lunes, 22 de enero de 2018

Julio y César

Hacía poco que me había mudado a un nuevo piso. Para tener más tranquilidad escogí como estudio la única habitación interior cuya amplia ventana daba a un patio de luces. Instalé mi ordenador y todo el material de trabajo pero, como suele ocurrir en estas situaciones de cambio, no dejó de picarme la curiosidad de lo que ocurría tras las otras ventanas del vecindario que se enfrentaban a la mía. Supongo que sería por la pulsión que le queda a uno después de haber visto ‘La ventana indiscreta’ de Hitchcock… Pero no fue precisamente la observación de un misterioso crimen lo que me ofreció el azar.

A los pocos días, al mirar por la ventana, me llamó la atención lo que vi en la que tenía enfrente y que, por la asimetría de la edificación, quedaba algo más baja que la mía. Lo cual me daba una vista bastante completa de la habitación, que era un dormitorio. Un hombre de unos cincuenta y pico de años, bastante grueso, se estaba quitando la ropa, probablemente con intención de ir al baño a ducharse. Disimulando tras la persiana de lamas, me inquietó su busto tetudo y bastante velludo. El pulso se me aceleró al ver que se quitaba los pantalones y quedaba con un eslip blanco enterrado entre la prominente barriga y los robustos muslos. Cuando el eslip fue abajo también, el bombeo de mi corazón se puso a tope. El sexo resaltado en el marco oscuro del pubis atraía morbosamente mi mirada. El hombre aún se lo manoseó, como si esponjara la polla y los huevos. Había ido dejando la ropa sobre la cama y, ya desnudo, se giró para dirigirse al baño y permitió la visión fugaz del orondo culo.

Quedé pegado a la ventana pese a la desaparición del vecino. La supuesta ducha no podría durar mucho y no quería perderme lo que ocurriría a su vuelta. En efecto, el hombre no tardó en reaparecer con una toalla a la cintura. Sin embargo, en el momento en que recogía la ropa dispersa sobre la cama, miró hacia arriba y la discreción de mi persiana no debía ser tanta porque, aparentemente incómodo, se apartó ligeramente. Pero lo que el hombre hizo a continuación me impidió renunciar al espionaje. Porque, a conciencia de estar siendo observado, se despojó de la toalla, que usó para un último y desinhibido secado. Luego fue de un lado a otro por la habitación, se puso un pantalón corto y una camiseta, y tras dirigir una última mirada a mi ventana, despareció de la vista. Me invadió una mezcla de bochorno y excitación. Mi indiscreción no parecía haber provocado una clara reacción de rechazo, pues el vecino había seguido dejándose ver.

Como los acontecimientos a veces se precipitan inesperadamente, justo al día siguiente recibí una llamada del administrador de la finca que me había alquilado el piso. Me comunicó que el presidente de la comunidad de vecinos tenía por costumbre pasar a saludar a los nuevos inquilinos, como cortesía y también para hacerles entrega de las normas de funcionamiento de la finca. Al haberle dicho que yo vivía solo, estaba interesado en saber si esa tarde estaría en casa para pasar a saludarme. Contesté afirmativamente y, sin darle la menor importancia, ni por asomo pensé en quién podía ser el tal presidente. Por lo demás, aunque no dejé de echar alguna que otra mirada furtiva a la ventana de marras, no percibí nuevos movimientos.

Estaba yo con mis cosas y casi había olvidado la visita anunciada. Me la recordó la llamada a la puerta, ya que no esperaba a nadie más. Durante unos segundos no asocié al hombre robusto que sonreía al abrirle con el vecino espiado el día anterior. Pero, cuando al fin tuve la certeza de hallarme ante la misma persona, pese a que ahora vestía lógicamente de manera mucho más formal, quise que me tragara la tierra. Máxime sabiendo que él conocía que era el único habitante del piso ¿Quién sino yo habría estado mirando por la ventana? ¿Lo de la visita sería un pretexto para desenmascararme? En cualquier caso tenía que aguantar el tipo y corresponder a su sonrisa con otra lo menos forzada posible. Habló él con no menos desenvoltura que con la que se me había mostrado ante la ventana. “Ya le habrán informado de que pasaría por aquí para presentarme como presidente de la comunidad de vecinos… Espero no ser inoportuno”. “¡Ni mucho menos! Le agradezco el detalle”, contesté tratando de dar entereza a mi voz. Movía inquieto una carpetilla en la mano y no pude menos que invitarle a pasar. Mientras avanzábamos por el pasillo, fue él quien rompió un silencio algo incómodo. “Somos bastantes vecinos y, aunque no hay demasiados problemas, ya tengo ganas que haya la renovación del cargo… No me va mucho esto de hacer de presidente”. Como me pareció que desearía mostrarme el contenido de la carpetilla, le ofrecí que nos sentáramos en la mesa del comedor. Fue rápido en sus explicaciones y, al acabar, me hizo entrega de la documentación. Todo dentro de la más estricta corrección, hasta que me di cuenta de que el presidente aún no daba por zanjada la reunión.

Trastabillando los dedos sobre la mesa, abordó por la tangente el tema que indudablemente quería aclarar. “Como su piso ha estado vacío bastante tiempo, me sorprendió ver que había vida en la ventana que está frente a mi habitación… Porque debe pertenecerle a usted ¿no?”. “Supongo que sí”, contesté acobardado. Lo dio por hecho y continuó. “Tenía yo ganas de conocerlo en persona, pues ayer me pareció observar su sombra a través de la persiana”. “No sabría decirle… También estuvo aquí el técnico informático”, mentí sobre la marcha. “¡Vaya!”, exclamó, con un tono que lo mismo podía ser de poco convencimiento como de decepción, “No sé por qué estaría convencido de que era usted”. Quedé callado esperando que eso fuera todo. Lo pareció cuando dijo dando aparentemente la cuestión por zanjada: “Pues celebro haberlo conocido”. Tranquilizado repliqué: “Igualmente… Un nuevo vecino, que espero no le dé problemas”. “No creo que usted sea de esos…”. Pero añadió algo que no venía muy a cuento. “Veo que es un hombre más o menos de mi edad y con algo de sobrepeso, aunque no tanto como yo”. Rio de su ocurrencia y añadió: “Creo que nos podríamos tutear”. “¡Claro, claro!”, respondí enseguida. Entonces dijo: “Te llamas Julio ¿no?… Pues tiene gracia, porque yo me llamo César”. Reímos ahora los dos y, ya más distendido, se levantó para despedirse. “Gracias por tu tiempo. Ya nos iremos viendo”. Al cerrar la puerta respiré aliviado.

Después del mal trago no podía dejar de darle vueltas a la coincidencia de que aquel hombre que tan correcto había estado en mi casa fuese el mismo que, el día antes, había visto en cueros desde mi ventana. Por otra parte no llegaba a casar el hecho de que conscientemente se dejara mirar y sus intentos de constatar que era yo quien lo hacía. Tratando de hallar un hilo más lógico y también movido por una morbosa curiosidad, esa misma noche decidí apostarme de nuevo ante la ventana. Sin luces encendidas pensé que mi observación quedaría en el anonimato. El vecino tardaba en dar señales de vida, pero persistí ya que además estaba desvelado. Me dio un vuelco el corazón cuando se iluminó la habitación. El vecino, que llevaba el traje completo con que había estado en mi casa, se acercó a la ventana. Hizo un gesto como si fuera a bajar la persiana pero miró hacia arriba unos segundos y desistió. Ordenadamente se fue quitando toda la ropa que dejaba en un galán de noche, hasta quedar de nuevo desnudo. Yo estaba sentado a medias en el borde de la mesa del ordenador con la pantalla apagada y en el preciso momento en que él estaba frente a la ventana, debí hacer un movimiento involuntario que rozó el ratón. La pantalla se activó de repente y su flash luminoso tuvo que delatarme. Entre girarme para cerrar el ordenador, que además tardaría un poco en apagarse y haría resaltar mi sombra, y quedarme inmóvil, opté por esto  último. Porque además era evidente que había captado mi presencia por la fijeza con que miraba hacia mi ventana. Sin embargo, con la misma calma con que se había desnudado, fue a buscar un almohadón que apoyó en el cabecero de la cama y se reclinó con un libro, crudamente alumbrado por la lámpara de la mesilla. Quedaba frente a la ventana y se me salían los ojos ante el movimiento de sus piernas, que se separaban o encogían siempre con el sexo bien visible. De vez en cuando se tocaba maquinalmente y hasta me pareció ver que llegaba a tener una erección. Al cabo de un rato el hombre soltó el libro, hizo un gesto con la mano hacia la ventana, que entendí, o quise entender, como de saludo, y apagó la luz. Me quedé con la cabeza dándome vueltas y un alboroto en la entrepierna que me indujo a una urgente masturbación.

Tras este desahogo momentáneo, pasé en vela toda la noche analizando lo ocurrido. Otra vez se me cruzaban losa cables. El incidente con la pantalla del ordenador había sido definitivo. Nadie más que yo podía estar a esas horas a oscuras junto a la ventana. Pese a esa seguridad, la reacción del vecino bien podía haber sido un provocador desplante frente al mirón recalcitrante de su intimidad, o bien la muestra de un regusto exhibicionista. En todo caso, la cuestión más peliaguda era de futuro ¿Qué pasaría cuando, de forma casual o buscada, volviéramos a estar cara a cara? Inmerso en esta incógnita, pasaron un par de días sin que tal encuentro llegara a producirse. Sin embargo, durante ellos, mi morbosa curiosidad no me daba tregua y no pude evitar el seguir con el espionaje. Desde luego me abstuve de hacerlo mientras fuera de día, por el mayor riesgo de ser detectado. Pero por la noche, cuidando de que no se filtrara la más mínima luz y con el ordenador apagado, volvía a apostarme en mi ventana. El vecino debía ser un hombre de rutinas, pues siempre repitió el mismo proceso. En cuanto entraba en la habitación, miraba por la ventana, tal vez con más detenimiento, antes de desnudarse completamente. Volvía a echar una mirada y se tumbaba despatarrado en la cama a leer un rato. Ya no esperaba a que apagara la luz para meneármela mirándolo en sus poses consciente o inconscientemente provocativas.

Al tercer día recibí una llamada telefónica. Quien se identificó como César, el presidente de la comunidad, por si no lo recordaba, dijo en un tono de lo más correcto: “Perdone que te moleste de nuevo, Julio… Pero ya que nos conocimos el otro día y como tengo tu número,  me he atrevido a llamarte porque tendría el gusto de invitarte a que tomáramos un café en mi casa…”. Sorprendido, solo me salió: “Eres muy amable, César”. A la vez que pensé que yo no le había ofrecido ni agua cuando vino. Tomando mi frase hecha como una aceptación, añadió: “Si te va bien, podría ser esta tarde”. “Iré encantado”, contesté sin vislumbrar otra salida y tratando de que no me temblara la voz. “Me alegrará verte de nuevo… Ya sabes cuál es el piso”. Esto último agravó si cabe el atolladero en que me sentía metido ¿Era una indirecta o simplemente la suposición de que lo habría visto en los papeles que me había traído? Lo único que estaba claro de todo ello era que, si volvía a sacar el tema, como me temía, ya no podría meter por medio al técnico informático. ¿Aunque no tendría que dar él también alguna explicación sobre su sospechosa actitud tan desinhibida? Con estas cábalas me dispuse a bajar a la hora que me pareció adecuada para ese café. A última hora se me ocurrió llevar una caja de pastas que hacía unos días había comprado en un Delicatessen del barrio.

Haciendo acopio de entereza pulsé el timbre. El presidente me recibió con una cordialidad casi untuosa. Iba en mangas de camisa, quizás para dar sensación de menos formalidad al encuentro, pero que evidenciaba mejor las redondeces de su anatomía. Como saludo le entregué directamente la caja de pastas y tras el convencional “No hacía falta…”, añadió sonriendo: “No sé si podré resistirme a la tentación”. Me pasó a la salita donde, ante dos butacas esquinadas, había ya un servicio sobre una mesita baja. “Ponte cómodo… Enseguida traigo el café”. Dio una carrerilla hacia la cocina, que hizo agitar sus abundantes carnes. Volvió cafetera en mano sin perder la sonrisa. Sirvió el café y abrió la caja de pastas. No probó ni una, pero yo sí porque me servía para calmar los nervios.

Empezamos a hablar de cosas intrascendentes como si estaba a gusto en mi nueva casa, si conocía ya a más vecinos… Pero yo me mantenía en guardia y no iba desencaminado porque, con una expresión más seria, que me aceleró el corazón, sacó a relucir lo que sin dura era el motivo de la invitación. “He vuelto a percibir cierta actividad algo extraña en tu ventana enfrente de la mía…”, dijo sin mirarme directamente. Decidí coger el toro por los cuernos. “Si te refieres a lo de la otra noche…”repliqué sin saber muy bien como completar la frase sin que encima resultara ridículo. Me lo ahorró al interrumpirme. “No hace falta que me des explicaciones… Ya notarías que hasta te seguí el juego”. Quedé callado preguntándome a dónde querría ir a parar y él adoptó una expresión concentrada para medir sus palabras, pero más sonriente ya. “La verdad es que me sorprendió que desde la ventana de un piso, que todavía no sabía que estuviera ocupado, hubiera alguien mirándome mientras estaba desnudo… Pero lo que yo me dije: ‘Si hay a quien le gusta ver en cueros a un tío mayor, gordo y peludo como yo, pues que le aproveche’. Por eso no hice nada por impedirlo”. Paró para tomar un respiro y habría querido mostrarle ya mi desacuerdo con la opinión que tenía de sí mismo, pero dejé que siguiera explayándose. “Cuando supe que había un nuevo inquilino en ese piso y que vivía solo, tuve la curiosidad de conocerlo y aproveché la entrega de documentación. Me gustó que fueras un hombre más o menos como yo y, aunque tu excusa no parecía muy creíble, quise comprobar si habría continuidad”. “Y la hubo…”, me sinceré. “Ya quedó bastante claro…”, sonrió, “Pero de no ser porque tuviste un fallo imprevisto, pese a que me exhibí con más descaro aún, seguiría sin salir de dudas”. “Las noches siguientes ya no fallé”, reconocí. “Lo sospechaba y por eso repetí mi numerito… Pero no era cuestión de seguir así indefinidamente. Por eso te pedí que vinieras”. “¿Quieres decir que deberíamos pasar del recurso a las ventanas ventanas?”, pregunté con todo ya aclarado. “Si no te asustas al verme más de cerca”, contestó recordando su complejo. “Lo mismo podía decir yo”, repliqué. Mostró una divertida impaciencia. “¿No hemos hablado ya bastante? Que ya somos mayorcitos…”.

Aunque me sentía encantado y excitado con la conclusión de todo aquel enredo, puesto que estábamos en su casa, dejé que el presidente ofreciera algo ya más tangible. En efecto, se puso de pie y propuso: “¿Vamos a la habitación que ya conoces bien?”. Como sabía también por mi espionaje que, para irse a duchar, salía de su cuarto, para crear un clímax más apropiado que el que tendría empezar a desnudarnos en él por las buenas frente a frente, se me ocurrió: “Si no te importa, pasaría antes por el baño”. Algo desconcertado dijo sin embargo: “¡Claro! Te espero allí”. En el pasillo, cada uno entró en una puerta distinta. En realidad no tenía necesidad de ir al baño, sino que lo que hice fue desnudarme por completo. Estaba seguro de que el presidente haría otro tanto y le dejé un cierto margen de tiempo, imaginando morbosamente cómo sería el encuentro. Luego me dirigí ya a la habitación y, como la puerta solo estaba entornada, la abrí directamente.

Como suponía, el presidente, que había tenido el cuidado de bajar la persiana para crear mayor intimidad, me esperaba desnudo y sentado en el lado de la cama frente a la puerta. Con las manos apoyadas a los lados, las piernas separadas y el sexo asomando entre los rollizos muslos, su expresión socarrona daba a entender que había captado mi argucia, sin que le sorprendiera que hubiera aparecido también desnudo. Aun así exclamó: “¡Vaya! Sorpresa mutua… aunque en tu caso más completa”. “Te lo debía ¿no crees?”, dije acercándome. “Es lo que imaginaba”, comentó mirándome de pies a cabeza, “Además estás bastante bien dotado”. “No más que tú”, repliqué, “No creas que no me había fijado desde la ventana”. El presidente no dejó de liberar su punto exhibicionista. “Ahora que me ves de cerca ¿sigues encontrándome atractivo?”, preguntó con cierta inseguridad. “Más todavía… Y eso que estás ahí sentado medio encogido”, contesté para provocarlo. Se levantó y, como si se estuviera probando un traje, preguntó: “¿Qué tal así?”. Cada vez más me confirmaba lo apetitoso que estaba, con sus carnes generosas pero firmes, matizadas por el vello abundante. “¡De impresión!”, afirmé, “Si desde la ventana me la meneaba mirándote, no sé lo que haría ahora”. Se rio de mi cruda sinceridad. “¡Con que sí, eh!”. Y añadió pícaro: “Pues yo también lo hacía sabiendo que estarías allí”. “Eso no lo vi”, advertí. “Era cuando apagaba la luz… Para dejarte con las ganas, por no atreverte a dar la cara”.

Habíamos quedado los dos de pie sin pasar de las miradas. Pero éstas habían hablado ya lo bastante para que pasáramos a la acción. Me decidí a decirle irónico: “No querrás que ahora volvamos a meneárnoslas mirándonos uno frente a otro ¿verdad?”. Él se rio algo cortado. “No sé… Dime que hago”. Para allanar el terreno se me ocurrió: “Colócate en la cama como hacías cuando te ponías a leer”. Se subió a la cama moviendo con lentitud su voluminoso cuerpo y hasta se acomodó con un almohadón detrás. “¿Así? No hace falta que lea ¿no?”, dijo disimulando con la broma su nerviosismo. “No, pero separa más las piernas”, dije. Lo hizo soltando un suspiro.

Le entré por los pies de la cama y avancé a cuatro patas hasta quedar apoyado en sus gruesos muslos. Me erguí sobre los talones y, cuando empecé a acariciarle por la entrepierna, cerró los ojos. Le palpaba los huevos y manoseaba la polla descubriéndole el capullo. Él iba emitiendo suaves resoplidos mientras se le endurecía poco a poco. “Esto se te está poniendo bien…”, dije con voz suave. “¡Hombre, cómo no!”, replicó. Cambié de tercio y recorrí con ambas manos la oronda barriga velluda hasta ir a dar con las pronunciadas tetas. Sorprendido por la alteración de mis maniobras, abrió los ojos y sonrió. Entonces me volqué sobre él y uní mis labios a los suyos. Entré la lengua y succioné la de él, enredándose las dos. Me deslicé luego hacia abajo y me puse a chuparle una teta. Suspiraba y me sujetaba la cabeza. Gimió ya estremecido cuando le mordisqueé el pezón. Me zafé para pasar a la otra teta para repetir con vehemencia. “¡Uy, lo que me estás haciendo!”, exclamó. “¿No es lo que querías?”. “¡Sí, sí, me encanta!”. “¡Pues ahora verás!”, dije rebasando de nuevo su barriga, esta vez hacia abajo.

La polla, gruesa y corta, estaba dura y húmeda. Metida la cara entre sus muslos, la lamí y chupé ansioso. Sus piernas se agitaban, pero se las tenía sujetas. “¡Oh, cómo me estás poniendo!”, balbució. Pero de pronto tiró de mí. “¡Ven! ¿Cómo estás tú?”. Solté la polla y, desplazándome sobre las rodillas, llegué a la altura de su cabeza. Por supuesto, estaba bien empalmado. “¡Así me gusta!”, dijo y, ladeando el cuerpo, la alcanzó con una mano. Tras tentarla, exclamó: “¡Uf, qué dura la tienes! ¡Déjamela!”. Acercó la boca y la sorbió. Apoyado en el cabecero gozaba de su ávida mamada. “Ahora soy yo el que está a cien”, avisé. Se detuvo enseguida. “Desearía una cosa”. Aunque pocas dudas tenía de a qué se refería, repliqué: “Tú dirás”. “Me gustaría probar que me penetraras”, pidió con cierta timidez. Me sonó extraño lo de ‘probar’ y pregunté precavido: “¿No te lo han hecho nunca?”. Contestó algo cortado: “Cuando era mucho más joven y delgado… Con lo bien que me estás tratando se me ha ocurrido que tal vez pueda hacerte gracia, pese a lo gordo y peludo que lo tengo ahora”. “Hacerme gracia es poco. No podría desear otra cosa en este momento”, reaccioné enseguida, “¡Colócate!”. Le dejé espacio y fue girando su cuerpo, pero de forma  en que se alzó sobre las rodillas e hincó los codos en el almohadón. “¡Con cuidado, eh! Que hace mucho tiempo”, pidió. “¡Tranquilo! Que te podré a punto”. Porque la exposición del suculento culo que me ofrecía no era para ir con prisas.

¡Qué gusto me dio plantarle las manos en las nalgas! “¡Vaya culo que tienes!”, exclamé. “Enorme ¿no?”. “¡Riquísimo!”. “Ahí lo tienes pues”. Acaricié el vello abundante y suave que llegaba a oscurecer la amplia raja. Me encantó que, a pesar del grosor de aquellos cuartos traseros, nada más tirar de ellos hacia los lados, apareció lo más oculto de su intimidad. La profundidad de la raja ahora se había casi alisado y, en su centro, el ojete de bordes rojizos se me ofrecía palpitante. Atraído irresistiblemente hundí la cara y lamí de arriba abajo, mientras con una mano palpaba entre los sólidos muslos los huevos y la polla todavía endurecida. El roce de la lengua por el ojete arrancó gemidos a César. “¡Uy, lo que haces!”. Se incrementaron cuando mi lengua hurgó más a fondo. “¡Dios, qué gusto!”. Bien ensalivado, empecé a meterle un dedo, que casi resbalaba dentro. Parecía que me lo atrapara y oí: “¡Uuuhhh, cómo lo siento!”. “¿Te molesta?”, pregunté dejando el dedo quieto. “¡Tú sigue!”, fue su respuesta. Di unas frotaciones y percibí una gran elasticidad. César permaneció inmóvil, pero mostró cierta impaciencia nerviosa. “¿Me la meterás ya?”.

Entonces me erguí sobre las rodillas y tenía la polla suficientemente tiesa para que solo con apretarla contra el culo de César quedara absorbida por completo. Me asombró la facilidad de la penetración y lo cálidamente acogido que me sentí, pero no menos la quietud con que César me recibió. Así que dije: “Me ha entrado como la seda”. César respondió ahora con una voz algo apurada: “Ya lo noto, ya… Y me gusta”. En cuanto empecé a moverme sentía que sus esfínteres se iban contrayendo en torno a mi polla, lo que me dio un subidón de calentura. “¡Qué culo más tragón tienes!”. “¿Sí? ¿Te gusta? Dame sin miedo. Me estás haciendo gozar mucho”. Me di cuenta de que César era de los de placer contenido y silencioso, y ya le arreé cada vez con menos contemplaciones. “Me estoy poniendo a cien”. “No tengas prisa… Lo estoy disfrutando”, me calmaba él. Poco después preguntó: “¿Me la vas a echar dentro?”. “Sí quieres… Ya estoy casi a punto”. “¡Bien! Yo también voy muy caliente”. No le di todo el sentido a esta última frase de César hasta que, después de correrme con unas ganas desbocadas y de que la polla se me saliera, palpé por su entrepierna, todavía él levantado sobre las rodillas, y percibí que la tenía bien pringosa. “¿Te has corrido también?”, pregunté asombrado. “¡Claro! No me podía aguantar”.

Me dejé caer junto a César y él se dio la vuelta para quedar también bocarriba. “¡Uf!”, resoplé, “¡Qué follable eres! Se te entra como si lo tuvieras de mantequilla… Y eso que estabas desentrenado”. “¡Ya ves! Tampoco me acordada yo de eso…”, reconoció, “Pero has hecho que me sienta en la gloria… Hasta me he corrido contigo dentro”. “Eso también ha sido original… Eres muy completo”, dije sonriendo. “¿Ah, sí? Habrás pensado ‘Quién lo iba a decir de este gordo’”, replicó. “¡No digas más eso!”, le reproché, “Estás para comerte… Lo he pensado desde la primera vez que te vi”. “Algo de eso has hecho por fin ¿no?”, rio. “Solo para empezar”, añadí. Me volví hacia él y nos fundimos en un cálido beso. Cuando nos apartamos, sacó a colación una cita: “Como dijo nuestro tocayo Julio César: Veni, vidi, vici”.
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 Aquí doy por acabada la historia del encuentro entre Julio y César, o César y Julio. Que cada lector que la haya seguido la continúe, si le apetece, con su propia imaginación ¿Se mantuvo esta relación? ¿Perdieron interés después de resolver el enredo inicial? ¿Acabaron viviendo juntos? ¿Se les incorporó otro vecino? Etc. Etc… 

2 comentarios:

  1. ¿Y cuál dices que es la dirección de estos señores? Tiene pinta de que esos pisos son muy acogedores...

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  2. Me ponen muy cachondos tus relatos, hasta en este no me había animado a escribir, me imagino en esa situación y me gustaría poder vivirla.

    Vayamos a vivir a esos pisos.

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