velludas piernas. Como Ramón y Miguel venían del trabajo, su ropa era demasiado formal, por lo que el padre les dijo: “¿Por qué no vais a poneros algo más cómodo y fresco? En mi habitación encontraréis lo que pueda iros bien… No creo que haya problema de tallas”. Rio señalando cómicamente los volúmenes de los tres.

El primer apuro que pasó Miguel fue el de tener que quedar en calzoncillos y mostrar a Ramón sus formas redondeadas pobladas de un vello casi rojizo. También le impactó la más recia figura de Ramón, bastante similar a la de su padre. Escogieron pantalones cortos y camisetas también, y regresaron al exterior. Allí tuvo una nueva sorpresa, porque el padre, haciendo un alto en su tarea, estaba dentro de la piscina. “No podía más del calor que estaba dando ese trasto”, explicó. Pero enseguida salió fuera, apareciendo completamente en cueros. El rubor de Miguel contrastaba con la naturalidad del padre secándose con una toalla, que se dejó ceñida a la cintura. “La ropa la tenía empapada de sudor”. Mientras el padre sacaba los trozos de carne ya hechos, Miguel ayudó a Ramón a traer todo lo necesario para la comida y disponerlo sobre la mesa.

Miguel apenas podía tragar mientras los ojos se le iban a las velludas tetas del padre y, para compensar, bebía más vino del que tenía por costumbre. Ello ayudó a que no se espantara demasiado cuando Ramón comentó indiscretamente al padre: “¿Sabes que lo desvirgó un cura?”. Miguel incluso se permitió apostillar ufanándose: “Y bien que lo aguanté”. Cuando el padre comentó con toda la intención “Bueno es saberlo”, rio tontamente sin saber todavía lo que se estaba buscando.

Al acabar la comida, Miguel se hallaba ya en una especie de nirvana, encantado de la atención que le prestaban tan amables anfitriones. El padre dijo: “Yo ya he trabajado bastante… Así que, mientras recogéis, me voy adentro a descansar un poco”. Dejó la toalla en la silla y, desnudo, entró en la casa, seguido por la mirada de Miguel fijada en el poderoso culo. Poco tiempo dedicaron Ramón y Miguel a despejar la mesa. Enseguida el primero se dispuso a preparar al incauto para lo que había de venir. Ramón se sacó la camiseta y, al quitarse también el pantalón, dijo: “Vamos al agua”. “¿Ahora?”, preguntó Miguel extrañado. “Si estará tibia con el sol que le cae”, replicó Ramón, que ya estaba en cueros. “¿Sin bañador?”, volvió a preguntar tontamente Miguel. “¿No viste cómo iba mi padre?”, rio Ramón. Ya no le quedaron argumentos a Miguel para no desnudarse también, aunque procuró meterse rápido en la piscina siguiendo a Ramón. Éste, ya con Miguel menos avergonzado, empezó a sondearlo. “¡Bueno! ¿Qué te ha parecido mi padre?”. Miguel midió sus palabras al contestar. “¡Uy! La mar de simpático… y además muy desinhibido”. “Nosotros también lo estamos ahora ¿no te parece?”, siguió Ramón. “¡Sí, sí! Y con lo que he bebido…”, dejó caer Miguel con una sonrisa boba. “Igual te gustaría que nos metiéramos mano…”, lo provocó Ramón. “Hombre, aquí con tu padre…”, alegó Miguel. “Por él no te preocupes… Además nos estará esperando”, concretó ya más Ramón. “¡¿A los dos?!”, exclamó Miguel, con un asomo de escándalo entre sus brumas etílicas. “No follo con mi padre”, aclaró descarnadamente Ramón, “Pero a los dos nos gustará hacerlo contigo”. Era demasiado para que Miguel lo pudiera razonar. “No sé si lo entiendo…”. “Cuando estemos allí verás lo bien que va todo”, lo tranquilizó Ramón, “¿O es que no confías en mí?”. “¡Sí que confío, sí!”, se apresuró a dejar claro Miguel, “Pero también con tu padre…”. Ramón empleó una presión más directa. “Si tan violento te encuentras, vayamos para que al menos te puedas despedir”. Surtió efecto porque Miguel cedió blandengue. “Entonces ya que vamos…”. Ramón lo cazó al vuelo. “¡Estupendo! No lo hagamos esperar”. Salieron de la piscina y se secaron rápidamente. Desnudos tal como estaban, Ramón, para neutralizar la indecisión de Miguel, le pasó un brazo sobre los hombros mientras iban al interior de la casa. Este gesto, con el cuerpo de su amigo pegado al suyo, reconfortó a Miguel en medio de su confusión.

Nada más llegar a la habitación del padre, encontraron a este despatarrado sobre la cama. Por sus ojos cerrados parecía dormido, pero la firme erección que mostraba era toda una provocación. Miguel quedó parado con tembleque en las piernas y Ramón hubo de empujarlo por el culo para hacerlo avanzar. “Mira lo que te está ofreciendo… Quiere que se la chupes”, susurró Ramón persuasivo. Como si estuviera obligado a obedecer, Miguel se inclinó sobre el padre hasta acercar la boca a la polla. La sorbió decidido y mamó ansioso. El padre salió de su fingido letargo y llevó las manos a la cabeza de Miguel para controlar el chupeteo. Entretanto Ramón, desde atrás, se ocupaba del culo de Miguel. Éste notó cómo le untaba la raja con algo resbaloso y refrescante, cuya sensación aumentó al hurgarle los dedos en el ojete.

Cuando más embelesado estaba Miguel, el padre lo apartó y, por sorpresa, fue deslizándose de la cama hasta quedar sentado en el suelo con la espalda apoyada en el borde. Atrajo hacía sí a Miguel y ahora fue él quien se puso a chuparle la polla. Esto lo llevó al sumun, ya que nunca se lo habían hecho. El cura se había limitado a metérsela por la boca y por el culo. Que además Ramón se le pegara por detrás restregándose y llevando las manos a sus tetas, fue más de lo que podía soportar. Miguel gimoteaba levantado los brazos y cruzando los dedos sobre la cabeza.

Poco le faltaba a Miguel para correrse en la boca del padre, cuando éste se puso de pie con admirable agilidad para intercambiar posiciones con su hijo. Ramón ocupó entonces el puesto sobre la cama, ofreciéndole la polla a Miguel que se agachó para chupársela también. Lo que aprovechó el padre para agarrar la culata de Miguel y clavarse en ella con energía. Miguel se estremeció al recibir el impacto, pero no dejó de mamársela a Ramón mientras el padre le arreaba. No perdían el tiempo en hablar. Tan solo se oían los gruñidos que acompañaban las embestidas del padre y los murmullos de placer por la mamada de Miguel, de cuyo cuerpo los únicos sonidos que salían eran el de las lametadas y el del golpeteo del vientre del padre sobre sus nalgas.

El padre no tenía prisa por correrse. Así que le cedió el culo de Miguel a Ramón. Pero el cambio también afectó a la posición de Miguel porque, entre padre e hijo, lo colocaron bocarriba y de través en la cama. Lo cual sirvió para que Ramón, manteniéndole subidas las piernas, tuviera otra forma de acceso al ojete de Miguel. Ya dilatado por el padre, le entró de un solo golpe e inmediatamente se puso a bombear. Miguel apenas tuvo tiempo de emitir un gemido, porque el padre, instalado detrás, ya le estaba metiendo la polla en la boca y se movía follándola al mismo ritmo que Ramón. Miguel, frenético, manoteaba sobre la cama mientras su polla le golpeaba la barriga con cada arremetida de Ramón. Éste no iba a tener tanto aguante como su padre y, tensando el cuerpo, se descargó con todas las ganas dentro de Miguel.

Cuando Ramón se apartó soltando las piernas de Miguel, el padre sacó la polla de su boca. Se puso entonces a meneársela sobre la cabeza entre sus piernas. Miguel sacaba la lengua, ansioso de recibir la inminente emisión de leche, al tiempo que llevaba una mano a su polla para también pelársela. Se le adelantó el padre, que se corrió copiosamente en su cara y lo dejó fuera de juego. Medio cegado por la leche en los ojos, tuvieron que ayudarlo para que pudiera quedar sentado en la cama. Ramón fue el primero que habló para preguntarle: “¿A que no ha estado mal?”. Miguel llegó a tener un conato de fina ironía. “Cuando resucite, te lo diré”.

Ramón sugirió que era un buen momento para que se relajaran los tres en la piscina. Y allá fueron acompasando el paso a la flojera de piernas de Miguel. El remojón entonó a éste, aunque también le hizo tomar conciencia de lo que había pasado en la habitación que acababan de dejar. Le habían estado dando por el culo un padre y un hijo, se las había chupado a ambos… y se lo había pasado de puta madre. Él mismo se asombró de esta conclusión, pero no le dio mucho tiempo de seguir pensando en ello porque sus partenaires ni dejaban de prestarle toda su atención. El primero en abordarlo fue el padre, que se le arrimó para alabarlo. “¡Joder, qué tragaderas tienes! Y eso que eres casi principiante”. Miguel se avergonzaba de que lo consideraran tan facilón y buscó una excusa. “Debe ser anatómico eso de que me entre tan bien”. “Como sea, buen gusto que le sacas…”, insistió el padre. “Eso sí”, se sinceró Miguel, “Me habéis puesto como una moto”. Ramón le hizo entonces una observación. “Por cierto, tú te has quedado como si tal cosa ¿no?”. Miguel reconoció con timidez: “Estaba tan ocupado con vosotros… Pero ganas no me han faltado”. “Eso lo arreglamos ahora mismo”, dijo el padre generoso. Ambos a una, padre e hijo tomaron en volandas a Miguel y lo hicieron quedar sentado en el borde de la piscina. Le dio corte estar tan expuesto, con el paquete ante las caras de los otros dos. Pero Ramón lo persuadió. “Tú déjanos hacer”. Entonces se echó hacia atrás apoyado en las manos y cerró los ojos. El manoseo que empezó a sentir por la entrepierna le puso ya la polla dura como una piedra. Cuando ya eran bocas las que se iban alternado con lamidas y chupadas creyó estar en el cielo. La excitación le fue creciendo  y, al notar que ya no iba a poder aguantar más, cosa que evidenció con gemidos y temblores, tuvo la tentación de mirar quién sería el que estaba dispuesto a llegar a las últimas consecuencias. Se trataba del padre que, en justa compensación por haberse corrido hacía poco en su cara, insistió en recibir en su boca la leche que soltó en abundancia. Miguel quedó tan desmadejado que cayó hacia atrás por completo. Ramón no tardó en tirar de él para hacer que se deslizara de nuevo en el agua. “Te vendrá bien refrescarte”, le dijo risueño.

Todavía le duraba a Miguel la resaca orgiástica cuando Ramón decidió que ya era hora de que se marcharan de la casa de su padre, quien no escatimó achuchones a Miguel en la despedida. En el coche, Ramón comentó: “Nunca había visto a mi padre tan lanzado. Te ha dado un trato muy especial”. Miguel reconoció tímidamente: “Desde luego es un hombre estupendo”. “Estoy seguro de que se ha quedado con ganas de volverte a ver”, afirmó Ramón, “Y ya no va a hacer falta que te haga de introductor”. “¿Tú crees?”, replicó Miguel, al que no le desagradaba la idea.

A partir de entonces Miguel se convirtió en un asiduo visitante del padre de Ramón. Disfrutaba con locura de las folladas que le arreaba y la generosidad con que también lo dejaba satisfecho. Ramón, más promiscuo e inconstante, se desentendió de ellos, aunque se sentía muy satisfecho del apaño que había propiciado entre su padre y su amigo.