Jacinto, el
comisario, tras su prometedora despedida del club, se dirigió hacia la escalera
para salir al exterior. Se fijó esta vez en que, junto a los primeros
escalones, había una mesita con un manojo de tarjetas. Maquinalmente cogió una
y se la metió en un bolsillo de la gabardina. Subió agarrándose al pasamanos y,
al traspasar la puerta, emprendió con un andar cansino el camino a su casa.
Nada más
llegar, solo se desprendió de la gabardina y se dejó caer en la cama que había
quedado deshecha. Se sumió en un profundo sueño y, al despertar al cabo de
varias horas, tenía perdida la noción del tiempo. En su cuerpo dolorido sentía
sin embargo un extraño vigor y su estado de ánimo era de reconciliación consigo
mismo. Esta última experiencia de entregar su cuerpo ya ajado y pesado a los
lujuriosos caprichos de hombres desconocidos le había abierto todo un mundo de
nuevas sensaciones impensables hacía unos pocos días. Al margen de cualquier
otra valoración que, por otra parte, estaba dispuesto a eludir, no tenía otro
afán que el de seguir adentrándose en esa vía.
Jacinto
resistió un primer impulso de buscar alguna de las botellas desperdigadas por
la casa, consciente de que había de incorporarse a las tareas rutinarias que lo
aguardaban en la comisaría. Cuando reapareció, nadie cuestionó su sorprendente
recuperación de la gripe alegada el día anterior.
Jacinto pasó
unos cuantos días en una relativa calma. Hasta que recordó la tarjeta que había
cogido al abandonar el club. Tenía un teléfono al que se decidió llamar. Al
cabo de varios timbrazos, reconoció la voz del dueño y Jacinto hizo un esfuerzo
para darse a conocer. “Soy el que usted llama el comisario… ¿Sabe a quién me
refiero?”. “Debes ser al que le da por dejarse caer por aquí de buena mañana”,
contestó el dueño con ironía. “La última vez me llevé una tarjeta y como estaba
el número…”. “Has hecho muy bien en llamar”, lo cortó el dueño, “¿En qué te
puedo servir?”. “¿Recuerda lo que le dije al marcharme?”, preguntó Jacinto
haciendo un esfuerzo. “Que te interesa seguir con lo que hacemos aquí ¿No es
así?”. “¿Podría ser?”. “¡Naturalmente! Y me complace que lo desees”. El dueño
no obstante hizo un planteamiento de la situación que sorprendió a Jacinto. “Pero
si, como dijiste, quieres probar nuevas cosas, te conviene conocer otras
posibilidades que te podemos ofrecer… En realidad, tú te colaste en el club por
lo que podríamos llamar la trastienda, y a unas horas bastante fuera de lo normal.
Aun así te acogí y me ocupé personalmente de hacerte conocer algo que en el
fondo buscabas… ¿Me sigues?”. “¡Sí, sí! ¿Ya se ha cansado de mí?”, interpretó
Jacinto temeroso. “¡No seas cenizo! Al contrario”, replicó el dueño, que
continuó su propuesta. “Ahora que, al parecer, ya tienes claro lo que te pide
el cuerpo, deberás compartir tus inclinaciones…”. Jacinto estaba aún más
desconcertado. “Ya me he perdido”, reconoció. “Es muy sencillo”, prosiguió el
dueño, “Se trata de que te incorpores a las actividades comunes del club… Por
donde tú has entrado, en ese sórdido callejón, no es el acceso normal. Por lo
visto no te has fijado –cosa rara, dada tu perspicacia– en que la verdadera
entrada está en la calle de atrás…”. “¿Y qué más da entrar por un lado o por
otro?”, se alteró Jacinto. “Ya te salió el ramalazo de policía… ¡Más disciplina
te hace falta!”, lo reprendió el dueño. “¡Perdone, perdone!”, pidió un
increíblemente dócil Jacinto, “¿Qué tengo que hacer?”. “Si te animas, ven a una
hora normal, es decir, por la noche,…y por la puerta principal”, indicó el
dueño, “Allí te recibiré y podrás conocer la zona para clientes del club y el
ambiente que encontrarás en ella”. “¡Gracias! Así lo haré”, concluyó Jacinto
con el corazón palpitante.
A pesar de
la firmeza en su despedida, Jacinto quedó sumido en un desconcierto. Habría
preferido seguir con sus visitas semiclandestinas, y solo para él. Pero el dueño del club no parecía dispuesto a
ello y su contrapropuesta lo colocaba de nuevo ante una situación que le costaba
asimilar. Una cosa era el trato directo con un profesional y otra mezclarse,
como uno más, con gente que no le inspiraba demasiada confianza. Aunque, por
otra parte, él mismo había pedido probar más cosas y en esto el dueño –al que
insospechadamente Jacinto había erigido en gurú de sus inclinaciones más
ocultas– podía estarle ofreciendo morbosas oportunidades. Ya que sentía la
necesidad de seguir adelante ¿qué iba a perder si se dejaba caer por el club y
echaba una ojeada a lo que allí se cocía?
Así que, sin
tardar mucho, Jacinto se decidió una noche a presentarse en el club. Sin
preocuparse de cambiar su apariencia, ni siquiera prescindió de su
característica gabardina. La puerta que anteriormente no había identificado
lucía ahora con una luz roja y tenía una mirilla enrejada. Tuvo que pulsar un
timbre y, pocos segundos después, alguien se asomó a la mirilla y escrutó a
Jacinto. Sin mediar palabra, se abrió la puerta y pudo identificar al colega
del dueño que tan enérgicamente lo había tratado en su última visita y que solo
llevaba unos shorts de cuero. Éste también reconoció a Jacinto. “¡Vaya, el
comisario! ¡Cuánto bueno por aquí!”, exclamó con cierta sorna. Jacinto se
limitó a preguntar: “¿Está el jefe?”. “Trato de cliente especial ¿eh?”, dijo el
otro, “Ahora lo aviso… Mientras, pasa al vestuario”. Le dio una llave colgada
en una pulsera. “Es de la taquilla en que puedes guardar tus cosas”. Cuando
Jacinto le dio la espalda para ir a la puerta que le señalaba, todavía le dijo:
“Las cuentas las ajustarás con el jefe… Igual nos volvemos a ver más tarde.”.
Tras la
puerta que empujó, Jacinto fue a dar a una aséptica sala con taquillas a dos
alturas en ambos lados y una banqueta en medio. Se oía una música metálica que
lógicamente Jacinto no identificaba. No avanzó más porque, hacia el fondo, un
tipo grandote y peludo, ya con el torso desnudo se estaba quitando los
pantalones. Miró con curiosidad a Jacinto, quien con su ajada gabardina desde
luego resultaba llamativo, y siguió con lo suyo. Jacinto a su vez optó por
sentarse en la banqueta y observar, por el rabillo del ojo, que el otro se
quedaba tan solo con una prenda que le dejaba el culo al aire. Cuando éste
salía por otra puerta, se cruzó con el dueño, que le hizo una afectuosa
caricia. Llevaba unos shorts como el colega de la entrada y se dirigió
satisfecho hacia Jacinto. “¡Bienvenido una vez más! Celebro que te hayas animado
a seguir mi consejo”. Jacinto aún no sabía
si había hecho bien o no y preguntó con tono hosco: “¿Qué hay que hacer aquí?”.
El dueño, que sabía bien lo persuasivo que tenía que ser con Jacinto, empezó a
situarlo. “Ya te habrán informado a la entrada que has de guardar tu ropa en la
taquilla… Es el primer paso para cumplir las reglas del club”. “¿Qué me tengo
que poner?”, volvió a preguntar Jacinto. “Lo máximo que se permite es un eslip,
o bien un jockstrap, que es lo que
llevaba el que has visto antes… No creo que tú tengas algo de eso”. Jacinto
pensó en sus calzoncillos blancos, anticuados y que debían estar bien arrugados.
“¿Y si no, qué?”. “Entonces, desnudo del todo… No serás el único. Incluso es lo
más habitual, como comprobarás. Y añadiría que lo más práctico en tu caso”. “¿Eso
por qué?”. “Provocará más interés… Que es lo que buscas ¿no?”. “No sé yo…”. A
Jacinto le incomodó que sus deseos ocultos resultaran tan evidentes. “Es lo que
dijiste las otras veces…”, le recordó el dueño. Jacinto se quitó al fin la
gabardina y siguió con el resto de la ropa. El dueño se dispuso a dejarlo.
“Cuando estés listo, pasa por aquella puerta… Me verás en la barra y te
enseñaré esto”.
Al quedarse
en calzoncillos, Jacinto se detuvo dubitativo ¿Se iba a meter en pelotas entre
a saber qué clase de individuos? Pero a eso había venido ¿o no? Y lo de salir
en cueros era lo de menos… Así que se los echó abajo de un tirón y metió todo
en la taquilla. Cualquier titubeo que aún lo frenara quedó superado por la
entrada en el vestuario de otro individuo, muy alto y delgado. Rápidamente se
dispuso a traspasar la puerta que daba acceso al club.
Jacinto
apenas podía ver nada del entorno por la tenue iluminación rojiza. Pero como
ésta se concentraba sobre una barra de bar, pudo captar la figura del dueño que
le hacía señas para que se acercara. El bar ocupaba buena parte de la planta
baja, por la que avanzó Jacinto con andar vacilante. Empezó a distinguir
tiarrones gordos y peludos, cuyos
cuerpos desbordaban los pequeños eslips, o bien lucían culos orondos por las
traseras de los jockstraps, o
simplemente estaban en completa desnudez. También había otro tipo de hombres,
delgados o musculados, algunos con unos correajes espectaculares. Charlaban
animadamente en grupos o se entregaban a desinhibidos manoseos. Más de uno miró
con curiosidad a Jacinto, no tanto porque fuera en cueros como por el despiste
que denotaba. Por su parte él empezaba a sentir cierta decepción al no
parecerle aquello más que un bar de…esos, solo que se exhibían con poca o
ninguna ropa. Por ello, en cuanto estuvo ante el dueño, preguntó: “¿Qué es lo
que se hace aquí?”. El otro, sabiendo por dónde iba Jacinto, le dijo:
“¡Tranquilo, hombre! Esta zona digamos que es de descanso. Lo característico
del local lo encontrarás en la planta de arriba… Luego la conocerás. Pero antes
tómate una copa, que invita la casa”. Jacinto agradeció el apoyo que podía darle
algo de alcohol, aunque no cejó en su interrogatorio. “¿Hay tipos como yo?”. El
dueño repreguntó irónico: “¿Te refieres a tu aspecto o a tus aficiones?”. “Es
que parece que desentono aquí”, replicó Jacinto. “Espérate a estar arriba y ya
verás…”, le avisó el dueño.
Un tipo cincuentón, alto y fornido, y
también desnudo, se les acercó y le soltó al dueño: “¿Hoy tienes un
protegido?”. El interpelado explicó: “Es la primera vez que viene, aunque ya ha
tenido su marcha ¿verdad?”. Miró a Jacinto que respondió forzado: “Algo de
eso”. “Si quieres, te llevo arriba y así te ambientas”, le propuso el otro. Al
dueño le vino muy bien. “¡Hala, aprovecha! Te aseguro que vas en buenas manos”.
Jacinto acudió internamente a la muletilla a la que se acogía para salir del
paso: “Ya que estoy…”. Así que la nueva pareja subió la escalera y Jacinto se
encontró en un ambiente solo confusamente intuido. Se detuvo para hacer la
vista a la penumbra existente que, sin embargo, enseguida le permitió tener una
inicial perspectiva de conjunto. Camastros de distintas alturas, que a Jacinto
le recordaron un fumadero de opio, que solo había visto en películas, acogían
una variada actividad, sexual en este caso. Todo a la vista, con algún tío que,
por las buenas, se incorporaba sobre la marcha. Incluso los que actuaban tras
una cortina de flecos se dejaban observar a través de ellos. En los estrechos y
sinuosos pasillos había bancos a varios niveles. Los que se sentaban en alto,
se ofrecían para que les hicieran mamadas… y era lo que más de uno estaba
consiguiendo. Los de abajo, a su vez, buscaban atrapar las pollas que les
pasaban por delante. Pero esto era solo el principio, como pudo comprobar
Jacinto más adelante.
El acompañante le plantó una mano en
el culo para hacerlo avanzar. “¡Venga, hombre, relájate! Aquí haces o dejas que
te hagan”. Y en tono didáctico añadió: “Y si, como ha dicho el jefe, lo que te
va es la marcha, la vas a tener”. Como anticipo se restregó por detrás de
Jacinto. “Tienes un culo que da mucho juego”. Jacinto resopló para tomar
fuerzas y escogió un pasillo, seguido por su acompañante. No tardó mucho en
notar que lo agarraban de un muslo y tiraban de él. Su inicial gesto de rechazo
lo neutralizó el guía tajante: “¿No ves que ése te la quiere chupar? ¡Déjate!”.
En sus sesiones de la trastienda, no habían llegado a usar la boca con él y
ahora Jacinto veía aceptar lo que le decía su acompañante como parte de un rito
que tenía que seguir para llegar a la desconocida forma de entrega que lo
aguardaría. Así que dejó que un tipo pequeño y flaco, sentado casi en el suelo,
le manoseara primero la polla y luego se la metiera en la boca. “Mama bien
¿eh?”, oyó al de atrás que, mientras, le sobaba lascivamente el culo. Jacinto
tenía un bloqueo en el que solo pudo notar que la polla se le estaba
endureciendo. Eso, y un dedo que ahora le estaban metiendo por el culo, lo
llevó a pedir nervioso: “¿Seguimos?”. El acompañante sacó el dedo y lo
sustituyó por una sonora palmada. “¿Quieres cosas más fuertes eh?”. Más
adelante, en una cama elevada, dos tíos robustos, invertido el uno sobre el
otro se comían las pollas mutuamente. “Algo así podríamos hacer tú y yo”,
comentó el acompañante. “Eso de chupar, yo…”, objetó Jacinto. “Aquí no se puede
decir ‘de esa agua no beberé’”, replicó el otro riendo.
Llegaron a un espacio más abierto,
donde había otro tipo de actividad, con los roles más diferenciados. Había
objetos e instrumentos, que a Jacinto no le resultaban extraños por sus visitas
a la trastienda, como cadenas, argollas y tablones colgados del techo, una
jaula baja de hierro, una gran aspa de madera adosada a la pared… Pero también,
desconocidos para él, varios slings
que se le representaron como siniestros columpios. En dos de ellos se
balanceaban unos tipos gruesos con brazos y piernas por alto, que eran
magreados y, al parecer, incluso follados por otros que los rodeaban. El
espectáculo que ofrecían impactó tremendamente a Jacinto ¿Sería en algo así
donde iría él a parar? La posibilidad le asustaba al ver la forma en que eran
tratados los colgados, pero a su vez se preguntaba si no era lo que en realidad
deseaba.
Lo sacó de su perplejidad el
acompañante quien, como si le leyera la mente, casi lo arrastró hacia un sling que estaba vacío. “¡Échate ahí!”,
le ordenó. “¿Para qué?”, preguntó Jacinto tembloroso, aunque resultaba obvia la
respuesta. “Voy a jugar contigo… y seguro que no seré yo solo”. Empujó al
Jacinto paralizado, que cayó de culo en el asiento de cuero. Luego le hizo
tenderse hacia atrás y le levantó los
brazos hacia los lados para pasarle las
muñecas por las correas de sujeción. Pero también las reforzó sobreponiéndoles
unas ataduras que impedían que pudiera sacar las manos. Jacinto protestó. “Los
otros solo están agarrados”. “Tú no eres de fiar”, dijo tajante el otro, que siguió
un procedimiento similar con las piernas para dejarlas abiertas en alto y con
los tobillos trabados. Jacinto se dejó hacer ya dócilmente. El sling era tan sofisticado que, mediante
sendas manivelas, permitía graduar por separado la altura tanto de la parte de
delante como de la de detrás. Esto es lo que hizo el acompañante para dejar el
cuerpo de Jacinto al nivel que le convenía. Curiosamente estas maniobras, con
el balaceo que las acompañaba, produjeron en Jacinto el efecto de que le polla
se le fuera endureciendo. “Ya sabía yo que esto te gustaría”, comentó burlón el
acompañante ante la lasciva exhibición que ofrecía Jacinto. A éste le colgaba
hacia atrás la cabeza y se estremeció cuando las manos del acompañante tomaron
posesión de su entrepierna.
No eran caricias precisamente lo que
le daba. Porque al tiempo que le apretaba la polla y la hacía golpear sobre la
barriga volcada, le estrujaba los huevos con la otra mano. Y cuanto más
extremaba estas sevicias, mayor era la excitación de Jacinto, que se agarraba
con fuerza las cadenas de las que colgaba. “Te tenía ganas desde que te vi en
el bar… y ahora ya te tengo aquí”, decía el acompañante mientras lo sobaba.
“¿Qué me vas a hacer?”, preguntó Jacinto ansioso como si lo de ahora fuera solo
un prolegómeno. “Se me ha puesto más dura todavía que le tuya y me estás
provocando con el culo abierto”, contestó el otro. En efecto, la postura de
Jacinto, con las piernas subidas y separadas, distendía las nalgas y dejaba el
ojete inerme. “¡Te voy a follar!”, anunció y, como primera medida, le clavó un
dedo con toda la fuerza. Jacinto sacudió el cuerpo ahogando un gemido, aunque
ya se preparaba para lo que iba a seguir.
Empezaron a rondar por el sling varios sujetos atraídos por el
nuevo espectáculo o tal vez esperando turno. De momento cooperaron sujetando
las cadenas mientras el acompañante le metía la polla entera con un certero
golpe a Jacinto. Éste no reprimió ya un dolorido sollozo y, de no ser por todo
lo que lo frenaba, incluidos los espontáneos que también lo cohibían, habría
salido disparado. Aunque no era la primera vez en que era penetrado
recientemente, la postura en que ahora era hollado le resultó no menos tremenda.
El acompañante bombeaba agarrado a los muslos zamarreando a Jacinto, que
acusaba con gemidos cada impacto. “¡Ya no me aguanto! Te voy a llenar de
leche”. Con unas embestidas todavía más brutales, el acompañante se fue
vaciando hasta que la polla se le escurrió por sí sola hacia fuera. Jacinto
sintió el vacío tras haber experimentado un inusitado placer, que llegó a
reavivar su excitación. A ella contribuía no solo el hecho de haber sido
enculado una vez más, sino, como ya le había ocurrido en la trastienda, las
circunstancias de esta nueva forma de estar colgado e inmovilizado, con el morbo
añadido de los otros hombres que lo rodeaban expectantes.
No obstante, cuando el acompañante
dijo: “Ha sido un gustazo ¡Ahí te quedas!”, Jacinto preguntó angustiado: “¿Me
vas a dejar aquí atado?”. Pero el otro replicó con ironía: “Ya ves que no estás
solo… Alguien te soltará cuando se hayan cansado de ti”. En efecto, en cuando
el acompañante se alejó, los del alrededor se dispusieron a ocuparse de
Jacinto. “Mira el gordo, qué bien follado ha quedado”. “Si el tío sigue
empalmado…”, oía Jacinto indefenso. “Esto le dará más gusto”, dijo uno que,
desde atrás, se puso a estrujarle las tetas y pellizcarle los pezones. Otro se
colocó delante y no se limitó a darle varias chupadas a la polla, sino que además
se agachó para lamerle la raja. “Voy a limpiarte la leche”. Jacinto soportaba
los manejos sobre su cuerpo, temiendo y deseando a la vez que pasaran a
mayores.
De pronto se oyó una voz campanuda.
“¡Yo a este tío lo conozco!”. Jacinto dirigió la mirada hacia donde procedía la
voz, que pertenecía a un tipo fornido y peludo cuyo rostro le sonaba
ligeramente. El individuo no tuvo sin embargo el menor reparo en seguir con la
identificación. “¡Si es un madero!”, exclamó acercando la cara a la de Jacinto,
que le sostuvo la mirada. Luego, para todo el que quisiera oírlo, explicó: “El
muy cabrón se empeñó en cargarme los abusos a un niño y me libré porque el
chaval reconoció al que le había metido mano… ¡Y mira cómo te encuentro
ahora!”. Zamarreó el sling de Jacinto,
que se balanceó. “Resulta que a mí solo me gustan los niños como tú”. El brote
de airada vergüenza que embargó a Jacinto se manifestó en un envite insólito
para él mismo. “Pues fóllame y cállate”. Lo segundo no es que lo fuera a
obedecer el hombre, ya que soltó: “Nunca verás que cumpla una orden más a
gusto”. Pero en cuanto a lo primero, rodeó a Jacinto y se colocó entre sus
piernas. Se fijó entonces en que, pese a todo, Jacinto no había perdido la
erección. “Así de caliente estás ¿eh?... Pues voy a vaciarte antes y así me
pongo a tono”. Con la expectación de los que habían mantenido el corro en torno
al sling, agarró la polla de Jacinto
y se puso a frotarla enérgicamente. “Esta paja es mejor que las que te harás tú
¿a que sí?”. Jacinto gimoteaba primero y luego resoplaba. Su leche empezó a
desbordar el puño del hombre que, a continuación, se limpió la mano en la
barriga de Jacinto.
Éste se recuperaba con la respiración
agitada, pero no tuvo apenas tregua. El hombre se irguió y aún se elevó un poco
más agarrado a las cadenas laterales para mostrar su verga enorme ya bien dura.
“¡Mira lo que te voy a meter!”. Jacinto se esforzó para levantar la cabeza y
poder verla. Guardo silencio, pero un morboso deseo lo inundó. La clavada fue
de órdago y Jacinto la sintió hasta en el vello que se le erizó, aunque logró
ahogar el grito que le estallaba en la garganta. Ardía todo él con las
arremetidas brutales que el otro le iba dando y aguardaba ansioso el estallido
final. Pero la lujuriosa venganza de su antiguo conocido iba a tener un remate
inesperado. De pronto se salió del culo de Jacinto y rápidamente pasó a estar
con la polla erguida sobre su cabeza. Pillándolo desprevenido, la apuntó a la
boca medio abierta y empujó para metérsela lo más posible. Jacinto agitaba la
cabeza pero no lograba soltar la polla. Además no tardó en írsele llenando la
boca de leche que se le desbordaba por la comisura de los labios. Cuando el
otro sacó la verga al fin, Jacinto no tuvo más remedio que tragar la que se le
acumulaba en la garganta para no ahogarse. El hombre se dio por satisfecho y se
despidió lleno de ironía. “Ha sido un placer, comisario. Espero que para usted también…
Yo al menos no le guardo ya rencor”.
Jacinto quedó colgado del sling en soledad, pues hasta los mirones
lo habían abandonado, distraídos ahora con otra cosa. Tenía el cuerpo dolorido,
la boca pastosa de leche y hasta la suya propia que se le secaba en la barriga.
Sus intentos de liberar las manos y poder bajar del artefacto fueron inútiles.
Y en su quietud obligada no pudo menos que repasar mentalmente la vorágine de
atropellos que había sufrido desde que se encaramó, o lo encaramaron, allí. Ya
contaba con que le llegarían a dar por el culo y eso no lo detuvo. No se
llamaba a engaño después de lo experimentado en la trastienda. Pero es que
había sido objeto de una vengativa violación, además por partida doble, porque
también habían usado su boca... ¡y de qué manera! Él, que poco antes mostrara
su rechazo a chupar una polla… Sin embargo, tras asumir el riesgo, había tenido
lo que se merecía. No le iba a dar más vueltas y mucho menos echarse para
atrás.
Más entonado con esta autoafirmación, a
Jacinto se le ocurrió girar la cabeza hacia donde ahora parecía haberse
concentrado la actividad. Quedó pasmado al ver que un tío se había tumbado en
una especie de bañera y tres o cuatro más se le meaban encima. En vía ya de
estar curado de espantos, se dijo con condescendencia que allá cada cual con
sus gustos. Pero lo observado iba a tener una penosa repercusión en él.
Resultaba que, tras los meneos de que había sido objeto en el sling, solo le faltó el contagio de la
micción múltiple para que sus insuficiencias prostáticas le desataran unas
irrefrenables ganas de orinar. Angustiado, Jacinto decidió pedir ayuda a uno
que estaba cerca. “¡Por favor! Me podrías soltar ya de aquí”. El tipo se lo
tomó a pitorreo. “¿Qué? ¿Ya te has cansado de que te follen?”. Jacinto tuvo la
debilidad de sincerarse. “Es que necesito orinar con urgencia”. El otro se
divirtió chantajeándolo. “Te suelto, si te meas aquí”. “No voy a poder”,
lloriqueó Jacinto. “¡Verás como sí!”, lo desafió el bromista. Se puso a
cosquillearle los huevos y a sisear. Jacinto ya perdió todo control y empezó a
lanzar un potente chorro que, cual surtidor, subía e iba a caer sobre su
barriga. Aunque humillado, sintió un gran alivio. El tipo, después de reír a
gusto, al menos cumplió el pacto y por
fin desató a Jacinto. Mientras lo hacía comentó jocoso: “Estás como si hubieras
pasado por la bañera”.
Jacinto, una vez de pie, hubo de ir
con cuidado para recuperar el equilibrio y desentumecerse. Procuró también
eludir cualquier encuentro y buscó un lavabo, aunque no fuera ya precisamente
para orinar. Se amorró al grifo para enjuagarse la boca y beber con ansia.
Luego se limpió la barbilla pegajosa y, empapando varias toallas de papel, se
las pasó por la barriga y la entrepierna. Algo más calmado, decidió volver a la
planta baja.
En el bar, donde reinaba más animación
que antes, Jacinto fue sobre seguro en busca del dueño. Éste lo acogió cordial.
“Se te ve sofocado… ¿Cómo te ha ido por arriba?”. En lugar de contestar,
Jacinto pidió ansioso: “¡Una cerveza, por favor!”. El dueño se la puso y,
directamente del botellín, se bebió más de media. El dueño insistió. “Has
estado bastante rato…”. Jacinto ya respondió lacónico: “Ha ido muy bien”. El
dueño replicó sin recabar más detalles: “Lo celebro”. Pero aprovechó para
señalarle unos formularios que había en un cajetín. “Igual te decides a hacerte
socio…”. Jacinto solo dijo: “Luego cogeré uno”. Incidentalmente había cruzado
la mirada con alguien que estaba en otro extremo de la barra. No era sino el
que había ajustado cuentas con él y que entonces levantó sonriente la copa en
señal de saludo. Jacinto, aunque más serio, no dudó en devolvérselo con su botellín
¿Era en agradecimiento…?
Jacinto fue a vestirse ya y luego se
dirigió a la salida. Seguía allí el colega del dueño que también le pregunto, más
escueto: “¿Todo bien?”. “Bastante”, contestó Jacinto sin más. Al devolver la
llave, el otro dijo: “El jefe me ha advertido de que hoy no te cobre”. “Pues
muchas gracias”, replicó Jacinto. Éste se había fijado en que también había
unos formularios como los del bar. “Me llevo uno de éstos”. “¡Buena señal!”,
exclamó el colega, “A ver si otra vez que vengas no me toca estar aquí y puedo
hacerte algo que te guste”. “A ver, a ver…”, admitió Jacinto. Y ya se marchó.
“¿Era esto lo suyo?”, se preguntaba. Y concluyó que sí.
Bastante morboso, encima con lo que me gusta el tema de los slings y los clubes nocturnos. Me encanto, me gustaria otra continuacion de esta historia, si realmente tenes pensado hacerlo.
ResponderEliminarqueremos mas del comisario,please.
ResponderEliminarLos dos relatos son como siempre muy bien planteados y desarrollados me gustan mucho, ya me alivio de las calenturas como puedo,lo que no encuentro en mi ciudad son lugares en los que poder verme en las circunstancias del inspector.
ResponderEliminarGracias y adelante, espero el próximo.
ufff me encanto como relatas lo sucedido, espero otra continuacion con el comisario, asi desearia a uno yo
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