lunes, 26 de febrero de 2018

El comisario (1)

NOTA: Este relato ha tenido una doble inspiración. Por una parte, en una serie sueca, sale un policía gordo, fachoso y homófobo empeñado en involucrar en un crimen al dueño de un local BDSM. Aunque se trataba de una escena anecdótica, su visita al local y su actitud hostil, que el dueño desafía, me ayudaron a idear el personaje. Por otra parte, me dio mucho morbo un vídeo visto en X-Tube y se me ocurrió poner en esa situación al policía. No sé si me habrá salido bien la combinación…

Jacinto era un policía próximo ya a la jubilación. Pese a su larga carrera en el cuerpo y a que no le faltara perspicacia, había perdido todas las oportunidades de ascender a inspector. Su carácter hosco y una excesiva afición a la bebida, que le habían  acarreado más de una sanción, no le favorecían demasiado y le relegaban a tareas rutinarias y de poca responsabilidad. Bastante grueso y rubicundo, era desastrado en el vestir, siempre con una vieja y arrugada gabardina, lo cual le daba un aspecto sacado de un noir americano. Solitario, se le conocía un matrimonio fracasado hacía ya tiempo, y su ocio se limitaba a frecuentar la barra de bares algo sórdidos o ver la televisión en su pequeño y poco aseado piso.

Se había cometido un asesinato de dimensiones mediáticas y las primeras pesquisas apuntaban a un sospechoso con antecedentes y en paradero desconocido. Como existían ciertos indicios de que pudiera ocultarse en la cuidad, a Jacinto le encomendaron que se pateara un barrio determinado en busca de pistas. Provisto de una foto del sospechoso, recorría las calles con desgana preguntando en bares, comercios y porterías. En un callejón sin salida, le llamó la atención un local con la fachada pintada de negro y tan solo una puerta de hierro, también negra. Antes de mirar si había algún timbre, la empujó y se abrió. Daba paso a una escalera en descenso con muy poca luz. Bajó por ella mientras llamaba “¿Hola?”. Sin respuesta llegó al último tramo y se encontró con un pasillo cuya única iluminación provenía de vitrinas de varios tamaños y contenidos chocantes: máscaras, esposas, pinzas, grandes penes de goma… Jacinto repitió un “¡¿Hola?!” más enérgico, que tampoco tuvo respuesta. Al acceder a un espacio más amplio, le sorprendió tanto lo que allí había que tropezó con una gruesa cadena colgada del techo. “¡Mierda!”, exclamó. Había objetos que le resultaban muy extraños, como una jaula con barrotes, una camilla, una gran aspa de tablones adosada a la pared y toda una parafernalia de cadenas, cuerdas, poleas… Lo sacó de su perplejidad una voz campanuda.

“¡Bienvenido!”. Había aparecido un tipo alto y fornido enfundado en un ropaje de cuero negro. “No he abierto todavía. Pero ya que ha entrado…”, dijo con amabilidad, “Por favor, tome asiento”. Jacinto, que venía cansado de tanto andar de un lado para otro, agradeció poder descargar sus posaderas en la silla que le indicó el hombre. Pero quiso dejar las cosas claras desde el principio. “Soy policía”. El otro, que se había sentado enfrente en un sillón más elevado, replicó: “Sí, ya lo he notado… Hemos ayudado a varios policías aquí”. “De usted no me interesa nada”, dijo brusco Jacinto, que sacó una foto y se la mostró. “¿Reconoce a este individuo?”. Miró con atención la foto y dijo muy serio: “No, no es mi tipo. Es demasiado flaco. Parece piel y hueso”. Jacinto insistió. “Entonces ¿no lo reconoce?”. El hombre siguió en la misma línea. “No. Yo quiero tener un poco más con qué trabajar… No sé si me comprende”. Jacinto se exasperó. “Y dice eso tan tranquilo, como si tal cosa ¡Maldita sea!”. “Estoy totalmente tranquilo”, replicó el otro, “Pero parece que el comisario comienza a excitarse”. Jacinto se levantó furioso. “¡Ni se le ocurra pensar algo así! ¡Maldito bujarrón!”. Desanduvo rápido el camino y, cuando empezaba a subir la escalera, oyó: “¡Pero comisario, no tenga miedo! Pensé que podíamos llegar a algo bueno”. Jacinto cerró la puerta de golpe y cogió aire para calmarse. Ya daba por terminado su, por lo demás, infructuoso recorrido por el barrio.

Jacinto estaba furioso consigo mismo porque no se le iba de la cabeza aquella visita tan extraña que había hecho. No es que fuera un ingenuo e ignorara que existían esos ambientes, pero para él eran un mundo lejano que solo le había inspirado una despectiva indiferencia. Sin embargo, la atmósfera de aquel lugar y la actitud desafiante de su dueño le habían impactado más de lo que estaba dispuesto a admitir. El caso fue que durante varios días se sentía inquieto de una manera difusa y terminaba las veladas bebiendo más de la cuenta. Hasta que de pronto una mañana, él, que no era hombre de ducha diaria, se metió bajo el agua. También se puso ropa interior limpia. Salió a la calle y, como si todo lo que hacía fuera maquinal, dirigió sus pasos al callejón de aquel otro día. Más o menos a la misma hora, empujó la puerta que volvió a encontrar abierta.

Para anunciarse, Jacinto llamó de nuevo un par de veces mientras avanzaba. “¿Hola?”. Prefirió no mirar el contenido de las vitrinas ni los aparatos tan inquietantes mientras avanzaba. Otra vez salió a su encuentro el dueño del local. “¡Vaya, el comisario! ¿Viene a enseñarme otra foto?”. Jacinto pasó por alto la ironía. “No. No es para eso”. “¿Me tengo que inquietar o puedo celebrarlo?”, siguió el otro. Jacinto, para ganar tiempo, pidió: “¿Puedo sentarme?”. “¡Faltaría más!”. Así que ambos ocuparon los mismos asientos. “¿Qué me cuenta entonces?”, lo animó el dueño. Jacinto hizo un esfuerzo para hablar. “Usted dijo el otro día, cuando me iba, que podíamos llegar a algo bueno ¿A qué se refería?”. El otro resumió: “Lo que ofrezco a quienes quieren tener experiencias emocionantes”. “¿Y pensó que yo podía buscar algo de eso?”. “¿Por qué no? No sería el primero de su gremio”. Jacinto no cejaba en su curiosidad. “Cuando le enseñé la foto de ese hombre, dijo que no era su tipo y que prefería que tuvieran un poco más para trabajar…”. El dueño lo interrumpió: “¡Me admira la gran memoria de que está haciendo gala! En efecto, trabajo mejor con hombres de más cuerpo”. “¿Cómo yo?”, quiso aclarar Jacinto. “Es lo que traté que entendiera, pero no lo encajó demasiado bien”. “Fui un poco brusco, sí”, reconoció Jacinto un tanto indulgente consigo mismo. “El caso es que hoy ha vuelto… ¿Me equivoco si percibo un cierto interés?”. “No sé qué decirle… Hay cosas ahí que a mí no…”. Jacinto señaló los aparatos que se veían. “No todas son de uso obligatorio… Yo voy adaptándome a las necesidades de cada cual”. “¿Qué cree que pueda necesitar yo?”. “Me voy haciendo una idea… Todo es empezar”. “¿Cómo?”. “Yo le sugeriría un buen masaje… especial de la casa”. “¿Qué tendría de especial?”. El dueño eludió de momento especificar y preguntó a su vez a Jacinto: “¿Le han dado masajes alguna vez?”. “No, nunca… Lo había pensado, pero con esta pinta me daba no sé qué”. “Ya sabe que eso que llama su pinta para mí es un aliciente”. “Usted sabrá… Pero ¿cómo sería su masaje?”, insistió Jacinto. El dueño midió sus palabras. “Procuro sensaciones más intensas y agradables que los masajes convencionales… No debería dudar en ponerse en mis manos”. Jacinto, cuyas reservas parecían aflojar, preguntó entonces: “¿Esto cuánto me va a costar?”. “La primera sesión es gratis”, contestó el dueño, “Y a los polis les hago un buen descuento… Así consigo que no me estén relacionando cada dos por tres con el hampa de la ciudad”. Jacinto superó definitivamente su indecisión. “¿Qué tengo que hacer?”. “Si está decidido, le pediría que se desnudara”. “¿Me lo he de quitar todo?”, se le atragantó a Jacinto. “Para trabajar necesito que el cliente se libere de prejuicios… Aunque si ve que no lo pude hacer, quedamos tan amigos”, lo apremió el dueño. “¡No, no! Ya que he venido…”, accedió Jacinto, “¿Cómo lo hago?”. “Puedes ir dejando la ropa aquí mismo… Yo vuelvo enseguida”. Jacinto no captó que el dueño ya lo tuteaba.

Al quedarse solo, a Jacinto lo recorrió un sudor frío. “¡Joder! ¿Qué estoy haciendo?”. Estuvo tentado de salir corriendo escaleras arriba. “Esto no es para mí… No sé lo que me habrá dado”. Pero ya se había quitado la gabardina. Siguió entonces con el resto de la ropa, que iba dejando sobre la silla. Dudó al quedarse solo con los calzoncillos. “Ha dicho que me desnude del todo… Si me los dejo, seguro que hará que me los quite”. Esta eventualidad le pareció más humillante, así que se decidió a desprenderse también de ellos. Miró hacia abajo su cuerpo, de gordas tetas y una barriga que no le dejaba ver lo que le colgaba. “¿Será esto lo que dice que prefiere?”. Se tocó la polla encogida e ironizó. “¿Tú también le gustarás?”. Como si lo hubiera calculado, enseguida apareció el dueño. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba tan solo un suelto y breve calzón ajustado de seda negra. Se le veía robusto y bastante velludo. Miró de arriba abajo a Jacinto. “¿Ves como no ha sido tan difícil?”. A Jacinto le disgustó que solo él se hubiera desnudado al completo y objetó sin pasar al tuteo: “¿Usted no se quita eso?”. “Todo a su tiempo…”, contestó el otro. Y añadió provocador: “Pero si ya tienes prisa por vérmelo todo, no tengo problema”. “¡No, no!”, dijo Jacinto cortado, “Haga lo que le parezca”. Pese al confianzudo tuteo del dueño, Jacinto persistía en el ‘usted’, como una forma de marcar distancias.

Una vez tomada la decisión, el dueño dijo: “Te vas a tender en esa camilla”. Cubierta con una sábana estaba allí cerca. No obstante, Jacinto aún preguntó receloso: “¿Por dónde me va a dar el masaje?”. “Por todo el cuerpo… Lo tienes muy tenso”. “¿Cómo lo sabe?”. “No hay más que verte… Y es por eso que estás aquí ¿no?”. La paciente persuasión del dueño iba aflojando las defensas de Jacinto, pese a que éste se obstinara en no reconocer su morbosa curiosidad. “¡Vale! Ya que ha hecho que me ponga en cueros, lo probaré… ¿Cómo me pongo?”. “Empezaremos bocabajo”. El dueño tuvo que ayudar a Jacinto a dejar su pesado cuerpo adecuadamente tendido en la camilla. Había un hueco abierto y acolchado en el que podía encajar la cara para mayor comodidad. Lo que a la vez dejaba una visión bastante limitada de lo que sucedía alrededor. Que el dueño pusiera las manos sobre él por primera vez para centrarle el cuerpo en la camilla hizo sentir escalofríos a Jacinto. Pero que además metiera la mano entre sus muslos para colocarle bien el paquete y que no le quedara aplastado, le provocó un estremecimiento mayor. “¡Eh, ojo con eso!”, soltó en tono airado. “Es por tu comodidad”, dijo el dueño sin alterarse. Aunque avisó: “Y no te vayas quejando cada vez que te toque, si es que quieres que haga las cosas bien para que te quedes a gusto”. Jacinto emitió un sonido gutural de incómoda conformidad y se reprochó a sí mismo internamente: “Es que me lo he buscado. Si el masaje empieza así…”.

Sintió el frío de un líquido resbaloso que le iba goteando por la zona entre los hombros. A continuación las manos del dueño fueron extendiéndolo por la parte superior de la espalda con movimientos circulares y presiones que le resultaban agradables a Jacinto y no le causaban recelos. También le subió los brazos, que le habían quedado colgando a los lados, para untarlos y frotarlos. Pero después los colocó estirados a lo largo del cuerpo y, para sobresalto de Jacinto, que no podía ver lo que hacía, le cerró una abrazadera unida a la camilla en cada una de las muñecas. “¡¿Para qué es eso?!”, se alarmó Jacinto. “Para que no se te vayan cayendo los brazos y estés así más relajado para poder seguir”, explicó calmoso el dueño. “No sé yo…”, rezongó Jacinto que, entre esa sujeción y la cara encastrada en el agujero, se veía inmovilizado. Lo cual, más que relajarlo, lo puso más inquieto. Hasta entonces había pensado que, si la cosa se ponía rara, siempre podía levantarse y poner en su sitio al abusón, pero ahora… Pese a que iba asumiendo que las manos del dueño recorrerían su cuerpo sin respetar nada, solo la tozudez de Jacinto le impedía prever el alto contenido erótico del masaje que había aceptado. “Que toque por donde quiera”, trataba de convencerse a sí mismo, “Que a mí no me va a sacar de mis convicciones… ¡Solo faltaría a estas alturas!”.

Una vez bien lubricado Jacinto, el dueño inició el masaje propiamente dicho. Sus manos amasaban los hombros. “Estás muy tenso”. “¿Usted cree?”. Pero lo cierto era que Jacinto iba notando un alivio que le infundió cierta confianza. Luego el dueño prosiguió trabajando la espalda, con presiones de los dedos y golpecitos a lo largo de la columna. Dado sin embargo que el ancho cuerpo de Jacinto ocupaba toda la camilla y sus manos sujetas a los costados sobresalían, el dueño se arrimaba tanto por uno y otro lado que iba rozando la entrepierna por ellas. Y lo que entraba en contacto con el dorso de las manos de Jacinto no era precisamente la seda del calzón, que el dueño debía haberse quitado en algún momento, sino el pelambre del pubis y hasta la polla, flácida para menos contrariedad de Jacinto. Aunque no por ello dejaba de pensar: “¡Cómo aprovecha el tío para restregarse!”.

El momento crítico llegó al traspasar el masaje la rabadilla. Aquí Jacinto apretó ya los glúteos preventivamente y el dueño, al notarlo, lo reprendió. “Éstos son unos músculos como los otros y tú, por cierto, los tienes bien gordos… Así que déjate de puñetas porque voy a profundizar donde los masajes convencionales no llegan. El mío es muy especial y lo vas a notar”. “Espero que no se atreva a violarme”, dijo Jacinto, con tanto sofoco y en tono tan bajo que solo él se oyó. El dueño, imperturbable, cacheteó las opulentas nalgas para, a continuación, verter aceite por la raja y pasar por ella el canto de la mano. Estaba tan resbalosa que un dedo fue entrando sin dificultad por el ojete, provocando una sacudida de Jacinto, enseguida atajada. “¡Quieto! ¿No te han hecho nunca una revisión médica? Verás que lo que yo hago es mejor y tu próstata lo agradecerá”. Movió el dedo con habilidad y Jacinto notó que se le erizaba la piel. “¡Joder, qué gusto!”, pensó, “El médico me hizo más daño”.

La sorpresa, que Jacinto hubo de reconocer que había sido tolerable, lo pilló desprevenido cuando el dueño anunció: “¡Bueno, ahora por delante!”. Jacinto trató de no complicarse más la vida, porque además temía que se le notara cierta animación que había sentido en su intimidad.  “¿No ha habido ya bastante?”. “Un masaje nunca se deja a medias”, sentó rotundo el dueño. “¡Venga! A ponerte bocarriba”. Jacinto, resignado, fue girando su voluminoso cuerpo con ayuda del dueño. Éste comentó: “Ya sabía yo que el masaje extra que te acabo de dar te sentaría bien”. Como la barriga de Jacinto no le permitía ver más allá, prefirió ignorar a qué se refería el dueño exactamente.

La aplicación del aceite y el masaje consiguiente por toda la delantera de Jacinto iban a poner a prueba aún más la tolerancia de éste. Como primera medida, tampoco quiso el dueño dejarlo suelto. Con rapidez le subió los brazos por encima de su cabeza y, poniéndole unas bridas en las muñecas, las sujetó a una abrazadera que había en la cabecera de la camilla. “¡¿Otra vez con eso?!”, protestó Jacinto. “No me conviene que bracees”, explicó simplemente el dueño. Lo cierto era que, a cara descubierta Jacinto ahora, esta parte del masaje iba a resultarle mucho más incisiva, con una actitud del dueño descaradamente provocadora. Y no solo por la forma de usar sus manos, sino también su propio cuerpo.

Al extender el aceite, el dueño recorría y moldeaba las abundosas carnes de Jacinto, comprimiéndolas con una energía que lo hacía estremecer en su indefensión. Le apretaba las tetas y enredaba los dedos en el vello, pinzando los pezones. “¡No tan fuerte!”, pedía Jacinto. Al ir bajando, el dueño contorneaba las caderas y los muslos, para subir luego y meterle las manos por las ingles, orillando de momento los huevos y la polla. Pero es que además, al ir dando vueltas en torno a la camilla, se volcaba restregándose sobre Jacinto. Tanto trajín tenía a éste sobrecogido y ya sin ánimos siquiera de protestar. Incluso, cuando se colocaba en la cabecera de la camilla, ponía su polla al alcance de las manos atadas de Jacinto que, al notarla ahora no tan caída, llegó a palparla brevemente, en un impulso que consideró como mera curiosidad.

El dueño hizo como si se zafara y, considerando que Jacinto ya estaba a punto para su actuación final, se desplazó a los pies de la camilla. Fue entonces cuando Jacinto, al cesar los constantes meneos, se dio cuenta de que, con toda certeza, su polla había adquirido una tensión que hacía tiempo no experimentaba. No tuvo tiempo para sacar conclusiones, porque el dueño le apartó las piernas hacia los lados y, con una agilidad que debía tener ya bien practicada, se impulsó para quedar de rodillas sobre la camilla, en el hueco dejado por las piernas de Jacinto. Sentado en los talones, el dueño, en una perspectiva incómoda para Jacinto, que agotaba sus fuerzas intentando levantar la cabeza, se sobaba su propia polla ya del todo endurecida. Llegó a juntarla con la de Jacinto, no menos tiesa, y con un chorreo adicional de aceite, las frotaba suavemente. De repente Jacinto sintió que una sacudida le recorría desde la coronilla hasta la entrepierna y, de una forma que escapaba a cualquier control, fue expulsando borbotones de leche. Quedó anonadado ante la brusca e inesperada reacción de su cuerpo.

El dueño no hizo el menor comentario de la corrida de Jacinto. Se limitó a limpiarle cuidadosamente la leche con una toalla. Luego dijo: “Ahora voy a soltarte ya las manos. Creo que por hoy podemos darlo por acabado”. Jacinto casi agradeció la no mención de lo ocurrido, como si no hubiera pasado nada. Cuando el dueño le quitó las esposas, pudo estirar los brazos y desentumecerlos. “Me bajo ya ¿no?”. Aunque el dueño hubo de ayudarlo a recobrar el equilibrio sobre el suelo. “Si quieres, puedes recuperar ya tu ropa… Espero que te marches más relajado”. Jacinto prefirió guardar silencio mientras se vestía con cierta precipitación. Solo al acabar, por decir algo más neutro, recordó: “Hoy no tengo que pagarle ¿verdad?”. “¡Por supuesto!”, contestó el dueño, “Pero confío en verte de nuevo”. “Ya veremos”. Jacinto dio media vuelta y, con la gabardina al brazo, buscó la salida al exterior. Antes de empujar la puerta, se puso la gabardina y, al abrir, lo deslumbró la luminosidad del mediodía.

Jacinto empezó a vagar sin rumbo fijo y decidió meterse en el primer bar que encontró. Entre cerveza y cerveza, trató de aclarar las ideas. Pero más bien las embrollaba desde el momento en que solo se emperraba en autojustificarse. Había vuelto a aquel sitio por mera curiosidad, después de haber visto casualmente lo raro que era, y ese tipo lo había enredado además con su labia. Una vez allí le picó el amor propio de demostrar que no se echaba atrás ante nada. Claro que aguantó el masaje con tantos toqueteos y roces, pero por mantener el tipo, sin que eso significara que se hubiese cambiado de bando ¡Faltaría más! Ni siquiera pensaba que lo que pasó al final hubiera sido en realidad una paja. Simplemente se había corrido porque, con el tiempo que llevaba sin vaciarse, el aceite y el masaje lo habían hecho venir solo. Si el tío se daba el gusto conmigo, habrá sido cosa suya… No es que estos argumentos lo estuvieran dejando muy tranquilo y enfiló ese fin de semana bebiendo mucho y sin apenas comer. El lunes amaneció hecho unos zorros y llamó a la comisaría alegando una gripe. Seguramente ya estarían acostumbrados.

Sí tuvo ánimos Jacinto en cambio, con la ropa de tres días y sin haberse lavado ni las manos en ese tiempo, para emprender la ruta del local que ya le era de sobra conocida. Únicamente sabía que por la mañana encontraría solo al dueño, pero no tenía ni idea de a qué iba allí. Empujó la puerta y bajó tambaleante la escalera. Ni se molestó en avisar de su llegada y se dejó caer en la primera silla que encontró en la sala de los aparatos. El dueño acudió al oír los ruidos. Esta vez llevaba una bata de raso negro hasta las rodillas. “Esto sí que es entrar sin llamar… ¿Tiene alguna urgencia el comisario?”. Jacinto balbuceó con la respiración entrecortada: “Necesito algo muy fuerte”. El dueño preguntó extrañado: “¿Estás seguro de lo que dices?”. “¡Sí!”, se exaltó Jacinto, “Quiero que me haga lo más fuerte que  se le ocurra… Lo que sea, como sea y por donde sea”. Ni siquiera ahora lo tuteó. El dueño se quedó pensativo. “Se me ocurre una cosa que puede responder a esos ardores que traes hoy… Pero necesitaría que me ayudara un colega”. Jacinto ni se lo pensó. “¿Podrá venir ya?”. “Puedo llamarlo y no tardaría”. El dueño sin embargo se quedó mirando la pinta que hacía Jacinto. “Antes habrá que hacer algo con esa mugre que llevas encima… No dará gusto trabajar contigo así”. “Haga lo que quiera, pero llámelo”, le urgió Jacinto. “¡Anda! Ve quitándote todo eso y ahora vuelvo”. Jacinto no sabía muy bien qué seguiría, pero se desnudó maquinalmente y sintió cierto alivio al quedarse sin aquella ropa desastrada. No tardó en volver el dueño. “Ya está todo en marcha y mi colega vendrá pronto… Mientras te hace buena falta pasar por el agua… Entre alcohol y sudor no hay quien se te acerque. Y de paso te despejarás”. Llevó a Jacinto a un cuarto donde había varias duchas sin separación. “¡Anda! Abre el grifo de una”, dijo el dueño. Pero como Jacinto se limitó a dar el agua y quedarse quieto debajo, el dueño tomó la iniciativa. Se quitó la bata, que era lo único que llevaba y entró junto a Jacinto. “Aquí hace falta jabón también”, dijo poniéndose a frotarlo. Jacinto se dejaba hacer sin inmutarse, ni siquiera cuando le enjabonó la polla y los huevos. Solo tuvo un pequeño sobresalto cuando sintió un dedo por el culo. En esas estaban cuando apareció el compinche avisado. “¿Habéis empezado sin mí o qué?”, preguntó por saludo. Era tan alto como el dueño, pero más robusto y de aspecto más fiero. “Ya acabamos” dijo el dueño, “Aquí mi amigo el comisario… Lo he tenido que poner en condiciones, porque venía poco recomendable”. “Gordito y de una edad, como te van a ti ¿eh?”, comentó el compinche mirando a Jacinto desnudo, que hacía pinta de cordero listo para el sacrificio. El dueño quiso asegurarse con Jacinto. “Ya ves que he traído refuerzos… Ahora que tal vez estás más despejado ¿sigues queriendo lo que me has pedido antes?”. “¡Sí, sí! Destrozadme”, enfatizó Jacinto. “¡Joder, con el comisario! Éste es de los que quieren probar su propia medicina”, comentó el compinche, que también se estaba desnudando para no ser menos.

Tanto el dueño como el compinche tenían claro cómo iban a proceder. Volvieron a llevar a Jacinto a la sala de los aparatos. Una traviesa de madera con argollas en los extremos colgaba horizontal de unas cadenas. “Ven aquí debajo”, ordenó el dueño. Jacinto lo hizo dócilmente y vio cómo graduaban la altura de la traviesa por encima de su cabeza. Cada uno tomó un brazo de Jacinto y los levantaron para acercar las muñecas a las argollas. Había ya pasadas unas cuerdas por ellas y empezaron a ligarle los antebrazos. El verse ahora atado de esa forma produjo en Jacinto una sensación de temor, pero también de extraña excitación. Pero ni hablaba ni preguntaba, dispuesto a someterse a lo que aquellos dos hombres quisieran hacerle. El porqué de su insólita actitud ni siquiera él era capaz de explicar. Solo sabía que le venía de muy adentro. Habían dejado una lazada más floja en la atadura de cada argolla para que pudiera cerrar los puños en torno a los trozos de cuerda. Así agarrado, Jacinto distendió los brazos en cruz y, para mantener el equilibrio, separó un poco las piernas y afirmó los pies en el suelo. Los hombres habían desaparecido momentáneamente de su área visual, dándole la sensación de haberse quedado solo. “¿De qué irá esto ahora?”, se preguntaba ansioso, “¿Por qué dos?”.

Pero pronto empezó a tener respuestas. No le sorprendió ya que la primera medida fuera untarle de aceite, pero fue ya más impactante la forma de hacerlo. El dueño por delante y el compinche por detrás, le iban extendiendo el líquido en abundancia, y que ya le chorreaba por las pantorrillas hasta los pies, haciendo que el apoyo en el suelo se volviera resbaloso. No era un masaje lo que le daban, sino un completo manoseo por toda la superficie y los recovecos de su cuerpo. Cuando el compinche le embadurnaba las nalgas, Jacinto ya no las apretó y aguantó que los dedos ahondaran en su raja. El dueño a su vez se le encaró y ahora no era el masajista persuasivo del otro día. Le abofeteaba el pecho y la barriga haciéndole perder el equilibrio. Estrujaba las tetas y pellizcaba los pezones retorciéndolos. Jacinto gemía, pero se entregaba. Al bajar las manos, rodeaba los muslos y metía los cantos por las ingles para zarandear los huevos y la polla. Jacinto se percató sin embargo de que, a diferencia de los otros todavía, estaba teniendo una fulminante erección.

Tal vez fue esta reacción física de Jacinto lo que dio la señal al dúo para entrar en una nueva fase. Ahora enlazaron los brazos en torno al cuerpo colgado, asidos firmemente uno a otro. De este modo, muy pegados a él, se restregaban al tiempo que iniciaban un balanceo que llevaba a Jacinto, como si fuese un pelele, hacia delante y hacia atrás cada vez con mayor impulso. Apretaban y frotaban las pelvis contra él y ya sí que Jacinto notó las erecciones de ambos. La del compinche le azotaba las nalgas y la del dueño se cruzaba con su propia polla. Jacinto, al borde del mareo, lo soportaba todo con un jadeo acompasado, que denotaba una atormentada aceptación.

Se fue frenando el balanceo y, mientras el dueño seguía sujetando firmemente a Jacinto, el compinche la tomó con su culo. Empezó dándole fuertes tortazos en las nalgas, que arrancaban respingos a Jacinto. Luego, ayudado con el aceite que había quedado impregnando la raja, hurgó hasta meterle un dedo entero en el ojete. Jacinto gimió desfallecidamente y el compinche se lanzó a un frenético frotado al que añadía más dedos. Jacinto hundía la cara en un hombro del dueño para soportar el dolor. Ya no le sorprendió, puesto que lo esperaba en realidad, que el compinche lo hiciera volcarse todavía más sobre el dueño, quien le servía de apoyo, y deslizara la polla tiesa por la raja. Se clavó bruscamente y Jacinto ahogó un sollozo. El bombeo del compinche empujaba a Jacinto contra el dueño y los crecientes resoplidos de aquél se sobreponían a sus desfallecidos quejidos. Jacinto se sentía arder por dentro y, cuando el compinche tensó el cuerpo para las últimas arremetidas, con las que ya bramaba, esa violación consentida, y aún deseada, lo invadió de un increíble morbo.

La erección de Jacinto se había mantenido inalterable y ahora era el compinche, una vez descargado, quien lo sujetaba manteniéndolo erguido y agarrándole las tetas con las manos como garras. El dueño por su parte unió su polla también endurecida a la de Jacinto para frotarlas juntas enérgicamente. La excitación parecía que iba a hacer estallar la cabeza de Jacinto y, cuando notó que la leche del dueño le empapaba el pelambre del pubis, también la suya se disparó entre los muslos del masturbador.

Dueño y compinche fueron soltando y apartándose de Jacinto que, agarrado a las cuerdas de las muñecas, dejó caer todo su cuerpo. Ante su desfallecimiento, el dueño lo instó. “¡Enderézate, que te vamos a soltar ya!”. Aún tuvieron que sujetar al tambaleante Jacinto, que buscó una silla para dejarse caer. Ninguno comentó nada de lo sucedido y Jacinto se mantenía con la mirada baja. Se sentía sucio y sudoroso, con el cuerpo dolorido. El dueño le preguntó con un tono de ironía: “¿Te quedan fuerzas para ir a ducharte?”. Jacinto se levantó con esfuerzo y, como un autómata, se dirigió con pasos vacilantes a donde antes lo había lavado el dueño. Bajo el chorro de agua se interrogó perplejo: “¿Cómo era posible que se hubiera entregado a semejante sometimiento?”. Sin embargo reconocía sentir una especie de morbosa plenitud que se sobreponía a su malestar físico. Por otra parte le desasosegaba tener que enfrentarse de nuevo a los que había contratado y a quienes tendría que pagar ya esta vez.

Cuando Jacinto volvió a donde estaban los otros, éstos hablaban con la tranquilidad de haber acabado un trabajo. Solo cuando Jacinto empezó a ponerse su desastrada ropa, el dueño le comentó burlón: “No te vayas a pasear mucho por ahí con esa pinta… ¡Quién diría que eres todo un comisario!”. Jacinto replicó: “Voy a mi casa  a dormir”. Arreglaron la transacción y, cuando Jacinto se iba a marchar ya, el dueño le dijo: “Supongo que te volveremos a ver por aquí…”. Jacinto se oyó a si mismo contestar, como si otro lo hiciera por él: “¡Seguro! Quiero probar más cosas”.

3 comentarios:

  1. BUENISIMO....PARA MI UN RELATO DE UN MORBO TREMENDO....QUE MORBO ME DAN ESTOS RELATOS, DE ESTOS MACHOTES, HOMOFOBOS, QUE TERMINAN COGIENDOLE EL GUSTO...AUN QUE ESTE RELATO SEA FISTICIO, EN LA VIDA REAL PASA ESTO TAMBIEN..

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  2. Muy bueno, me encanto, me corri antes de terminarlo, espero escribas alguna continuacion

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  3. A mi también me encantaría que este fuese un personaje recurrente, quiero saber más de los morbos del comisario Jacinto y sus límites

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